30. Él


Llegué al hogar y los niños se colgaron de mí por cada lado. Alcé en mis brazos a Inesita que fue la primera en correr hacia mí y caminé con todos rodeando mis piernas. Pasé por el pasillo y me quedé mirando la foto de mi madre con Daniela en brazos, ella escondiendo su rostro en su cuello. Miré a la pequeña niña que estaba en mis brazos y le mostré la foto.

—Era mi mamá —dije y ella fijó sus ojitos en la foto—. Ella y mi tía crearon este lugar hace muchos años... Esa niña en sus brazos era la profe Dani...

Los ojos de Inesita se abrieron con curiosidad y nos acercamos para mirar más de cerca. El resto de los niños corrió hacia el comedor cuando Julia anunció que la comida estaba lista.

—Yo sé que a ti te duele por dentro —susurré para que solo ella me escuchara—, a mí también me duele, ¿sabes? Mi mamá murió en un accidente, se cayó en el mar la avioneta en la que volaba... Nunca más la pude ver, yo tenía ocho años.

Inesita acarició mi cabello como si me consolara.

—Pero ella siempre me ha cuidado, ¿sabes? Ahora vive en las estrellas... ¿Te gustan las estrellas?

La niña asintió.

—Tu madre también vive allí —susurré—, en las estrellas...

Ella sonrió.

—No estás sola, Inés... Todos te queremos mucho, yo te quiero mucho —dije y la besé en la frente. De verdad sentía un amor ensordecedor por esa pequeña niña. Ella se aferró a mi cuello y enredó sus piernitas en mi cuerpo, parecía un pequeño mono—. ¿Vamos a comer?

Asintió.

Entré con ella pegada a mi cuerpo y las tres mujeres allí se quedaron viéndome con sorpresa. Me senté en una silla e intenté que la niña se sentara a mi lado, pero no quiso bajarse y quedó en mi regazo.

Julia me sirvió su comida y la mía, pero como ella no parecía querer comer, yo se la di como si fuera un bebé.

—Hay que comer para crecer y tener fuerzas para ganar los partidos, Inés.

Ella asintió y me dejó alimentarla.

Los ojos de las tres mujeres no se apartaban de mí.

Acabamos la comida y luego salimos al patio para que los niños se despejaran un rato. El clima estaba cálido, pero agradable. Me senté con Inesita que seguía aferrada a mí y ella se recostó en mi pecho. Daniela y Julia me miraban desde lejos.

La pequeña comenzó a bostezar, por lo que yo la recosté en el suelo y le acaricié la cabeza. Era tan dulce y tierna y había sufrido ya tanto. Clavé mis ojos en Daniela que me miraba a lo lejos, pensé en su historia y en su dolor y la imaginé como esta niña, pero en brazos de mi madre.

Mi madre había encendido en Daniela esas ganas de vivir que ella tenía, había funcionado como una vela compartiendo su fuego con otras velas. Durante muchos años había repetido en mi mente la frase que decía que nunca debió subirse a esa avioneta, que nunca debió venir aquí... Y empezaba a comprender que no era cierto, sí que debió hacerlo, porque no podía imaginarme un mundo sin Dani, sin esa luz, sin esas ganas de vivir y de ayudar... ¿Qué clase de mundo sería? ¿Dónde estarían Inesita, Ramón, Santi, Anita y el resto de los niños si Dani no fuera la estrella que los guía a todos? ¿Y dónde estaría Dani si mi madre no hubiese encendido ese fuego en ella antes de morir?

Tragué saliva y miré al cielo. Inesita se quedó dormida y Dani se acercó.

—¿Estás bien?

—Sí... —respondí.

—Voy a llevarla a su cama...

—La llevo yo —dije y me dispuse a cargarla con suavidad para no despertarla.

Dani me acompañó y la dejamos allí. Había una chica que estaba al pendiente de los niños que habían dormido una siesta así que la dejamos a su cuidado, pero antes, la besé en la frente.

—Te quiero —susurré—. Muchísimo.

Dani me miró confundida, pero sonrió con emoción.

Salimos de allí y nos despedimos del resto para ir a nuestra aventura en las cabañas.

Nos estábamos instalando cuando mi teléfono sonó. Miré y era Meli, así que atendí.

—Hola —saludó.

—Hola, Meli. ¿Qué pasó? —Daniela se quedó observándome.

—Nada, solo quería saber cómo estabas, Luca...

—Bien, estoy bien... Durmiendo, comiendo, descansando como tanto querías...

—¿De verdad? —preguntó—. Aún no hemos podido hablar mucho y quería saber qué es lo que está sucediendo.

—Estoy trabajando con los niños del hogar, les estoy entrenando para un torneo de futbol que será en un par de meses, pienso quedarme hasta que eso acabe, Meli, pero cuando terminen mis días de vacaciones podemos organizar el trabajo y las reuniones en remoto.

Dani se sentó y perdió la vista en el enorme ventanal que daba al mar.

—¿Estas entrenando a los niños? ¿Te has involucrado con ellos? —preguntó incrédula.

—Sí... ¿por qué te parece tan increíble?

—No me parece increíble, me parece perfecto, Luca... Me parece que eso te hará muy bien.

—Y me está haciendo bien —asentí y miré a Daniela—. También estoy involucrado con la directora de la casa Azul —añadí y Dani se giró a mirarme con los ojos abiertos con sorpresa.

—Eso ya lo sabía... Háblame de ella.

—Es una chica increíble, Meli... hermosa por dentro y por fuera. Tiene tanta energía para manejar a todos esos niños, tanto amor por dentro... tanto amor para todos ellos...

—¿Y para ti? —bromeó mi amiga.

—Espero que también me alcance un poco —reí. Daniela negó incrédula.

—Te hace bien, Luca...

—Sí, me hace bien...

—Pero cuídate... tu vida está acá... No quiero que sufras más... ya has pasado por mucho...

—He llegado a la conclusión de que a veces sufrir también puede valer la pena, Meli...

—¿Así de profundo? —inquirió mi amiga—. Estás enamorado, Luca... Lo estas ¿cierto?

—Sí... —respondí.

—Vaya... No sé qué decir... Estoy feliz por ti... Me gustaría conocerla...

—Estoy seguro de que la llevaré un día a conocer la ciudad, la empresa, la fundación y a ti... —afirmé. Daniela tragó saliva y volvió la mirada a la ventana—. Cuídate y salúdame a Martin y a Nayla.

—Hasta pronto, Luca.

Me acerqué a ella y le acaricié los hombros. La tarde estaba preciosa, el sol estaba todavía arriba y las olas rompían por las piedras.

—Yo no quiero salir de la isla, Luca —dijo entonces ella.

Fruncí el ceño.

—¿No te gustaría ir a conocer las instalaciones de la fundación allá en la ciudad?

—No... Aquí estoy bien, a gusto...

—Ya... —susurré—. No tenemos que hablar de nada de eso ahora, cariño.

Ella asintió, pero pude tocar con la punta de los dedos el temor que la rodeó en esos instantes. No lo comprendía, pero sabía a ciencia cierta que tenía miedo.

Le masajeé el cuello y los hombros para que se relajara y dejara de pensar.

—Afuera hay unas hamacas preciosas, ¿quieres ir?

—Sí... me gustaría —dijo ella y la tomé de la mano.

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