Capítulo XIV



Sebastián salió de la ducha chorreando agua. Necesitaba ese baño tanto como respirar. Lo había deseado desde que salió del avión. Quería borrar con el agua el sudor de las horas de vuelo, las miradas acusantes e indiscretas sobre su cuerpo, los reproches de su madre, los gritos e insultos de Mía. Aunque eso es lo que más había disfrutado de todo. Llevar a cabo parte de su venganza, destruir de una vez por todas esa relación basada en mentiras. No había sido de la mejor forma, lo sabía. Pero era la única que había encontrado. Y había resultado bien. Ya no estarían juntos nunca más. Por más peros que pusiese su madre.

Se dirigió hacia la heladera y se sirvió una cerveza bien fría. No le sentaría muy bien porque no había comido nada desde la comida horrible del avión. Pero necesitaba relajarse. Sentía un vacío en el pecho. El duelo lo había hecho hace años. Con cada acción en que Mía le demostró que no era la mujer que él creía, con cada proyecto y fantasía destruida, con cada engaño. Ya no la amaba. Hace años que había dejado de hacerlo. Pero no quería ser un mal tipo. No le gustaba serlo, pero anteponer las necesidades de los demás a su deseo solo lo habían hecho un infeliz. Necesitaba de este acto final. El que lo destruyera todo. Sintió un gusto amargo y no era el de la cerveza.

Apoyó su cadera en la mesada de la cocina y repasó con los ojos la decoración minimalista y masculina de su departamento. Más vacía desde que Mía lo había desvalijado, pero más libre, menos pesada. Respiró con una sensación de libertad.

Se imaginó revolcándose con sus hijos en la alfombra blanca de la sala. Tendría que llenar el lugar de juguetes, de colores. Acondicionar una habitación para ellos. ¿Serían niños o niñas? Realmente no le importaba, serían suyos. Su decisión, por primera vez, en la que nadie podría interponerse, solo él y Agustina.

Su teléfono vibró sobre la mesada. Era ella. La había llamado con su pensamiento. Era la primera vez que lo llamaba. ¿Le habría pasado algo? Con preocupación tomó la llamada.

—Hola.

—Hola Sebastián.

—¿Estás bien? ¿Necesitas algo?

—Estoy bien... solo pensando en todo lo que hablamos en el auto.

—¿Estás arrepentida?

—No sé... quizás un poco. —La escuchó resoplar—. Pero si decido entrar en este juego necesito que me contestes algo que me ronda en la cabeza desde la primera vez que hablamos. —Sebastián cerró los ojos. Y de un salto se sentó sobre la mesada. Sabía la pregunta que se venía y no estaba preparado para hablar de eso.

—Dispará —murmuró en un soplido.

—Quiero saber por qué querés tanto ser padre.

—¿Por qué te importa tanto? —La escuchó volver a resoplar.

—Necesito saber qué hay detrás de ese deseo, cuáles son tus intenciones. Por mí y por mis hijos. —Sebastián la entendía. Debía hablarle con la verdad, pero maquillada. Necesitaba que ella lo entendiera también a él. Entender sus motivos, sus demonios, los que lo habían llevado hasta ese punto. Iba a contárselo todo, o casi. No quería perderla. Aunque ese pensamiento le resultó ridículo. No se puede perder algo que no se tiene. Necesitaba más tiempo.

—¿Comiste? —Se limitó a contestar.

—No todavía...

—Yo tampoco. ¿Te paso a buscar y comemos juntos? Tu pregunta es muy personal... no es algo para charlar por teléfono.

—Lo entiendo. Pero la verdad es que no tengo ganas de salir. El embarazo me saca toda la energía. No sé... quizá podés... Cata salió y estoy sola. No será a lo que estás acostumbrado. Es un departamento sencillo y...

—Agustina... —la interrumpió—. No estoy acostumbrado a nada. Tenés demasiados prejuicios conmigo.

—No lo voy a negar... entonces, ¿Venís?

—Sí, voy para allá. Me gusta la idea. Es más tranquilo para hablar, ¿Te gusta la comida china?

—Sí.

—Llevo entonces. Así no tenés que trabajar.

—No tengo problema. Se me da bien la cocina. Pero no sé si habrá mucho en la heladera.

—No te preocupes. Compro en el camino. Conozco un lugar muy bueno y tengo ganas de comer eso hace días.

—Está bien. Te espero entonces.

—En una hora más o menos estoy por ahí.

Sebastián cortó el teléfono un poco sorprendido. Iba a cenar con Agustina, iban a verse en su ambiente, a conversar de otro modo. Se sintió algo nervioso. Tenía mucha experiencia con mujeres, pero ninguna como ella. Ninguna iba a ser la madre de sus hijos. Agustina empezaba a significar mucho para él. No quería meter la pata y sabía que con su verdad podía meterla hasta el fondo.


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