10. Él

Sabía que me mostraba antipático, pero no podía controlarlo. Me sentía sobrepasado por todo lo que, aunque no recordaba, podía imaginar.

Sabía que mi madre eligió esa casa para convertirla en un hogar de niños, sabía que ella y mi tía habían soñado con ella desde que eran unas niñas. Sabía que le encantaban las paredes azules. Sabía que habían diseñado un plan para que la casa se convirtiera en un hogar que pudiera albergar al menos a cincuenta niños en un plazo de diez años desde el inicio del proyecto.

También intuía que Daniela no la mencionaba luego del episodio del restaurante para que no me sintiera mal, pero cuando me mostró las fotos de los niños un montón de imágenes me vinieron a la mente.

Los niños de la primera casa, los que mamá y mi tía me mostraron antes de morir. Los diez pequeños de mirada triste y aquel en especial que me hizo sentir que el mundo era demasiado injusto, aquel que decía que no quería crecer.

Esa noche que quedaba ya tan lejana en mis recuerdos, me había sentido feliz, pleno y orgulloso de mi madre y de mi tía. Me hacía bien pensar que ellas les darían a esos niños un poco del amor que les faltaba. Pero nunca pensé que el precio sería quedarme yo sin ese amor.

Por eso, cuando me mostró las fotos no quise verlas, no quise mirar en la profundidad de los ojos de esos niños. Y todo empeoró cuando me habló de que todos los niños merecían dormir abrazados, cobijados, amados.

¿Y yo?

¿Acaso yo no había sido un niño?

¿Acaso yo no había merecido lo mismo?

Me sentía egoísta por pensar así, pero no podía evitarlo. Tenía un nudo de emociones enredándose en mi pecho y lo único que deseaba era gritar, correr, llorar, preguntarle al mar por qué se la llevó, salir de esa isla en la que la sentía en cada paso que daba.

Llegamos a la escuela e ingresamos. Daniela caminaba a unos pasos, se notaba ofendida por mi comportamiento y eso me pesaba también. Era una mujer llena de luz, se le notaba en cada gesto, en cada palabra o en la manera amorosa en que miraba las fotos de aquellos niños.

Me guio por las instalaciones de la escuela y me mostró el laboratorio de informática, donde había treinta computadoras nuevas que según me explicó se habían comprado con el dinero que mi padre había enviado para ello.

—Los niños están felices. Ya tenemos internet también así que esta es la novedad del momento. Por las tardes el laboratorio queda abierto para que los más grandes puedan venir a hacer sus tareas o sus investigaciones —explicó cortante—. Todos los niños que vienen a esta escuela son de escasos recursos, aquí reciben comida y es por eso por lo que algunos padres los envían. La fundación invierte mucho en la escuela y estamos agradecidos por ello, pero...

—¿Pero?

Negó.

—Lo hablaremos luego —añadió—. Los niños te esperan en el salón de actos para un pequeño agasajo.

Caminamos hasta allí y antes de entrar se detuvo. Me miró con fijeza y colocó su dedo índice en mi pecho. Apenas me llegaba a los hombros, así que bajé la cabeza para mirarla.

—Compórtate —amenazó.

—¿Nos tuteamos de nuevo?

—Me da igual, compórtate... Ellos no tienen la culpa de nada —afirmó.

Asentí porque vi un fuego en su mirada que me absorbió por completo. Habría dicho sí a lo que fuera que me planteara en ese momento. Era un fuego de vida, uno que a mí se me había apagado hacía años.

Ingresamos y varios docentes se acercaron a nosotros, me saludaron, se presentaron y luego me indicaron donde sentarme. Había niños vestidos con uniforme sentados en algunas sillas, apenas ingresamos el ruido de voces fue bajando hasta convertirse en un leve susurro que una maestra cortó cuando tomó el micrófono y saludó.

Todos los niños me saludaron al unísono y luego la maestra dijo que iniciarían un pequeño acto cultural. Niños cantando, bailando y recitando poemas desfilaron por veinte minutos frente a mis ojos hasta que el último grupo hizo su presentación. Entonces, las maestras los fueron llevando en orden a sus clases hasta que Daniela y yo nos quedamos solos.

—Ahora te llevaré a la posada, mañana continuaremos nuestra charla —afirmó—. Y no te preocupes, luego te dejaré libre.

Asentí y me metí a su vehículo en silencio. Sentía culpa, no me gustaba haberla hecho sentir así luego de que ella me regalara un espacio de paz.

—Lo siento —susurré—. Yo... solo... no sé hacerlo mejor.

Ella me miró de reojo, pero no dijo nada.

Una vez frente al hotel tardé en decidir bajarme, quería decirle algo más, no me gustaba verla enojada.

—Siento no haber sido lo que esperabas...

—No esperaba que fueras de ninguna manera —dijo mirándome confundida.

—Me refería a no haber reaccionado como solían hacerlo Ana o Sonia... Te has preparado mucho, has dicho que no has dormido... y yo... —me encogí de hombros.

Ella suspiró y yo seguí sin moverme.

—Esto es mi vida, Luca —dijo y me gustó escuchar mi nombre por primera vez en sus labios—. Es todo por lo que respiro... Entiendo que para ti no sean más que unos niños pobres que viven de la limosna que tú y tu padre nos envían, pero para nosotros eso hace la diferencia. Por supuesto que estoy agradecida con la fundación, con tu padre por seguir el legado de tu madre, con ella por habernos soñado y contigo por haber venido, aunque no tengo idea por qué lo hiciste... Entiendo que para alguien como tú es difícil de comprender que lo más pequeño para ti es inmenso para nosotros, pero esto es importante para mí y me molesta que le quites valor...

Quise decirle que estaba equivocada, que yo no le quitaba valor a su trabajo, por el contrario, me parecía admirable su entrega... pero la mención de mi madre me bloqueó y dejó en blanco mi mente.

—Nos vemos mañana, Daniela —alegué y me bajé del vehículo, ella solo asintió.

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