Recordé mi accidente y como de una visión temblorosa y cristalina cambió raudamente a uno sin sentido.
     Vi mi mano aquella vez y contenía una sombra oscura, viscosa y con un intenso olor a hierro.
     No pude distinguirla, no fui capaz de ver el color de mi propia sangre que intentaba con todas mis fuerzas contener.

     Apesadumbrado seguí en mis memorias, bajando esquivamente la mirada hacia la misma mano. La empuñé.

     —Allí —apuntó a lo lejos a unas personas—. Ahí —señaló a una flor que estaba junto a nosotros—. Y aquí —indicó acercándose a mi centro, a mi corazón—: es el mismo color —concluyó esbozando una expresión.

     Ladeé mi rostro y observé detenidamente los arcos de aquella sonrisa. Deseé acercarme.

     —No solo eso —concluí, sin apartar la mirada.

     Y sin percatarme el tono de sus labios subió explosivamente a sus mejillas.
    También lo sentí, junto a un inequívoco calor.

Ella causó rojo,
emoción.