02. Fantasmas
Te dije que era mío, puta. ✓✓
El mensaje cayó en el celular de Ella acompañado de una selfie en la que se veía a su novio, el padre de la criatura que llevaba en su vientre a punto de nacer, durmiendo de lado y sin ropa en lo que claramente era una cama de hotel, a menos que alguien hubiera tenido el mal gusto de poner una botonera gigante en la cabecera de la cama y espejos por doquier. Y a pesar de que el hombre salía de espaldas, gracias a esos reflejos que se veían en la foto, Ella pudo divisar que esa mueca relajada era de su pareja. De todos modos, estaba más que confirmada la veracidad de la foto, dado que el número era más que conocido por Ella. La muy hija de puta había tenido el descaro de robarle el celular al tipo mientras dormía para cometer semejante fechoría a una mujer encinta.
Las manos de Ella comenzaron a temblar como una hoja de papel sostenida frente al viento más violento. Las lágrimas y sollozos comenzaron a brotar a borbotones, la gente que venía viajando a su alrededor comenzó a preocuparse por el repentino ataque de Ella. Pero Ella sola no lloraba. Su bebé también lloraba, de hecho... En ese momento decidió salir de su zona de confort en el útero para consolar a su madre.
Él venía manejando bastante fastidiado. Entre la gente que venía con el culo pegado a la puerta y que no le permitía ver con claridad el espejo retrovisor, el calor agobiante que sacudía a Buenos Aires, y los taxistas que se creían los dueños de la calle, se sumaba una embarazada a los sollozos limpios. Trató de ignorar la situación y concentrarse en conducir, acababa de salir de la cabecera de Retiro y le quedaba una hora de viaje, pasajeros fastidiados, timbrazos, y demás demases. Pero cuando uno de los pasajeros que estaba casi respirándole en la nuca le gritó «¡Flaco, pará el bondi, el pibe de esta mina va a nacer ya!», clavó los frenos en el asfalto sin importarle que, con ese maniobrar, podía haber ocasionado un accidente de tránsito severo.
Giró su cabeza y entre el gentío pudo comprobar que los sollozos de la embarazada se habían convertido en gemidos, y que la señora mayor que venía sentada junto a Ella ya no estaba en su lugar. De hecho, se había parado cuando sintió el líquido cayendo al piso. Había roto bolsa. Para ese momento, el colectivo era un caos y Él no sabía qué hacer. Había sido entrenado para conducir esos gigantes del asfalto atestados de gente, quizás un poco para lidiar conflictos entre pasajeros, o algún descompensado tal vez. Pero nunca para asistir un parto. Lo primero que debía hacer era bajar a todos los pasajeros, acto seguido, llevar a la parturienta mujer al hospital más cercano.
Decidió conducir sin parar hasta la primera parada que contaba con un inspector, Obelisco Sur, para que éste lo ayudara a reubicar a sus pasajeros en otro interno. Pero al llegar, su compañero y amigo no estaba. Puteó internamente, por la hora que era ya debía estar en su lugar, y no le quedó otra más que encargarse él mismo de la situación, intentando controlar el gentío que quería subir a su colectivo discutiendo con sus pasajeros, que en vano explicaban lo que sucedía ahí arriba. Cuando la situación se le fue de las manos y se consideró incapaz de contener el episodio, decidió llamar a Matías, su jefe y amigo, para pedir ayuda y explicar lo ocurrido. Éste le dijo que el inspector había solicitado permiso para atender un asunto personal, y que ya mandaría un reemplazo y un colectivo de refuerzo para los pasajeros. Le recomendó que pidiese ayuda a la policía para que lo asistiera, o que llamara a emergencias. Apenas colgó la comunicación, trató de calmar los ánimos en la parada y le pidió a un pasajero que fuera a buscar al policía que veía en la otra esquina de la estación. Acto seguido, se internó en el colectivo para verificar el estado de la mujer, que ya la había descuidado bastante por ordenar a sus pasajeros.
Apenas entró al colectivo, la puteada salió de su boca cuando la vio casi desvanecida, sudada y tratando de controlar las respiraciones. Tomó la campera que descansaba en el respaldo de su asiento, se quitó su camisa, y con ellas dos improvisó una cama en el medio de la unidad. Se acercó a Ella y trató de tranquilizarla, la ayudó a reincorporarse para acostarla en el lugar que le había preparado. Cuando le quitó el teléfono de las manos y vio lo que la pantalla mostraba lanzó su tercera puetada. ¿Qué clase de hijo de puta podía hacer semejante cosa teniendo a su mujer embarazada?
Y cuando Ella lo descubrió con su teléfono en las manos intentó quitárselo, pero Él se lo impidió.
—¿Con qué... derecho... revisa mi teléfono? —jadeó entre ahogados gritos a causa de las contracciones.
—Con el derecho que me das al parir en mi colectivo —respondió Él con toda la tranquilidad que pudo acumular—. Escuchame, necesito que te tranquilices, este hijo de puta no vale la pena, ahora el que importa es tu hijo, ¿sí? Voy a buscar ayuda.
Cuando se incorporó, pese a que Ella le rogaba que no la dejara sola, pudo ver como la policía despejaba toda la gente pegada al colectivo, observando la escena. El interno vacío que envió Matías había llegado, se dispuso a ordenar a la gente para despejar la estación, así la policía podía hacer su trabajo con la mujer. Demasiados eran los fantasmas que lo azotaban al ver embarazadas a término como para sumarle los de mujeres dando a luz.
De a poco la situación iba quedando bajo control, luego de que el colectivo que recogió a la gente partió, la policía cortó el carril de la estación y ordenó el tránsito para dejar la zona despejada. Él decidió volver al interior de su interno para ver cómo iba la situación, y el panorama no era el mejor. Las caras de los policías confirmaron lo que Él tanto temía. El niño iba a nacer en su interno, no había tiempo para llegar a un hospital y la ambulancia se estaba demorando. Los fantasmas ya no lo asustaban, ahora lo azotaban a cachetazos. Y como en la publicidad: «No de nuevo, decía». Solo que en esa ocasión nadie reía.
Los policías le pidieron su colaboración para asistirla con el parto hasta que llegara la dichosa ambulancia, ellos tenían algo de entrenamiento, así que acató todas las órdenes que le dieron. Pero Ella lo llamaba con una mano en alto, y Él no dudó en acercarse.
—No me dejes sola... —rogó mientras le extendía una mano. Él la tomó con fuerza sin dudarlo, necesitaba superarlo y esa era una buena terapia.
—Tranquila. —Despejó el flequillo de su frente sudada—. La ambulancia está en camino.
—¡Ya viene! —exclamó Ella, y a continuación soltó un grito desgarrador.
Entre los cuatro, Él y los tres policías, la ayudaron en su trabajo de parto. Ella no soltó la mano de Él en ningún momento, mientras sufría las últimas contracciones antes de que el bebé comenzara a asomarse al mundo. Y en ese momento llegó la ambulancia. Tarde.
Los policías despejaron la escena para dar paso a los médicos, y cuando quisieron despejarlo a Él, que seguía sosteniendo su mano, Ella se opuso.
—¿Usted es el padre? —preguntó el médico.
—No, ella es mi pasajera. Soy el chofer de este interno.
—Déjenlo conmigo —rogó Ella.
—¿Entonces el padre está en camino?
—El padre está muy ocupado en este momento — acotó Él con fastidio y una pizca de sarcasmo.
Los médicos se miraron entre sí, y siguieron con su labor. Pasados unos veinte minutos, el niño había nacido, y Él presenció la tierna escena de una madre conociendo a su hijo. Se apartó un poco para que Ella pudiera disfrutar del momento y así olvidar la foto que había recibido en su móvil. Todo había acabado, era el momento de trasladarla hasta la clínica más cercana. Cuando la subían a la camilla Ella le dedicó una última mirada, y soltó un «gracias» que derramó una lágrima en los ojos de Él.
Y cuando los médicos y policías se estaban yendo, se apresuró a preguntarle a uno de ellos hasta dónde trasladarían a la chica. Quería visitarla para terminar de cerciorarse de que Ella y su hijo se encontraban bien. Como éste no supo responderle, levantó los hombros con resignación y los saludó con una mano en alto.
Se internó en el medio del colectivo y presenció la escena de terror que había dejado aquel extraño suceso. Su campera y camisa bañadas en sangre, y un extraño olor a metal inundaba el coche. Extrañamente se sintió vacío, triste, y por una alguna razón no podía quitarse a la chica de la cabeza. La manera en la que sostuvo su mano con fuerza, haciéndolo partícipe de algo de lo que debería haber sido espectador mudo. Y ni siquiera eso. Había batallado con sus fantasmas. Nocaut técnico. Ganó la pelea, pero sin méritos propios.
Cambió el cartel indicador de ramal por la leyenda «Fuera de Servicio», y condujo en el más absoluto de los silencios hasta la terminal. Por más que quisiera y debiera seguir su recorrido, no podía hacerlo, debía desinfectar el coche, conseguir una nueva camisa reglamentaria, y borrar de su mente todo lo sucedido.
Estacionó el colectivo al fondo del playón y se dispuso a ir por los elementos de aseo. Pero su recorrido era obstaculizado por sus compañeros, que ya se habían enterado de lo ocurrido gracias a un canal de noticias amarillista. La metralleta de preguntas quedaba sin respuesta, dado que Él seguía en estado de shock. Pero no por presenciar un parto, sino porque su mano izquierda aún podía sentir la presión de la mano de Ella, sentía el latir del apretón que le propinó mientras pujaba para dar a luz. Como si Él fuera el padre de la criatura. Un déjà vu macabro.
Todos estos pensamientos fueron silenciados al sentir la voz de su jefe, que intentaba despejar a sus compañeros para que retomaran tareas. Una vez que se quedaron solos trató de contenerlo y tranquilizarlo, ya que Él seguía sin emitir palabras más largas que monosílabos o movimientos de cabeza. Matías conocía todos sus fantasmas, no necesitaba indagar. Le aconsejó tomarse el día libre como premio a su solidaridad, acto al que Él se negó en un primer momento. Pero luego lo pensó bien y aceptó su oferta, así tendría tiempo de visitar a la chica y cerciorarse de que ambos se encontraban bien. Accedió a retirarse luego de lavar el interno y de solicitar una nueva camisa en la oficina de administración, dado que la suya estaba arruinada.
Se encontraba fregando el suelo del colectivo en el más absoluto de los silencios, cuando su bolsillo derecho vibró emitiendo un sonido desconocido para Él. Le costó reaccionar, y en vano miró a su alrededor; estaba solo, y el aparato vibró en su pantalón. Era el teléfono de Ella. En el tumulto del parto y en un acto de inercia, lo había guardado en su bolsillo cuando los médicos se la llevaron. Sacó el aparato del bolsillo y vio la notificación de un mensaje entrante de «Vida». Lo abrió y leyó su contenido.
Mi amor, estás bien? Esa foto no es lo que parece, es vieja, es una broma de los chicos que me robaron el teléfono. Hablemos, dale. Volvé a casa, si estás en lo de tu mamá te paso a buscar. ✓✓
Su cara se tornó carmesí al ver de quién se trataba. Era el maldito hijo de puta que no tuvo compasión de su mujer embarazada. Y no solo eso. Era un joven diputado oficialista, algo conocido, hijito de papi también político, lo reconoció por su foto de perfil y su mensaje de estado partidista. Si hubiese sido otro tipo de persona tenía carne fresca para los medios amarillistas, pero Él no era así, y lo último que quería era lastimarla aún más. Se debatió internamente qué hacer. Si averiguar por sus propios medios el lugar de internación de Ella, o contestarle el mensaje al basura de la manera más cordial posible, explicándole la situación y así poder coordinar la clínica como lugar de entrega del aparato. Optó por la segunda opción.
Escribió y borró por un lapso de cinco minutos, hasta que al final logró enviar el mensaje más cordial que su impotencia pudo redactar.
Hola, soy el chofer del interno en el que viajaba tu señora. Se adelantó su parto y dio a luz en mi colectivo. Olvidó su teléfono en el asiento, indicame a qué clínica pudieron haberla trasladado y con gusto te acerco el celular. ✓✓
Guardó el aparato nuevamente en su bolsillo y se apresuró a terminar de limpiar ese desastre. A los pocos minutos recibió una llamada entrante. Respiró profundo y atendió el llamado.
—Hola.
—Hola, ¿qué pasó? ¿Me podés explicar? —Se lo oía exaltado, como si estuviera corriendo mientras hablaba.
—Sinceramente no lo sé, me avisaron los pasajeros que estaba con contracciones, frené el colectivo para evacuar a la gente, y cuando terminé de reacomodarlos en otro interno ya estaba en trabajo de parto. Pasó todo muy rápido, no sabría decirte. —Se contuvo de contarle que todo sucedió a raíz de su maldita traición.
—Okey, okey... Ya voy para la clínica, te mando la dirección por mensaje a este teléfono para que puedas llevármelo. Sólo avisame en qué momento te espero.
—Termino de limpiar el coche y voy para allá.
—Okey, te espero. Gracias por todo.
—No hay de qué.
Y cortó la comunicación con amargura. A los pocos segundos recibió el dato de la clínica a la cual la trasladaron, al menos era una clínica privada, el déjà vu se iba diluyendo. Quizás si Él hubiese corrido con esa suerte la historieta sería otra. El tipo iba a estar ahí a pesar de todo, se lo había confirmado en el mismo mensaje. Pero Él no quería entregarle el teléfono a esa basura para darle la posibilidad de que borrara el mensaje y la tratara de psicótica, Él quería entregarle el teléfono a Ella en mano. Ya buscaría la forma de evadir el encuentro con el diputadito, y así ahorrarse las ganas de desfigurarlo de una trompada.
Cuando el coche estuvo en condiciones para volver a operar, arrojó la camisa y la campera a la basura y se dirigió a la oficina de administración por nuevas prendas. Afortunadamente ese día vestía una remera debajo de su camisa, lo que impedía que anduviera encuerado. Luego de recibir las felicitaciones de los administrativos por lo ocurrido con la muchacha, caminó por el playón hasta su moto y se montó en ella directo a su casa. Quince minutos le bastaron para ducharse y cambiarse de ropa antes de dirigirse a la clínica de Palermo.
Al llegar, buscó un lugar donde estacionar su moto y pensó en los próximos pasos. Debía averiguar en qué habitación se encontraba Ella, haciéndose pasar por un amigo, pero para eso debía saber su nombre completo. Algo fácil, sólo tenía que hurgar un poco su teléfono y ver si encontraba algo que indicara su nombre completo, era una suerte que no usara contraseña de bloqueo. Accedió a su cuenta de e-mail, y sonrió al leer su nombre en la firma de los correos. Bloqueó la pantalla, guardó el aparato en su bolsillo, y se internó en la clínica.
Buscó la sección de maternidad, y al llegar a su recepción preguntó por la chica. Para su suerte no preguntaron parentesco, sino que a cambio le indicaron el número de habitación en la que Ella se encontraba. Le extrañó no encontrar a nadie en los pasillos, ni siquiera al diputado. La puerta se encontraba entreabierta, de todos modos golpeó dos veces antes asomar su cabeza dentro de la habitación.
La imagen era como sacada de una vieja pintura. Ella le daba el pecho a su hijo, probablemente la primera comida del bebé, mientras lo observaba embelesada, acariciando su mejilla con un dedo. El cielo anaranjado por el ocaso coloreaba aún más la bella escena. Él presenció ese acto de amor con la boca entreabierta, hasta que Ella notó su presencia. El déjà vu seguía diluyéndose.
—¡Ey! Qué sorpresa, creí que nunca más iba a verte.
—¿Puedo pasar? —preguntó Él con un hilo de voz.
—Claro, sentate.
—No, no es necesario —dijo mientras ingresaba a la habitación con cautela—. Sólo vine a devolverte esto, olvidé dártelo cuando te trajeron en la ambulancia.
—¡Mi teléfono! Muchas gracias, de verdad. —Tomó el aparato que Él le extendía y se quedó contemplándolo unos segundos antes de proseguir—. ¿Llamó alguien?
Él se quedó mudo y desvío la vista al piso.
—Sí... Llamó...
Y como una respuesta divina, en ese momento la puerta se abrió de golpe para dar paso al padre de la criatura. Lucía desaliñado, la camisa arrugada fuera del pantalón, las mangas arremangadas, y el pelo revuelto. Se quedó de piedra al verlo a Él dentro de la habitación, y al pasar por su lado lo miró despectivamente de pies a cabeza. Ignorándolo por completo, se paró delante de Él y clavó su vista en Ella.
Ella, que en ese momento transformó su dulce cara maternal por una expresión que rozaba lo endemoniado. Él pudo percibir cómo Ella sujetó fuerte a la criatura, como si temiera que el hombre se la arrebatara. Y no hubiese sido una idea descabellada, con los contactos que el tipejo tenía, tranquilamente podía sacarle el niño a una indefensa muchacha que apenas llegaba a su media veintena. Era notorio que Él le llevaba como mínimo unos diez años a Ella; quizás la política envejecía a la gente, o el hecho de estar con una jovencita remarcaba aún más esa diferencia.
El diputado se sentó al borde de la cama, se volteó y le regaló a Él una mirada mucho más despectiva que la que le había echado cuando pasó por su lado.
—Si ya le diste el teléfono podés retirarte. ¿O acaso me esperaba a mí para que le dé una recompensa?
Él se quedó de piedra, inmóvil en su lugar. Abrió la boca para responder cuando Ella lo impidió.
—Él no se va a ningún lado. Él se queda acá —soltó con determinación.
—Quédese tranquilo que tampoco quiero nada —se defendió él—. Mi mayor recompensa fue haber presenciado el nacimiento de su hijo.
Él finalizó su frase con una sonrisa sarcástica, mientras observaba al diputado boquiabierto por las contestaciones de ambos. El tipo cerró los ojos en una clara señal de frustración, no era ni el momento ni el lugar para armar una escenita. Se volteó nuevamente a ver a la chica.
—Amor... ¿De verdad vas a creer lo que te dijo esa loca? —Se acomodó en la cama mientras intentaba tomar la mano de Ella, quien sujetaba fuertemente al bebé.
—Es la loca de tu ex novia, que como siempre se caga en mí y se aprovecha de tu debilidad. No me tomes de boluda, te lo pido por favor.
Él desde su humilde lugar pudo notar el repentino cambio de Ella. Cómo pasó de la desesperación que sintió esa tarde en su colectivo al ver la foto, a una frialdad absoluta a la hora de abordar el mismo tema. Veía como ese pequeño bebé le transmitía la fuerza necesaria para enfrentar a su infiel pareja, pero lo más curioso era cómo buscaba su apoyo. A cada palabra que decía, la sucedía una furtiva mirada a Él, quien ni corto ni perezoso, cerraba levemente los ojos en señal de asentimiento.
El diputado se quedó pasmado cuando también percibió la frialdad en las palabras de Ella. No podía retrucar ni desmentir nada, se limitó a tragar saliva con pesadez, y permaneció un momento en silencio con la vista clavada en sus caros zapatos. Él desde su lugar preferencial pudo observar cómo los dedos de Ella se relajaban, aflojando el abrazo a su pequeño.
—¿Puedo...? —preguntó el diputado señalando a su hijo.
Ella lo dudó un momento, Él lo pudo notar porque los dedos que hacía apenas algunos instantes se habían relajado, volvieron a tensarse ante esa pregunta. Ella clavó una mirada suplicante en los ojos de Él, le estaba pidiendo a gritos que velara por los dos, ante cualquier movimiento raro que hiciera el diputado. Él cerró sus ojos lentamente mientras bajaba su cabeza en señal de asentimiento. Acto seguido, Ella le devolvió una imperceptible sonrisa a Él y le entregó la criatura a su padre.
El diputado observó cada facción de su hijo con detenimiento. Acarició con su índice la mejilla del niño, mientras ambos podían notar el arrepentimiento del hombre. Pero Ella seguía en su pose implacable, fría y calculadora, muy distinta a la mujer que Él había conocido en la tarde.
—Podés verlo cuando quieras, siempre y cuando me avises con anticipación.
—¿Qué me querés decir con eso? —balbuceó el diputado.
—Que ni bien salga de la clínica vuelvo a la casa de mi madre. Así que si no te molesta, voy a pedirte que vayas guardando mis cosas y las del bebé.
El diputado lo miró a Él sobre su hombro, estaba colorado como un tomate. En realidad estaba humillado. Humillado porque Él estaba detrás suyo, no podía perder su autoridad sólo porque a Ella se le antojó tenerlo de guardaespaldas personal.
—Yo no voy a permitir que te vayas de mi departamento y te lleves a mi hijo.
—Okey... Si no es por las buenas, será por las malas entonces. ¿Qué creés que dirá la prensa cuando se entere que anduviste lavando la platita que le robaste al municipio de La Matanza? —deslizó con ironía, colocándose el índice sobre los labios.
Al oír la declaración de Ella, el diputado automáticamente giró su cabeza y clavó la mirada sobre Él, quien trataba en vano de contener una sonrisa.
—¿Có... cómo sabés eso vos? ¿Y por qué este tipo sigue acá? —Se apresuró a formular las dos preguntas.
—Deberías dejar de hablar a los gritos si no querés que nadie se entere que sos un corrupto, y él sigue acá porque yo lo digo. Porque él, siendo un completo desconocido del cual ni siquiera sé el nombre, se comportó como un padre mucho más que vos durante el parto. Y ahora si no te molesta, te voy a pedir que te retires.
Ella le quitó al niño de los brazos y le hizo una seña despectiva con su mano para que se levantara de la cama. El diputado se puso de pie con lentitud sin levantar la mirada, estaba abatido y humillado. Respiró profundo, como si con ese gesto pudiese recuperar algo de la dignidad que había perdido. Levantó la cabeza y pasó por al lado de Él, chocando su hombro con el suyo en señal de provocación. Él ni se inmutó, al contrario, permaneció rígido en su posición mientras lo veía marcharse en silencio.
Ya en soledad, Ella recostó a su pequeño en la cuna, y se reacomodó en la cama para quedar sentada frente a Él, aunque su vista estaba clavada en un punto fijo y sus globos oculares retenían una gruesa cantidad de lágrimas. Él notó como volvía a aflorar su vulnerabilidad, y se sentó en el lugar que había ocupado el diputado. Antes de que Él pudiera reaccionar, ella se abalanzó sobre Él y hundió su cabeza en el mismo hombro que el hombre golpeó al pasar por su lado. Y se largó a llorar. Su fortaleza se había esfumado cuando el tipo cruzó el umbral, y Él no pudo más que contenerla. Le respondió el abrazo y frotó su espalda intentado acallar sus fuertes sollozos. El llanto fue disminuyendo al pasar los minutos, aun así, la contuvo entre sus brazos, disfrutando el momento mientras trataba de entender por qué Ella le importaba tanto. Por qué sufría como si fuera alguien cercano, cuando en realidad la conocía desde hacía apenas un par de horas. Pensamientos de Él que se esfumaron cuando Ella interrumpió el abrazo.
—Perdón por todo, de verdad. Por haber dado a luz en tu colectivo y cargarte una responsabilidad que no te correspondía, por haberme olvidado el teléfono...
—No tengo que perdonarte nada, son cosas que pasan. Y esa responsabilidad que vos decís, fue lo mejor que me pasó en la vida. Jamás creí que iba a vivir algo así... —mintió—. Bueno... Quizás cuando me toque ser padre... —Volvió a mentir y disimuló con una sonrisa.
—No sé cómo agradecerte, de verdad. Estuviste ahí conmigo en todo momento, y ahora que lo recuerdo fui bastante grosera con vos, cuando lo único que querías era protegerme a mí y a mi hijo. Te pido disculpas por eso también.
—No tengo nada que perdonarte, todo lo contrario.
Se miraron furtivamente en un cómodo silencio, y cuando sus miradas se chocaban ambos sonreían como dos tontos adolescentes. Él lo había hecho de nuevo. La había acompañado en un duro momento, y de nuevo supo contenerla para que el mal trago fuese más llevadero. Pero quería saber más, después de todo merecía saber lo que estaba pasando.
—No quiero ser entrometido, pero me gustaría saber qué pasó.
Ella asintió con la cabeza y le contó todo. Comenzó hablándole sobre la rubia de la foto, una joven diputada que fue novia de Darío, su pareja. No era un secreto que ellos dos andaban juntos, hasta que la conoció a Ella, una de las administrativas del Congreso. Comenzaron una amistad que de a poco fue mutando a atracción, y finalmente se enamoraron. La consecuencia fue obvia: Darío dejó a la mujer para estar con Ella, y la platinada no tomó tan bien la ruptura. Intentó de todo para separarlos, desde mover sus influencias para que Ella fuera despedida, hasta provocar situaciones confusas con Darío cuando Ella se encontraba cerca.
Cuando nada de eso funcionó, pasó al plano de las amenazas para que renunciara y rompiera su relación con Darío. «Muerta de hambre», «No sabés con quién te estás metiendo, yo tengo influencias», «Yo tengo mucho poder», eran algunos de los mensajes que llegaban a su teléfono, y que Ella le mostraba a Darío para que le ponga un freno a la mujer. Pero el hombre la trataba de paranoica, de celosa, y en ningún momento hizo algo para frenar a su ex.
Cuando Ella quedó embarazada, acordaron mantener la noticia en secreto, al menos hasta que su vientre comenzara a crecer. En ese momento, las amenazas se intensificaron, y dieron paso a un nuevo nivel de hostigamiento. La mujer comenzó a insinuar la paternidad del bebé, sembrando dudas en Darío cada vez que Ella mantenía alguna charla o vínculo propio del entorno laboral con otro hombre. Celos, reproches, peleas sinsentido... La foto que Ella había recibido ese día era el punto final a dos años de relación tóxica.
—¿Cómo pudiste aguantar tanto? —expresó Él indignado.
—No lo sé... Me enamoré y simplemente pasó, pero ya no más, esto fue el colmo. Ahora lo único que me importa es mi hijo, y es por él que digo basta. No mas.
—¿Y cómo lo vas a llamar? —preguntó mientras observaba al niño durmiendo en su cuna.
Ella dudó un momento. Algo que a Él le pareció extraño, dado que todas las mujeres deciden esas cosas durante el embarazo.
—Tenía planeado ponerle Darío, como el padre, pero ese desgraciado lo menos que hizo fue comportarse como tal.
—¿Entonces? —insistió.
Ella volvió a hacer silencio y clavó sus ojos hinchados por el llanto en los de Él. Y lo soltó sin rodeos.
—¿Cómo te llamás?
Él supo captar sus intenciones y comenzó a negar frenéticamente con la cabeza mientras reía nervioso.
—No, no, no... De ninguna manera. No podés hacer eso... —El déjà vu retomó fuerzas.
—¿Por qué no? Muchas mujeres llaman a sus hijos con el nombre de quien las asistió en su parto de emergencia. No serás el padre de mi hijo, pero supiste comportarte como tal. Me acompañaste, y acá estás de nuevo. Nunca te voy a olvidar, y sé que cuando mi hijo crezca y le cuente lo que hiciste y por qué le puse ese nombre, él va a estar muy orgulloso de vos y de su nombre.
Él levantó la mirada y vio su rostro bañado en lágrimas nuevamente. Respiró profundo y antes que se arrepintiera, tomó el celular de Ella y agendó su número. Se lo devolvió sin llamar, dándole el espacio suficiente para que pudiera decidir si le daba o no su número de contacto.
—Te agendé mi número, siempre que me necesites voy a estar. Ahora tengo que irme, necesito descansar un poco.
—Gracias por todo de nuevo. —Ella se abalanzó de nuevo sobre su cuello en un abrazo, que Él respondió con calidez.
—Si necesitás algo cuando salgas de acá, sólo llamame, ¿sí?
Depositó un beso en su frente en un acto reflejo mientras Ella asentía con la cabeza, y abandonó la habitación sin mirar atrás, sintiéndose raro pero feliz. Y no había dado ni diez pasos cuando su bolsillo vibró, Ella le estaba dando su número en un breve mensaje. Sonrió como adolescente enamorado y salió más relajado del hospital.
Pero el relajo le duró lo mismo que su viaje hasta la calle, una tropa de periodistas esperaba ansiosa la salida de alguien. Y a menos que en ese lugar se encontrara alguna personalidad reconocida, no había que ser Einstein para darse cuenta de que estaban allí por Ella. Ya sea porque se enteraron del parto en el Metrobus, o porque la mujer del diputado dio a luz. O peor aún: las dos cosas. Eso sí era un notición.
Mantuvo la calma y fue abriéndose camino entre la muchedumbre de periodistas como si se tratara de un transeúnte de la clínica, no tenía nada que pudiera delatar que Él fue partícipe de la historia. Logró salir airoso de la situación, se montó en su moto y volvió a su casa. Necesitaba descansar. Y mucho.
Y descansó. De hecho, se levantó al primer llamado de su alarma, algo raro en Él. Apagó el irritante chillido y comprobó si Ella lo había contactado, pero su barra de notificaciones estaba limpia. No se decepcionó, todo lo contrario. Sintió alivio, su salud mental lo agradecía.
Desayunó al pasar como cada mañana, un café de saquito y algunas galletitas surtidas antes de ir a trabajar. Pero la tranquilidad de su mañana se esfumó cuando al acercarse a la terminal de colectivos comenzó a ver nuevamente los móviles de los canales de noticias. Se debatió sobre qué hacer a pesar de que debía ir a trabajar, ya no podía acumular más faltas injustificadas o perdería su empleo. Nuevamente volvía a arrepentirse de sus juergas y borracheras, si no fuera por ellas hubiera podido girar en U y volver a su casa hasta que todo pasara y la noticia se olvidara. Pero no podía, y lo sabía. Aceleró su moto con rabia, a mal trago darle prisa.
Ingresó al playón de la terminal a la velocidad mas rápida que le permitió el tumulto, el casco resguardaba su identidad, no había manera de que algún periodista lo reconozca del hospital la noche anterior. Pero apenas se quitó el casco y Matías lo reconoció, lo agarró de un brazo y lo arrastró hasta la entrada con orgullo, quería exhibir a su empleado modelo a como diera lugar. Maldijo internamente a su superior durante el corto trayecto hacia la horda de periodistas, quienes no dudaron en comenzar a perturbar su cabeza con las inevitables preguntas.
Eran simples: cómo fue el hecho, si estaba enterado de quién era la parturienta, si contaba con entrenamiento previo para la ocasión... Pero la sopa que tenía en su cabeza le impedía contestar con coherencia. Por suerte, Matías seguía tras Él sediento de cámara, y lo excusó diciendo que todavía se encontraba conmovido por la situación, que lo supieran disculpar. Al fin y al cabo, no era mentira.
Respiró aliviado al ver que Matías ni se inmutó ante su falta de cooperación para la entrevista, lo conocía y sabía que era hombre de pocas palabras. Conocía sus tormentos internos, sus depresiones, la pérdida que había afrontado. Y es por eso último que lo comprendió y no lo regañó, porque sabía que la situación vivida con Ella era el revival de sus mayores fantasmas. Con una palmadita caricia en la espalda, lo felicitó silenciosamente por su valentía, y le entregó su planilla de control del día para liberarlo de la situación. Trabajar le despejaría la mente.
Pero su jefe estaba equivocado. Fue una tortura pasar por la parada en la que Ella había abordado su interno, y aún peor detenerse en Obelisco Sur. Por suerte, al llegar la hora en la que todo había ocurrido el día anterior, su amigo y compañero de miserias se encontraba controlando la parada. Ese maldito hijo de puta que cuando más lo necesitó el día anterior no estuvo en su puesto de trabajo, que apagó su celular durante la noche, y que encima de todo consiguió sacarse esa cara de muerto vivo. Estaba sonriente, como si hubiera ganado el Quini 6. A pesar de todo lo envidiaba sanamente, era su hermano de la vida, su compañero de miserias.
Mientras Él abría la puerta, Alejo frenaba a la gente desesperada por subir con una mano en alto. Sin embargo, enlazó sus dedos a los de la castaña que estaba primera en la fila y subió con ella. La chica coloreó sus mejillas de un tono carmesí y avanzó al interior tímida, como pidiendo aprobación para entrar. Pero lo más raro fue ver a la gente sonriendo bobamente ante este gesto. Los amigos se saludaron con su mítico choque de palma y puño, mientras Él trataba de entender la situación.
—Hermano, te presento a Marilia. Cuidamela con la vida. —Él estaba a punto de acotar algo, pero Alejo lo interrumpió—. Y perdón por no responder tus llamadas anoche, te prometo que hoy sin falta hablamos... Bueno... No sé si precisamente hoy...
Le dedicó una mirada cómplice a la chica, que transformó el carmesí de sus mejillas en un granate furioso. Y ahí entendió todo. Ella era la pasajera que por tantos días había buscado, aquella que le había robado un beso ante la atónita mirada de todo el pasaje en esa misma estación. Se permitió sonreír ampliamente por un segundo, a pesar de que no le hacía gracia el temita de seguir cuidando pasajeras, Él no era ningún caballero medieval para proteger damiselas en peligro. Pero a su hermano del corazón no podía negarle nada. Había padecido tanto como Él a lo largo de su vida, a ambos no les agradaba ir por ahí sonriendo cínicamente. Y verlo así tan radiante era un halo de esperanza para Él.
—Tranquilo, bro... Queda en buenas manos.
La chica le entregó su boleto al mismo tiempo que Alejo le entregaba su planilla de control ya firmada. Estaba tan absorto en sus pensamientos que jamás notó cuando Alejo se la sirvió de su tablero. Acto seguido, su amigo realizó una seña con la mano y la gente comenzó a subir. Y mientras realizaba el movimiento mecánico de recibir los boletos, podía divisar por el espejo retrovisor como ambos hablaban a través de la ventanilla. Como dos enamorados. Como Romeo y Julieta en el balcón. Como un caballero medieval y su princesa encerrada en el castillo. Volvió a sonreír. Y pensó en Ella.
Sacudió su cabeza para despejar el pensamiento y volvió a centrarse en Alejo. Al fin había logrado despejar sus fantasmas, por fin había entendido que los sentimientos se demuestran a tiempo. Había podido superar la pérdida de su primer amor muchos años atrás, por dejarla ir sin expresarle sus sentimientos, aunque aún luchaba por asesinar a su macho cabrío interno. Y eso que Camila hubiera dejado todo por él, estaba dispuesta renunciar a la beca de sus sueños en Estados Unidos, pero Alejo la dejó ir. Y luego se arrepintió, pero ya era demasiado tarde.
Sintió golpecitos en la chapa del colectivo que lo trajeron a la realidad, y supo que era hora de arrancar. Saludó a su amigo y continuó su recorrido, su jornada laboral, y su largo día. Apoyó la cabeza en la almohada con un cúmulo de sensaciones bailando dentro de Él. Los periodistas, su amigo Alejo, incluso Marilia, que antes de bajar en su destino se acercó a saludarlo como si fuesen amigos de toda la vida. Y Ella. De la cual no tuvo noticias en todo el día.
Despertó a la mañana siguiente y sintió alivio al saber que ya era viernes. Y era su franco semanal. Pero su momento de relax se esfumó cuando su celular lo notificó de un mensaje entrante.
Siento molestarte de nuevo, pero hoy nos dan el alta. Te molestaría pasar a buscarme? Siempre y cuando puedas, obvio. ✓✓
Era Ella. Lo necesitaba de nuevo. ¿Pero cómo iría a buscarla? Claramente una moto no era el medio de transporte adecuado para una madre y su recién nacido. Le marcó a Alejo para pedirle su auto prestado, y como ya habían hecho en varias ocasiones, intercambiaron sus vehículos. Alejo se fue a trabajar en su moto, y Él se preparó para ir por ella, no sin antes responderle para confirmar que iría a buscarla.
Claro, te espero en la calle de atrás del sanatorio a las 2 en punto. ✓✓
Mientras se alistaba para el encuentro cruzaron más mensajes en los que Él le aclaró por qué la esperaba por la parte trasera del sanatorio, principalmente porque ya no quería más periodistas interceptándolo. Y además Ella ya era una figura pública, tanto por su parto en el colectivo como por su relación con el diputado. Ella comprendió le agradeció el detalle de cuidar su privacidad y la de su hijo.
Ella apareció por la esquina pactada a la hora exacta del encuentro, y Él salió del auto como si el asiento quemara. Un nudo se formó en su garganta cuando la vio con su pequeño en brazos; tan radiante, tan hermosa, tantos recuerdos agridulces agolparon su mente que no pudo contener una lágrima que asomó por su ojo.
—Gracias de nuevo. —Ella dejó sus bagajes sobre el suelo y con su pulgar secó la lágrima que venía resbalando de su mejilla.
—No es nada. —Él minimizó la situación—. Vamos antes de que lluevan los periodistas.
Abrió la puerta trasera del auto, pero Ella señaló con la cabeza el lugar del copiloto. Él quería mantener a raya esos raros sentimientos que estaba experimentando, además de respetar las normas de seguridad vial ubicando al bebé en la parte trasera del vehículo. Pero Ella estaba decidida a viajar adelante, suspiró derrotado y accedió a su pedido.
Contrariamente a lo que Él esperaba, el viaje hasta la casa de la madre de Ella fue bastante ameno. Charlaron de banalidades, se conocieron un poco más, se permitieron espantar sus fantasmas por treinta minutos. Al llegar a destino la mujer los esperaba en la puerta, y su cara se torció en una mueca de disgusto cuando Él bajó para sacar el equipaje del maletero. Y claro. Su hija pasó de codearse con un diputado nacional a un colectivero muerto de hambre. Y eso que estaba con el auto de Alejo, si lo veía llegar en su moto, a la mujer le daba un patatús. Mientras Él bajaba sus bolsos del baúl del vehículo, alcanzó a escuchar una frase que lo detonó internamente.
—Espero que eso que estés sintiendo por este muerto de hambre sea lástima.
Así de literal. Así de cruel. Ella comenzó a discutir con su madre en voz baja, pero Él ya no escuchaba, solo escuchaba el eco de la crueldad de la mujer. Tomó fuerzas y se acercó a ellas con una indiferencia digna de un Óscar, la mujer le arrancó los bolsos de las manos y le escupió un gracias con asco. Ignorando el despectivo comentario de su madre, Ella lo invitó a pasar y hasta le ofreció un café, pero luego de ver la fulminante mirada que la mujer le dio a su hija, sumado a la incomodidad que había acumulado toda la situación, Él agradeció el gesto y se despidió alzando mientras volvía al auto caminando hacia atrás.
Arrancó sin mirar atrás, aunque alcanzó a notar un halo de desilusión en la cara de Ella a través del espejo retrovisor. Acto seguido, también vio como la mujer prácticamente arrastraba a su hija al interior de la casa. Todo había terminado. Estaba claro que no la volvería a ver. Y eso, en vez de tranquilizarlo, lo destruyó. Y le dio la bienvenida a su nuevo fantasma.
Esa misma noche volvió a caer en el vicio. Llevaba un buen tiempo limpio y acababa de arruinarlo. Ya casi era la hora de la cena cuando Alejo se cansó de llamar a su puerta y a su celular, y como no obtuvo respuesta se imaginó lo peor, como tantas veces le había pasado. Hizo uso de la llave que Él le había dado para casos de urgencia por ser también vecinos, y al entrar se encontró con un panorama ya conocido.
Él estaba tirado en el sillón y aún sostenía la botella de tequila en su mano. El líquido estaba derramado en el piso por la posición en la que sostenía la botella, y sobre la mesita del living, una tira de Lorazepam a la que le faltaba una pastilla. «Al menos no fue heroína», pensó su amigo.
Alejo corrió hasta el sillón y se sentó junto al cuerpo desvanecido. Tomó la cara de Él por las mejillas y lo sacudió con delicadeza. Sintió alivio al notar que respiraba y lo sacudió más fuerte, pero seguía sin reaccionar. Observó la escena tratando de reconstruir los hechos, y por la cantidad de líquido vertido en el piso supuso que como mucho había ingerido dos tragos de bebida antes de perder la conciencia. Siguió insistiendo en la reanimación hasta que por fin Él abrió los ojos.
—¡Concha de tu madre, pelotudo! ¿Me querés decir en qué mierda estás pensando? ¡Te van a echar a la mierda, tarado! —lo recriminó Alejo, aunque en parte sentía alivio por ver que su amigo estaba bien—. Mañana te toca trabajar, ¿sabías? Ya Matías dijo que a la próxima que ibas con resaca no te la perdonaba.
—Matías me puede chupar bien la pija... —balbuceó—. Y vos también, forro... Ya sabía yo que el puestito de inspector se te iba a subir a la cabeza —escupió Él con desprecio mientras lo empujaba con una fuerza sobrenatural.
Alejo cayó sentado en la mesita de té y Él se levantó hecho una furia. Comenzó a azotar todos los objetos que se interponían en su camino mientras su amigo trataba de detenerlo, en vano. Él le ganaba en corpulencia.
—¡Dejame en paz! ¡Andate a la mierda! —gritó mientras intentaba zafarse del agarre de su amigo.
Forcejearon. Y cuando quedaron frente a frente, Alejo no tuvo más opción que golpearlo para que vuelva en sí. Y funcionó, porque Él lo observó perplejo mientras frotaba la mejilla que recibió el puñetazo. Acto seguido rompió a llorar como un niño, y Alejo lo envolvió en un abrazo.
—Perdón, hermano —susurró Alejo mientras le acariciaba la espalda.
Se quedaron así unos minutos, dejó que Él sacara toda la mierda afuera por medio del llanto. Alejo lo conocía como nadie, y sabía sobrellevarlo. Sabía que cuando su amigo se drogaba o emborrachaba, o las dos, podía llegar a ser bastante agresivo. No le afectaba en lo más mínimo que dijera cosas hirientes, entendía que los narcóticos hablaban por Él.
Cuando ya estaba más calmado, lo guió de nuevo al sillón y lo sentó. Buscó en el baño el medidor de alcohol en sangre que ambos tenían para autoevaluarse antes de ir a trabajar luego de sus noches de parranda; se lo entregó sin decir nada, Él ya sabía qué hacer y no opuso resistencia. Sopló hasta que obtuvo el resultado, y Alejo tomó el aparato para comprobar el resultado: 0,2. Si bien era el permitido para los conductores particulares, ellos eran profesionales y la tolerancia era 0. Alejo negó con la cabeza, estaba al horno.
Fue hasta la cocina y le preparó un café bien cargado, en un intento de aplacar los efectos del alcohol y la droga. Una vez que se lo sirvió, fue por elementos de aseo para acomodar el desastre en la sala. Al terminar y volver a su lado, lo encontró a Él con su teléfono en la mano. Tenía la vista clavada en el aparato, y los nudillos emblanquecidos producto de la fuerza con la que sostenía el aparato. Se sentó junto a Él, y éste le extendió el teléfono sin mediar palabra. Alejo lo tomó y pudo leer todos los mensajes que Ella le había enviado, y cómo iba aumentado su preocupación a medida que pasaban las horas y no recibía respuesta. Era lógico, llevaba escribiéndole desde las seis de la tarde, y eran las diez de la noche.
—Es ella, ¿no? —preguntó Alejo con determinación mientras le devolvía el aparato.
Él afirmó con la cabeza, ido. Volvió a revisar el celular intentando fijar la vista en él, pero los narcóticos y el alcohol estaban haciendo efecto, no podía coordinar bien.
—Hermano, quiero ayudarte. Necesito que me cuentes todo.
Él suspiró, arrojó el teléfono sobre la ya tan maltratada mesita, tomó la taza de café y comenzó a relatar todo lo ocurrido, desde el parto hasta aquella tarde en que la llevó a la casa de su madre. A medida que iba hablando ya se lo iba notando más recuperado, aunque más somnoliento, efecto del Lorazepam. Alejo lo escuchó atentamente hasta el final, cuando Él le pidió su sincera opinión.
—Arriesgate. ¿Qué perdés? Nada...
—¿Qué pierdo? El culo voy a perder... —se lamentó—. Me agarra el diputado y me hace mierda, ese forro mueve un dedo y tiene contactos por todos lados.
Quedaron en completo silencio mirando la nada. Sonó un teléfono, el de Alejo, era Marilia deseándole buenas noches. Y olvidando el pesar de su amigo, su boca se curvó en una sonrisa.
—Yo no sé qué pasó finalmente entre ustedes dos, pero me alegro bro... —Él también sonrió levemente—. Te veo feliz, y aunque no lo parezca en este momento, también soy feliz por vos.
—¿Cómo...?
—Yo también te conozco, bro... —lo interrumpió.
Y así eran ese par. No necesitaban palabras o explicaciones para entenderse, estaban demasiado conectados y se conocían lo suficiente para saber con una mirada lo que el otro sentía o padecía. Una vida entera de amistad, en los que juntos vivieron todo lo bueno y malo que el destino les puso en el camino.
Alejo le contó a Él la parte que se perdió de su historia, para distraerlo y que pudiera olvidara su propio padecer. Y lo logró. Y al mirar la hora ya eran como las once de la noche, no iba a dejar solo a su amigo. Sin que Él lo notara, tomó la tira de Lorazepam y se excusó diciendo que iba por ropa cómoda a su casa; todavía tenía el uniforme reglamentario, y si iba a pasar la noche en un sillón quería ropa acorde.
Cuando volvió, no lo encontró en el sillón y temió lo peor nuevamente. Sin embargo, lo encontró en su habitación ya cambiado y dormido, sosteniendo el teléfono. Cuando le quitó el aparato para dejarlo sobre la mesita vibró en su mano, era un mensaje de Ella, de seguro le había respondido cuando fue a su casa a cambiarse. Se recostó a su lado y siguió mensajeándose con Marilia, porque hasta esa confianza tenían, la de compartir la cama sin prejuicios.
Ambos se despertaron cerca del mediodía. Pasaron por alto el desayuno y acordaron almorzar juntos luego de que Alejo pasara por su casa a asearse y alistarse para ir a trabajar. Él pidió delivery mientras luchaba contra el Lorazepam, que todavía le causaba estragos, había dormido doce horas y todavía tenía sueño, sumado a la resaca por el alcohol ingerido. Por suerte, ese día le tocaba turno tarde, todavía tenía algunas horas para luchar con los residuos del medicamento. Luego de comer, Alejo midió nuevamente el nivel de alcohol en sangre de su amigo. Cero. Sonrieron al unísono, solo faltaba que el Lorazepam abandonara su sistema. Se fueron a trabajar mientras pensaban una excusa para que Él no conduzca ese día, ventajas de ser los mejores amigos del jefe.
Apenas llegaron, Matías noto un semblante extraño en la cara de Él. Alejo, ni corto ni perezoso, antes de que el hombre dedujera que nuevamente se debía al abuso de sustancias, lo apartó para explicarle que últimamente Él no la estaba pasando bien. El revival de lo ocurrido con Ella lo había afectado emocionalmente, y por eso parecía un alma en pena. Matías se lo pensó un momento, y decidió darle una semana de licencia a cambio de asistir a terapia. Cuando se lo comunicó a Él, éste no se opuso, y hasta le agradeció la comprensión. Alejo se preocupó cuando lo vio montarse en su moto, temía que el medicamento afectara sus reflejos. Sin embargo le sonrió con complicidad, y Él le guiñó un ojo antes de abandonar la terminal para ir a su primera sesión de terapia.
Pasó la terapia. Pasaron los días. Y en todos ellos, Él se siguió mensajeando con Ella. Pasó su licencia. Pasaron semanas. Y pasaron de mensajearse a verse algún que otro día en las tardes. Pasó que Él se enteró de que el hijo de Ella llevaba su nombre. Y se sintió feliz y triste a la vez. Pasaron meses. Y pasaron de verse en las tardes a verse también en las noches. Pasaron de la confianza al histeriqueo. Y de ahí en línea directa a los hechos en nombre de los amigos con derechos. Pasaron dos años de relación clandestina por el «qué dirán los demás». Por las caras de orto de su «suegra» cada vez que los veía juntos, por las amenazas constantes del diputado, que se intensificaron cuando se enteró que su hijito le decía papá a Él. Pasó que empezaron a sentir cosas y ninguno se atrevía a reconocerlo. Pero pasó que un día Él se cagó en todo. Y se animó a confesarlo. Y pasó que a Ella le pesó más el «qué dirán» que sus propios sentimientos.
Él la quería con locura. O mejor dicho, como un niño. Un niño carente. Que mira el juguete más caro y más bonito en la vidriera de la gran juguetería. Que a veces se cuela a jugar con él, a pesar de que sabe que nunca podrá tenerlo. Que depende de la voluntad del tendero para avanzar al siguiente paso: tenerlo en su poder. Él era ese niño. Ella era el tendero. Y Él dependía de su voluntad para poder tenerla por completo.
Él aceptó las reglas que Ella le impuso a regañadientes. No le cabía un choto andar mendigando amor a esas alturas de su vida y con todos sus fantasmas alrededor, pero era eso o nada. Pasaron otro año más, los tres. Él, Ella y el fantasma del qué dirán. Un año en que a Él se le empezó a acabar la tolerancia, y a falta de tolerancia en el mercado de la vida, consiguió dignidad. Amar no era un crimen y se dio cuenta de que no había razón alguna para ocultarse. Peleaban. Cada vez con más frecuencia. Cada vez más fuerte. Hasta que un día a Ella se le salió la cadena. Y derrapó feo.
Era el cumpleaños de Ella, el festejo sería en casa de su madre, y como era de esperarse Él no estaba invitado. Se vieron esa tarde a modo de festejo y, como ya era costumbre, Él se sintió excluido de su vida. Palabras van, palabras vienen... Una discusión como tantas otras, con el pequeño detalle que ese día Ella olvidó su filtro verbal en casa.
Harta de la insistencia, de que Él le preguntara qué tenía de malo que asistiera a su cumpleaños, Ella escupió inconscientemente esa verdad que reprimió su mente durante tres años.
—¿Querés la verdad? ¡Me das vergüenza! ¿Contento? —gritó Ella entre lágrimas.
Él se quedó de piedra. Los ojos se le salieron de órbita mientras chirriaba sus dientes de ira. Sintió el crack de su corazón al partirse en mil pedazos, mientras Ella se deshacía en disculpas que Él no escuchó. Solo escuchaba ecos a lo lejos, y a sus fantasmas canturreando en sus oídos.
Te lo dije, arruinás todo lo que tocás.
Sin mediar palabra se fue de la plaza que habituaban. No le importó dejarla a pie con el niño al otro lado de Capital, porque hasta de eso estaba harto. Estaba harto de la clandestinidad, de verse lejos de todos sus conocidos. Él no era un monstruo, era un simple empleado que a duras penas había terminado el secundario. Que tenía gustos simples y adicciones complejas. Él venía de una familia de clase baja, no era hijo único de piojos resucitados como Ella, eran de mundos distintos. Eran la bella y la bestia, y ese día cayó el último pétalo de la rosa. El príncipe jamás apareció y Él quedó hecho bestia.
Ella lo vio alejarse con una frialdad que desconocía en Él. También escuchaba el eco de los «mami» que su hijo repetía para llamar su atención. Sus mejillas eran una catarata de lágrimas cuando finalmente cayó en cuenta de que el niño en realidad estaba asustado por lo que acababa de presenciar, y lo peor de todo es que estaba varada en el medio de la nada con el pequeño. Tomó su teléfono y llamó a Alejo para contarle lo ocurrido, también era su amigo después de todo. Éste la tranquilizó y le dijo que enviaría a Marilia a recogerla porque estaba trabajando, que ya vería el modo de encargarse de Él.
Y mientras Ella pedía auxilio para volver a su casa y ensayar su cara de «acá no pasó nada» antes de su celebración de cumpleaños, Él condujo enceguecido hasta su casa en esa deuda de cuatro ruedas que compró solo por Ella y su hijo. Encendió el reproductor de música para relajar su mente. Mala idea. Sus fantasmas tenían ganas de cantarle al oído.
Somos cómplices los dos, al menos sé que huyo porque amo. Necesito distensión, estar así despierto es un delirio de condenados...
Rio sardónico, y cantó junto a sus fantasmas mientras ponía la canción en repeat.
—No seas tan cruel, no busques más pretextos. No seas tan cruel, siempre seremos prófugos, los dos...
Estacionó el auto en la puerta de su casa, apagó el motor y se quedó un largo rato aferrado al volante. Ni siquiera escuchó su teléfono sonar incansablemente casi desde que abandonó la plaza, debido al volumen de la música. Cuando el insistente sonido lo irritó, tomó el aparato y revisó las llamadas. Eran más de veinte de Ella, Alejo, y hasta de Marilia. Finalmente, salió del auto y antes de entrar en su casa reventó el aparato contra el asfalto.
Fue directo a la cocina y sacó del fondo de un mueble una botella de tequila, y al arrastrar la botella sintió un cilindro plástico caer al suelo. Heroína. Genial. Su escondite secreto estaba intacto después de tantos años limpio. Depositó la botella sobre la mesita del living y se internó en el baño. Bajó la tapa del inodoro, preparó su brazo y descargó el contenido de la jeringa en sus venas. Dejó salir una lágrima que rápidamente y con rabia quitó de su mejilla. Volvió al living, vació casi sin respirar unos dos dedos de tequila, tomó las llaves de su moto y salió de su casa como si lo llevara el diablo.
Condujo como un demente sin rumbo fijo. Estaba drogado y ebrio, pero aun así manejaba la moto con algo de destreza, sin respetar semáforos y comiéndose las puteadas de peatones y conductores. Había recorrido casi toda la Capital sin rumbo alguno, y cuando el efecto de los narcóticos y el alcohol alcanzaron su punto máximo, uno de sus fantasmas le susurró al oído.
Che, imbécil... Tenés que ir a trabajar... ¿O además de ser fracasado también querés ser desempleado?
Escuchar a ese fantasma fue lo peor que pudo haber hecho en su vida. Sí. Se dirigió a la terminal, a pesar de que ya había trabajado ese día. Pero ya era casi de noche y la calle estaba oscura. Él venía sin sus luces encendidas. Sin casco. Y ya sin reflejos. No sintió el impacto del colectivo que manejaba su compañero. No escuchó las ambulancias cuando lo vinieron a recoger. No sintió más nada. Por fin había matado a sus fantasmas. Sonrió inerte y se dejó llevar por el último fantasma.
La estirada fiesta de cumpleaños de Ella finalmente tuvo la presencia de Él, simbólicamente hablando, claro. Cuando Alejo la llamó entre llantos para decirle que su mejor amigo estaba más cerca de la muerte que de la vida por su culpa, Ella entró en shock. Y por primera vez se cagó en todo. Tarde, por supuesto. Dejó pagando a sus invitados y salió corriendo hacia el hospital. Al llegar, la escena era desgarradora. Alejo no paraba de llorar abrazado a Marilia como si fuera un niño pequeño. Matías parado a unos metros de ellos dos junto a otros choferes, todos con el semblante endurecido y algunos con lágrimas en sus ojos. Al oírla llegar, todos voltearon hacia Ella y la miraron con rencor, excepto Alejo, que dejó de llorar y se levantó hecho una furia hacia Ella.
—¡Hija de mil puta! ¿Todavía te da la cara para venir después de lo que hiciste? Mi mujer ya me contó lo que le dijiste. ¿Es que no pensás, estúpida? ¿Cómo se te ocurre decirle eso a un adicto que pasó por tantas cosas como él, eh?
—Amor... Basta... —Marilia se acercó hasta ellos y tomó del brazo a su marido—. No es momento, ella después te explicará bien lo que pasó. Vení a saludar a Camila, que acaba de llegar.
Marilia se había hecho amiga de Ella y sabía que, a pesar de sus fantasmas, Ella lo amaba con locura. Simplemente era una joven que a duras penas podía convivir con el fantasma «qué dirán», el fantasma de su ex en el trabajo, de su superada madre, y de la rubia arrastrada que le refregaba en la cara que finalmente el diputado había vuelto con ella. Y su hijo. Ante todo, su hijo. Ella quería darle un futuro digno, y sabía que estando a su lado no podría. El diputado le dejó bien claro que le cortaría la manutención si se enteraba que Ella entablaba una relación seria con Él. Ese fantasma sólo lo conocía Marilia.
Pasaron algo más de dos horas hasta que el médico se acercó a hablar con ellos. Eran su única familia, Él no tenía a nadie. Ni padres, ni hermanos. Solo Alejo, Matías, y sus compañeros, claro. Quien tomó la palabra con el médico fue Camila, por su condición de neuróloga, y fue ella la encargada de traducirle a todos los presentes el estado de salud de Él.
Traumatismo de cráneo, traumatismos en todo el cuerpo, un alto nivel de alcohol y droga en sangre, y lo peor, un paro cardíaco cuando era trasladado en la ambulancia. Era un milagro que estuviera vivo. Su pronóstico era más que reservado, estaba en coma y con la incertidumbre de saber si quedarían o no secuelas, de si despertaría o no. Había que esperar. Y tener fe. Mucha.
Abatidos y sin nada que hacer, todos fueron a descansar excepto Camila, a quien sí le permitieron el ingreso a terapia por acreditarse como su médico de cabecera. The show must go on, y los internos de la línea todavía no se manejaban solos. Matías y los choferes volvieron a la terminal en el colectivo que habían sustraído de la cochera en la desesperación del momento, a excepción de Alejo, a quien le otorgó algunos días de licencia para aliviar el estrés y estar al pendiente de la evolución de Él. Marilia fue la encargada de organizar el caos, su esposo no estaba en condiciones de conducir de vuelta al hogar que compartían, además de que también debían dejarla a Ella en su casa.
El trayecto fue en completo silencio, ni la radio sonaba en el vehículo. Ella recién se atrevió a hablar cuando Marilia frenó en su casa, agradeciendo a ambos la amabilidad de arrimarla a pesar de incidente en el hospital. Y cuando ya tenía un pie en la vereda, Alejo habló por primera vez desde que discutieron.
—Traé al nene y volvé. Es mejor si estamos todos juntos.
Ella asintió con un leve okey y se internó en la casa. Salió como a los veinte minutos con un pequeño bolso, el niño en brazos, y su madre atrás a los gritos limpios. Subió al coche ignorando a la mujer, y Marilia arrancó sin dudarlo.
Al llegar a destino, y mientras Marilia guardaba el auto, Alejo se quedó mirando un puñado de plástico molido sobre el asfalto. Se acercó como poseso y comenzó a tomar los pedazos, arrodillado en el medio de la calle. Era el teléfono celular de Él. Se levantó con agilidad y comenzó a trazar sus últimos momentos antes del accidente, abrió la puerta de la casa de Él con su llave de emergencia y observó la escena. Nada anormal. Caminó por la pequeña casa poniendo atención a todo lo que observaba. Buscaba respuestas, y las encontró al llegar al baño. La tapa del inodoro baja, la banda elástica y la aguja tiradas en el piso. Cerró la puerta y volvió al living. Se desplomó en el sillón y vio la botella de tequila enfrente suyo. La tomó, la observó como si nunca hubiera visto una en su vida, y finalmente le dio un profundo beso.
—¡Alejo, basta! —gritó Marilia mientras le arrebataba la botella—. Tu amigo te necesita lúcido.
Alejo rompió a llorar nuevamente, y Ella no podía sentirse más incómoda y culpable de todo lo que estaba pasando. Tomó a su hijo en brazos y se internó en la habitación de Él. Luego de dormir al niño, salió a reunirse con sus amigos. O mejor dicho, con su amiga. A esas alturas dudaba si Alejo le perdonaría lo que había pasado ese día. Lindo cumpleaños estaba pasando.
Sin embargo, al volver a la sala, Alejo se encontraba mucho más calmado, y le pidió disculpas por su improperio en el hospital. Marilia le había contado todo, hasta sus secretos más profundos. Y lejos de enojarse con su amiga por revelar aquello que había jurado no decirle a nadie, le agradeció con una mirada y una mueca sutil. Hablaron mucho. Alejo le contó esa parte negra de la vida de Él que Ella no sabía: el porqué de sus adicciones. Ella por su lado, confirmó aquello que Marilia se vio en la obligación de revelar: el porqué lo había despreciado cuando se moría de amor cada vez que estaba con Él. Entre todos trataron de encontrar una causa a semejante locura, un culpable. Y lo hallaron. Sus adiciones jamás se habían ido, solo estaban dormidas. Él era el único culpable de su destino.
Era en vano seguir dándole vueltas al asunto. Ya lo había dicho: the show must go on, y todos tenían que seguir con sus obligaciones. Alejo y Marilia volvieron a su casa esa misma noche, más no así Ella.
La gente tiene la puta costumbre de aprender a los golpes, y así aprendió Ella. Él se tuvo que debatir entre la vida y la muerte para que Ella aprendiera a luchar por su propia felicidad. Abandonó su casa y se instaló con el niño en la casa de Él, para estar todos más cerca. Mandó al diputado a la concha de su madre, y lo obligó a que se metiera la manutención en el culo. Renunció a su trabajo en el Congreso y aceptó un puesto administrativo en la línea, mientras Matías le enseñaba a manejar esos monstruos porteños que transportan pasajeros, para así convertirse en la primera chofer de la línea. También hicieron algunos ajustes en la frecuencia, de ese modo, los choferes gozaban de mas tiempo de descanso para cuidar a su pequeño hijo en la terminal. El pequeño tenía niñeros nuevos cada media hora, no había un solo chofer que se resistiera a los encantos de esa criatura.
Pasaron meses llenos de días divididos en tres partes: trabajo, hospital y casa. Pasaron muchas cosas, pero Él nunca despertó. Tampoco murió. Sus fantasmas se mudaron con Ella, y uno sólo se quedó junto a Él. Una vocecita dulce y muy femenina que le susurraba cosas al oído.
Todavía no... Ella soy yo... Ellos te necesitan más que yo... Mi hermano te necesita... Dejame ir, porque yo no te voy a dejar venir... Si me amaste vas a volver... Hacelo por mí... Es mi último deseo...
Pero como ya era costumbre, Él nunca hizo caso.
Segundo capítulo. ¿Pudieron descifrarlos a ellos dos?
No me odien por el final ...
*Se corre para evitar la lluvia de tomates*
Acá ya vimos una escena repetida desde otro punto de vista, ¿pudieron identificarla? En este caso es bien sencillita, pero van a ver al pasar de los capítulos como esos puntos de vista y superposiciones se van reforzando.
Otra cosa importante, es que estos dos primeros capítulos marcan el principio y el fin de la línea temporal en la que se va a mover todo el libro. De Excalibur para adelante, y de Fantasmas hacia atrás.
Este es el lado A de Prófugos, el cuento de Me Verás Volver, mi antología de Soda Stereo. En el enlace externo dejo el link al cuento, o lo buscan dentro de mi perfil. Acá tienen a detalle todo lo que sucedió con ellos dos, y lo más importante, el final.
Soundtrack:
La canción principal del cuento, Prófugos de Soda Stereo.
Prófugos – Soda Stereo
(Ruido Blanco – 1987)
Él en su máxima expresión, cada vez que escucho esta canción me pongo en la piel de él.
Vuelve – Sebastián Yatra – Beret
(Vuelve – 2018)
Lo que me pasó con esta canción fue raro. La escuché y encajaba también en otro capítulo de muucho más adelante. Pero ver el video fue verlo a Él montado en su moto, a Ella pidiéndole cosas a Él a modo de sacrificio... Él resignando todo por Ella... Una canción preciosa, que define todo en ese "No pensar y dejarse llevar y no ponerle nombre, no hace falta, si sientes ya está y déjame que te ronde...". Algo que ella nunca hizo.
Emocional – Dani Martin
(Dani Martin – 2013)
Acá les dejo el espacio para preguntar las referencias culturales o palabras que no hayan entendido.
Si llegaste hasta acá, te gusta y tenés cabos sueltos, vamos bien. La semana que viene vamos a seguir descubriendo más historias. Actualizaré todos los fines de semana religiosamente hasta el final, puede ser viernes, sábado o domingo.
Hasta acá el lanzamiento. Que tengan un excelente 2019, y bueno... Nos vemos de nuevo el año que viene.
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