Capítulo XVI


Sebastián tomó un repasador de la mesada de la cocina y secó sus manos. Sabía que no podía retrasarlo más. Debía darle la respuesta a su pregunta, aunque le costara un mundo hablar de ello. Exhaló y se dio vuelta apoyándose contra la mesada.

—No sé si te dije que mis padres y los de Mía son socios en la constructora... —preguntó sin esperar que ella respondiera. Luego miró un punto fijo en la pared y continuó—. Nos conocemos desde muy chicos. Siempre se esperó de nosotros que estemos juntos y no sé si fue por eso o porque de verdad nos gustábamos que terminó siendo una realidad. —Sebastián suspiro buscando las palabras adecuadas en su mente—. Yo me enamoré de ella. No sé si ella de mí. Supongo que en un principio lo hizo. —Tina sintió como se le contraía el estómago—. Empezamos a salir cuando estábamos en la escuela. Antes de empezar la universidad, hace ya más de diez años, Mía quedó embarazada. Al principio ninguno de los dos estábamos muy contentos con la noticia, éramos muy chicos y teníamos muchos proyectos, sueños por cumplir. Pero poco a poco yo me fui ilusionando, fantaseando con la idea de tener una familia. Algo propio, mío, que yo había creado y no heredado de mis padres. —Resopló y se pasó la mano por el pelo—. Quizá sea difícil de entender, pero cuando toda tu vida está regida por lo que otros esperan de vos y todo lo que tenés viene de otros, pensar en algo propio es mucho. Pero Mía no sintió lo mismo. No quería ser madre ni pasar por un embarazo. Decía que no quería arruinar su cuerpo, además de estudiar estaba empezando una carrera como modelo. Un embarazo lo jodía todo. Intente convencerla, pero no me hizo caso y abortó sin que yo lo supiera. —Tina notó que todo el cuerpo de Sebastián se tensaba y que sus puños se apretaban hasta ponerse blancos—. Me hizo mierda. Perdón por la expresión, pero es lo que sentí. —La miro a los ojos. Tina pudo ver la frustración en ellos. Luego volvió la vista a la pared—. Me sentí traicionado, ignorado, insignificante. Había decidido por mí. Le importó una mierda lo que yo pensaba. —Volvió la vista a ella y se agachó como en un intento por explicarse mejor—. Entiendo que la mujer pone el cuerpo, que es muy diferente la experiencia de tener un hijo, lo que tiene que atravesar y que abandonar. Pero también era mío. Creí que tenía algo de derecho, de decisión. En ese momento sentí que no me quería, que no me respetaba. Nos separamos.

Sebastián se movió de la mesada y caminó hasta volver a la mesa. Terminó de un trago la poca cerveza que le quedaba. En silencio Tina lo siguió, pasó por la heladera y fue hasta la mesa ofreciéndole otra.

—Luego volvieron... —murmuró ella despacio. Quería que siguiera hablando. Sebastián asintió con la cabeza y tomó la cerveza fría que Tina le había dado.

—Es muy complicado... había muchos intereses en juego. Nos veíamos todo el tiempo. Todos me presionaron... nadie supo del embarazo. Y si lo hubieran sabido a nadie le hubiera importado. En mi familia y en la empresa se hace lo que se tiene que hacer. Lo que es mejor para la imagen y los negocios. —A Tina se le encogió el estómago. No imaginaba lo que sería vivir bajo esa presión. Ella tenía sus propias presiones y cárceles mentales, pero nada como eso. Prefería sus deudas y sus problemas antes que vivir de ese modo—. Volviendo a tu pregunta, la idea de tener un hijo y la culpa por lo que Mía había hecho me obsesionó por completo. Le pedí que lo intentaramos, que tengamos un hijo, pero no estaba en sus planes hasta que pasaron algunos años y la presión de las familias hizo su efecto y ella aceptó. Lo intentamos de forma natural, pero no se pudo.

—Por eso recurrieron a la clínica —Sebastián asintió con la cabeza. No le dijo que en ese momento sospechó que ella tomaba pastillas para no quedar embarazada, que lo confirmó cuando empezaron el tratamiento y descubrió que no se ponía las inyecciones de hormonas. Ni que la vio engañándolo con su mejor amigo. Si le hablaba de todo eso, ella podía llegar a conclusiones que no le convenían.

—Creo que esa es la respuesta a tu pregunta. No sé si es la que buscabas, pero es la que tengo.

Sebastián sintió que un nudo grande que tenía en el pecho se desataba. Se sintió algo más liviano. Todavía sentía la culpa de muchas cosas que no podía decir, pero haber podido hablar de su pasado lo había hecho sentir mucho mejor de lo que había imaginado. Sabía que la forma en que Agustina lo había escuchado tenía mucho que ver. No lo había interrumpido, no lo había juzgado, solo lo había mirado con tristeza y entendimiento.

—Gracias —respondió ella con la voz algo quebrada—. Gracias por compartirlo conmigo. — Se miraron con una dulzura nueva, una que ninguno había experimentado antes.

—También me gustan mucho los niños —dijo Sebastián con una sonrisa—. No quiero que te quedes con la idea de que quiero a esos bebés para llenar un vacío existencial.

—No pensé eso. Bueno, quizás un poco... pero es mejor que la idea de Cata, que opinaba que no podías cobrar una herencia hasta que fueras padre y por eso querías tener hijos. —Agustina se sorprendió de haber soltado aquello y apretó los ojos y los labios, como mandándose a callar mientras la vergüenza cubría sus mejillas. Este hombre supondría que estaban locas. Sebastián soltó una carcajada que vibró en todo el departamento y en su cuerpo. Si pasar vergüenza tenía como resultado hacerlo reír valdría la pena mil veces.

Sintieron el ruido de la puerta abriéndose. Era Cata y Marcelo.

—Ah, hola, Sebastián ... No sabía que estaban cenando. —Cata miró a Tina sorprendida y levantó su ceja. Esta última a su vez hizo un movimiento con la cabeza y Cata finalizó con un gesto de su boca. Se hablaban en un idioma mudo, uno gestual que habían perfeccionado en años y no necesitaban más para entenderse porque hasta ese punto se conocían. Sebastián, por un momento, se sintió mirando a una y otra como en un partido de tenis. Luego aceptó la mano del chico que acompañaba a Cata.

—¡Qué rico comida china! —vociferó esta mientras se acercaba a la mesa y probaba de las sobras de Agustina. Su amiga le clavó una costilla con el codo mientras la vio doblarse para engullir el bocado. Le daba un poco de vergüenza esa forma de comportarse ante Sebastián. Si bien él le estaba derribando uno a uno sus prejuicios, todavía le costaba relajarse. Y tampoco quería que pensara que eran las hermanas de Tarzan criadas en la selva.

—Hay cerveza en la heladera —ofreció Tina intentando tapar la incomodidad y las acciones despreocupadas de su amiga.

Marcelo y Sebastián congeniaron en dos minutos. Marcelo era algo así como un amigo con derechos para Cata. Que odiaba los rótulos y las denominaciones. Se habían conocido cuando comenzó a hacer trabajos de ilustración free lance para la colección infantil y algunas portadas de la editorial.

Tina observó cómo conversaban relajadamente sobre arte mientras les abría otras cervezas. Notó un brillo especial en los ojos de Sebastián y una sonrisa que no abandonaba su cara. Se notaba cómodo, lo que la aliviaba de que la noche no estuviera siendo un fiasco. Y pensó que seguramente la cerveza ya estaba cobrando su efecto en él.

Cruzaron sus miradas por un instante y ella le sonrió con dulzura. Por un momento, Sebastián no pudo despegarse de esa sonrisa. Marcelo le seguía hablando, pero él no podía escuchar nada más que lo que decían esos ojos.

Cata alabó el trabajo de su amigo con derechos y Marcelo invitó a Sebastián a conocer su taller de arte. Él prometió que iría a conocerlo. Les contó que el dibujo era una cuenta pendiente en su vida, sin mencionar que para sus padres era una pérdida de tiempo, y Marcelo se ofreció a enseñarle cuando se decidiera.

Tina y Cata volvieron a gesticular en ese idioma mudo, no sé sabía si estaban jugando al póker, al truco o si eran víctimas de un derrame cerebral. Por suerte, tanto Sebastián como Marcelo estaban tan absortos en la charla que no fueron testigos del momento.

—Bueno, ya es hora de ir a dormir —deslizó Sebastián mientras se levantaba—. Un gusto Marcelo. Voy a pasar en estos días por el taller.

—Te espero —respondió señalándolo con un dedo.

Tina se apresuró a acompañarlo y abrirle la puerta. Y casi se chocan cuando intentaron entrar los dos a la vez en el ascensor.

—Perdón, creo que me pasé con la cerveza. —murmuró Sebastián mientras le hacía un gesto para que subiera primero.

—Me di cuenta —contestó Agustina con una sonrisa.

—Gracias por esta noche. La pasé muy bien.

—Me alegro y gracias a vos por responder a mis preguntas.

—Es lo menos que te debo.

Bajaron del ascensor y ya en la puerta Sebastián se acercó para saludarla con un beso en la mejilla, pero Agustina sin darse cuenta movió el rostro y le posó el beso en la comisura de los labios. La sensación de ese simple beso le estremeció el cuerpo. Y solo pudo pensar en cómo se sentiría un beso de verdad. Uno con todas las letras. Luego, hablaron los dos a la vez, atropelladamente.

—Perdón.

—Perdón.

Sonrieron. A Sebastián le brillaron los ojos. Seguro por la cerveza. Luego se dio vuelta hacia su auto, pero se detuvo en seco y pareció volver sobre sus pasos. A Agustina el corazón le bailó un malambo y solo deseó que él no lo escuchara. Se frenó de golpe, pasó la mano por su pelo con una expresión contrariada y luego sonrió. Tina creyó ver sus mejillas coloradas.

—Nos vemos mañana —dijo.

—Nos vemos mañana, Sebastián.


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