El día estaba despejado, pero la brisa me recordaba los diez grados Celsius de esa jornada.
     Estaba sentado mirando hacia lo alto. Mis ojos cada vez eran más pequeños debido a la luz que irradiaba el cielo, notando como a su vez una lágrima amenazaba en salir. Bajé la mirada.

     —Imposible. Ya no lo recuerdo —murmuré mientras sin ánimos sacaba mi mano del bolsillo para retirar la única gota que finalmente había escapado.

     —Otras cosas —expresó una voz—, también son así —y un sonido de guitarra llegó a mis oídos: era un tono suave—. No puedes distinguirlo, ¿verdad? —verbalizó mientras apuntaba con su rostro hacia el cielo.

     Sí, así era. Debido a un accidente dejé de distinguir los colores, mi visión se volvió monocromática, y mi vida, por tanto, en una antigua película: en blanco y negro.
     Se levantó de donde estaba y se ubicó frente a mí, para luego cerrar sus ojos y deslizar sus dedos en las cuerdas de aquel instrumento que sostenía con firmeza. Presencié un sonido frío que erizó mis sentidos, para luego considerar la lejanía a mi alcance.

Ella me mostró el azul,
y tranquilizó mi interior.