El zorro de oro
Exhausto y temeroso, el joven se sentó sobre una roca a pensar con preocupación en lo que haría al caer la noche...
—Todo esto me gano por insistir tanto en buscar al pájaro de oro —se dijo, suspirando, antes de hundir su rostro entre sus manos.
Absorbido por la preocupación, el príncipe no escuchó que algo se acercaba él.
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De entre los arbustos, de pronto, salió un zorro, que había escuchado atento los lloriqueos del extraviado príncipe. El animal tenía los ojos del color del ámbar, además de una larga cola y un pelaje que brillaba en fantástico dorado.
—¿También estás buscando al pájaro de oro? —preguntó, parándose frente al joven. Cuando este le escuchó, lo miró con atención; el zorro era un animal muy bello, pero estaba descolorido.
—Sí —contestó el muchacho la pregunta, afligido—. Me envió mi padre, el rey. Deseo llevarle al ave como obsequio.
—¿Pues cuántos hijos tiene tu rey?
—Tres. Yo soy el menor —dijo el príncipe—. ¿Acaso has visto a mis hermanos, lindo zorro?
—Los he visto, mas les he perdido el rastro cuando salieron del bosque.
El príncipe bajó la mirada con desilusión, debatiéndose por un momento entre las dos opciones que tenía... A pesar de que le hubiese gustado buscar a sus hermanos, la prioridad era conseguir al pájaro de oro. Después podría investigar el paradero de los otros dos hijos del rey.
El zorro se tomó la libertad de examinar al joven con detenimiento cuando lo vio perderse en sus cavilaciones. Lucía muy diferente a los hermanos que había visto antes; su figura gritaba inocencia y, encima, estaba perdido. El animal se compadeció de él, pues siendo un zorro no debía demostrar fuerza, ni poder, ni mantener la imagen que tenía cuando era humano; sabiendo que no tenía nada que perder, decidió ayudarle. Finalmente, su pájaro de oro estaría mejor con otra familia real que con él. Hacía mucho que no lo veía ni recibía sus consejos; siendo un zorro, los necesitaba poco.
—Olvida la amargura —dijo entonces—. Yo te ayudaré a salir del bosque y a encontrar al pájaro de oro.
El muchacho esbozó una brillante sonrisa.
—¿De verdad harías eso por mí?
—Por supuesto. Es más, para que podamos salir de aquí lo más rápido posible, súbete en mi rabo, que es fuerte y podrá llevarte sin problemas.
Dudoso, el joven montó el rabo del zorro trabajosamente. Este echó a correr apenas sintió al humano sujetarse, pero avanzó tan rápido que su jinete cayó de lleno al suelo sin haberse movido un solo paso. Al ver al príncipe extendido de espaldas sobre la broza del bosque, el zorro no pudo evitar soltar una carcajada.
Otro par de veces trató el joven de cabalgar en el rabo del zorro, sin éxito. En una de ellas fue arrastrado algunas brazadas desde su punto de partida y en la otra se aferró con tanta fuerza a los pelos del pobre animal, que este tuvo que parar. No fue hasta el cuarto intento que el príncipe y el zorro pudieron correr juntos, atravesando el bosque con tal velocidad que los cabellos silbaron al viento.
Al llegar al pueblo y desmontar el joven, el zorro le dio el mismo consejo que a sus otros dos hermanos sobre las posadas contrastantes. Sin pensarlo dos veces, el príncipe se hospedó en la posada humilde, más por comodidad que por hacerle caso al zorro. El muchacho no disfrutaba de las grandes fiestas; a pesar de lo mucho que adoraba la música que se tocaba en ellas, prefería escucharla a solas, proveniente de su laúd o de su flauta.
El zorro, curioso, fue a esperar al príncipe la mañana siguiente. Mientras aguardaba, un ave se paró sobre su cabeza y dio dos saltitos sobre ella, trinando alegremente.
—Veo que has ayudado a mucha gente que me busca —dijo el pájaro—. Más a este último. A él le has prestado especial atención.
—¡Por fin apareces! —se quejó el zorro—. Para que lo sepas, he ayudado a este chico porque el pobre se perdió en el bosque. ¿Qué sucede? ¿Temes que el muchacho te encuentre y te lleve con su rey?
El pájaro de oro alzó el pico con orgullo.
—No. ¿Es un muchacho lindo?
—¿A qué viene tu pregunta? Eso no tiene importancia.
—¿Por qué no?
—Porque soy un zorro, ¿no lo ves?
—Pero dime, ¿el muchacho es lindo o no?
El zorro agitó la cabeza para ahuyentar al pájaro, mas este se volvió a parar sobre él, dando otro par de brincos.
—Jamás imaginé que podrías ayudar a alguien, de buena fe —concluyó el ave—. Ser un zorro te ha servido de algo.
Antes de que el zorro respondiera, el pájaro se alejó, trinando de tal modo que parecía estarse riendo. Poco después, apareció el príncipe.
—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó.
El zorro se volvió hacia un camino para darle indicaciones. Gracias a lo que el pájaro le hubiese dicho hacía tiempo, el zorro sabía perfectamente dónde hallar su morada, y estaba casi seguro de que volvería allí después de su inesperada visita.
—Si vas siempre en línea recta, al final de este sendero habrá un palacio. Allí deberás encontrar al pájaro de oro, en la habitación más pequeña del castillo. Me parece que podrás entrar sin problemas, pues cuando el ave canta, todos los que viven en ese sitio se quedan profundamente dormidos; es muy posible que cuando llegues los encuentres descansando. Eso sí, al intentar llevarte al pájaro, encontrarás dos jaulas, una de madera y una de oro puro; procura meter al ave en la de madera, pues si lo haces en la otra, lo pasarás mal. ¿Todo claro?
Dicho esto, el zorro volvió a extender la cola para llevarse al príncipe rápidamente hacia el palacio. Nuevamente montó el joven y, esta vez, no hubo impedimentos para que el zorro echase a correr tan veloz que los cabellos silbaron al viento.
Cuando el príncipe desmontó, el palacio estaba tal y como el zorro le había dicho: dormido. Fácilmente llegó el joven a la habitación del pájaro de oro, que parecía esperarlo, mirándole con sus enormes ojos negros y sacudiendo sus plumas resplandecientes a la luz del sol. A los pies del pájaro también estaban las cuatro manzanas doradas que había tomado, intactas.
Sin embargo, al ver a la preciosa ave, el príncipe no pudo imaginarla viviendo en una pobre jaula de madera. No era justo.
Incapaz de seguir el consejo del zorro, el joven puso al ave dentro de la jaula de oro. Después de todo, ¿qué tan malo podría ser?
Justo cuando el príncipe cerró la jaula, el pájaro gritó con una voz más fuerte que la que su diminuto cuerpo era capaz de contener, despertando de golpe a todo el palacio. Los soldados hallaron al príncipe en la escena, lo capturaron y lo encerraron en el calabozo antes de que pudiera defenderse.
A la mañana siguiente se debatió el caso del pobre muchacho, quien fue condenado a muerte después de confesar sus intenciones de llevarse al pájaro. Cuando recibió esa noticia, fue tal el abatimiento del joven que al rey de aquel lugar se le ablandó el corazón, y le ofreció el perdón con tal de que le consiguiera al magnífico caballo de oro.
—Ese caballo es más veloz que el viento —dijo el rey—. Me será útil para ir de cacería y para la guerra. Tráeme al caballo, zagal, y además de dejarte vivir, te daré al pájaro de oro.
Con su nueva encomienda, el príncipe salió del palacio, pero suspiró pesadamente tras dar unos pasos. ¿Dónde encontraría al caballo de oro y cómo lo atraparía, si era más veloz que el viento?
Para su buena suerte, la respuesta a su pregunta llegó pronto, de la boca de su amigo el zorro, con quien se encontró en el camino.
—¡¿Pero por qué me has ignorado?! —increpó el zorro—. Bien te dije que lo pasarías mal si ponías al pájaro en la jaula equivocada, ¿o no? —El animal sacudió la cabeza, luchando para no dejarse conmover por la triste imagen del príncipe, sin éxito. Soltó un gruñido de resignación—. Evitaré que te corten la cabeza y te diré dónde está el caballo de oro solo porque no soporto verte tan desamparado. Vuelve a andar en línea recta hasta llegar a otro palacio, allí estará el caballo esperándote para que te lo lleves sin dificultades, pues también en ese sitio estarán durmiendo todos. Cuando te dispongas a ensillar al caballo, solo procura ponerle la silla de madera y cuero, en lugar de la de oro, que encontrarás cerca. Si no lo haces de ese modo, lo pasarás mal, ¿entendido?
Para evitar que el pobre joven tuviese que caminar tan abatido como estaba, el zorro le extendió su cola una vez más y se lo llevó corriendo hacia su destino tan rápido que los cabellos silbaron al viento.
Una vez en la caballeriza el príncipe encontró al hermoso caballo de oro, pero al disponerse a ensillarlo, otra vez sintió que sería horrible permitir que un animal tan bello tuviese que ser opacado por la fealdad de un objeto tan viejo y gastado como la silla de madera. Pidiéndole perdón al zorro por no hacer lo que le había recomendado, el joven le puso al caballo la lujosa silla de oro. Finalmente, ¿qué tan malo podía ser?
No bien hubo tocado la silla dorada al animal cuando este relinchó y armó un escándalo tan inmenso que despertó a todo el palacio. Otra vez aprehendieron al príncipe, lo arrojaron al calabozo y, al siguiente amanecer, lo condenaron a muerte por su osadía.
Sin embargo, conmovido por la sincera congoja del muchacho, el rey que vivía en aquel palacio optó por darle una oportunidad de salvar el pellejo, encontrando a la vez una forma de conseguir algo que llevaba años anhelando.
—Te perdonaré la vida, jovencito —le dijo—, si te demuestras capaz de conseguirme a la bellísima doncella que vive en el Castillo de Oro, la princesa. Si lo logras, te daré como recompensa también al caballo de oro...
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