Capítulo XXIII
Agustina se dejó caer en el sofá frente a la mesa en dónde Sebastián trabajaba con unos planos. Su vista fue hacia el borde de la camiseta que Agustina había tomado prestada como pijama. Pensó que le quedaba mejor que a él y que no podría dejar de verla vestida de esa forma todas las mañanas. El tiempo se le acortaba. Ya habían pasado tres días de la semana que le dio para vivir juntos. Tres días en los que sus vidas se encajaron cómo las piezas perdidas de un puzzle. En los que disfrutaron de la simplicidad de pasar el tiempo juntos, compartir una comida, mirar una película abrazados en el sofá y hacer el amor a todas horas. Todo era tan fácil con ella y a la vez tan complicado.
Dejó el lápiz sobre la mesa y como un gato sigiloso se acercó hasta su presa, tiró los papeles que estaban en las manos de Agustina y se acostó sobre ella para besarla.
—¡El manuscrito! —gritó sobre su boca.
—Puede esperar. —Sebastián dejó un camino de besos hasta su estómago.
—No, no puede. Cata me va a matar si no termino de corregirlo para mañana. —Intentó separarse de su agarre, pero le fue imposible. Cada vez que lo sentía en su piel se derretía, perdía todas sus fuerzas. Estalló en risas cuando Sebastián le sopló la barriga y se levantó de golpe escudándose con el sillón.
—No te vas a poder escapar.
—Corro más rápido.
Agustina corrió hasta la cocina y Sebastián la levantó en el aire subiéndola a su hombro como una bolsa de papas.
—¡Soltáme! ¡Auxilio! —gritó entre carcajadas.
—Los vecinos van a pensar que te estoy matando. —La bajó deslizándola por su cuerpo, haciéndole sentir el deseo que palpitaba en su erección.
—Me estás matando. —Agustina se puso de puntillas y le dio un beso en la nariz. Para luego alejarse a la cocina. Sebastián se desplomó sobre la barra desayunadora para mirarla.
—Vos me estás matando. Con mi camiseta que no deja nada a la imaginación, cómo se supone que voy a poder concentrarme y trabajar así.
—Me queda como un vestido.
—Uno muy corto.
—Es tu culpa. Me la diste vos. Y basta. Volvé a los planos que necesito terminar esa corrección. Cata me espera mañana en la editorial y me faltan como cien páginas. Y eso también es tu culpa.
Sebastián alzó los brazos en modo rendición y volvió a la mesa con sus planos. El proyecto le estaba quedando buenísimo. Se había tomado unos días sin ir a la oficina para estar con Tina con la excusa de terminar un proyecto atrasado. Y esos días le habían servido para darse cuenta de que trabajaba mejor en otro espacio, que la creatividad fluía con libertad y sin presiones. Pronto iba a explotar la segunda bomba: iba a dejar la empresa. Ya no tenía nada que hacer en ese lugar. Hacía tiempo que fantaseaban con Guille con cortarse solos. Armar un estudio de arquitectura propio. Era el momento de dar el salto.
Agustina se acercó desde atrás y le dejó un mate con rayadura de coco en la mesa.
—Me encanta lo que estás dibujando. ¿Ese es el comedor?
—Aja. Es amplio, ¿no?
—Muy. Pensé que no construían casas.
—Y no lo hacemos. Este proyecto es una excepción, para un cliente muy importante. Y como a mí proyectar casas es lo que más me gusta, lo tomé.
—Y está quedando muy bien. —Lo besó en la cabeza y volvió al sillón donde la esperaba el manuscrito.
Sebastián tomó el mate, el coco le daba un toque suave y dulce, cómo ella. No estaba acostumbrado a tomar mate. A su familia le parecía una asquerosidad y poco higiénico compartir una bombilla, una bajeza. Solo tomaba cuando pasaba por la oficina de su primo que vivía pegado a un mate. Y con algunos compañeros de la universidad. Pero le encantaba tomarlo con Agustina. Ya se había vuelto una rutina en esos días y le gustaba poder compartirlo con ella.
—¿Qué pasa? Hoy estás muy perdido en tus pensamientos.
—¿No tenías que corregir?
—Sebastián... —Se acercó a devolverle el mate y se arrodilló a la altura del sillón.
—El otro día vi que estaba en alquiler un piso del edificio donde funciona la editorial.
—Sí, dos pisos más abajo. ¿Por?
—Con Guillermo tenemos la idea de abrirnos de la empresa hace tiempo. Para poner un estudio de arquitectura. Y creo que es el momento perfecto.
—¿Y en caballito?
—Me encanta el barrio. Y ese edificio. Y más me gusta que estemos cerca. Pienso que también nos va a ser cómodo para cuando nazcan los bebés.
—Sería una decisión muy importante.
—Si... y va a suponer una inversión de dinero. Y seguro también que me deshereden cuando deje la empresa. ¿Eso te importaría? —La mirada de Agustina se oscureció.
—¿Me estás hablando en serio, Sebastián? —Se levantó del sillón como si un resorte la hubiese propulsado—. Nunca me importó tu dinero. Pensé que eso había quedado claro entre nosotros hace tiempo. No puedo creer que me preguntes algo así.
—Perdonáme... soy un idiota. —Se levantó para acercarse a ella y quiso tomarla de la mano, pero Agustina se alejó.
—Muy idiota.
—Ya sé que no te importa mi dinero. Lo tengo claro. Pero estoy acostumbrado a que a los demás sí. A que sea lo que más les importa. Estoy programado en eso.
—Yo no soy los demás.
—Ya lo sé. Lo tengo bien claro. —Se acercó más hacia ella con una súplica en los ojos y Agustina bajó la guardia dejándose abrazar—. Por favor perdonáme. Soy un boludo. No tendría que haber dicho eso.
—Ya está. Y quiero que sepas que no me importa que dejés la empresa ni que te deshereden. Aunque está de más qué te lo diga. Pero parece que necesitas que te lo repitan. Al contrario. Me sentiría orgullosa de vos si empezás desde cero. Y voy a ayudarte y acompañarte si ese es tu deseo.
—¿Sí? ¿De verdad?
—Claro que sí. Y si tenés tiempo podemos llamar al administrador del edificio para que cuando me encuentre ahí con Cata nos muestre el piso que se alquila.
—¿Te dije que te quiero? —Los ojos de Agustina se abrieron de la sorpresa mientras un nudo se cerraba en su garganta.
—Nunca.
—Te quiero y mucho. —La levantó del piso y la besó, con urgencia, con deseo y con amor. Un amor que lo desbordaba—. Y el manuscrito tendrá que esperar unos quince minutos. Cómo estoy, no creo que esto dure mucho más.
Agustina lanzó una carcajada y se dejó atrapar por sus labios.
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