1

Odiseo se despertó con el primer rayo de sol que se filtró por su ventana. No había dormido mucho, si acaso unas tres horas, pero no le importaba. Sentía un nudo en el pecho y un dolor punzante alrededor de la cabeza, como una corona. Su cuerpo le exigía descanso, pero su mente no tenía la suficiente paz para brindárselo.

Lo primero que escuchó fue el rumor de las olas y el viento suave de verano. El día prometía ser hermoso, mas no le apetecía salir. El joven se levantó y fue al tocador tratando de ignorar su rostro ojeroso y labios partidos en el espejo. Solía morderlos cuando lloraba, y desde hacía un par de meses su llanto era muy frecuente. Tomó el perfume de su esposa y se roció detrás de las orejas, tal y como ella solía hacer. Fue invadido por las notas de vainilla, rosas y jazmín. Eso lo hizo sonreír un poco. Se dirigió a la cocina arrastrando los pies, y puso a calentar agua en una tetera. Mientras hervía, acomodó los manteles en la pequeña mesita donde comía, y desempolvó el florero que estaba en el centro, cuyas flores llevaban meses sin haberse cambiado. Colocó dos tazas a cada lado de la mesa, y les puso bolsitas con té de siete azahares. La tetera chilló unos minutos después y él preparó los tés, endulzándolos con leche condensada. Luego tomó asiento, y contempló la silla vacía frente a él. Aspiró el aroma de los tés, trató de perderse en la calidez del vapor que desprendían. Cada vez le era más difícil evocar a Lluvia, fingir que ella estaba ahí. Esto era parte de la rutina que compartían, pensó que aún faltaban miles de tazas de té antes de que ella se fuera.

Odiseo entrecerró los ojos. Debía hacer un esfuerzo, esto era todo lo que tenía; trató de recordar el rostro de Lluvia, con su nariz respingada, labios pequeños y ojos verdes. Su cabello largo y liso, tan negro como la tinta de un pulpo. Sus vestidos de algodón, siempre con estampados florales. Su mente la dibujó con éxito, pero, tal y como siempre, el perfume arruinaba su quimera; Lluvia siempre olía dulce, aunque no lo usara. Su olor natural era como la miel especiada, que al mezclarse con el perfume lo hacían aún más exquisito. Pero ahora que ya no estaba, el perfume por sí mismo solo le recordaba la ausencia de ese aroma bello y mágico que solo ella tenía. No había forma de recuperarlo. Odiseo aceptó sus lágrimas calientes con el corazón encogido, esto siempre terminaba igual. ¿Por qué se empeñaba en seguir haciéndolo? Así, lacrimoso y miserable, tomó la taza con su mano temblorosa y se la llevó a los labios. El té le supo a palabras dulces, mañanas perfectas y besos en la frente. El hombre bebió un poco más, pero entonces la puerta de su casa se abrió y escuchó unos pasos apurados que conocía muy bien.

—¡Odiseo!—exclamó una mujer—. ¡Traigo tu ropa!

Ella entró a la cocina, y él contempló un atisbo de Lluvia en esos ojos verdes.

—Buenos días, Nélida—contestó él, sin molestarse en limpiarse las lágrimas ni los mocos.

Nélida dejó la bolsa con ropa en el suelo y sacó un pañuelo de la canasta que sostenía en su otra mano, luego se acercó a él para secar sus lágrimas y nariz.

—Mírate nada más—dijo ella—. No te has afeitado, y estás pálido.

Lo tomó del rostro con ambas manos y lo hizo verla a los ojos.

—Estás sucio—dijo—. De nada sirve que te lave la ropa si no te la pones. ¿Cuándo fue la última vez que te duchaste?

Odiseo se mordió los labios. Bajó la mirada, y las manos de Nélida se mojaron. Ella secó sus lágrimas otra vez.

—Querido, no puedes seguir así—dijo ella, muy seria—. A Lluvia no le gustaría.

Lo obligó a verla otra vez.

—Mi hija se murió, Odiseo—dijo—. Mi hija, tu esposa, ya no está. Nuestra Lluvia ya no está. Se enfermó, se murió y la velamos como Dios manda.

Como Dios manda, pensó Odiseo, devastado. En aquel pueblo no se enterraban a los cuerpos, sino que las dos personas más amadas por el difunto se lo llevaban al mar en un bote y, vestido de blanco y rodeado de flores, se entregaba al océano, para que este purificara su alma. A Odiseo eso le parecía horrible, pues ni siquiera habría una tumba a la cual visitar. Pero sabía lo mucho que Lluvia amaba su hogar y sus tradiciones, así que Nélida y él lo hicieron. La chica se veía preciosa con su vestido blanco. Traía una gargantilla de oro que él le regaló en su primer aniversario, y Nélida le había puesto una corona de rosas blancas. Odiseo la vio hundirse en el agua poco a poco, y deseó con todas sus fuerzas que Dios la recibiera con un abrazo.

—¿Odiseo?—dijo Nélida—. Mijo, te estoy hablando.

El joven no dejaba de pensar en el funeral. En el agua fría, en el adiós.

—Lluvia se fue—dijo él.

La expresión de Nélida se suavizó.

—Sí.

—No sé si podré seguir.

—¡Claro que podrás! Tus niños te esperan en la escuela, eres su profesor favorito. Y eres muy joven todavía, tienes mucho por vivir. Yo sé que Lluvia quiere vernos seguir adelante y ser felices, por eso me esfuerzo en seguir viviendo, aunque ahora sea tan difícil.

Odiseo le dio un amago de sonrisa. Su suegra era una mujer tan maravillosa.

—Mi bebé me quiere feliz—dijo, con la voz quebrada—. Mi niña me quiere fuerte...

—Quiero ser fuerte como tú.

—¡Oh, y lo serás!—Nélida puso la canasta sobre la mesa—. Solo tienes que ir poco a poco. Deberías empezar con algo pequeño, ¿qué tal si comes?

Odiseo no tenía apetito. Llevaba días apenas probando bocado.

—Traje empanadas de carne, todavía están calientitas—dijo Nélida—. Después te duchas, te afeitas y te pones ropa limpia. Ya mañana puedes hacer otra cosa, como salir a tomar aire o limpiar tu cuarto. Eso te hará sentir mejor.

Odiseo asintió, pero el solo pensarlo lo fatigaba. Lo único que quería era volver a su cama y acostarse, aunque no consiguiera dormir.

—Muy bien—dijo Nélida, y sacó una empanada, la cual le entregó envuelta en una servilleta de tela. Odiseo le dio las gracias y comió un poco. Los ojos de su suegra se iluminaron, y ella le dijo que lo estaba haciendo muy bien. El joven siguió comiendo, enternecido, y Nélida lo miró fijamente hasta que terminó.

—Me alegro de que por fin hayas avanzado—dijo ella—. En la canasta hay otras cuatro, por si quieres comer más.

—Muchas gracias, en serio. Se ha tomado muchas molestias conmigo...

—Tú hiciste muy feliz a mi hija, Odiseo. Eres un gran hombre, y eres mi familia también.

Ella le tomó la mano y la apretó con afecto.

—Entiendo perfectamente lo que estás pasando. Cuando perdí a mi Germán me quería morir. Lluvia estaba tan chiquita, me sentía muy sola...

—¿Y cómo pudo...?

—Germán nunca se fue realmente—lo interrumpió Nélida—. Veras, las personas que amamos siempre están aquí de una forma u otra. A veces la brisa del mar huele a té de cúrcuma y a madera, huele a él, y sé que está ahí. En otras ocasiones una hermosa paloma se queda junto a mi ventana, y me mira con amor, y sé que son sus ojos. Cuando menos te lo esperes verás a Lluvia, y eso te fortalecerá, y volverás a ser feliz.

Tengo que vivir para volver a verla, pensó él, aunque sea de esa manera.

Odiseo se puso de pie y abrazó a su suegra, quien le acarició el cabello como si fuera su propio hijo. Le dijo que lo dejaría para que hiciera sus cosas, pero que estaría al pendiente.

—Cualquier cosa que necesites, ya sabes dónde encontrarme—dijo.

Odiseo se quedó solo con sus dos tazas de té ya frío. Las vació en el fregadero, y las lavó junto con los cubiertos. Ahora estaba un poco mejor, casi nada, pero era un avance. Al menos no deseaba volver a acostarse. Tomó una ducha helada y pasó un largo rato ahí, recordando a su esposa. Les gustaba mucho ducharse juntos. A él le fascinaba el contraste del agua helada con el cuerpo caliente de Lluvia, y su piel suave y dulce siempre lo provocaba a ir más allá. Odiseo abandonó la ducha cuando sus fantasías empezaron a inquietarlo, y así, desnudo y todavía mojado, se afeitó frente al espejo del baño. Se cortó varias veces, pero no le tomó importancia. Luego se fue a la cocina a ponerse limón en los cortes, dejando un camino de agua a su paso. De vuelta en su cuarto, secó su cuerpo con la toalla de Lluvia y después trapeó el agua del piso. Se puso ropa limpia por primera vez en quién sabe cuánto tiempo, y pasó el resto de su mañana acomodando sus prendas en el ropero. Esbozó una sonrisa genuina, sentía que su cuerpo al fin despertaba, y que la neblina en su mente se disipaba un poco.

Decidió salir a caminar un rato. Era un día precioso, y el vecindario estaba tranquilo; vio a algunas amas de casa barrer sus porches o colgar su ropa en el jardín. Solían haber turistas en está época del año, los cuales abarrotaban la playa en cuanto caía la tarde. Era imposible tomarse un café en las fondas, o hacer las compras tranquilo en el mercado. Odiseo sonrió. Él fue uno de aquellos turistas hacía unos años, él no planeaba quedarse más de tres semanas ahí, pero los ojos esmeralda de Lluvia se apropiaron de su corazón, y entonces no pudo imaginar una vida sin ella.

"Dejé todo atrás" pensó.

La vida frenética en la capital no era lo suyo, le pesó bastante regresar para renunciar a su trabajo y traer sus cosas; los amigos con los que compartía el alquiler no podían creer que había tomado una decisión tan drástica. Odiseo recordó sus rostros sorprendidos, y sintió algo de lástima por ellos. Eran un par de libertinos que jamás se habían enamorado.

El joven subió unas breves escaleras que lo conducían a los pequeños restaurantes y cafés del pueblo. Eran lugares acogedores que servían mariscos frescos y cuya decoración recordaba al camarote de un pirata; cofres de utilería repletos de monedas doradas, loros en el mostrador y mesas de madera con taburetes. El lugar favorito de Odiseo, la chocolatería Amelie, destacaba entre ellos por su apariencia de casita de muñecas y paredes color lila. El chico no se sorprendió al ver que había muchos turistas adentro. Amelie era un lugar hermoso, y cuando pasabas frente a él, la fragancia del chocolate con leche, café y rosas te envolvía como un hechizo.

Louie, el dueño del lugar, se estremeció al verlo entrar. Se quitó sus gafas redondas para limpiarlas con un pañuelo y volvió a colocarselas.

—¡Muchacho!—exclamó—. ¡Eres tú!

Odiseo caminó hacia el mostrador principal y le sonrió.

—Buenos días, Louie—dijo.

El chocolatero apretó los labios y bajó la mirada.

—Ehh... me alegro de que...tú...bueno, yo lamento...

—Estoy bien, gracias por preocuparse.

—Me alegro de que vinieras. ¿Qué puedo servirte hoy?

Odiseo miró la gran variedad de bombones, trufas y barras en la vitrina. Había de todas las formas y tamaños. Louie y Martina, su esposa, eran grandes artistas; entre otras muchas opciones, tenían bombones de licor espolvoreados de mazapán, estrellas de mar de chocolate blanco, cajitas con peces de sabores surtidos, trufas de café y cerezas cubiertas. A Odiseo le encantaba comer chocolate, pero en ese momento no tenía ganas.

—Solo deme un café por favor, sin azúcar ni leche.

Louie asintió, y Odiseo tomó asiento en una mesa junto a las ventanas. Había un jarrón con rosas de papel en medio de la mesa, y él recordó su triste jarrón en casa. Luego iría por un ramo de rosas. El chocolatero no tardó ni tres minutos en tener lista su orden. Fue a su mesa con una gran sonrisa, y dejó el café en su mesa.

—Me alegra tenerte de vuelta—le dijo—. La casa invita.

Odiseo iba a darle las gracias, pero entonces Louie puso frente a él un pequeño plato de cerámica en forma de ostra, el cual tenía cuatro esferas blancas que parecían perlas, mas el joven sabía que se trataban de chocolates, pues eran sus favoritos: perlas de rosa, miel y leche. Sintió un nudo en el pecho, estaba tan conmovido que no pudo evitar derramar unas cuantas lágrimas.

—Gracias—dijo con la voz quebrada.

Louie le palmeó un hombro, y regresó al mostrador principal. Odiseo disfrutó de sus chocolates con calma, y se distrajo viendo entrar y salir a los turistas, quienes llevaban cantidades ridículas de chocolate, las cuales Louie empacaba con papel estampado de sirenitas y tortugas. Media hora después llegó Martina, quien saludó a Odiseo igual de contenta que su marido, y se fue a la trastienda. Cuando el joven se aburrió de ver la puerta del local, se dispuso a contemplar el cielo en la ventana, de un azul tan puro que parecía una pintura. De vez en cuando pasaban gaviotas, y niños con cometas en forma de medusa. Estaba tan absorto que no prestó atención a una voz que decía su nombre, hasta que alguien le tocó el hombro:

—Profe Odiseo.

El mencionado se estremeció. Miró a su derecha y se encontró con un rostro amigable, un muchacho castaño con un granito justo en la punta de la nariz.

—Hola, Marcos—dijo el profesor, forzando una sonrisa—. ¿Cómo te va?

—Bien...—el joven se rascó la nuca—. Ummm... lamento mucho lo de su esposa.

—Gracias. Estoy un poco mejor ahora.

—¿Va a volver a la escuela?

—Sí, claro. ¿Por qué no iría?

—Pues...—Marcos miró a los lados, luego susurró;—. Mi tío Abelardo era mecánico, uno muy bueno. Luego atropellaron a mi tía y se murió y él se puso mal, y ya no volvió al trabajo. Y luego se mató.

Odiseo posó sus manos en sus hombros.

—No haré nada de eso, no te preocupes.

El chico temblaba, asintió varias veces sin mirarlo a los ojos.

—Estoy bien ahora, en serio.

—Me alegro de que uhmm... de que volverá. Mi hermana empieza la secundaria este año y le dije que espero que usted sea su maestro, porque es muy inteligente y va a aprender un montón igual que yo.

Odiseo tuvo que reunir todas las fuerzas que tenía para no llorar otra vez.

—Gracias, Marquitos.

—Me alegro de verlo otra vez, profe.

El chico se despidió con un gesto y fue con Louie a comprar sirenas de chocolate. Odiseo se quedó veinte minutos más, y luego se fue para dirigirse al mar. A poca distancia había cuevas marinas, y quería estar un rato ahí antes de que llegaran los turistas. Solía sentarse en una roca, y contemplaba el agua tranquila. A veces metía los pies y tarareaba una cancioncilla que le gustaba a Lluvia. Había evitado ir ahí desde hacía meses, y se sintió bien de contar con la suficiente fortaleza para regresar. Recordó el día en que conoció a su esposa, justo en ese lugar. Se veía muy bella con su vestido rosa palo y un cuaderno de bocetos en el regazo.

—Tienes un rostro muy interesante—le dijo—. ¿Puedo dibujarlo?

Odiseo asintió, fascinado. Esa mujer tenía las facciones de las elfas en los cuentos que solía leerle su madre. A él le gustaba mucho ver las ilustraciones, preguntándose si algún día vería a alguien así en la vida real.

Odiseo saboreó el recuerdo, y hundió los pies en el agua. Se quedó así un rato más, y después regresó a casa. Lo primero que hizo fue desempolvar los muebles en su habitación, y después limpiar la cocina. Comió las empanadas que aún quedaban en la canasta, y, antes de dormirse, fue al baúl que Lluvia tenía junto al tocador y contempló sus dibujos. A ella le gustaba dibujar antes de irse a la cama, a veces eran retratos de gente que conocía, o paisajes surrealistas donde hadas volaban al fondo del mar sin ahogarse, con cabezas de abeja y ojos humanos. El dibujo favorito de Odiseo era uno en el que una familia de gatos con sombreros, disfrutaban un día de campo en un parque de pasto azul.

El hombre se quedó dormido con la libreta a su lado. No soñó nada, y está vez el sol no lo despertó, sino la voz dulce de Nélida. Él abrió los ojos lentamente, y la encontró arrodillada, tocándole el hombro.

—Ya son las once, mijo. No puedes quedarte ahí todo el día.

Odiseo le dio una sonrisa soñolienta.

—Dormí mucho.

—¿Cómo te sientes ahora?

—Mejor.

La mujer sonrió.

—¿Quieres desayunar conmigo?

Nélida preparó huevos fritos con tocino, y puso en medio de la mesa medio kilo de tortillas de maíz. Odiseo devoró su comida con la glotonería de un niño, y bebió dos tazas de café mientras escuchaba a su suegra hablándole de su marido, quien fue un gran artista como Lluvia. Ambos pasaban las tardes dibujando en la mesa, siempre ensimismados, como si estuvieran en su propio mundo.

—¿Qué harás hoy?—le preguntó Nélida.

Odiseo lo meditó un poco.

—Iré al Amelie a comer perlas de chocolate, después caminaré por la playa e iré de compras al mercado.

—Suena como un buen plan.

Y eso fue justo lo que hizo. Odiseo caminaba con la frente en alto, y siempre decía lo mismo cuando un conocido se le acercaba a darle sus condolencias: Estoy bien.

Y hablaba muy en serio. No se sentía feliz, y quizá nunca volvería a estarlo del todo, pero se encontraba mucho mejor que antes. Esta vez Louie le obsequió una trufa de caramelo, y el joven tomó asiento donde mismo. El cielo estaba un poco nublado, pero seguía haciendo buen clima. Odiseo caminó por la orilla del mar con un vaso de chocolate caliente en la mano, y se tomó el resto en la cueva de siempre, con los pies en el agua. Bajó la mirada al fondo del vaso, y aspiró los restos del aroma. Por fin volvía a apreciar las cosas dulces que tanto le gustaban. El hombre iba a levantarse para volver a casa, pero entonces escuchó un leve chapoteo. Miró el agua tranquila, y le pareció ver un punto negro a lo lejos. Se frotó ambos ojos, desconcertado. Cuando vio el mar otra vez, notó que el punto estaba más cerca, al igual que el sonido del agua. Iba avanzando más y más, hasta que desapareció repentinamente. Odiseo pensó que dormir tanto lo había afectado, y se frotó los ojos otra vez. Entonces, justo frente a sus pies, emergió una cabeza de cabello oscuro, la cual rompió la calma del agua. Poseía una cabellera muy larga, la cual se apartó del rostro con dos manos delgadas y femeninas. Luego alzó la mirada, y Odiseo se estremeció con el verdor de esos ojos.

—¿Lluvia? ¿Eres tú?

La mujer sonrió. Odiseo bajó la mirada a sus manos temblorosas. No podía ser. Pensó que aún faltaba muchísimo tiempo para que Lluvia regresara, y que cuando lo hiciera, sería de una forma breve y sutil, como una estrella fugaz verde en una noche de invierno, o una brisa marina, igual que su padre. Pero Lluvia había decidido regresar así, entera, como si la muerte nunca la hubiera tocado.

¿Era eso posible?

Los ojos de Odiseo se llenaron de lágrimas. Claro que era posible, lo estaba viendo con sus propios ojos.

—Te extrañé mucho, mi amor—dijo él—. Estoy tan feliz de que...

Lluvia hundió su cabeza, desconcertando a su marido. Él miró hacia abajo y entonces, la mujer se impulsó a la superficie con fuerza, y él pudo ver sus hombros blancos y pechos descubiertos, pero había algo más, algo muy diferente; su cuerpo entero emergió del agua, y vio que, de la cintura para abajo, su mujer poseía dos pares de tentáculos muy gruesos, parecidos a los de un pulpo gigante. Eran tan negros como su cabello. Los usó para aferrarse a una roca, y cuando al fin lo logró, se irguió, quedando "de pie". Los tentáculos, en esa posición, parecían una falda muy larga.

Odiseo la contempló por un momento. Con los labios titubeantes, lo primero que pudo decir fue:

—Ahora eres más alta que yo.

Lluvia, sin dejar de sonreír, se peinó el cabello con los dedos. Ella mantuvo sus tentáculos erguidos y muy juntos, y así bajó de la roca, tratando de caminar como cuando era humana. Odiseo la tuvo a menos de un pasó de distancia, y cuando la chica se inclinó para tomarlo del rostro, él la abrazó y hundió el rostro en su pecho, sollozando. Lluvia ya no olía a miel especiada sino a sal y algas, pero eso no importaba. La tenía de vuelta, y no solo por un instante. Se quedaron así un rato. Odiseo estaba empapado, y tenía algo de frío, más no quería soltarla.

—Vámonos a casa, mi amor—le dijo, y la vio a los ojos. Lluvia asintió, y él, al mirarla con más detenimiento, notó que ya no llevaba su gargantilla de oro.

La habrá perdido en el mar, pensó.

—Una pena, a ti te gustaba mucho—dijo él—. Pero no te preocupes, luego te compraré otra igual de bonita.

Odiseo se quitó su camiseta y se la puso a Lluvia, a quién le quedó un poco grande. Él sintió mucha ternura al verla así, pues ella solía usar sus camisetas durante los fines de semana, cuando desayunaban juntos.

—¡Tu madre se va a poner tan contenta de verte!—dijo Odiseo—. No ha dejado de pensar en ti.

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