El príncipe de Oro
N. A.: La canción de la cabecera de este capítulo es la razón principal por la que existe esta historia, y además es de mis canciones favoritas. Altamente recomendada por el príncipe Lendav para cerrar este cuento de hadas. ✧
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La paz y la dicha de uno no pueden comprarse ni con una montaña de oro. Tampoco se hallan a fuerza de apariencias y pretensiones. En realidad, conseguirlas es casi tan fácil como perderlas; aparecen en forma de suaves canciones bajo la lluvia o como amaneceres frescos salpicados de flores, pero se van con despedidas dolorosas, sueños incumplidos y crueles decepciones.
Cuando por mágicas casualidades el príncipe regresó al bosque, no tardó en encontrarse con el zorro de pelo amarillo. Este último lo saludó con melancolía.
—Me alegra verte con tan buena cara —le dijo al príncipe—. De seguro ahora lo tienes todo; encontraste la felicidad, ¿no es así? Conseguiste la aprobación del rey, la corona y el corazón de la princesa de Oro. Dime, ¿te casaste con ella? La fiesta debió haber sido grandiosa.
Lentamente, el príncipe negó con la cabeza, sentándose en el suelo del bosque y permitiendo que el zorro se hiciera un ovillo en su regazo.
—Mi padre es feliz con su pájaro de oro, pero yo no lo soy con su aprobación. Jamás creí que podría sentirme tan incompleto después de conseguirla... Ser heredero al trono es fantástico, pero difícil. —Suspiró—. Y no, no me casé con la princesa de Oro; ella y yo no nos amamos, solo somos amigos. Me contó sobre su hechizo: una bruja la condenó, durante uno de sus viajes, a seguir y obedecer a la primera persona que le besara los labios. ¿Tú lo sabías? ¿No te parece horrible? Me sentí más que culpable al enterarme, pero hallé la forma de liberarla de su maldición para que no estuviese obligada a permanecer en el castillo. Si ahora no ha vuelto a casa es porque le gusta ayudarme con el entrenamiento para convertirme en rey, pero podrá irse cuando lo desee. Las cosas, en realidad, no resultaron ser como yo las imaginaba.
El zorro apoyó su cabeza en una de las piernas del príncipe, recibiendo de su parte una caricia.
—¿Entonces no eres tan feliz como creí? —preguntó.
—Al parecer, no —contestó el joven con amargura—. Por lo que veo, tú tampoco eres más dichoso que antes. Luces incluso más descolorido que la última vez que te vi.
Desganado, el zorro miró al príncipe a los ojos.
—Cuando nos alejamos, comencé a sentir que estaba viviendo una desgracia tras otra —le dijo, aplastando sus bigotes contra el pecho del príncipe—. De verdad desearía que me salvaras del calvario por el que estoy pasando.
—¿Volverás a pedirme que te mate?
—Eres el único que puede hacerlo.
Un suspiro anunció al bosque la zozobra del príncipe, antes de que este abrazara a su amigo con fuerza. No lograba comprender el deseo del zorro. ¿Qué clase de sufrimiento pasaría el animalillo para que le pidiera a él que le quitara la vida? ¿Sería viejo? ¿Estaría cansado? ¿Enfermo?
Y lo peor, el príncipe tampoco tenía corazón para privar al zorro de su libertad y llevárselo a casa con tal de no matarlo. Pertenecía al bosque.
Conmovido por los ruegos de su amigo, finalmente el joven accedió a cumplir su deseo. El animal, aún sin creerlo, se alejó un poco y se paró frente al príncipe, pidiéndole que este le lanzara una de las letales flechas que llevaba consigo para defenderse.
El muchacho tensó el arco, sin permitirse pensar aún más las cosas.
Liberó la flecha con lágrimas en los ojos, quitándole la vida, en forma de agradecimiento, al zorro que había salvado la suya varias veces. Como rara vez sucedía, la flecha del príncipe dio en el blanco, matando de inmediato a la dócil criatura.
Todavía nublado por la tristeza y con un nudo en el estómago, el joven cortó la cabeza y las patas de su amigo, tal como este se lo había pedido. Terminado su trabajo, el príncipe observó al zorro, mutilado, yaciendo sobre la broza del bosque que los unió la primera vez.
Con el corazón encogido por la culpa y las manos manchadas de sangre, el príncipe se echó a llorar.
Tan apesadumbrado estaba el mozo que no pudo ver la magia que se manifestó frente a sus ojos. Miles de destellos cubrieron cada parte del zorro, iluminaron su cuerpo, volaron a su alrededor y se alargaron hasta devolverle al animal su anterior apariencia, pues el hechizo que pesaba sobre él ahora estaba roto. Cuando el aire disolvió la magia, acostado delicadamente en el suelo apareció el hermano de la princesa de Oro, vestido con las mismas ropas que tenía cuando cayó sobre él su encantamiento. El príncipe de Oro no pudo evitar notar que el tiempo siendo un animal había hecho que su vestimenta estuviese pasada de moda, sin embargo, aquello perdió importancia cuando halló frente a él la triste imagen del joven que le lloraba a su fiel zorro.
—Por favor, no llores, bello príncipe, que no puedo agradecerte por haber roto mi hechizo si tus ojos están cegados por las lágrimas —dijo el príncipe de Oro, con su antigua voz, acariciando tiernamente la mejilla del músico.
El muchacho se sobresaltó. Abrió los ojos, para encontrar sus manos llenas de polvo dorado, en lugar de sangre, y frente a él un encantador hombre de abundantes rizos rubios. El cuerpo del zorro ya no estaba.
Algunas lágrimas, finas como diamantes, todavía corrían por las mejillas del joven mientras observaba a quien tenía enfrente. Le sonreía. Al mirarlo a los ojos, del mismo color que los del zorro, encontró en ellos el espíritu de su amigo.
El mozo se puso de pie junto con el príncipe de Oro. Le tomó la mano, acarició su cabello rubio, su perfecto rostro y sus labios rosados, para al fin abrazarlo con fuerza, ahora llorando de felicidad.
—¡Eres tú! —exclamó el músico, aferrándose a los fuertes hombros del antiguo zorro.
—Me alegro de volver a serlo —respondió este—. Has roto el hechizo que me mantenía atrapado en mi otro cuerpo.
Ambos príncipes se rodearon con los brazos por un tiempo casi interminable. Después de que el músico dejara de llorar, miró sobre el hombro de su amigo hacia el lugar en donde antes había estado el cadáver del zorro; un pájaro azul picoteaba algo que centelleó a merced de los rayos del sol.
—¿Qué es eso? —preguntó el muchacho, rompiendo el abrazo para señalar el objeto que había llamado su atención.
El príncipe de Oro ahuyentó al ave y levantó del suelo el objeto que brillaba intensamente. Lo observó con melancolía, antes de mostrárselo al joven. Era un anillo de oro y zafiros.
—Es el detonante de todo mi destino —dijo con amargura—. Por él me convertí en un zorro, perdí mi reino, mi título y todos mis anteriores deseos. Sin embargo, de cierto modo también me abrió los ojos y me guio hacia ti. A tu lado, no hay nada que me haga sentir más dichoso.
El príncipe de Oro se guardó la joya en su bolsillo y le contó su historia al otro muchacho. Recibió de este un par de reprimendas, a las que no replicó porque creyó que así quedarían balanceadas con las veces que, como zorro, él le había regañado. Cuando terminó la historia, los dos jóvenes volvieron juntos al castillo.
Una vez ahí, el músico presentó al príncipe de Oro ante la corte, que lo recibió sin objeciones. Después, lo reunió con su hermana, la princesa; ella lo abrazó dichosa, dispuesta a escuchar qué había pasado con su hermano perdido. Al final ella también lo reprendió por su cabezonería, aprovechando para decirle que, si deseaba su perdón, tenía que visitar el jardín del castillo y volver con ella para decirle qué era lo que en él había.
Fueron los dos jóvenes a donde les envió la doncella. Ahí hallaron al pájaro de oro descansando sobre las ramas de un abeto. Al ver al príncipe de Oro, el ave se posó en su mano, dio dos brincos y volvió a reñirle, como lo había hecho la princesa, antes de cantarle alegremente y llevarlo hasta donde estaba el árbol que daba manzanas de oro. El príncipe no pudo creer la clase de milagro que le había favorecido.
Justo como el hada Ébano indicó, el verdadero amor del príncipe de Oro se encontraba en donde crecía el árbol con manzanas doradas.
Pasó el tiempo. Los dos muchachos disfrutaron juntos varios meses, en los que el príncipe de Oro ya no se perdió en las apariencias y, por primera vez en su cuerpo de humano, se dejó llevar, siendo él mismo en su estado más puro. Seguía disfrutando de las fiestas y adoraba conocer nuevas personas, sin embargo, ya no las trataba con desprecio ni les faltaba al respeto; convivían como iguales, y aquello hacía sentir al joven mejor que nunca.
Además, a la vez que el príncipe se enamoraba de su libertad, lo hizo nuevamente del músico que, con sus canciones y su alegre compañía, le permitía gozar de ella.
Una tarde, decidido, el príncipe de Oro tomó el anillo de zafiros que el hada Perla le dejó tras romperse su hechizo y le pidió a su protegido que se casara con él. El joven aceptó gustoso, una vez más llorando de felicidad, pues él también le adoraba profundamente.
La boda se celebró en grande. Al convite acudieron los padres del príncipe y la princesa de Oro, al igual que el hada Ébano y su hermana, el hada Perla. Ellas obsequiaron a los recién casados otro árbol precioso que, en lugar de dar inservibles manzanas doradas, daba frutos verdaderos, dulces y jugosos.
Como era costumbre en el reino, la fiesta duró una semana entera. El pueblo, la nobleza y la realeza compartieron la alegría durante días; bailaron, cantaron las canciones de su príncipe, comieron hasta hartarse y disfrutaron del cálido amor que inundó el lugar a partir de ese momento.
Cuando todo volvió a la normalidad, el pájaro de Oro se hizo un nido en el nuevo árbol, alegrándoles el día con su canto a todos los que pasaban cerca y volviéndose un valioso consejero del viejo rey; para este, mantener en pie a su reino a la vez que cuidaba de la feliz pareja de príncipes que ahora habitaba el castillo era, por más, agotador.
Los reyes del Castillo de Oro regresaron a su tierra. La princesa de Oro, por su parte, tomó a su caballo, que portaba ya su silla de madera, y nuevamente se atrevió a vivir grandes aventuras.
Los príncipes no pudieron ser menos dichosos. Mientras más pasaba el tiempo, ellos más se enamoraban. El príncipe de Oro hacía alegres todas las mañanas del músico, despertando siempre en las poses más graciosas; el artista, por su parte, le cantaba a su amado cada noche antes de dormir.
De ese modo, habiendo encontrado el amor, la libertad o la dicha, todos pudieron ser felices para siempre.
FIN
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