21. Beauxbatons and Durmstrang
BEAUXBATONS Y DURMSTRANG
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El cartel del vestíbulo tuvo un efecto muy marcado en los habitantes del castillo. Durante la semana siguiente, y fuera donde fuera Emma, no había más que un tema de conversación: el Torneo de los tres magos. Los rumores pasaban de un alumno a otro como gérmenes altamente contagiosos: quién se iba a proponer para campeón de Hogwarts, en qué consistiría el Torneo, en qué se diferenciaban de ellos los alumnos de Beauxbatons y Durmstrang…
Emma notó, además, que el castillo parecía estar sometido a una limpieza especialmente concienzuda. Habían restregado algunos retratos mugrientos, para irritación de los retratos, que se acurrucaban dentro del marco murmurando cosas y muriéndose de vergüenza por el color sonrosado de su cara. Las armaduras aparecían de repente brillantes y se movían sin chirriar, y Argus Filch, el conserje, se mostraba tan feroz con cualquier estudiante que olvidara limpiarse los zapatos que aterrorizó a dos alumnas de primero hasta la histeria.
Los profesores también parecían algo nerviosos.
—¡Longbottom, ten la amabilidad de no decir delante de nadie de Durmstrang que no eres capaz de llevar a cabo un sencillo encantamiento permutador! —gritó la profesora McGonagall al final de una clase especialmente difícil en la que Neville se había equivocado y le había injertado a un cactus sus propias orejas.
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CUANDO BAJARON A DESAYUNAR LA MAÑANA DEL 30 de octubre, descubrieron que durante la noche habían engalanado el Gran Comedor. De los muros colgaban unos enormes estandartes de seda que representaban las diferentes casas de Hogwarts: rojos con un león dorado los de Gryffindor, azules con un águila de color bronce los de Ravenclaw, amarillos con un tejón negro los de Hufflepuff, y verdes con una serpiente plateada los de Slytherin. Detrás de la mesa de los profesores, un estandarte más grande que los demás mostraba el escudo de Hogwarts: el león, el águila, el tejón y la serpiente se unían en torno a una enorme hache.
Harry, Ron, Emma y Hermione vieron a Fred y George en la mesa de Gryffindor. Una vez más, y contra lo que había sido siempre su costumbre, estaban apartados y conversaban en voz baja. Ron fue hacia ellos, seguido de los demás.
—Esto es muy difícil de verdad —le decía George a Fred con tristeza—. Pero si no nos habla personalmente, tendremos que enviarle la carta. O metérsela en la mano. No nos puede evitar eternamente.
—¿Quién los evita? —quiso saber Ron, sentándose a su lado.
—Me gustaría que fueras tú —contestó Fred, molesto por la interrupción.
—¿Qué te parece tan difícil? —le preguntó Ron a George.
—Tener de hermano a un imbécil entrometido como tú —respondió George.
—¿Ya se les ha ocurrido algo para participar en el Torneo de los tres mago? —inquirió Harry—. ¿Han pensado alguna otra cosa para entrar?
Emma hizo una ligera mueca con los labios. La idea de que alguno de ellos participara no le gustaba nada.
—Le pregunté a McGonagall cómo escogían a los campeones, pero no me lo dijo —repuso George con amargura—. Me mandó a callar y seguir con la transformación del mapache.
—Me gustaría saber cuáles serán las pruebas —comentó Ron pensativo—. Porque yo creo que nosotros podríamos hacerlo, Harry. Hemos hecho antes cosas muy peligrosas.
—No delante de un tribunal —replicó Fred—: McGonagall dice que puntuarán a los campeones según cómo lleven a cabo las pruebas.
—¿Quiénes son los jueces? —preguntó Harry.
—Probablemente los directores de los colegios formen parte del tribunal —declaró Emma—, la última vez los tres resultaron heridos durante el Torneo de 1792, cuando (la verdad no entiendo que pasaba por las cabezas de eso magos en ese tiempo) soltaron al basilisco que los campeones tenían que atrapar.
Emma miró como todos la miraban de forma extraña, como si no hubieran entendido ni una sola palabra. Entonces Hermione explicó:
—Está todo en Historia de Hogwarts. Aunque, desde luego, ese libro no es muy de fiar. Un título más adecuado sería «Historia censurada de Hogwarts», o bien «Historia tendenciosa y selectiva de Hogwarts, que pasa por alto los aspectos menos favoritos del colegio».
—Un título muy largo, ¿no crees? —dijo Emma.
—¿De qué hablan? —preguntó Ron.
—¡De los elfos domésticos! —dijo Hermione en voz alta—. ¡Ni una sola vez, en más de mil páginas, hace la Historia de Hogwarts una sola mención a que somos cómplices de la opresión de un centenar de esclavos!
Hermione estaba muy emocionada por la asociación. En cuanto Harry, Ron y Emma pagaron los dos sickles, Hermione les había estado dando la lata desde aquel momento, primero para que se pusieran las insignias, luego para que persuadieran a otros de que hicieran lo mismo, y cada noche Hermione paseaba por la sala común de Gryffindor acorralando a la gente y haciendo sonar la alcancía ante sus narices.
—¿Son conscientes de que son criaturas mágicas que no perciben sueldo y trabajan en condiciones de esclavitud las que les cambian las sábanas de la cama, les encienden el fuego, les limpian las aulas y les preparan la comida? —les decía casi furiosa.
Al contrario de su amiga, Emma les hablaba a los demás con calma, y les hacía entender, al menos un poco, las condiciones injustas en las que vivían los elfos.
Ron alzó los ojos al techo, donde brillaba la luz de un sol otoñal, y Fred se mostró enormemente interesado en su trozo de tocino (los gemelos se habían negado a adquirir su insignia de la P. E. D. D. O). George, sin embargo, se aproximó a Hermione un poco.
—Escucha, Hermione, ¿has estado alguna vez en las cocinas?
—No, claro que no —dijo Hermione de manera cortante—. Se supone que los alumnos no…
—Bueno, pues nosotros sí —la interrumpió George, señalando a Fred—, un montón de veces, para robar comida. Y los conocemos, y sabemos que son felices. Piensan que tienen el mejor trabajo del mundo.
—¡Eso es porque no están educados! Les han lavado el cerebro y… —comenzó a decir Hermione acaloradamente, pero las siguientes palabras quedaron ahogadas por el ruido de un batir de alas encima de sus cabezas que anunciaba la llegada de las lechuzas mensajeras.
Emma levantó la vista, y vio a Hedwig, que volaba hacia Harry. Hermione se calló de repente. Ella, Ron y Emma miraron nerviosos a Hedwig, que revoloteó hasta el hombro de Harry, plegó las alas y levantó la pata con cansancio.
Harry le desprendió la respuesta de Sirius de la pata y Emma le ofreció a Hedwig los restos de su tocino, que comió agradecida. Luego, tras asegurarse de que Fred y George habían vuelto a sumergirse en nuevas discusiones sobre el Torneo de los tres magos, Harry les leyó a Ron, Emma y Hermione la carta de Sirius en un susurro:
Esa mentira te honra, Harry.
Ya he vuelto al país y estoy bien escondido. Quiero que me envíes lechuzas contándome cuanto sucede en Hogwarts. No uses a Hedwig. Emplea diferentes lechuzas, y no te preocupes por mí: cuida de ti mismo. No olvides lo que te dije la cicatriz.
Sirius
—¿Por qué tienes que usar diferentes lechuzas? —preguntó Ron en voz baja.
—Porque Hedwig llama mucho la atención —respondió Emma de inmediato—. Si la ven yendo y viniendo todo el tiempo… sería muy sospechoso….
Harry enrolló la carta y se la metió en la túnica.
—Gracias, Hedwig —dijo acariciándola. Ella ululó medio dormida, metió el pico un instante en la copa de jugo de naranja de Harry, y se fue, evidentemente ansiosa de echar una larga siesta en la lechucería.
Aquel día había en el ambiente una agradable impaciencia. Nadie estuvo muy atento a las clases, porque estaban mucho más interesados en la llegada aquella noche de la gente de Beauxbatons y Durmstrang. Hasta la clase de Pociones fue más llevadera de lo usual, porque duró media hora menos. Cuando, antes de lo acostumbrado, sonó la campeana, Harry, Ron, Emma y Hermione salieron a toda prisa hacia la torre de Gryffindor, dejaron allí las mochilas y los libros tal como les habían indicado, se pusieron las capas y volvieron al vestíbulo.
Los jefes de las casas ubicaban a sus alumnos en filas.
—Weasley, ponte bien el sombrero —le ordenó la profesora McGonagall a Ron—. Patil, quítate esa cosa ridícula del pelo.
Parvati frunció el entrecejo y se quitó una enorme mariposa de adorno del extremo de la trenza.
Bajaron en fila por la escalinata de la entrada y se alinearon delante del castillo. Era una noche fría y clara. Oscurecía, y una luna pálida brillaba ya sobre el bosque prohíbo.
—Son casi las seis —anunció Ron, consultando el reloj y mirando el camino que iba a la verja de entrada—. ¿Cómo piensan que llegarán? ¿En el tren?
—No creo —contestó Hermione.
—¿Entonces cómo? ¿En escoba? —dijo Harry, levantando la vista al cielo estrellado.
—Lo dudo —respondió Emma—. Vienen desde muy lejos…
—¿En traslador? —sugirió Ron—. ¿Pueden aparecerse? A lo mejor en sus países está permitido aparecerse antes de los diecisiete años.
—Nadie puede aparecerse dentro de los terrenos de Hogwarts. ¿Cuántas veces se los tengo que decir? —exclamó Hermione perdiendo la paciencia.
Escudriñaron nerviosos los terrenos del colegio, que se oscurecían cada vez más. No se movía nada por allí. Todo estaba en calma, silencioso y exactamente igual que siempre.
Emma empezaba a tener un poco de frío, y confiaba en que se dieran prisa. Harry no la podía abrazar en ese momento, ya que estaban bajo la intensa mirada de la profesora McGonagall, pero lo que si hizo fue tomarla de su mano. Emma le sonrió de lado, mientras entrelazaba su mano con la de Harry.
Y entonces, desde la última fila, en la que estaban todos los profesores, Dumbledore gritó:
—¡Ajá! ¡Si no me equivoco, se acercan los representantes de Beauxbatons!
—¿Por dónde? —preguntaron muchos con impaciencia, mirando en diferentes direcciones.
—¡Por allí! —gritó uno de sexto, señalando hacia el bosque.
Una cosa larga, mucho más larga que una escoba (y, de hecho, que cien escobas) se acercaba al castillo por el cielo azul oscuro, haciéndose cada vez más grande.
—¡Es un dragón! —gritó uno de los de primero, perdiendo los estribos por completo.
—No seas idiota… ¡es una casa volante! —le dijo Dennis Creevey.
La suposición de Dennis estaba más cerca de la realidad. Cuando la gigantesca forma negra pasó por encima de las copas de los árboles del bosque prohibido casi rozándoles, y la luz que provenía del castillo la iluminó, vieron que se trataba de un carruaje colosal, de color azul pálido y del tamaño de una casa grande, que volaba hacia ellos tirado por una docena de caballos alados de color tostado pero con la crin y la cola blanca, cada uno del tamaño de un elefante.
Las tres filas delanteras de alumnos se echaron para atrás cuando el carruaje descendió precipitadamente y aterrizó a tremenda velocidad. Entonces golpearon el suelo los cascos de los caballos, que eran más grandes que platos, metiendo tal ruido que Neville dio un salto y pisó a un alumno de Slytherin de quinto curso. Un segundo más tarde el carruaje se posó en tierra, rebotando sobre las enormes ruedas, mientras los caballos sacudían su enorme cabeza y movían unos grandes ojos rojos.
Antes de que la puerta de carruaje se abriera, Emma vio que llevaba un escudo: dos varitas mágicas doradas cruzadas, con tres estrellas que surgían de cada una.
Un muchacho vestido con túnica de color azul pálido saltó del carruaje al suelo, hizo una inclinación, buscó con las manos durante un momento algo en el suelo del carruaje y desplegó una escalerilla dorada. Respetuosamente, retrocedió un paso. Entonces Emma vió un zapato negro brillante, con tacón alto, que salía del interior del carruaje. Era un zapato del mismo tamaño que un trineo infantil. Al zapato le siguió, casi inmediatamente, la mujer más grande que Emma había visto nunca. Las dimensiones del carruaje y de los caballos quedaron inmediatamente explicadas. Algunos ahogaron un grito.
En toda su vida, Emma sólo había visto una persona tan gigantesca como aquella mujer, y ése era Hagrid. Le parecía que eran exactamente igual de altos, pero aun así (y tal vez porque habituada a Hagrid) aquella mujer —que ahora observaba desde el pie de la escalerilla a la multitud, que a su vez la miraba atónita a ella— parecía aún más grande. Al dar unos pasos entró de lleno en la zona iluminada por la luz del vestíbulo, y ésta reveló un hermoso rostro de piel morena, unos ojos cristalinos grandes y negros, y una nariz afilada. Llevaba el pelo recogido por detrás, en la base del cuello, en un moño reluciente.
Dumbledore comenzó a aplaudir. Los estudiantes, imitando a su director, aplaudieron también, muchos de ellos de puntillas para ver mejor a la mujer.
Sonriendo graciosamente, ella avanzó hacia Dumbledore y extendió una mano reluciente. Aunque Dumbledore era alto, apenas tuvo que inclinarse para besársela.
—Mi querida Madame Maxime —dijo—, bienvenida a Hogwarts.
—«Dumbledog» —repuso Madame Maxime, con una voz profunda—, espego que esté bien.
—En excelente forma, gracias —respondió Dumbledore.
—Mis alumnos —dijo Madame Maxime, señalando tras ella con gesto lánguido.
Unos doce alumnos, chicos y chicas, todos los cuales parecían hallarse cerca de los veinte años, habían salido del carruaje y se encontraban detrás de ella. Estaban tiritando, lo que no era nada extraño dado que las túnicas que llevaban parecían de seda fina, y ninguno de ellos tenía capa. Algunos se habían puesto bufandas o chales por la cabeza.
—¿Ha llegado ya Kagkagov? —preguntó Madame Maxime.
—Se presentará de un momento a otro —aseguró Dumbledore—. ¿Prefieren esperar aquí para saludarlo o pasar a calentarse un poco?
—Lo segundo, me paguece —respondió Madame Maxime—. Pego los caballos…
—Nuestro profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas se encargará de ellos encantado —declaró Dumbledore—, en cuanto vuelva de solucionar una pequeña dificultad que le ha surgido con alguna de sus otras… obligaciones.
—Con los escregutos —les susurró Ron.
—Mis «cogceles guequieguen»… eh… una mano podegosa —dijo Madame Maxime, como si dudara que un simple profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas fuera capaz de hacer el trabajo—. Son muy fuegtes…
—Le aseguro que Hagrid podrá hacerlo —dijo Dumbledore, sonriendo.
—Muy bien —asintió Madame Maxime, haciendo una leve inclinación—. Y, «pog favog», dígale a ese «pgofesog Haggid» que estos caballos solamente beben whisky de malta «pugo».
—Descuide —dijo Dumbledore, inclinándose a su vez.
—Allons-y —les dijo imperiosamente Madame Maxime a sus estudiantes, y los alumnos de Hogwarts se apartaron para dejarlos pasar y subir la escalinata de piedra.
—¿Cómo de grandes calculan que serán los caballos de Durmstrang? —dijo Seamus Finnigan, inclinándose para dirigirse a Harry, Ron, Emma y Hermione entre Lavender y Parvati.
—Si son más grandes que éstos, ni siquiera Hagrid podrá manejarlos —contestó Harry—. Y eso si no lo han atacado los escregutos. Me pregunto que habrá ocurrido.
—A lo mejor han escapado —dijo Ron, esperanzado.
—¡Ni lo digas! —exclamó Emma, con un escalofrío—. ¿Te imaginas a todos por ahí, sueltos? Sería el fin de nuestras manos si Hagrid nos hiciera buscarlos.
Para entonces ya tiritaban de frío esperando la llegada de la representación de Durmstrang. La mayoría miraba al cielo esperando ver algo. Durante unos minutos, el silencio sólo fue roto por los bufidos y el piafar de los enormes caballos de Madame Maxime. Pero entonces…
—¿No oyen algo? —preguntó Ron repentinamente.
Emma escuchó. Un ruido misterioso, fuerte y extraño, llegaba a ellos desde las tinieblas. Era un rumor amortiguado y un sonido de succión, como si una inmensa aspiradora pasara por el lecho de un río…
—¡El lago! —gritó Lee Jordan, señalando hacia él—. ¡Miren el lago!
Desde su posición en lo alto de la ladera, desde la que se divisaban los terrenos del colegio, tenían una buena perspectiva de la lisa superficie negra del agua. Y en aquellos momentos esta superficie no era lisa en absoluto. Algo se agitaba bajo el centro del lago. Aparecieron grandes burbujas, y luego se formaron unas olas que iban a morir a las embarradas orillas. Por último surgió en medio del lago un remolino, como si al fondo le hubiera quitado un tapón gigante…
Del centro del remolino comenzó a salir muy despacio lo que parecía una asta negra, y luego Emma vio las jarcias…
—¡Es un mástil! —exclamó Harry.
Lenta, majestuosamente, el barco fue surgiendo del agua, brillando a la luz de la luna. Producía una extraña impresión de cadáver, como si fuera un barco hundido y resucitado, y las pálidas luces que relucían en las portillas daban la impresión de ojos fantasmales. Finalmente, con un sonoro chapoteo, el barco emergió en su totalidad, balanceándose en las aguas turbulentas, y comenzó a surcar el lago hacia tierra. Un momento después oyeron la caída de un ancla arrojada al bajío y el sordo ruido de una tabla tendida hasta la orilla.
A la luz de las portillas del barco, vieron las siluetas de la gente que desembarcaba. Todos ellos, parecían tener la constitución de Crabbe y Goyle… pero luego, cuando se aproximaron más, subiendo por la explanada hacia la luz que provenía del vestíbulo, vieron que su corpulencia se debía en realidad a que todos llevaban puestas unas capas de algún tipo de piel muy tupida. El que iba delante llevaba una piel de distinto tipo: lisa y plateada como su cabello.
—¡Dumbledore! —gritó efusivamente mientras subía la ladera—. ¿Cómo estás, mi viejo compañero, cómo estás?
—¡Estupendamente, gracias, profesor Karkarov! —respondió Dumbledore.
Karkarov tenía un voz pastosa y afectada. Cuando llegó a una zona bien iluminado, vieron que era alto y delgado como Dumbledore, pero llevaba corto el blanco cabello, y la perilla (que terminaba en un pequeño riso) no ocultaba del todo el mentón poco pronunciado. Al llegar ante Dumbledore, le estrechó la mano.
—El viejo Hogwarts —dijo, levantando la vista hacia el castillo y sonriendo. Tenía los dientes bastante amarillos, y Emma observó que la sonrisa no incluía los ojos, que mantenían su expresión de astucia y frialdad—. Es estupendo estar aquí, es estupendo… Víktor, ve para allá, al calor… ¿No te importa, Dumbledore? Es que Viktor tiene un leve resfriado…
Karkarov indicó por señas a uno de sus estudiantes que se adelantara. Cuando el muchacho se acercó, Emma vio las espesas cejas negras. Para reconocer aquel perfil no necesitaba el accidental golpe de Ron.
—¿Her, acaso ese es…?
—Sí —respondió Hermione, mirando a Krum.
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