3


Los amantes se despidieron un rato después, y Odiseo se quedó en la puerta, viendo a Lluvia irse a su otro hogar. Sintió un vacío en su interior, pero le reconfortaba saber que solo sería por un tiempo, y que ella volvería a sus brazos al día siguiente. El hombre lamió sus labios, aún sabían a la sal de su esposa. Se fue a la cama, pero no se durmió de inmediato; pensó en su amada Lluvia, en la maravillosa criatura que se había convertido. Imaginó su transformación en los confines del océano; un agua luminosa abrazaba su cuerpo y regresaba el color a su piel. Sus piernas se deshacían en espuma plateada, dando lugar a los hermosos tentáculos, tan fuertes como para soportar su peso y permitirle caminar en tierra firme. La imaginó abriendo los ojos por primera vez tras su muerte, fascinada de ver con tanta claridad en un lugar tan oscuro. O quizá su metamorfósis fue dolorosa; su cuerpo retomó consciencia justo cuando brotaron los primeros tentáculos, rompiendo los huesos de sus piernas y abriendo la carne. La sangre nueva tiñó el agua y nubló su vista. Odiseo apretó los labios al ponerse en el lugar de su mujer, y experimentó su miedo y confusión. Lluvia despertó con un cuerpo totalmente distinto al que tenía antes, y se encontraba muy lejos de casa, en unas aguas crueles y repletas de criaturas horribles.

No, no pienses así, se dijo el joven a sí mismo para tranquilizarse.

Esta vez trató de imaginarla nadando en el océano, quizá sobre un delfín o una tortuga gigante, una especie colorida que los humanos jamás han visto. La visualizó con sus tentáculos moviéndose con gracia, tomando peces en el camino para comérselos en tres bocados. Odiseo suspiró, pensando en su cabello brillante, formando arabescos en el mar, y ella sonriendo. Jamás había sido tan libre en su vida.

Odiseo se quedó dormido con esa imagen, y Lluvia se coló en sus sueños, nadando alrededor de su mente una y otra vez. Ahí el agua era cálida. Odiseo casi podía saborear la sal en ella, pero entonces el sonido de un golpe lo hizo volver a la realidad. Alguien estaba tocando la puerta de su casa. El hombre se levantó con dificultad y vio su reloj de pared. Eran las cuatro de la mañana, aún estaba muy oscuro. Odiseo tomó sus llaves de la mesita de noche, y, arrastrando los pies, salió de su habitación y fue a la puerta.

—¿Quién es?—preguntó tras un bostezo.

—Amor—dijo la voz dulce de Lluvia.

Él abrió de inmediato, no podía creer que había regresado tan pronto. Su plan era esperarla en la cueva más o menos a las siete de la mañana, pero tal parecía que ella quería estar en casa cuanto antes. El hombre la encontró desnuda y con el cabello seco, pero su piel seguía ligeramente húmeda.

—Recuérdame quitarte los vestidos antes de que regreses al agua—le dijo, para después besar su frente.

Lluvia entró a la casa y se fue directo a la habitación. Odiseo la siguió, y esbozó una sonrisa cuando la vio ir al tocador y tomar su botella de perfume. Se lo aplicó detrás de las orejas y luego se peinó el cabello con los dedos. Su marido fue al armario y sacó un vestido azul cielo de falda amplia, para que estuviera más cómoda. Lluvia se lo puso y besó a su marido, dejando un gusto salado en sus labios. Después se fue a la cocina y puso a calentar la tetera. Odiseo parpadeó para espantar sus lágrimas, no podía creer que tomarían té juntos otra vez. Pensó que jamás disfrutaría esto otra vez, que debía resignarse a hacerlo solo. Nunca dejaría de agradecerle a Dios y al mar por el milagro que presenciaba.

Lluvia señaló una de las sillas en la mesa, y sonrió cuando él tomó asiento; ella acomodó los manteles, puso las tazas en la mesa y sirvió el té. Fue al refrigerador por leche condensada, y puso una cucharada en la taza de su esposo, tal y como le gustaba. Lluvia vio el florero con rosas marchitas y las tiró a la basura, después limpió el jarrón en el fregadero y lo regresó a su lugar. Odiseo, un tanto avergonzado, le dijo que ese día irían por flores nuevas. Lluvia asintió y se sentó en el otro extremo de la mesa. Se llevó la taza con suavidad a los labios, y Odiseo la vio entrecerrar los ojos con deleite. Ella aún tenía esas pestañas tan espesas que le fascinaban. Juntos vieron el amanecer en la ventana de la cocina y disfrutaron su mútua compañía en silencio. Odiseo no dejó de sonreír. Qué bien se sentía estar completo.

Nélida llegó tres horas después, y encontró la casa reluciente y a su hija desempolvando detrás del refrigerador con uno de sus tentáculos. Odiseo, por su parte, limpiaba el baño. La chica dejó su actividad y abrazó a su madre, quien llenó de besos su rostro.

—Buenos días, Lluvia—le dijo—. Traje empanadas de queso, tus favoritas.

Odiseo puso la mesa y Nélida preparó café con jarabe de lavanda. Siempre llevaba una botellita en su canasta, no podía tomar su café sin él. Los tres se dispusieron a comer y el hombre seguía sin creer que había recuperado sus mañanas ordinarias. Nélida habló de sus proyectos actuales de costura; un vestido de novia largo, muy clásico, y los siete vestidos rojos para las damas de honor.

—La clienta es una mujer como de mi edad—dijo—. Pero está tan feliz como una jovencita, me alegro que aún tenga esa emoción. Me recordó un poco a ti, hija. Estabas tan ilusionada cuando planeabas tu boda.

La mencionada asintió, sonrojándose. Ella y Odiseo habían tenido una ceremonia sencilla en la playa, y Louie y Martina habían hecho un hermoso pastel de vainilla de cuatro pisos. Solo tuvieron veinte invitados, y no se terminaron ni la mitad de semejante postre. Odiseo estaba feliz de haberse mudado a un pueblo de gente tan cálida y honesta, y pasar el resto de su vida ahí, con una mujer como Lluvia. Era un sueño que miles de hombres tenían.

Lluvia, mientras escuchaba a su madre, posó uno de sus tentáculos en el regazo de su marido. Él lo acarició con una gran sonrisa.

La pareja, después de tan buen desayuno, se fue al mercado. El refrigerador estaba casi vacío, y Odiseo quería comprar galletas de azúcar a su esposa. Algunos conocidos se acercaron a Lluvia para decirle que estaban felices de su regreso, y le preguntaron si era difícil caminar con sus nuevos miembros. La chica negó con la cabeza, y alzó los dos tentáculos delanteros con los que sostenía las bolsas repletas de víveres. El otro par de tentáculos seguía erguido en el suelo, soportando todo su peso. Era maravilloso.

—¡Es una gran ventaja!—exclamó una mujer, con fascinación en los ojos.

Odiseo vio a su amada elegir frutas con mucho cuidado, y comparar el tamaño de los aguacates y las papas. Una vez terminaron sus compras, decidieron ir al Amelie por café y perlas de chocolate. La joven tardó en entrar, pues la puerta era algo estrecha. Para su mala suerte todas las mesas estaban ocupadas, así que pidieron las cosas para llevar. Martina abrazó a Lluvia y le dijo que la hacía muy feliz tenerla de vuelta.

—Te ves radiante, niña—le dijo, acariciándole el cabello, y metió dos sirenas de chocolate a la bolsa donde estaba su orden—. Algo para ti y para tu encantador esposo.

—Muchas gracias, de verdad—dijo Odiseo.

Lluvia y Odiseo tomaron su café y disfrutaron sus chocolates en la cueva, sentados en las rocas. Él besó sus labios y aspiró la sal, el café y el chocolate en ella. Ya se había acostumbrado a su aroma a océano, y le parecía tan hermoso y reconfortante como el que tenía antes de morir.

—Falta que vayamos a un lugar más—dijo él.

En el camino de regreso a casa, pasaron por la florería y Odiseo le dijo a su mujer que podía elegir las flores que quisiera. Pensó que tomaría unas rosas blancas, sus predilectas, mas en cambio escogió unas margaritas. Se puso una detrás de una oreja, e hizo lo mismo con su marido. La pareja llegó a su hogar un rato después, y Lluvia puso las margaritas en el florero. Su esposo sonrió y le dijo que había sido una muy buena elección. Antes de preparar la cena, Odiseo se metió a la ducha y lavó el cabello de Lluvia cuando ella se asomó para verlo. Esta vez se había desnudado, y él deseó que el espacio fuera lo suficientemente grande para ambos. La chica salió con su cabello ya limpio y el hombre escuchó que iba a su habitación y luego regresaba a la cocina. Ella arrastró una silla, y después hubo silencio. Odiseo enjuagó su cabello y, cuando cerró la ducha, pudo oír unos leves sollozos. Salió y se encontró con el rostro derretido de su esposa, manchando su cuaderno con lágrimas negras, y un lápiz entre sus dedos temblorosos. Seguía desnuda, y eso la hacía lucir aún más vulnerable.

Odiseo fue a abrazarla, y le pasó las manos por el cabello. Le recordó lo talentosa que era, y que tarde o temprano lograría dibujar de nuevo. Solo debía ser más paciente con ella misma. La chica sollozó contra su pecho, y cuando logró tranquilizarse, sus lágrimas oscuras se volvieron transparentes, y su cara recuperó todas sus facciones. Odiseo besó su nariz y la miró a los ojos.

—Estás volviendo a ser tú misma poco a poco, Lluvia—dijo—. Estarás bien, estoy muy seguro.

Se quedaron unos minutos más abrazados. Odiseo, una vez la vio tranquila, se dispuso a limpiar sus lágrimas en la mesa. Lluvia lo contempló avergonzada, y él le dijo que todo estaba bien. El joven preparó una sopa de verduras, y la pareja comió en silencio. La chica no acabó ni medio plato, y Odiseo supuso que se alimentaba de peces u otros animales pequeños cuando estaba en el mar.

Para la próxima le serviré porciones más pequeñas, pensó.

La chica se despidió de su marido poco después, y él se fue a la cama sin el vacío que invadió su interior la última vez. Sabía que a la mañana siguiente ella estaría ahí, ansiosa por pasar el día con él. Extrañaba mucho dormir a su lado, pero entendía que ahora ella era diferente, mas aún así no dejaba de amarla con la misma intensidad.

Odiseo se despertó con una sonrisa en cuanto escuchó a su esposa tocando la puerta. Le abrió y admiró su desnudez brillante por el agua. Esta vez Lluvia se lavó el cabello ella sola en la ducha, y sirvió el té en las tazas más bonitas que tenían, unas con dibujos de constelaciones y planetas que usaban para ocasiones especiales. Su marido le dijo que ese día irían a la plaza para comprarle una gargantilla nueva. Lluvia se llevó una mano al cuello y sonrió, sería como revivir su aniversario. Odiseo le puso un vestido color lavanda sin mangas, y Lluvia se aplicó su perfume y también lapiz labial rojo. No lo hizo muy bien, así que su esposo la limpió y la maquilló él mismo. Lluvia tenía unos labios muy pequeños, así que era fácil salirse de su contorno. Él sabía que muy pronto ella lo haría por su cuenta. Lo ponía muy contento ayudarla mientras tanto. La pareja salió de su hogar rumbo a la plaza del pueblo, la cual se encontraba a poca distancia de su vecindario. Ahí estaban todas las tiendas de ropa, la panadería, la joyería y la única librería. Ahora que Lluvia estaba de vuelta, Odiseo se sentía lo suficientemente motivado como para volver a leer, un pasatiempo que lo relajaba en sus vacaciones, y en sus descansos entre clases. Lluvia eligió un libro para él, era una novela de fantasía en cuya portada aparecía una mujer llorando diamantes. Después de comprar ese libro, la pareja fue a la joyería y pasaron un largo rato viendo los mostradores. La dependienta les dijo que tenían una gargantilla idéntica a la que Lluvia perdió, mas esta no estaba interesada en ella. Vio otras opciones, y Odiseo se preguntó por qué ya no le gustaba. Al final Lluvia eligió una muy sencilla de plata, y señaló un dije en forma de pulpo. El hombre sonrió; sí que le gustaban sus tentáculos. Eso le hizo saber lo que ella no podía expresarle con palabras; adoraba su vida como criatura del mar, y era muy feliz ahí. Odiseo le puso la gargantilla con cuidado y la dependienta sostuvo un espejo frente a Lluvia. La joven admiró su rostro desde todos los ángulos, como si no pudiera creer que esa mujer era ella. Después sostuvo el dije con su dedo índice y pulgar y admiró su brillo. El pulpo tenía dos esmeraldas diminutas como ojos.

Odiseo y Lluvia fueron a Amelie, y la chica mostró su nueva joya a Louie y a Martina, quienes la llenaron de elogios. Por suerte había una mesa desocupada, así que pudieron comer granos de café cubiertos de chocolate en una esquina, con una vista perfecta a los turistas que entraban y salían. Ya eran muchos menos que hace unos días, pues la temporada de vacaciones se terminaban en una semana, y después Odiseo debía volver a la escuela. Antes, cuando Lluvia murió, él no dejaba de pensar en lo difícil que sería regresar a su trabajo, y se cuestionó una y otra vez si sería capaz de dar sus clases con la misma dedicación que antes. Ya no tenía entusiasmo, y le costaría mucho fingirlo.

No tengo la motivación ni para levantarme de la cama, pensaba, ahogado en lágrimas. ¿Cómo podré continuar con mi vida?

Lluvia lo tomó de la mano, sacándolo de ese amargo recuerdo. Ahora que la tenía junto a él, se creía capaz de todo. Iba a seguir siendo el profesor que los estudiantes tanto apreciaban, daría lo mejor de sí mismo, como siempre. Apretó la mano de su mujer con ternura, y se la llevó a los labios para besarla. Se quedaron en la chocolatería hasta que atardeció, y luego fueron a visitar a Nélida, quien estaba cosiendo unas rosas de tela diminutas al vestido de novia.

—Ma...mamá—dijo Lluvia cuando Nélida se acercó a saludarla, y la madre la miró con los ojos muy abiertos.

—¿Qué dijiste?

—Mamá—repitió la chica, con una sonrisa.

Nélida la abrazó antes de que pudiera ver sus lágrimas. Odiseo, conmovido, las dejó un rato a solas para irse a la cocina y ver qué podía hacer. Encontró los ingredientes para un arroz con pollo, y se puso manos a la obra. Al poco rato Nélida entró para decirle si podía ayudarlo en algo, él negó con la cabeza sin dejar de trocear el pollo, y le dijo que siguiera pasando tiempo con su hija. Ambos eran muy afortunados de haber recuperado su felicidad, y ahora la apreciarían como nunca.

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