Si despedirse fuera fácil...
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Príncipe y princesa llegaron con el rey que pidió a la dama. Este último, rebosante de alegría, le dio al joven el caballo de oro sin ninguna otra condición.
El príncipe no demoró en montar al caballo y decir que era hora de marcharse. Tan feliz estaba el rey por tener con él a la princesa del Castillo de Oro, que ordenó a todas las personas del lugar que despidieran al buen joven entre vítores y agradecimientos. El muchacho se tomó la molestia de estrechar la mano de los cortesanos y del rey, para despedirse por último de la princesa. Al llegar su turno, la doncella avanzó un paso; con una mirada de complicidad, se encaramó con ayuda del príncipe y subió a la grupa del caballo. Este inmediatamente echó a correr. Como el corcel era más veloz que el viento, nadie le pudo dar alcance.
La princesa y el príncipe, montados en el dorado corcel, se alejaron del castillo hasta llegar a las afueras de un pequeño pueblo, en donde hicieron una escala. La dama desmontó con gran facilidad, y sin más demora acarició la testuz del brioso corcel.
—¡Qué alegría volver a verte! —le susurró ella al animal mientras el príncipe ponía los pies en tierra—. ¡Todavía portas la silla de madera que tenías cuando nos separaron!
El muchacho observó la escena, conmovido, hasta que la doncella cruzó miradas con él.
—El caballo de oro es mío —aclaró ella con orgullo—. Lo perdí la primera vez que el rey del que escapamos intentó pedirme matrimonio. Él me lo quitó, a cambio de mi libertad.
La princesa volvió a murmurarle cosas dulces al caballo, sin dejar de darle todas las caricias que se había guardado cuando estaban lejos. Tan feliz se veía ella en compañía de su montura, que el príncipe no tuvo corazón para decirle que en la próxima parada tendría que intercambiar al corcel por el pájaro de oro.
—Es un caballo precioso —logró decir.
La princesa esbozó una gran sonrisa. Sus brillantes ojos ámbar al príncipe le resultaron extrañamente familiares. ¿Acaso ya había visto a la doncella antes?
El zorro alcanzó a los dos jóvenes antes de que continuaran su camino. No se olvidó en ningún momento de preguntarle al chico por su siguiente parada.
—Todavía debo ir a por el pájaro de oro —respondió el príncipe.
Intrigada al oír la conversación, la doncella alzó una ceja. ¿El muchacho había dicho «pájaro de oro»?
—Puedo hacerle compañía a la princesa mientras consigues al ave, si ella acepta —continuó el zorro. La chica, atenta, asintió con la cabeza.
—Para mí sería una dicha poder volver a ver al pájaro de oro —comentó—. Tal vez sea lo único que queda de mi hermano, el príncipe de Oro; me encantaría escuchar cantar al ave una vez más.
—¡No hay que demorarnos entonces! —respondió el príncipe.
Así, corrieron todos a gran velocidad hacia la morada del pájaro de oro. Después de llegar, el príncipe se adentró en el castillo junto con el caballo, solo para encontrar al rey en los establos, cepillando la crin de un bellísimo corcel negro como la noche.
Presentose el joven ante el soberano, y a este le brillaron los ojos al ver al caballo de pelaje dorado. Sin embargo, su nueva montura negra se había robado todo su cariño; a pesar de la alegría del rey por conocer al caballo de oro, ya no quiso conservarlo.
Sin romper con su palabra, el gobernante dejó ir al muchacho con el pájaro de oro y el caballo, reconociendo el valor del príncipe y asegurándole que él podría solicitar su ayuda siempre que la necesitara. Liberado, el joven volvió con la princesa y el zorro, jaula en mano, para encaminarse en grupo hacia el destino final, que era la morada del príncipe.
Volvieron a hacer una parada después de un rato para que el caballo descansara, el muchacho buscara agua y la princesa consiguiera provisiones para el resto del viaje. Todos los animales, incluido el zorro, se quedaron esperando entre los arbustos que bordeaban el camino.
Desde su jaula de madera, el pájaro habló una vez más.
—¡Ey! ¡Zorro!
—¿Ahora qué?
—¿Por qué te ves tan decaído? Podría asegurar que, desde que llegó la princesa de Oro, has dejado de conversar con tu protegido como lo hacías antes. No he estado contigo para observarlo, pero el cambio se nota a leguas.
—Imaginas cosas.
—No es así. Tus ojos ya no brillan como antes y ya no caminas con el rabo elegantemente erguido, ni tus orejas están levantadas. Dime, zorro, ¿qué es lo que pasa?
El zorro se acercó a la jaula del pájaro con lentitud y se acostó debajo de ella, dejando de disimular su desconsuelo.
—Ni siquiera sé por qué me entristezco, pajarito —murmuró—. La princesa de oro es una persona fantástica, es lógico que el príncipe esté fascinado con ella.
—¿Pensaste en lo que te dije sobre el príncipe?
—Le he tomado cariño, después de todo —admitió—, aunque sé que jamás tendría oportunidad de nada estando en este cuerpo de zorro descolorido. Seguro quiere a la princesa, a pesar de que yo le quiero a él. —Suspiró pesadamente, cerrando los ojos para ver si así su mal de amores se esfumaba—. Le pediré que me libere.
Las plumas del pájaro se esponjaron. Si le hubiese sido posible, habría ahogado un grito.
—¿Y si el príncipe se niega? —preguntó.
—Entonces supongo que seré un zorro por el resto de mis días.
Afligido, el zorro se hizo un ovillo sobre el suelo, sin ánimos siquiera de mover la cola para hacer cosquillas sobre su nariz.
—Tu protegido es un buen muchacho —añadió el pájaro sabiamente, hinchando el pecho—. Sin embargo, temo por él. Presiento que le pasará algo malo si no accede a liberarte de tu hechizo ahora.
El zorro se levantó de inmediato, con aire protector.
—Dime de qué trata —exigió—. Al menos así podré advertírselo.
Un rato después, princesa y príncipe volvieron al encuentro de los animales, platicando alegremente. El zorro sintió oprimírsele el corazón al verlos juntos, pero se acercó al príncipe, decidido, y se plantó ante él para hablarle con solemne tono.
—Joven príncipe, ahora que tienes al pájaro de oro contigo y te dispones a volver a tu castillo, mi trabajo ha terminado —dijo—. Ha llegado el momento de nuestra despedida, pero no habría ninguna cosa que me hiciera más feliz ahora, que recibir un favor tuyo a cambio de todos los míos.
El príncipe, apenado por su partida, se agachó para darle una tierna caricia al buen zorro.
—¿No puedes quedarte por más tiempo?
—De nada sirve aplazar lo que deberé hacer en algún momento —respondió el animal con amargura, haciendo suspirar al príncipe.
—¿Y qué es eso que deseas a cambio?
—Deseo que me mates, y que luego cortes mi cabeza y mis patas.
El muchacho y la princesa se escandalizaron, a la vez que el pájaro de oro cubría sus ojitos con una de sus alas. Sabía que aquello iba a pasar.
—¿Pero por qué me pides eso? —inquirió el príncipe— ¡Yo jamás le haría daño a un amigo! Por favor, pídeme lo que sea, menos que te lastime.
—Soy un zorro, no creo poder desear nada más. —Con las orejas caídas, bajó la mirada—. Sin embargo, tampoco te puedo obligar a hacer algo que no quieres.
—¿De verdad no hay otra cosa que desees?
El animal pensó por un momento, en silencio. Al poco rato, sus orejas volvieron a alzarse.
—Regálame una sonrisa.
Tal vez para cumplir aquel deseo, o quizá como un simple reflejo, los finos labios del muchacho se curvaron en una sonrisa preciosa. Los ojos de ambos amigos se encontraron, y el zorro sintió que su corazón estallaba. No sabía si de dolor o de alegría.
—Antes de dejarte —logró decir, poniendo las patas de nuevo sobre la tierra—, permíteme darte otro consejo, mi buen príncipe: pase lo que pase, jamás compres carne de horca, y guárdate de sentarte por cualquier motivo al borde de un pozo. Tendrás una vida próspera si haces caso a mis palabras.
—Te echaré mucho de menos —concluyó el príncipe en voz suave, antes de abrazar al zorro para despedirlo.
Cuando los amigos se separaron, el animal se alejó.
El joven se puso de pie. La princesa colocó una mano sobre su hombro para brindarle consuelo.
—No te sientas culpable. De haber estado en tu lugar, yo tampoco habría sido capaz de quitarle la vida al zorro. Parecía estar hecho de oro —comentó ella—. Tienes un gran corazón. Habría sido horrendo que accedieras a matarle, siendo ustedes amigos.
—Me pregunto por qué me habrá pedido tal cosa...
—Posiblemente era una prueba. A veces las hadas se disfrazan de animales o personas para desentrañar los corazones de la gente.
El muchacho consideró aquella opción sin terminar de convencerse. Suspiró de nuevo. En el fondo, esperaba poder volver a ver a su amigo.
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