05. Aura

Y ahora, el momento que todos estaban esperando. Ella, la belleza catamarqueña que te hechiza con sus caderas, que te enamora con sus dos esmeraldas... ¿Serás el afortunado de esta noche? Cuando las campanas suenan doce veces, ella trae el nuevo día. Ella, ella es... ¡Zehra!

Ella se encomendó a la virgencita de Catamarca con la señal de la cruz, mientras el animador extendía exageradamente la «E» de su apodo. Porque Ella obviamente no se llamaba Zehra, y porque no podía salir al escenario sin encomendar su suerte a algún ente divino. Por más portal que tuviera, no siempre podía ver las malas intenciones de la gente. Y mierda que Ella sabía eso.

Ella llevaba tres décadas de vida, de las cuales consumió una bailando en el club de su tío. Había llegado diez años atrás con una mochila, literal, llena de sueños que se vieron truncados al comprobar que el pueblo tenía razón. Que su tío no era dueño de un modesto restaurante en la peatonal Lavalle, sino que era un vulgar 840, dueño de un club para caballeros. O, hablando mal y pronto, de un cabaret. Cabarulo o puterío para la jerga callejera.

Pero Ella era distinta a todas las chicas. Y no, no tenía coronita por ser la sobrina del dueño. Ella era el plato fuerte de la noche, era la sortija que la mayoría de los hombres iba a buscar.

Cuando llegó a Buenos Aires en busca del sueño porteño y descubrió que el trabajo administrativo que el hombre le prometió en su pueblo no existía, logró llegar a un acuerdo en nombre de la vergüenza que sufriría su madre, si a sus oídos llegaban los rumores del trabajo de su hija.

Ella bailaba para entretener a los hombres que acudían cada noche de jueves a domingo. Comenzó bailando en el caño, seductora y vestida al mismo tiempo. Por placer, disfrutando cada contoneo de cadera, imaginándose en la soledad de su habitación. Obviamente, a Carlos no le hizo gracia que su sobrina no le generara ganancias, sobre todo si tenía que mantenerla. No desistió, intentó persuadirla para que cambiara de opinión. Y lo logró.

Harta de la insistencia de su tío, cansada de escuchar la cantidad de plata que podría ganar si atendía a los hombres como lo hacían sus compañeras, tuvo una original idea que dejaría conforme a ambas partes.

Un sorteo, pero no cualquier sorteo. Un sorteo arreglado por Ella, obvio está. Aprovechando la pequeñez del antro, veinte mesas de cinco sillas, numeraron cada asiento de manera tal que Ella pudiera elegir al ganador durante los 4 minutos que duraba la canción que bailaba. Al finalizar el show, había un intermedio en donde Ella le indicaba al animador el afortunado ganador de un baile privado. Se preparaba la urna ficticia, y el animador utilizaba sus habilidades de mago ilusionista para anunciar la mesa y silla ganadora de la noche. De ese modo se quedaba a solas con un hombre de su agrado, y su tío podía promocionar el sorteo, aumentando la concurrencia. Todos ganaban.

Pero Ella no los elegía solamente por sus cualidades físicas y por el bajo número de improperios que el hombre le gritaba durante su baile, había otro motivo por el cual el afortunado ganaba. Ella podía ver las auras de las personas. Con un solo golpe de vista tenía la capacidad de leer sus pesares, sus inquietudes, si algo andaba mal en ellos. Un don por el cual también era mal vista en su pueblo, de allí provino su apodo: Zehra, en referencia a hechicera.

Pueblo chico, infierno grande, suelen decir. Las bondadosas cualidades físicas de Ella, una melena negra larga, espesa y ondeada, esos ojos verdes como dos resplandecientes esmeraldas, y unas curvas que volvían loco a cualquier hombre, eran una peligrosa mezcla junto a su tercer ojo. Era la envidia de todas las mujeres del pueblo, y apenas una, una sola chismosa, se enteró de que Ella era vidente natural con un 99% de probabilidades de acierto, comenzaron los rumores.

Que había hecho un pacto con el diablo para ser tan hermosa, que embrujaba a los hombres para que solo se fijaran en ella... Y así, mil atrocidades más. Nada cerca de la realidad.

Ella se odiaba a sí misma por ser tan hermosa, y maldecía el don que la naturaleza le había otorgado. Se odiaba por no haber nacido en una urbe, en donde cada quien se mete en su vida y no chismea por deporte olímpico. Por este motivo cuando su tío llegó a visitar a su madre y le ofreció trabajo, Ella no dudó ni un minuto en dejar el pueblo y mudarse al corazón de la capital, al Microcentro Porteño. Allí nadie sabría quién era, sería una partícula en la inmensidad de la gran ciudad.

Pero cuando bajó del colectivo que tomó desde la terminal de ómnibus de Retiro hasta el Obelisco Porteño, pudo notar esa aura oscura en el horizonte. Consultó su Guía T para ubicar la dirección, y un escalofrío recorrió su espina dorsal. Para llegar a destino tenía que ir en dirección al aura.

Cruzó la imponente 9 de julio, aferrada fuertemente a su mochila, se perdió entre el hormiguero de turistas y oficinistas que transitaban por la avenida Corrientes, y caminó hasta destino.

Esperaba llegar y encontrarse con un modesto lugar, con mesitas afuera para tomar una cervecita los días calurosos, pero solo encontró una fachada pintada de negro con una escalera que descendía en forma de «L». No había menú del día, ni siquiera un cartel con el nombre del lugar. Nada.

Cansada de consultar el papel dentro de su Guía T, para comprobar que el número allí escrito y el de la pared eran el mismo, decidió aventurarse y bajar esa desolada escalera. Su recorrido terminó al chocarse con una pesada cortina de pana roja, la corrió con cautela y se encontró con un panorama desolador, digno de una película de terror.

La única luz se colaba por un ventiluz, a la altura de la acera de la calle Esmeralda. Mesas con sus sillas sobre ellas, y un olor nauseabundo a tabaco mezclado con alcohol. Una mujer de mediana edad estaba intentando limpiar el lugar, y cuando levantó la vista de su lampazo se encontró con Ella parada en la entrada, aun intentando encontrar entre esa lúgubre escena el restaurante modesto que su tío le había descrito.

—Está cerrado, y no se aceptan lesbianas acá —escupió la mujer de mala manera, sin mirarla y retomando su tarea de limpieza.

—¿Qué se supone que es esto? —preguntó Ella con cautela, sin animarse a entrar.

—Nena, ¿sos boluda? ¿No te das cuenta en dónde estás?

Estaba por responder, cuando su tío apareció tras la barra, desaliñado y despeinado, demasiado de entrecasa para ser el administrador gastronómico que predicaba.

—¡Sobrina! —Corrió hasta donde Ella estaba parada—. ¡Que alegría verte! ¡Bienvenida a la gran ciudad!

—Tío, ¿me puede explicar qué es este lugar? Esto no es un restaurante, ni siquiera sabría decir qué es esto.

—Es un poco.... complicado de explicar. Vení, pasemos a mi oficina a charlar.

Dudosa, y viendo que no tenía otra opción más que lo que su tío le proponía, teniendo en cuenta que el hombre absorbió todos los gastos del viaje, decidió seguirlo cuando lo vio internarse por el único pasillo que se visualizaba.

—Es un puterío, nena. Rajá antes de que sea tarde —supo decir la mujer en voz baja, cuando Ella pasó a su lado.

Y ahí le cayó la ficha. El subsuelo, la oscuridad, las mesas, el caño en el pequeño escenario del medio, el olor nauseabundo a encierro. Para cuando terminó de contabilizar todos los indicios de que se encontraba en un cabaret, ya estaba en el umbral del despacho de su tío. El hombre la observaba tras su escritorio, pero Ella se negaba a dar un paso y entrar.

—¡Me mintió! ¡Esto no es un restaurante, es un puterío! —gritó fuera de sí—. ¡Y de seguro ya me vendió a algún viejo baboso!

—Sobri, sobri... No es lo que pensás. Por favor, sentáte y charlemos.

—¿Charlar qué? ¿La tarifa? No, señor. No debería ni haber salido del pueblo, prefiero que todos me humillen por creerme una bruja, a tener que regalar mi cuerpo a quién sabe cuántos tipos. Me voy.

Y cuando Ella se giró dispuesta a salir, el hombre la frenó y trató de bajarle el shock recibido luego de la desilusión. Hablaron. Largo y tendido. Y sí, el hombre no tenía malas intenciones para con su sobrina. Obviamente que sí, que la quería disponible en su catálogo de señoritas, pero estaba dispuesto a esperarla. Una belleza así no se encuentra todos los días por la calle, no señor.

Arrancó como una simple camarera, mostrando más piel de la que hubiese deseado, pero no pasó ni un mes para que terminara bailando en el caño. Carlos la había explotado, adrede, quería que Ella por sus propios medios le pidiera entretener a los hombres. Quince pesos semanales y necesidades urbanas distintas a las de su pueblo mellaron sus principios.

Y bailó en el caño. Bailó de todo, en las mismas condiciones que lo seducía a Él, con la ropa interior más sexy que jamás usó. Bailó como le bailaba a Él, a ese Él que había dejado de ser Él cuando lo mataron a golpes. Por salir con la brujita del pueblo, por ser un cornudo consciente. Qué equivocados estaban todos. En ese pueblo no había mujer más fiel que Ella, porque hasta la del despacho de pan se encamaba con el mecánico, estando casada y con hijos chicos. Pero nadie decía nada, todos hacían oídos sordos, cada quien su cuento.

Bailar en el caño había aumentado su sueldo semanal a cincuenta pesos, aun así, seguía siendo poco para el ritmo de vida de la gran ciudad. Y fue por eso que Ella llegó a ese acuerdo con su tío, si iba a regalar su dignidad, que fuese por un buen monto que le permitiera enviarle a su madre el dinero que le había prometido. Todo sea por ayudar a lo único que le quedaba, la mujer que le había dado la vida.

El tiempo se escurrió, y Ella pasó diez años entreteniendo a muchos afortunados en un baile privado. Hombres facheros, hombres parecidos a su difunto Él. Hombres con auras puras, con auras malignas. Adinerados y asalariados por igual, a Ella poco le importaba. Si el hombre estaba en su privado, era porque necesitaba algún tipo de ayuda que Ella le otorgaba disimuladamente. En ocasiones ayuda sentimental, otras apenas un consejo, y la más común de todas, ayuda para saciar sus más bajos instintos. Esos eran los casos de hombres facheros, al menos si el elegido iba a hacer alguna asquerosidad manual, tenía que verse bien a los ojos de Ella.

Y mierda que había visto auras, una paleta de inquietudes para todos los gustos. El aura blanca, signo de la inocencia de quienes iban a iniciarse en las artes amatorias. Auras negras, esos villanos de la vida cotidiana que carecen de buenas intenciones. Auras azules, aquellos desempleados o infelices laborales que acudían a olvidar sus penas. Auras verdes de alcohólicos, ludópatas o drogadictos. Auras amarillas, de aquellos que los estaba consumiendo alguna enfermedad, a veces terminal, a veces un resfriado. Auras violetas de aquellos esposos doble faz, que acudían a verla mientras sus esposas dormían plácidamente.

Pero lo que nunca había visto en su vida, lo vio aquella noche. Un aura roja.

Apenas salió al escenario, Él la encandiló. Y es que era irrisorio encontrar en un lugar como ese a un hombre con el manto rojo alrededor de su ser. Si su aura era roja, no había explicación para que quisiera estar ahí por motu proprio, de seguro lo habían llevado los tres hombres que lo arengaban y animaban para que al menos aplaudiera el espectáculo de Ella.

No fue necesario que inspeccionara el público de ese jueves, Ella ya había elegido. Mesa cuatro, silla cinco. No solo era un morocho hermoso, quería saber por qué estaba en ese antro teniendo a su disponibilidad un amor puro y sincero. Y es que esa era el aura roja, la del enamorado fiel, el que sufre por un amor no correspondido, o del que tiene un amor incondicional y aún no lo sabe.

Ese, seguro, era el caso de Él. Y no debía estar allí.

Cuando Maná terminó de cantar Hechicera en la pista que bailaba esa noche, Ella se despidió de su calenturiento público y se adentró detrás del escenario para anunciar su elección.

—¿Ya elegiste? ¿O querés pispearlos un poco más?

—No, Adrián, hoy no es necesario —respondió apresuradamente al animador—. Mesa cuatro, silla cinco. Me voy a alistar para él.

El hombre se sorprendió, dado que las últimas veces Ella se mostraba bastante quisquillosa a la hora de elegir un ganador. Sin embargo, esa noche parecía muy decidida en su elección. Terminó el intermedio, y Adrián salió al escenario para anunciar al ganador, intrigado por ver su elección. Y le pareció raro, un cuarentón flacucho, el pelo demasiado gris, barba descuidada, el mismo que le gritó infinidad de groserías mientras bailaba. Y más extraño aún era que a su lado estaba Matías, el excéntrico nieto del ex presidente con el mandato interino más corto de la historia argentina. Sin dudas, Ella era una caja de sorpresas. Anunció el ganador, y lo guío hasta el privado de Ella, mientras que el más joven de sus acompañantes pedía otra cerveza.

Cuando Adrián introdujo al hombre en la habitación, el rostro de Ella no denotaba otra cosa que no fuera desconcierto. El elegido ingresó a la pequeña habitación con ansias, mientras Ella no salía de su asombro, no era el hombre que había elegido. Seguramente habían intercambiado lugares durante el intermedio, no era la primera vez que le sucedía.

—Dijiste mesa cuatro, silla cinco, ¿no? —Ella quería cerciorarse, dado que en algunas ocasiones Adrián se había equivocado invirtiendo los números.

—Sí, sí. ¿Qué? ¿No era ese? Ya me parecía que querías al nieto del ex presidente.

—¿A quién? —expresó con desconocimiento.

—A ver... Vení y mostrame al que querías.

Le pidieron al hombre que aguardara y se dirigieron atrás del escenario, ambos asomaron la cabeza y vieron que en la mesa se encontraban dos personas. El jovencito, ya con su cerveza en la mano, y el susodicho nieto del ex presidente. Pero el ganador del sorteo no estaba.

—No... No está... —susurró Ella—. Se debe haber ido, bien por él, no tiene por qué estar acá.

—Creí que querías a Matías, el de la izquierda. Ese es el nieto del ex presidente Romero, no puedo creer que no lo conozcas.

—No, ni idea de quién es, y no es de mi agrado. No trato con auras marrones.

Adrián río para sí mismo mientras negaba con la cabeza. No podía creer cómo una chica tan inteligente creía en esas cosas de auras y cargas energéticas. Si bien en muchas ocasiones las predicciones de Ella para con él fueron ciertas, siempre se mostraba algo escéptico cuando empezaba a hablar de las auras de las personas. Y el aura marrón no era algo con lo que Ella quisiera relacionarse, el aura de los problemáticos, marrón como una cagada bien hecha. No estaba en condiciones de ganarse un problema.

Volvió al privado resignada, preparándose mentalmente para bailarle a un aura violeta. El hombre la esperaba ansiosamente, con una ladeada sonrisa cargada de lujuria. Dio play a su reproductor de música y comenzó a bailar lo más lejos posible del hombre.

Pero no podía apartar de su cabeza esa aura roja, ese chico necesitaba un empujón, necesitaba hablar con Él. Y su única conexión para llegar a Él era el baboso que tenía enfrente.

—Y contame algo de vos... ¿De qué trabajás? —susurró contoneando todo su cuerpo.

—Eso ahora no importa, ricura... Date vuelta, a ver...

El hombre estaba muy concentrado en las vistas, si quería sacarle información tenía que recurrir a sus tácticas de seducción avanzadas.

—Cada pregunta que me respondas es una prenda que vuela —ronroneó cerca de su rostro.

—Ah, bueno... Ahí cambia la cosa... —El hombre se reacomodó en su sillón—. Soy inspector de una línea de colectivos. Ahora sacate algo, yo ya cumplí.

Ella accedió con asco, pero cumplió con lo prometido. Su diminuta camisa voló directo a la cara del hombre. Iba a preguntar en qué línea, pero no quiso gastar una pregunta en algo que estaba a la vista, el logo en su camisa delataba su lugar de trabajo. Así que decidió directamente intentar averiguar la identidad de Él.

—¿Y con quién viniste?

—Con los chicos de la línea. Vinimos a festejar porque uno de ellos pasó los tres meses de prueba, nadie daba un peso por ese pendejo. Es muy raro, callado, si no fuera porque su amigo dice que tiene novia pensábamos que era gay. ¡Y como para no pensarlo! —rio con sorna—. Se acaba de ir, lo trajimos a la fuerza a ver si ganaba el sorteo... ¡Y mirá! Menos mal que se fue, gané en su lugar.

Ella sonrió triunfante mientras se quitaba la pollera, lo había logrado solo con dos prendas. Pero aún faltaba algo importante para poder rastrearlo: su nombre. Se debatió internamente entre quitarse el corpiño o acabar el baile solo con esa poca información. Pero quería verlo, quería tratar con un aura roja. Y además le había gustado, le recordaba mucho a su Él difunto. Si era un corazón roto, tal vez podría darse una oportunidad y salir de toda esa mierda en la que estaba inmersa. Quería llevar una vida normal, como la que dejó en el pueblo, pero era muy difícil encontrar a alguien que la mirara sin ver a Zehra.

—¿Y como se llama el chico? —susurró mientras llevaba las manos a su espalda, dándole a entender al hombre que si respondía vería su torso al desnudo.

—Alejo —jadeó mientras se manoseaba por encima del pantalón.

Cumplió la parte del trato revoleando su corpiño al hombre, y decidió poner fin al baile, pulsando el botón escondido en un diminuto cuadro en la pared. Con esto, adelantaba la chicharra que anunciaba que el baile había acabado. Si Ella no pulsaba el interruptor, la señal sonaría una hora después de ser activada por Adrián. Y claro, para que no fuera evidente, una vez que Ella activaba el fin del privado la alarma sonaba sesenta segundos después, tiempo suficiente para alejarse del cuadro y que el pesado de turno no sospechara. Y es por eso que se activó esa medida de seguridad, luego de que un borracho intentara sobrepasarse con Ella. Al menos su tío velaba por su integridad.

Sonó la chicharra y Ella se despidió del tipo, saludando con su mano mientras abandonaba la habitación por la puerta del costado, que conectaba directamente a su habitación. Ya en la soledad de su cuarto, se colocó una vieja remera de la Selección, se arrojó de espaldas en su dura cama y cerró los ojos. Suspiró pesadamente pensando en Él, su nombre, su cara, su aura, en ese manto rojo que lo cubría. Y rezó a su virgencita de Catamarca para que fuera un corazón roto, y por supuesto, para que Él le permitiera entrar en su vida. Y se durmió.

Despertó a la mañana siguiente, entumecida por mantener la misma posición de la noche anterior, eran las nueve de la mañana del viernes. Se duchó, eligió ropa cómoda, y se dirigió a la barra del lugar para desayunar a la pasada. Un expreso de la máquina de café del bar y un calentito, también de la carta del lugar.

—¡Buen día, nena! —la saludó Esther con tono maternal. Atrás había quedado la amargada mujer de limpieza que la recibió aquel día apenas llegó a Buenos Aires—. ¿Vas a salir?

—Sí, tengo un asunto pendiente —esbozó con la boca llena por las prisas, mientras terminaba su café de un sorbo—. Deseame suerte.

Ella salió de la barra y se acercó a besar la cabeza de la mujer que había suplido a su madre en la gran ciudad, y cuando estaba por salir, la voz de Esther la detuvo.

—Hija... ¿En qué andás metida?

—Un aura roja. Anoche vino al club un aura roja, quiero encontrarla, creo que tengo la suficiente información para dar con él.

Esther sonrió aliviada, y es que la mujer le creía cuando Ella comenzaba a hablar de las auras de las personas.

—Suerte. Y acordate que es viernes, hoy hay show. No vuelvas tarde.

Ella sonrió y le arrojó un beso al aire, subió corriendo las escaleras que la llevaban a la calle, y apuró el paso hacia la parada de colectivos de Corrientes y Cerrito. Abordó el primero que llegó sin saber realmente hasta dónde se dirigía, jamás había salido del Microcentro Porteño y estaba yendo hacia provincia, a la terminal ubicada en Avellaneda.

—Hasta la terminal —solicitó el boleto sin siquiera saludar.

—¿Zehra? ¡Pero que sorpresa verte de nuevo!

Ella se petrificó, su mayor temor de que algún cliente la reconozca por la calle se estaba materializado. Fijó su vista en el hombre que hablaba y vio esa aura marrón que había evitado la noche anterior. Eligió no responder.

—Pasá tranquila, no te voy a cobrar —insistió—. ¿Te vas a encontrar con Jorge? Te cautivó, ¿no? ¡Qué hijo de puta! Si la mujer supiera lo caga a palos.

—No, en realidad no. Necesitaba hablar con Alejo —deslizó lo más casual que pudo, intentando recavar más información sobre su aura roja.

—Dejame adivinar. Jorge le regaló un privado con vos, ¿no?

—¡Nada que ver! —masculló ofendida—. Quería hablar con él sobre algunas cosas.

—¿Se conocen?

—Digamos que... yo lo conozco.

—Es tan reservado... Se la tenía bien guardadita el hijo de puta. Igual, si lo vas a buscar a la terminal, él todavía no está. Trabaja en el turno tarde, entra a las tres.

—Oh... Bueno... —se desilusionó—. Entonces no tiene sentido mi viaje hasta allá, gracias igual.

—¿Querés dejarle algo dicho?

—No, no tiene sentido. Gracias igual —repitió.

—Soy Matías, aunque es raro que no me reconozcas.

—Sí... Ayer me enteré quién eras. Pero soy del interior, no llegan muchas noticias de la capital.

—Que yo sepa mi abuelo no fue presidente de Capital —sonrió para acompañar su broma mientras frenaba para que Ella pudiera descender—. ¡Suerte!

Ella bajó confundida y algo decepcionada. Miró a su alrededor, estaba en la Plaza Constitución. Se debatió entre volver caminando unas veinte cuadras o abordar otro colectivo que la llevara de regreso, pero prefirió la tercera opción. Decidió probar el subte, aprovechando que justo por ahí pasaba la línea de color azul. Su tío le había dicho que si algún día tenía que viajar por debajo de la tierra, era la línea de color azul la que debía tomar. Azul hasta la estación Lavalle. Así era.

Volvió al club mentalmente agotada, a pesar de que su viaje trunco fue corto. Eran las diez de la mañana y se sentía como si fueran las dos de la madrugada. Y sí. A esa hora terminaban sus días.

Se despertó minutos después de las tres de la tarde, ya no le daba el tiempo a encontrarlo casualmente en la terminal. Aún así, sus ganas de verlo la hicieron levantarse, alistarse nuevamente, y esperarlo a que pasara con su interno en la esquina de Sarmiento y Pellegrini. Era viernes, era horario de oficina, siempre habría alguien dispuesto a subir o descender que le regalara esos valiosos segundos para inspeccionar quién se encontraba detrás del volante.

Esperó a razón de una hora, hasta que lo vio. Semblante duro, serio, inmune a la amabilidad de la gente. Y su aura... ¿Verde? ¿Es que acaso había visto mal la noche anterior? Estaba segura de que el aura verde era del otro jovencito que los acompañaba, no podía haberse equivocado así. Ella había quedado cautivada por su belleza y el manto rojo que lo cubría. Más que nunca debía averiguar qué sucedía con Él.

—¡Hola! Hasta la terminal.

Él ni siquiera la miró, el pitido de la máquina expendedora de boletos fue su única respuesta, atrás quedó su esperanza de que la reconociera como lo había hecho el otro joven. Depositó las monedas y se sentó casi junto a Él, en el primer asiento.

Observó sus facciones endurecidas todo el viaje, sus ojos rojos, el sudor frío que bordeaba su cuello a pesar de que ya era otoño. Pero Él, inmerso en la soberbia que te da el poder de conducir esos gigantes del asfalto, no miraba nada más que el camino, ni siquiera la botonera de la máquina. Nada. Era un robot carente de sentimientos.

Cuando el colectivo llegó a Retiro, todo el pasaje bajó, salvo Ella. Quería que Él le hablara, que le dijera «acá termina». Pero para su fortuna, cerró las puertas y siguió su marcha, quedando solos en la inmensidad del colectivo. Y Él todavía no la había notado, o peor, no le importaba ni intimidaba su presencia.

—¿Te sentís bien? —Ella decidió romper el silencio.

—¿A mí me hablás? —Él tardó algunos segundos en responder.

—No hay nadie más...

Él la miró por primera vez, y acto seguido, clavó la vista en el espejo retrovisor para cerciorarse de que Ella estaba en lo cierto.

—Estoy un poco cansado, anoche no dormí bien. Gracias por preocuparte.

Y terminó la charla y el viaje. Había llegado a la cabecera, lo supo porque Él la invitó a bajar indirectamente, estacionándole a nadie y abriendo la puerta para que Ella descendiera. Ella captó la indirecta, y se puso de pie para descender, no sin antes detenerse a contemplar esa aura verde botella.

—Sea lo que sea que te esté afectando, el alcohol no es la solución. En tus manos llevás la vida de muchos pasajeros. Espero que tu día mejore.

Y descendió en el medio de la nada, estaba en una zona despoblada y desconocida. Eran las dársenas del puerto, un paisaje de containers y edificios lúgubres. Mucho pasto en las veredas, y un viento embotellado que te volaba los sesos. Se abrazó a sí misma mientras se odiaba por confundir las auras, y cuando se le cruzó el pensamiento de que quizás era el otro jovencito, perdió el interés instantáneamente. No solo por el chasco que se acababa de llevar con su fallida aventura, sino porque tampoco le resultaba atractivo. Y es que, en el fondo, Ella buscaba un aura roja de alma gemela.

Comenzaba a divisar la Torre de los Ingleses en su caminata de regreso cuando una melódica bocina la sobresaltó, seguro era otro pajero desvistiéndola con la mirada. Hizo caso omiso, pero el tipo era insistente. Tanto, que cuando miró hacia la calle para mandarlo a la mierda, las palabras quedaron atoradas en su garganta. Era Él, de nuevo, pero contra todos sus pronósticos, le estaba haciendo señas para que cruzara la calle y se subiera a su colectivo.

—No sé que viniste a hacer acá, pero no voy a dejar que andes sola por esta zona, es peligroso.

—Gracias.

—Y tampoco sé quién sos, Matías me dijo que me conocías.

—Conozco lo suficiente de vos como para saber que hay algo que te inquieta tanto como para ahogarlo en alcohol.

Él río negando con la cabeza, era un gran avance. Y una gran sonrisa, gran y hermosa sonrisa, pensó Ella.

—¿Tanto se me nota la resaca? Juro que el test de alcoholemia me dio cero —confesó sin poder contener la risa nerviosa.

—Se te notan los problemas.

—Soy Alejo.

—Zehra. Decime Zehra.

Y la reconoció, mientras la observaba con curiosidad en lo que duraba el semáforo en rojo. Ella se dio cuenta de su fallido al presentarse con su nombre artístico, pero ya no había vuelta atrás.

—Bonito nombre —acotó Él.

—No es mi nombre real, pero por el momento vamos a dejarla así. Un gusto, Alejo.

Hablaron, a pesar de los pasajeros que comenzaron a subir en la estación de Retiro. Hablaron en código de lo que a Él le aquejaba, y la charla duró hasta que Ella llegó a destino en Corrientes y Cerrito.

—Gracias por la charla, me hizo bien de verdad —esbozó Él con sinceridad.

—A mi también me hizo bien. —Ella revolvió su cartera con rapidez buscando algo en qué dejarle su contacto, y lo encontró—. Siempre que quieras charlar, acá estoy, acá vivo —explicó mientras le daba una tarjeta del club—. Yo voy a dejar dicho que sos mi amigo, para que te dejen pasar fuera de horario.

—Gracias de nuevo.

Ella descendió para no alargar la despedida y que Él pudiera seguir trabajando. Estaba satisfecha, ese día era uno de los pocos en los que olvidó de qué trabajaba, bajo qué condiciones, lo lejos que estaba de su madre y de sus raíces. Llegó al club con tiempo de sobra para una ducha y una merienda disfrazada de cena. Y cuando menos se dio cuenta, ya estaba vestida para el show y el sorteo de la noche.

Lo mismo de siempre, la presentación exagerada de Adrián, el público enervado de cada noche, nada fuera de lo normal. Pero al salir al escenario, en el arcoíris de auras sentadas y aplaudiendo como focas, lo divisó a Él. Solo y serio, con una gaseosa en su mesa, con la mano en su barbilla como quien admira un Picasso en un museo, y su aura... ¿Naranja? Evidentemente, no se había confundido la noche anterior, estaba ante un caso de aura multicolor, algo que tampoco había visto en su vida. Solo quienes eran capaces de sentir intensamente podían cambiar el color de su aura de acuerdo a lo que más les aquejaba en el momento.

Entonces sí era Él. El aura roja de la noche anterior era Él.

Hizo algo que jamás había hecho, contacto visual mientras bailaba. Ella fijó sus ojos en Él y bailó como jamás lo había hecho, derrochando esa sensualidad que le regalaba a su Él difunto en la intimidad. Y Él, a diferencia de su Él difunto, ni se inmutó, permaneció en la misma posición durante todo el baile. Acabado el show, fue tras bambalinas a anunciar al obvio ganador.

—Mesa veinte, silla tres. Es el único de la mesa, no hay margen de error. Ah, y traeme una gaseosa con dos vasos.

Y se fue al privado sin decir más, dejando confundido a Adrián por el extraño pedido de algo para tomar. Ella sabía que Él no estaba ahí para verla bailar o para pasar el rato con alguna de las chicas. Él estaba ahí porque había aceptado su ofrecimiento de hablar sin tapujos, de exorcizar esos fantasmas que lo atormentaban.

Y efectivamente, Adrián abrió la puerta y ahí estaba Él, tímido, pidiendo permiso para pasar. Sin su camisa reglamentaria, simplemente una remera blanca, los jeans de la tarde, y una campera de cuero abierta. Ella sonrió al verlo.

—Adri, no es necesaria la chicharra, no voy a bailarle, a él no. Él necesita otra cosa.

—Okey, ya te traigo la gaseosa. ¿Algo más?

—No, gracias.

Y los dejó solos, sólo interrumpió para traer la bebida. A Él le costaba entrar en confianza, pero Ella lo hacía todo fácil. Hablaron hasta que el club casi cerró sus puertas. Él le contó sus problemas, y a medida que fluía la charla, Ella veía como se disolvía esa aura naranja que gritaba problemas en el entorno familiar y de amigos. Él tenía una amiga, amiga que a Él lo veía como un novio. Habían discutido por teléfono porque con esa, ya serían dos noches que no se veían. Y Camila reclamaba su cuota de atención, algo normal en cualquier pareja, y que Él no parecía preocupado por darle.

Pero entonces, si Camila para Él no significaba el amor... ¿Quién era la dueña de aquella aura roja?

Esa noche cruzaron teléfonos celulares, arrancaron con charlas vía mensaje de texto, y cuando los mensajes ya no eran suficientes, pasaron a verse en los tiempos libres en los que coincidían. Los días en los que Ella no brindaba show, solía acompañarlo en las noches a hacer el recorrido. Pasaron meses inmersos en una profunda amistad, que a veces se le disolvía cuando se ahogaba en sus tarros de miel.

Por más que lo intentara, había momentos mínimos en los que Ella sentía un inmenso deseo por Él. ¿Se había enamorado? No, era un raro sentimiento de protección mezclado con lascivia. Ambos se protegían mientras se deseaban en silencio, y una noche, ese deseo fue inevitable de retener.

Hablaban de Camila, de esa rara relación que tenían. Él intentaba explicar que sí sentía cosas por la joven, pero Ella no se creía ni una sola palabra de lo que Él le decía con convicción. Ya era de madrugada, la última vuelta de Él y se iba a descansar, no sin antes dejarla a Ella en el club.

—Yo puedo demostrarte que por Camila no sentís nada más que amistad.

—Ah, ¿sí? Y eso cómo sería —la desafió.

—Pasando la noche conmigo, ¿qué decís?

Él la miró atónito, Ella mantuvo su posición desafiante. No hablaron nada más en lo que restó del camino a la terminal. Ella, como siempre, bajó en la puerta de la cochera y lo esperó a que saliera con el auto. Apenas se subió, Él avanzó un par de calles, y luego de encontrar un lugar apartado y oscuro, estacionó el auto y la tomó por la nuca. La besó como nunca había besado a nadie en su vida, con furia y pasión contenida. Ella agradeció llevar vestido ese día, se sentó a horcajadas de Él, desabrochó su pantalón y cumplió con su promesa.

Fue algo rápido, cosa de cinco minutos, un entremés. Lo suficiente para que Él condujera sin parar hasta su casa en La Boca. Y allí, frente a la casa de su novia teórica, hicieron las cosas más sucias que ninguno había hecho en su vida. Fue liberador para ambos, Ella le dio lo que su novia no le daba, y no porque la chica no quisiera; Camila se moría de ganas por volver a repetir la noche de su primera vez en Año Nuevo con el amor de su vida, el que no quería era Él.

El amanecer los sorprendió durmiendo espalda con espalda. Para cuando Ella despertó, Él ya había preparado café, eran las once de la mañana y para su suerte estaba solo. Su padre se había ido a trabajar al taller, y su hermana y su madre habían salido. Estaba preocupado, el arrepentimiento típico de la mañana siguiente.

—Perdón por lo de anoche —comenzó Él—. No debería haberte seguido la corriente, fue un momento de debilidad.

—Buen día primero, ¿no? Tranquilo, seguimos siendo amigos. Tomá lo que pasó anoche como una ayuda. Y es que para eso están los amigos, ¿no?

Él se acercó a Ella, la observó fijo unos segundos, dejó un casto beso en sus labios, y finalmente le entregó la taza de café que sostenía en sus manos.

—Amigos de nuevo, al menos por ahora.

Y así fue. Todo siguió como si nada, como si nunca se hubieran fusionado de mil maneras distintas, como si sus sudores no se conocieran, como si no conocieran el jadeo del otro. Así era luego de cada encuentro, porque claramente no fue el único.

Ella entró en la vida de Él como ninguna pudo alguna vez. Si bien Camila era la novia de Alejo, la chica jamás logró conectar tan profundamente con Él como lo había hecho Ella. Conoció a Mariano, el chico del aura verde que lo había acompañado aquella noche. Su hermano de la vida, su cuñado también, era el novio de su hermana. Pasó un año de aquella rara e intensa relación de amistad, de amigos con derechos.

Y cuando Ella creía que finalmente lo había rescatado del abismo, Él comenzó a caer de nuevo.

El padre de Él murió sorpresivamente, liquidado por un ACV, su hermana y su mejor amigo le dieron la noticia de que iba a ser tío. Y como si eso fuera poco, Camila se iba en un mes a Estados Unidos para continuar su carrera de medicina. Era demasiado estrés para una persona tan joven. Durante ese tiempo, Ella fue su mejor compañía y consuelo, pudo ver una gama infinita de auras en Él, hasta incluso tenía la capacidad de tener auras multicolor, cuando lo aquejaban múltiples cosas en simultáneo.

Hasta que una noche pudo volver a verla. Fue testigo de como el aura naranja se encendía de tal forma hasta quedar de un rojo brillante.

Él detuvo el colectivo frente a una facultad, estacionó para dejar subir a una jovencita. Cabello castaño, de figura curvilínea, cabizbaja y temerosa. La chica le pidió el boleto como quien pide un favor a un desconocido, y se sentó por el medio del colectivo mirando la ventanilla con nostalgia. Veía en simultáneo como el aura de Él brillaba de rojo neón, mientras que el aura roja de la jovencita se iba apagando hasta quedar gris, el color de los sufridos e infelices.

Y ahí comprendió todo. No era Camila, no era Ella misma. Era esa chica, la verdadera causante del aura roja en Él. Aquella desconocida estaba enamorada de Él, y Él ni la registraba. O se tragaba el sentimiento bastante bien.

Ella se desliza y me atropella, y aunque a veces no me importe sé que el día que la pierda volveré a sufrir. Por ella, que aparece y que se esconde, que se marcha y que se queda, que es pregunta y es respuesta, que es mi oscuridad. —Ella comenzó a cantar a capella, ante la atónita mirada de Él.

—¿Ahora se te da por cantar? Tenés muy linda voz, guacha. ¿Por qué nunca me cantaste nada?

Ella hizo caso omiso y cantó la canción completa, algunos pasajeros que venían por adelante la escuchaban embelesados, pero el estupor fue mayor cuando la radio emitió la canción que Ella acababa de cantar. Todos se sorprendieron menos Él, que ya sabía que Ella tenía ese don de videncia natural. Y aunque no creía en esas cosas, a Ella sí supo creerle todo.

—¿Qué me querés decir con esto? Primero me la cantás y después aparece en la radio.

—Tu aura, Toto. Tu aura se volvió roja.

—Sí... ¿Y?

—¿Cómo «Y»? —protestó mientras se ponía de pie y se acercaba hasta Él para que la muchachita no la escuchara—. La chica está allá, sentada a mitad del colectivo sufriendo por vos, y vos papando moscas, boludo.

—¿Y qué querés que haga? ¿Qué frene el bondi y le declare amor eterno a una desconocida? —preguntó con sarcasmo—. Además estoy con Camila, ya suficiente con que a veces estoy con vos.

—Camila se va a ir, y los dos sabemos perfectamente que ella no es tu destino. ¿Y si fuera ella? —señalo a sus espaldas—. ¿La vas a dejar ir tan fácil?

—Por más que insistas, no puedo hacer nada. Aunque quisiera, cualquier cosa que intente me haría ver como un psicópata demente que acosa a una pasajera.

—Decí lo que quieras, pero lo que no me estás diciendo es que no querés, que no te interesa. Dejá de engañarte y de engañarme, esa chica te gusta.

Él no le respondió, pero sí la observó por su espejo retrovisor cuando se levantaba dispuesta a bajar. Su aura comenzó a palpitar de un rojo incandescente, mientras que la de la chica ya se había apagado, ya era de un gris opaco. Ella pudo presenciar como la joven cruzaba la calle delante del colectivo sin levantar la vista del asfalto, mientras Él la seguía con la mirada. El aura dejó de palpitar, pero aún permaneció roja.

—Tenés razón. Me gusta mucho, pero es chica para mí. Hace rato que me gusta, desde la primera vez que la vi, el día que los chicos me llevaron al club por la fuerza, las conocí a las dos el mismo día —sonrió ante el recuerdo—. Tan torpe, tan inocente, tan natural a pesar de que estaba empapada por la lluvia. Yo... yo no soy para ella, tengo mucha mierda encima y no quiero contaminarla.

Ella sonrió al escuchar su confesión, finalmente había podido ver en acción un aura roja, aunque no fuera Ella la causante de la misma. Se sintió feliz por los dos, por verlo a Él aliviado por un instante de toda la mierda que lo rodeaba, y por Ella misma, al ser partícipe indirecta de una linda historia de amor.

Era la calma antes de la tormenta.

Un mes después de aquella noche, Camila se despidió de Él para ir a continuar sus estudios a Estados Unidos, y aunque sus sentimientos no eran del todo correspondidos hacia la chica, a Él le afectó la partida. Y por si fuera poco, meses después, su hermana tuvo complicaciones en el embarazo y también lo abandonó, solo que ella jamás regresaría.

La partida de Camila y la muerte de Daiana marcaron un antes y un después en la vida de ambos. Ella fue el sostén de los dos, de Él y de su amigo Mariano. Fue su refugio, a donde ambos acudían cuando necesitaban consuelo, y fue su perdición cuando el consuelo no bastaba. Que Ella viviera y trabajara en un club nocturno muchas veces no ayudó.

Consumo de drogas, alcohol en exceso, noches de lujuria excesiva con Ella y con las chicas del club. Fue un milagro que no despidieran de la línea a esos dos, con los viajes que pegaban en las noches era incomprensible ver cómo a la mañana siguiente sólo cargaban ojeras y algunas líneas rojas en sus ojos. El crimen perfecto.

Ella se dio cuenta de que, en lugar de hacerles bien, les estaba haciendo mal. Y rectificó el camino de los dos, Él pudo hacer click y comprender que esa no era la solución a las cosas, incluso se propuso intentar conocer a su pasajera enamorada la próxima vez que la viera. Pero a quien no pudo rectificar fue a Mariano, que cuando comenzaba a encarrilarse perdió a su padre por un descuido, a manos de un conductor irresponsable.

Fueron años de dolor y lucha para los tres. Exactamente diez años en los que se acompañaron y se ayudaron a sortear los obstáculos que la vida les iba poniendo, diez años en los que uno ahuyentaba los fantasmas del otro.

Mariano luchaba a medias con sus adicciones. Cada tanto sufría alguna recaída que lo obligaba a faltar al trabajo, y si Matías no le hubiese tenido tanto cariño, lo hubiera despedido a la primera resaca. Su jefe y amigo comprendía el dolor de perder al gran amor de tu vida, y eso que Sara estaba viva, con otro, pero viva. No imaginaba una vida sin ella en el mundo, por eso lo bancaba y lo acompañaba.

Él se quedó sin el pan y sin la torta. Dejó ir a Camila para intentar conocer a su pasajera, pero la última vez que la vio tuvo tanto pánico por la manera en que la chica se apareció, bajando del auto que se interpuso en su camino, que se bloqueó de rabia por la estupidez que cometió el amigo de la chica. Y también, por qué no, un poco de celos al verla bajar del auto de otro. Jamás volvió a verla, se odió a sí mismo por ser tan cobarde, y al pasar de los años las terminó olvidando a las dos. Estaba mejor solo.

Y si la vida nunca fue justa con Ella, ¿por qué iba a cambiar su situación en algún momento?

Si algo le faltaba, era que le detectaran Cáncer. Fue tardío, ya no había mucho que hacer por Ella más que darle unos últimos meses de vida dignos. Apenas la diagnosticaron dejó de trabajar en el club, su tío le alquiló un departamento cerca del lugar, y trajo a su hermana a la capital para que pudiera estar con su hija en su último resquicio de vida. Después de todo, Carlos no fue tan malo con su sobrina a lo largo de los años.

A consecuencia de esto, había llegado el momento de Él. Ella apareció en el momento justo en que su vida se desequilibró, y supo ser su faro cuando Él perdía el rumbo. Ella lo acompañó en las buenas, en las malas, le enseñó tantas cosas siendo solo su amiga... Cosas que no le corresponden a un amigo, Ella se las enseñó igual. Le mostró el amor en donde nunca supo verlo. Ellos dos se amaron sin saberlo, de una manera peculiar, sin romanticismo, con la incondicionalidad de un matrimonio de años a pesar de que nunca fueron pareja ni quisieron serlo. Quizás Él sí, en algún momento le planteó llevar la relación a otro plano, pero Ella fue terminante al decirle que no, que no se engañara, que jamás tuvo el aura roja cuando estaban juntos. Y Él lo comprendió y lo aceptó.

Fue el momento en el que Él jamás se despegó de Ella. Cada día al salir del trabajo, ya ascendido a inspector, Él pasaba a visitarla por su casa y se quedaban conversado por horas, en ocasiones hasta se ha quedado a cenar, e incluso a dormir. La madre de Ella también le había tomado mucho cariño a Él, por todo lo que hacía, por cómo se desvivía por su hija, por la ayuda económica que les brindaba desinteresadamente a las dos, a pesar de que su tío Carlos corría con todos los gastos médicos.

El cáncer la consumió rápidamente en su último tramo, y a Él no le importaba nada más que pasar el poco tiempo que a Ella le quedaba a su lado. Por suerte, la chica de turno que dormía esporádicamente con Él tenía las cosas claras, y si no lo entendía, igual tenía dos problemas.

Por decisión propia, y dado el resultado irreversible de su condición médica, Ella eligió pasar sus últimos días de vida en su casa, acompañada de Él, de su madre, su tío, Esther, y las chicas que compartieron tantos años de trabajo en el club. Ese departamento era un desfile de gente las veinticuatro horas del día, todo sea porque sus últimos instantes de vida fueran un poco más felices en compañía de sus seres queridos.

Y cuando el cuerpo empezaba a perder la batalla y Ella se dejaba llevar por lo inevitable, volvió a verla. Esa aura roja que persiguió toda su vida y jamás pudo conseguir para sí misma. Él entraba por la puerta de su habitación, cubierto por ese brillo rojo que Ella había visto por última vez en Él hace diez años.

—Toto... La encontraste —balbuceó Ella.

—Shh... —Él la acalló acariciando su cabeza—. No te esfuerces. ¿A quién encontré?

—A ella... A la chica de aquella noche, la de la facultad.

—No, corazón. Jamás volví a verla.

—Tu aura. Está roja, Toto.

Él enmudeció, era probable que Ella estuviera delirando por la medicación. Pero, ¿podía ser? ¿La chica que ese mismo día lo había empujado sin querer? No, la hubiera reconocido. A pesar de que con los años Él había olvidado su rostro, estaba seguro de que si volvía a verla la recordaría. Después de todo, estuvo un par de años soñando con ella, aún después de la partida de Camila.

—Que yo recuerde, hoy no la vi. Además, hay tanta gente en esa parada que no miro las caras, solo vi a una mujer, y de espaldas, encima. Me calenté porque me llevó puesto y ni disculpas me pidió.

—¿Y si fuera ella?

Él enmudeció ante esa pregunta. ¿Podía ser? Era una locura, pero se lo estaba planteando en serio sólo porque Ella vio su aura roja. ¿Podía ser posible que la chica todavía lo recordara después de un abismo de diez años?

—Toto... —Ella continuó hablando—. No la pierdas de nuevo. Buscala, merecés tu final feliz después de todo, así al menos uno de nosotros tres puede terminar bien.

—Dejá de decir boludeces, corazón —minimizó con voz temblorosa y una lágrima rodando por su mejilla.

—No son boludeces, Toto. Si no es por vos, hacelo por mí, es mi último deseo.

Y mientras Ella sonreía, Él beso su cabeza y se despidió hasta el día siguiente. Necesitaba procesar todo, comenzar a pensar en que Ella lo abandonaría en muy poco tiempo, y en estar más atento a sus pasajeros. Si Ella decía que su amor trunco estaba en Obelisco Sur, así era.

Y eso hizo. Los siguientes días estuvo atento a las caras que circulaban por Obelisco Sur, pero ninguna de las pasajeras eran aquella chica que lo había cautivado. Por más que tratara de recordar el rostro de la joven era imposible, y menos teniendo en cuenta que ya era una mujer hecha y derecha, sus facciones debieron haber cambiado luego de diez años.

Durante seis días, cada vez que Él iba a visitarla a Ella, se repetía la misma conversación, aunque cada vez con más esfuerzo por parte de Ella, quién arrastraba las palabras para hablar.

—¿Y Toto?

—Nada, corazón. No la vi, tampoco me acuerdo de su cara.

—Seguí buscando... Está cerca... Tu aura... Sigue roja...

Hasta el séptimo día. Su búsqueda silenciosa terminó, pero no porque Él la encontrará, sino porque la chica, ahora una bella mujer, lo encontró.

Estaba intentando resguardarse de la copiosa lluvia, consultando su reloj impaciente por terminar su turno para ir a verla a Ella. Cuando de repente, una mujer empapada y algo desaliñada se puso frente a Él. Estaba esperando a que le pregunte alguna obviedad cuando ella estampó su boca contra la de Él. Se resistió al principio, intentó apartarla con sus manos. Pero el pegamento que ella había utilizado para sus labios lo hizo desistir de apartarla y se rindió en su lucha, aun así no le respondió el beso por completo. Aplausos y silbidos de los pasajeros eran sordos para Ella, pero no para Él, que en lo único que pensaba era en cómo terminar su jornada laboral ahí mismo, expuesto a los murmullos indiscretos de desconocidos. La mujer despegó su boca de la de Él, y se zambulló de lleno en esas dos piletas de miel que tanto la habían psicopateado esos últimos diez años. Permanecieron en un silencio íntimo de algunos segundos, hasta que Él pudo escuchar el bullicio externo que lo arrojó a la realidad, tornando su expresión anonadada en una de fastidio.

—¿Qué hacés? ¿Estás loca o qué? —escupió Él, mientras la mujer callaba su boca con un dedo.

—Te perdí siete veces. Te perdí diez años. No quería volver a perderte siete veces más.

La mujer quitó el dedo de sus labios justo en el momento en que un interno saturado de capacidad aparcaba para dejar bajar a dos pasajeros. Aprovechó la oportunidad y se coló por la puerta trasera, segundos antes de que éstas se cerraran. El colectivo abandonó la parada de Metrobus, dejándolo a Él con la mandíbula por el piso mientras observaba alejarse dentro del interno a esa loca empapada que lo había besado escuchando a Aerosmith en un solo canal auditivo.

Y como segundos antes de la muerte, pudo visualizar todo en flashes que duraron un segundo. La adolescente enmudecida de aquella noche, la amiga del interceptador de colectivos. La loca que acababa de besarlo. Ella tenía razón cuando le dijo aquella noche: «¿Y si fuera ella?». Todas esas eran ella, la dueña de su aura roja. La que lo había amado en silencio durante los últimos diez años, a la que siempre había ignorado. ¿Qué clase de mujer ama a un desconocido que ni siquiera la tiene en su radar? Ninguna. Sólo esa mujer. Era única y acababa de perderla. Lo había hecho de nuevo.

Al finalizar el día fue a verla a Ella, abatido y avergonzado por haberle fallado a su promesa. Ella dormía plácidamente, por lo que Él solo se sentó a los pies de su cama. Y lloró, por primera vez en su vida lloró por amor, con un congojo que terminó por despertarla.

—Toto... La encontraste...

—Y la perdí, la perdí de nuevo —dijo hipando a causa del llanto—. La perdí como te voy a perder a vos, siempre pierdo a las mujeres que amo. Daiana, Camila, mi mamá, ella... Vos...

—No... No la perdiste, solo... Solo se escondió. Ahora... Ahora, te toca buscarla. Me lo dice tu aura rosa...

—¿Rosa? —indagó confundido.

—Sí, Toto... Tu aura es rosa, el color del primer amor. Cuando... —Le costaba hablar—. Cuando uno encuentra ese primer amor y es correspondido, cuando ese amor te da el primer beso, nuestra aura se tiñe de rosa. Por eso... Por eso supe que la encontraste.

—Me besó y se fue, nunca me olvidó. Y me lo dijo, me dijo que no quería volver a perderme, que ya me había perdido muchas veces.

—Ella te esperó, Toto... Es tu destino... Ahora, ahora te toca buscarla.

—No sé qué hacer, cómo buscarla. Sólo tengo una foto y un video que grabó un pasajero.

Él sacó su celular del bolsillo y le enseñó la foto y el video. Ella pudo presenciar las dos auras rojas, y como está se aclaraba hasta llegar al rosa cuando se besaron. Dejó escapar una lágrima, que rápidamente Él enjugó con su dedo.

—Dejá de perder el tiempo conmigo y andá a buscarla... Acordáte lo que me prometiste.

—Ahora no puedo hacer nada, corazón. Quizás el miércoles vuelva a verla. Es fin de semana largo, por cómo estaba vestida trabaja en alguna oficina de Microcentro.

—Entonces... Aprovechá el fin de semana largo para organizar tu búsqueda. No la vas a perder, Toto... Tranquilo. Mientras tu aura sea roja, ella estará cerca tuyo.

—¿Roja? —Él se confundió—. ¿No me habías dicho rosa?

—El aura rosa es única en la vida. —Cada vez que Ella hablaba de las auras, recuperaba un halo de vida—. Es el aura del primer beso con tu primer amor, luego se disuelve, sólo que en tu caso... Siempre fuiste especial con las auras, por lo general la gente tiene un color de aura que lo acompaña el resto de su vida, de acuerdo a sus acciones. Ustedes dos... —Comenzaba a perder las fuerzas nuevamente—. Son dos seres con emociones tan intensas que pueden alterar sus auras, sentiste tanto ese beso aún después de culminado que tu aura no se disolvió... —Ella tosió por el esfuerzo—. Hasta ahora.

Él la dejo descansar, demasiado esfuerzo había hecho por él ese día. Se sintió mal, porque era Él quien debía velar por Ella, y sin embargo, Ella lo seguía ayudando, aún con sus últimos respiros de vida.

Luego del fin de semana largo intentó buscarla con la foto que había retocado uno de los choferes de la línea, preguntando a sus pasajeros si alguno la conocía, en vano. Una semana más en la que Ella le preguntaba el paradero de su aura gemela, mientras se abandonaba más de este mundo. Semana que Él siguió cubierto con su aura roja, y que se disolvió sin novedades de aquella jovencita, ya devenida en mujer.

Lunes. Él seguía buscando por instinto, casi por inercia, hasta que halló su paradero. Y sin dudarlo fue a buscarla. La encontró. Dolida y atormentada, al borde del altar con otro hombre. Confundida y enojada por su indiferencia de añares. Él no pudo más que dejar sobre su escritorio la mitad de su corazón, y aceptó una posible derrota. Se marchó de ahí con el temple de un caballero medieval, habiendo dejado una mitad de su ser a aquella desconocida que lo había torturado por años. Se marchó a ver a la otra mujer que tenía la otra parte de su ser y su corazón.

—To... Toto...

Ella ya no podía más que aguantar, ya vinieron por Ella, pero se había resistido, no lo quería dejar solo, aun necesitaba su ayuda.

—La encontré, corazón. La encontré de nuevo. Se va a casar, creo que llegué tarde. Creo que el aura que ves es que yo sí estoy enamorado, pero ella no de mí.

—Toto... la... habías... olvidado... —Ella hablaba pausado para no dejarse llevar—. Si se encendió fue... fue porque ella... te ama, Toto.

—Le dije que si mañana no la veía en Obelisco Sur iba a aceptar que llegué tarde a su vida.

—Va a ir, Toto... Tranquilo.

Esa noche Él quiso quedarse con Ella, a sabiendas de que eran sus últimos días de vida, pero Ella no lo dejó, alegando que debía estar solo para empezar a procesar los cambios que se avecinaban.

Fue la noche más intensa de su vida. Primero, Clara y su histeriqueo. Luego de que Él la terminara por teléfono frente a los ojos de la mujer, la jovencita se apareció en su casa pidiendo explicaciones de lo sucedido, olvidando aquel pacto de solo sexo que habían establecido. Se deshizo de la chica, y se acostó con el pensamiento dividido entre las dos, asumiendo que en poco tiempo Ella lo dejaría, y pidiéndole a algún ente divino que no lo volviera a dejar solo. En simples palabras, que la mujer que amaba lo dejara entrar en su vida. Temía quedarse solo y volver a caer en las adicciones.

Ese día se levantó y cambió su rutina, fue a verla a Ella antes de ir a trabajar. Pero Ella estaba dormida, casi en coma. Quería saber si el color de su aura permanecía rojo. Lloró en silencio, se acercó a su cama y dejó un beso en sus labios. Se marchó a trabajar para olvidar, con el sentimiento de que quizás era la última vez que la vería con vida.

Él se encontraba asistiendo a una pasajera de avanzada edad, que estaba perdida en Microcentro como turco en la niebla, cuando de repente sintió un leve empujoncito y algo que caía en la cuna que formaba con sus manos bajo su espalda. Sintió un papel grueso, lo tomó entre sus manos antes de que el viento lo volara y leyó su contenido. No era un papel, era una tarjeta personal con el logotipo de la petrolera.

Marilia.

Levantó la vista para encontrarse con su rostro, que lo observaba por encima de su hombro mientras caminaba hacia el final de la fila. Y así, sin pensarlo, dejó a la ancianita con la palabra en la boca y corrió hasta alcanzarla, la tomó suavemente por la muñeca y cuando ella se volteó la besó profundamente, con ese beso que le había negado la semana anterior.

Los presentes en la parada estallaron en aplausos, gritos y silbidos. Hasta se lograba escuchar algún que otro encuestado que le decía «¿Viste? Al final la encontraste». Cuando el beso finalizó se fundieron en un abrazo.

—No vuelvas a dejarme nunca más, ¿sí? —susurró Él en su oído.

—Entonces devolveme a Excálibur.

Él la observó sin comprender lo que decía, con esos ojos de animé más grandes y espléndidos que nunca. Marilia soltó una risa nerviosa y acarició la nariz de Él con la suya antes de proseguir.

—Gracias —prosiguió, luego de sentir la última estocada, la estocada definitiva.

—No entendí nada —esbozó Él con una sonrisa nerviosa.

—Cosas mías, yo me entiendo.

—Tengo tanto que conocer de vos... —filosofó Él.

—Tengo una vida para que me conozcas, vamos de a poco, intenso y despacio, si te parece.

—Sí, me parece. Quiero todo con vos, todo y más. Te necesito, yo no soy un buen hombre, hice y me pasaron cosas malas en la vida. Mi faro, mi guía, se está apagando en este preciso momento. Y necesito otro faro que me encarrile, que me muestre el camino correcto.

—No llores —dijo Marilia con ternura mientras limpiaba con su pulgar una lágrima que Él dejó escapar—. Los hombres malos no lloran, así que no digas cosas que no son. Yo voy a estar ahí para vos, siempre. Ahora andá a seguir trabajando, ya hablaremos con calma esta noche.

Él hizo caso a Marilia, aunque no del todo. Ya sentía la soledad, sentía que Ella se estaba yendo de este mundo. La tomó de la mano y la llevó con Él, al principio de la fila. La gente estaba tan estupidizada con la escena romántica que a nadie le importó que Él la colara.

Marilia estaba haciendo planes para verlo después de su turno, pero tenía que ir a verla a Ella, necesitaba volver a despedirse por si acaso. Le explicó a grandes rasgos la situación de vida de Ella, lo importante que fue en su vida, y que fue una pieza clave para que ellos estén juntos. Se ofreció a acompañarlo y Él aceptó. Marilia abordó el colectivo de Mariano con la promesa de verse más tarde, y mientras se llenaba en su capacidad acordaron encontrarse nuevamente en Obelisco Sur.

Al finalizar su turno, Marilia estaba de vuelta para acompañarlo, y fueron a verla sin perder tiempo. Cuando llegó al lugar, el panorama no era el mejor. Su madre, su tío y Esther lloraban abrazados, un paramédico aguardaba junto a ellos alguna instrucción. Él apretó fuerte la mano de Marilia, y no pudo más que unirse a la espera de lo inevitable.

—Les recomendaría que se empiecen a despedir de ella —sentenció el médico—. Está consciente, pero es cuestión de horas, tal vez minutos, no creo que pase la noche. Si gustan puedo trasladarla al hospital, pero no sé si vale la pena el esfuerzo. Es decisión de ustedes.

—No... —respondió su madre envuelta en llanto—. Ella quiso quedarse acá, voy a respetar su voluntad.

Él se sintió morir con las palabras del médico, en su interior sabía que ese era el día en que la vería partir. Y se sintió agradecido del Yin Yang, su punto bueno en todo ese dolor lo estaba conteniendo, acariciando su espalda en círculos, apretando su hombro, compartiendo con Él una primera cita que ninguna mujer hubiese aceptado.

Prefirió ser el último en verla, dejó pasar a sus tres familiares primero, porque hasta Esther era como su madre. Y cuando llegó su turno de verla, tomó a Marilia de la mano y se adentró con ella en la habitación.

—To... To...

—Corazón... No te esfuerces más, acá estoy. —Tomó la mano de Ella y la besó con ternura—. La encontré, ella es Marilia.

Ella levantó levemente la cabeza, y le sonrió a la mujer que la veía con compasión, parada a los pies de la cama.

—Ve... Vení... —Ella le hizo una seña con los dedos para que se acercara, y así lo hizo. Se colocó detrás de Él, que estaba sentado junto a Ella sosteniendo su mano con fuerza—. Este hombre te ama, no sabés con qué intensidad...

—Corazón, por favor —la interrumpió Él—. No hagas más esfuerzos.

—Tienen el aura roja fusionada... Significa que son el uno para el otro, si no se fusionaban era porque en algún momento su historia se terminaría, pero no... Nunca se van a separar. Es ella. ¿Y si fuera ella? ¿Viste, Toto? Es ella. Yo no era tu ella, nunca... Nunca lo fui.

—Eras vos... La que cantaba aquella noche en el primer asiento... —recordó Marilia, mientras Ella asentía lentamente con la cabeza.

—Si... Estaba tratando de hacerle entender a este terco que vos eras su ella, no era yo, no era Camila, eras vos. A quien amaba era a vos.

—Igual te amé, y lo sabés —dijo entre risa y llanto—. Te amo a mi manera, no como la amo a ella, pero te amo igual.

—Yo... Yo también te amé, Toto. Y te amo. Pero es hora de dejarlos solos, ya no soy más tu ella. Tu ella está ahí, atrás tuyo. Cuidalo —se dirigió a Marilia—, como yo lo cuidé todos estos años para vos.

—Eso voy a hacer —prometió Marilia con la voz entrecortada por el llanto que amenazaba con salir.

—Sean felices...

Él se levantó y selló su boca con la de Ella, sabía que Marilia comprendería la situación. Ella le respondió el beso hasta que finalmente partió, con sus ojos cerrados. Él notó como la respiración de Ella dejo de chocar con su nariz, y dejó sus lágrimas sobre los labios que acababa de besar.

Se reincorporo, y lloró tan fuerte que atrajo a su madre, a su tío y a Esther a la habitación. Se abrazó a ellos, y finalmente se acurrucó en el pecho de Marilia.

—No me vayas a dejar vos ahora... Te lo pido por lo que más quieras.

—Nunca, Toto... Nunca...

—No... No me digas Toto, decime Alejo, Ale, como quieras. Pero Toto no... Ella y mi hermana me decían Toto. Quiero dejar el pasado atrás, quiero empezar de cero con vos.

—Y así va a ser, Ale... Así lo quería ella, vamos a cumplir su deseo.

Ella fue sepultada en el cementerio de la Recoleta. Él lloró esa noche en que murió en sus brazos, y jamás volvió a llorarla. Al día siguiente de su entierro, se propuso continuar adelante con su vida, con la promesa que le hizo en su lecho de muerte. Ella no quiso dejar este mundo hasta haber logrado su cometido, y eso es algo que Él jamás, pero jamás, va a olvidar.

Porque no todas las Ellas necesitan tener un Él propio para ser feliz. Ella solo tomó prestado el Él de otra mientras su verdadera Ella no lo conocía.

El verdadero Ella y Él de esta historia comienza con este final. Su Él está allá arriba, esperándola. El problema es que no verá su tan ansiada aura roja. Al morir, uno abandona todos sus malestares en la tierra, y junto con el cáncer, se quedó la migraña ocular que Ella sufría y la hacía ver manchas coloridas.

Ella sabía eso, siempre lo supo. Aun así, jamás mintió con sus predicciones.

¿Ya terminaron de llorar? Aunque no lo crean, no derramé una sola lágrima al escribir este capítulo. Sin embargo, es mi historia preferida en todo el libro porque Alejo es quien es gracias a Ella. Es acá donde vemos la transformación de él como persona. Si se avisparon, a Ella le van a sacar el nombre fácil, porque si bien no apareció como personaje secundario, su nombre viene resonando desde el inicio, y ninguno de ustedes sabia quién era ese nombre que tanto mencionaban Mariano y Alejo.

Y si. Este es el lado B de Excalibur. Es la misma línea temporal, pero desde el punto de vista de Alejo.

Esto es una muestra clara de amor sin romanticismo. El amar a una persona más allá del romance. Recuerdo hace mucho haber leído una entrada de CiruelaAcida sobre este tipo de amor en Psicología de Personajes, y en el capítulo El amor no significa "romance" me acordé mucho de Alejo y Ella. Lean su apartado completo, es súper interesante.

Ya en el siguiente capítulo, vamos a conocer otro nombre que viene resonando, y que ya hizo un par de apariciones bien chicas.

Soundtrack:

Esta canción no necesita explicación. Es Ella cacheteando a Alejo, y Alejo papando moscas durante diez años.

 Y, ¿Si Fuera Ella? – Alejandro Sanz
(Más – 1997)

https://youtu.be/A-fgpP6fOEA

Para que se la imaginen a ella cantando arriba del colectivo, este cover de Marina Damer es espectacular. 

Y Si Fuera Ella (Cover) – Marina Damer
(Y Si Fuera Ella – 2017) 

https://youtu.be/t0QubzWmkqA

No suelo decir el nombre de los Ella y Él al final de cada capítulo, pero la canción me obliga el spoiler. Confieso que ella se llama así por esta canción, porque cuando modelé el final me di cuenta que su historia se parecía mucho a esta canción de Arjona. Y al ver el resultado final dije "Azopotamadre! Me quedó igual". No era la idea, pero boeh. Habrá sido otra inspiración involuntaria.

Marta – Ricardo Arjona
(Poquita Ropa – 2010)     

https://youtu.be/Q4L_RWCSg58

Sin dudas, mi canción favorita de Las Pastillas del Abuelo. Habla de los celos hacia la persona que amás. Pity se la escribió a su mujer en un ataque de celos, según leí hace mucho. Este es Alejo, viéndola a Marilia de lejos, a pesar de que la chica siempre tuvo ojos para él.

Viejo Karma! – Las Pastillas del Abuelo 
(Desafíos – 2015)

https://youtu.be/tu6FYdDGxrI

Nada que ver con el capítulo, pero como aparece mencionada al principio... Esta es la canción que ella baila al inicio.

Hechicera – Maná
(Sueños Líquidos – 1997)    

https://youtu.be/oO4003w-bKI

Referencias culturales o palabras que no entiendan, como siempre, en este párrafo.

Seguimos la semana que viene con otro a quien ya conocieron un poco. Vamos a acariciar uno de los clichés de Wattpad, pero al mejor estilo argento, como no podía ser de otra manera conmigo.

¡Nos vemos!


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