Tres
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BLUE HOUR - TXT
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Odiaba su cumpleaños.
Los 16 de marzo se volvieron una fecha nada agradable, rememorarlo solo era una tortura. Siempre intentaba olvidarlo, no obstante su madre hacia hasta lo imposible para que eso no sucediera. Antes de despertar le estaba cantando las canciones del cumpleaños, horneaba un pastel y le daba regalos.
Carolina nunca hacia caso a no hacer nada, siempre se salía con la suya.
Muy en el fondo amaba que su madre siempre estuviera mimándolo, ella era feliz celebrándolo y a él le gustaba eso.
Sin embargo no todo era como quería. Faltaba algo o alguien, y dolía.
Su padre nunca estaba en sus cumpleaños o al menos desde su cumpleaños número once.
Y dolía.
El hombre siempre había estado presente, él era el que solía darle ánimos para cada actividad que realizara, era su fan número uno, pero los últimos años se había vuelto más distante y pocas veces tenía la oportunidad de verlo.
Extrañaba a su padre.
A veces quería odiarlo, más no podía.
Lo excusaba diciendo que tenía alguna razón para ausentarse y que algún día, el volvería a estar con él, con ellos. Tenía a su madre acompañándolo a todas horas, sin embargo también lo necesitaba a él.
Le hacía falta.
Iba cumplir dieciséis, ya no era un niño, pero tampoco era un adulto. Todo su entorno se veía diferente, ya no era el mismo chiquillo que con ingenuidad albergaba en su corazón un poco de esperanza y ahora, no había nada.
—¿Quieres muffins en vez de pastel? —Preguntó la mujer sin apartar la vista de una libreta.
Estaban en la cocina. Su madre lo había llevado ahí para interrogarlo y cumplirle cualquier antojo que deseara, después de todo era la persona festejada. Christian no tenía ánimos para nada pero se dejo hacer para no molestarla.
—Preferiría que no se hiciera nada. —Dijo Christian.
Los ojos de su madre se entrecerraron un poco. Lo estaba retando a impedírselo, pero Christian prefirió rendirse
—¿Entonces? —Preguntó su madre.
—Los muffins están bien, no me gusta el merengue y la crema chantillí.
—Entonces será pastel y muffins. —Sentenció su madre.
—Sí al final ibas a preparar ambas cosas, ¿Por qué el interrogatorio?
Su madre lo miró con inocencia fingida. Tenía la idea de que a su madre le gustaba hacerlo cabrear.
—Solo quería ver, quizás este años te animarías a soplar las velas del pastel.
—Ya no tengo cinco años, mamá.
—Te gustaba soplarla cuando tenías di…
Su madre detuvo la frase de golpe decidiendo detener la conversación justo ahí. Se puso de pie y comenzó a registrar la alacena para comprobar si tenía todos los ingredientes, no quería decir nada más. Había hablado demasiado.
—Oh, justo ahora no tengo nada, creo que debo ir a comprarlas. —Mencionó Carolina atropelladamente—Sí, eso hare.
La mujer salió de la cocina dejándolo a solas.
Christian prefirió tragarse cualquier cosa que estuviera a punto de decir. No creía que necesitara enojarse, no ahora, ya debía de estar acostumbrado de todo modos. A veces se preguntaba si su madre olvidaba que sus piernas eran como dos fideos aguados, inútiles.
Carolina no tenía la culpa.
Sujeto ambas ruedas y de un movimiento comenzó a avanzar hacia la ventana. Llevaba un par de días ignorándola, había mucho ruido en el interior de la casa vecina y eso le impedía apreciar el rosal y el silencio al que estaba acostumbrado.
La casa lucia mucho más limpia. Pero igual seguía vacía.
Dirigió la vista al rosal y contemplo su hermosura. Solo contaba con dos colores, pero sin duda le parecían los mejores: rojas y blancas. Estaban combinadas a la perfección que parecía que nacían del mismo tallo. Su madre había podado un poco cuando comenzaron a crecer de más, pero solo lo suficiente.
Le gustaba ese lugar.
Un deseo absurdo invadió su mente, lo apartó sacudiendo la cabeza.
Luego de un rato, su mirada vago hasta toparse con sus pies, intentaba no hacerlo. No le gustaba martirizarse, no le gustaba sentir lástima de si mismo porque eso le hacía enojar y a veces era inevitable. Sus emociones estaban hechas una maraña, a veces sentía tristeza, otras felicidad y mucha veces enojo.
Odiaba sentir.
Bufó por lo bajo, sí sus pies funcionaran estaría pataleando como un crio. Pero ahí estaba él, sintiéndose el más desgraciado del mundo. Quizás había personas que vivían situación mucho más desafortunadas, situaciones que pondrían a cualquiera al borde del abismo, y se sentía mal porque cabía la posibilidad que él lo estuviera exagerando; porque incluso aquellos podrían estar luchando y Christian no lo hacía.
No podía.
Su vida no era normal, eso era más que claro, ya que estaba lleno de cuidados y exagerada vigilancia. Con dieciséis años sus padres lo hacían sentir como un recién nacido y él deseaba valerse por sí mismo.
Se sentía como un preso, uno muy peligroso.
Estaba harto.
Su rutina era asfixiante, tanta monotonía tarde o temprano se volvía insufrible. Cerró los ojos por un momento y trató de sonreír, buscando entre sus recuerdo algo que lo hiciera feliz.
No lo consiguió.
Todo era gris en sus recuerdos, todo estaba manchado y prefería no evocarlos.
Era fácil para cualquiera el decirle que luchara, que no se rindiera. Para cualquiera que jamás había experimentado algo similar, lo era, porque no sabían lo que se sentía. Sentirse tan poca cosa, una carga.
— ¿Chris? —la voz de su madre lo trajo a la realidad, se oía preocupada y un tanto arrepentida, no la culpaba. No se atrevió a voltear —Saldré un momento, necesito comprar algunas cosas y creo que tardare un poco. —La escucho impávido. No huí, sabía perfectamente que la alacena estaba vacía, pero estuvo de acuerdo en que la excusa fue más que conveniente para ella—Sabes que no me gusta dejarte solo. Será solo unos minutos cariño.
El chico se limito a asentir, ocultando las ganas que tenia de sonreír ante la noticia. La felicidad no cabía en él, lo dejarían solo y eso solo significaba una cosa: libertad.
Libre de sus opresores, solo y sin que nadie lo vigilara a capa y espada.
Al no obtener respuesta de su hijo, la señora dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Era normal en la actitud de su hijo, jamás vería una sonrisa y si lo hacía, a la misma velocidad que era descubierta se desvanecía. Quejumbroso, antipático, lleno de negatividad. Era como ver una fotografía en blanco y negro, existían como prueba de algo pero no tenia vida.
Antes de poder abandonar la casa, una voz la hizo detenerse.
— ¿Cuando vendrá papá? —La pregunta de su hijo la hizo tambalear. Se dio la vuelta esperando encontrarse con el rostro de Christian, pero no fue así.
—No. —Informó la mujer suavemente—Él está muy ocupado con el trabajo, últimamente ha tenido muchas reuniones y recientemente esta en busca de un contrato con una empresa extranjera. —Era todo lo que el chico quería oír —Pero prometió venir pronto.
El chico asintió como respuesta, sumiéndose en un total silencio. Su madre comprendió que nada más saldría de su boca así que salió de la casa con la intención de regresar lo más rápido posible.
Josh Anderson, su padre, siempre fue un hombre ocupado, sin embargo siempre tenía tiempo para su familia. Iban de vacaciones, al cine y sus días de campo eran mensuales. Pero ahora, nada quedaba de aquellos días. Christian pensaba que en parte era su culpa, ya que con el tiempo salir se volvió impensable y eso llevo a su familia a no hacerlo más, pero quería, muy en el fondo lo deseaba.
Enterró las uñas en los brazos de la silla hasta sentir el metal chocar con sus dedos, mas tarde tendría que explicar cómo había hecho eso y el motivo. Se le ocurriría algo.
Su vida apestaba, estaba harto de estar atado a esa silla y no salir de su casa, depender de alguien… no quería eso, ya no.
Quería salir de ahí, conocer el mundo, volver a sentir su pies libres, el viento impactar contra su rostro, andar en un bicicleta e incluso jugar futbol —aunque odiara los deportes—. Pero quería volver a sentirlo, quería volver a usar sus piernas. Sentirse libre, sentirse vivo.
De nuevo.
Añoraba con todo el corazón volver a ser el chico que antes fue. Ser el de antes ¿Se podría?
Recordar los momentos en donde aun era feliz no le hacían nada bien. Intentaba no evocarlos, pero entre mayor era el esfuerzo que aplicaba para olvidar, los detalles eran más nítidos y el dolor asesino.
Jodida mente traicionera.
Unos minutos más tarde, aquella idea fugaz paso por su mente de nuevo. Entre hacer y deshacer, decidido inicio su travesura. Llevó una de sus manos a un brazo de la silla de ruedas y se sujeto con fuerza. Alargo la otra al borde de la ventana y se impulso llevando su peso al frente, hasta que logro mantenerse en píe. Le temblaron las piernas un momento. Soltó la silla de ruedas y se sujeto con ambas mano al borde de la ventana, ahora dependía de su fuerza y de no moverse demasiado.
Lo había logrado.
Cuando estaba solo su cabeza tenía ideas que lo ponían en constante peligro, que si bien hasta el momento no le habían afectado, no eran nada seguras.
Esos escasos segundos en pie lo hacían sentir alegre, poderoso e invencible. Sin embargo, un mal paso borraría esa sonrisa, aplastándola contra el suelo. Matando la poca esperanza que le quedaba.
¿Qué más le faltaba por perder? Ya lo había perdido todo, quizá conservaba un granito de esperanza, pero con cada caída, esta se iba disipando.
En un mal movimiento las piernas se le enredaron y perdió el equilibrio cayendo en bruces. Sus rodillas comenzaron a doler por el fuerte impacto que recibió contra la baldosa, un quejido de dolor salió de sus labios y los ojos le ardieron. No quería llorar, no quería, pero la frustración era mayor que el daño.
—¡Malditas piernas! —gimió de dolor.
Trató de impulsarse de nuevo pero fue inútil.
Se quedó en el suelo con la mirada puesta en la pared de madera blanca, perdido entre recuerdo dolorosos. Recuerdos que a veces solo eran parte de su imaginación, donde tenía valor y no era un cobarde como en la realidad.
Le daba miedo arriesgarse, lo desconocido lo aterraba. Se contradecía tanto, deseaba pero temía, quería pero se negaba.
Golpeo el suelo con fuerza y se trago el coraje.
No quería que lo encontrara ahí, habría preguntas y no quería responderlas. Como pudo, se sujeto del marco de la ventana y junto toda su fuerza. En un rápido impulso se puso de pie, se dio cuenta que no duraría demasiado, le dolían las rodillas, así que llevo todo su peso hacia atrás y cayó sobre la silla de ruedas.
— ¡Genial! Pensé que me quedaría en el suelo. —gritó lleno de alegría. Haberse puesto de pie sin ayuda de su madre le había levantado el ánimo. Estaba exhausto, pero eso no importaba.
Quizá, solo tal vez, no era tan inútil.
Aun con esa sonrisa en el rostro colocó sus manos en ambas ruedas y con movimientos sincronizados se encamino a la habitación donde se hallaba el piano y su librero. Apenas vislumbro su interior, la sonrisa de su rostro se ensancho hasta llegar a sus ojos.
Amaba tanto leer.
Distintos géneros, tamaños y colores. Era como una especie de arcoíris, lleno de grandes historias.
Tomó un libro del estante, observo el título y se dispuso a leer.
Los minutos avanzaron con velocidad mientras las páginas iban cambiando. Cuando leía todo su alrededor se transformaba, todo era hermoso, fantástico y lleno de amor.
Podía soñar que el mundo era perfecto.
Aunque la realidad apuntaba a que no lo era, el mundo no era perfecto.
Y no pretendía que lo fuera, solo deseaba una vida real.
Quería sentirse real.
Desafortunadamente el mundo se había convertido en una completa basura, en un lugar desconocido. Uno que sólo buscaba destruirlo y burlarse de su desgracia. ¿Qué podía esperar de un mundo que solo le había enseñado a odiarse?
Nada.
Un pequeño aleteo lo despertó de su concentración. Levantó la vista y vio revolotear a un hermoso ser de dos colores.
Bordes negros con el interior azulado.
Devolvió el libro en su lugar, posicionó sus manos en ambas ruedas del aparato y comenzó la persecución. Recordaba cómo le gustaba perseguirlas cuando era tan solo un niño, ahora era un adolecente, un adolecente amargado y solitario, pero eso no le impedía que fuera tras ella. Al parecer siempre que veía a una de esas hermosas criaturas, su niño interior emergía y la calidez invadía su rostro.
Las mariposas le proporcionaban felicidad.
Tal vez no era lo mismo perseguir a una mariposa en una silla de ruedas que usando los pies, pero eso no lo iba detener.
La mariposa se posó en el borde de la ventana donde hacía unos minutos había estado de pie.
Se acercó con mucho cuidado de no ahuyentar al animalillo, hasta tenerle frente a él; sus hermosas alas azules le encantaban. La belleza de la mariposa azul era extraordinaria, sus alas parecían hechas de zafiros y la delicadeza con la que las movía le daba mucho porte.
Perfecto animalillo de la creación.
Cuando estuvo a punto de tocarla esta se elevó y salió de la casa. Un puchero demasiado infantil se formó en sus labios; se regañó así mismo por no haber actuado rápido. El ser ahora revoloteaba feliz en el hermoso rosal de la casa vecina.
—Bueno, algún otro día será mariposita. —Sonrió y se quedó contemplado esa parte del rosal.
Sucedió rápido. Fue el pitido de un camión, luego voces y cuando se dio cuenta, el camión estaba frente a la casa vecina. Sus ojos se quedaron fijos en ese enorme transporte hasta que dos personas bajaron de él y se internaron en la casa.
«¿Ahora qué?» se preguntó.
Era un camión de mudanzas. Luego de algunos minutos dos hombres vestidos con un overol de mezclilla, comenzaron a bajar infinidad de muebles y artefactos para el hogar. Es ahí donde todo tomo sentido.
Nuevos vecinos.
Frunció el ceño y se percató que detrás de aquello hombres se hallaban dos figuras desconocidas. La mayor de ellas llevaba unos lentes de sol y un moño recogiendo su cabello rubio. La otra era una chica, se parecía mucho a la mayor, pero más delgada.
Su mirad siguió inspeccionado el lugar y sin darse cuenta su ojos se detuvieron en la chica, la cual se mantenía expectante ante la enorme casa. Tenía el cabello de un color cobrizo, mientras que su piel era blanca, algo bronceada por el sol, llevaba puesto un vestido blanco con detalles amarillos, parecía toda una princesita. Tenía la boca abierta, como si el lugar le hubiera sorprendido mucho. Christian se rio, era una reacción poco creíble.
—Un ojo curioso por el cual preocuparme, lo que me faltaba. —dijo. Se apartó de la ventana sin antes darles un último vistazo a la chica de cabellera castaña y a la que probablemente era su madre.
Cuando dio la vuelta para irse, escuchó el cerrojo de la puerta moverse. Se quedo quieto hasta que la figura de su madre apareció ante él.
—¡Cariño! Estoy de vuelta. —Lo saludo. Dejó todo lo que llevaba consigo en el suelo y se acercó a su pequeño para darle un beso en la mejilla.
—¿Conseguiste todo? —Preguntó con curiosidad.
—Sí y más.
Christian no hizo otro comentario, así que decidió ayudar a su madre con las compras y acompañarla a la cocina. Fue solo una bolsa, pero su madre casi se infarta cuando la subió sobre sus piernas.
—No deberías llevar eso, puedes lastimarte.
—No la llevo yo, es la silla y es una buena ayudante.
—Sirve para llevarte, no para que trasportes la despensa.
El chico se encogió de hombro y cuando su mamá intento quitársela, un frasco salió del interior y rodo hasta una de las habitaciones.
—Ahora habrá que ir por ella. —Dijo Christian con fingida molestia.
—Bueno, solo será un momento.
Carolina abrió por completo la puerta de la habitación y hallo el pequeño frasco a unos pasos del piano. Se quedo observándolo por más tiempo que de lo que quería, estaba lleno de polvo.
—¿Mamá? ¿Qué pasa?
No presto atención a la voz de su hijo, se quedo absorta mirando el artefacto, rememorando. Su hijo apareció detrás de ella y solo en ese momento se volteo para mirarlo.
—¿Recuerdas cuando tocábamos junto? —Le preguntó la mujer.
Se acerco al piano, pasando sus dedos sobre la tapa de madre que cubría las teclas.
—Sí, como podría. —Dijo intentando que no le temblara la voz.
Fueron grandes momentos, en sus mayorías felices y a la vez tan tristes, porque él era otro.
¿En qué momento todo cambio? Su autoestima estaba por los suelos.
—¿Te apetecería tocar algo? —Interrogó su madre sin apartar la vista del piano.
—No lo sé mamá, no creo estar en condición. —Mencionó con preocupación—Han sido años, me he oxidado.
Su madre soltó una carcajada.
—Mi padre decía que: “lo que se aprende jamás se olvida”
Christian frunció los labios, casi en una sonrisa, pero la contuvo.
—Hagámoslo. —respondió con decisión.
Cuando el encuadre de la escena tomo forma en su cabeza, el pecho se le estrujo. Hacia tanto tiempo que había tocado, y eso lo tenía con las emociones encontradas.
La madre de Christian le apretó la mano, mientras el nudo se alojaba en su garganta, se sentía abrumada pero ansiosa, quería ver feliz a su hijo, extrañaba a su chiquillo sonriente. No quería ver caras apagadas, solo risas.
La señora acomodo a su hijo cerca del gran instrumento, luego acerco un pequeño banquillo de madera y tomó lugar a su lado. Lo miró escasos segundo y le sonrió. Respiraron al mismo tiempo. Ambos acercaron sus dedos al piano y con un asentimiento de cabeza, decidieron lo que harían.
Uno
Dos.
Tres.
Las teclas fueron tocadas con la suavidad que a ambos los caracterizaba, sin prisa, como si estuvieran siendo acariciadas, amadas y veneradas. Cualquiera que estuviera cerca escucharía a Beethoven, nadando entre las calles, mezclándose entre los árboles, siendo uno, como ahora lo eran ellos.
La habitación ahora estaba inundada de un sonido celestial.
Todo era calma.
Todo parecía perfecto.
Podría estar así toda la vida, saboreando una perfecta melodía. Envueltos en un calma deliciosa, en un mundo sin angustias.
La pieza seso, y una sonrisa adorno ambos rostros.
—Vaya, aun sigues siendo bueno—dijo su madre con una sonrisa.
—Lo que se aprende no se olvida.
Por un breve momento, las lágrimas se aglutinaron en sus ojos, rogando escapar. Aspiró con fuerza y las apartó, no era momento para llorar. Si no de reír y vivir.
—Eso veo.— Contestó la señora palmeando la espalda del menor.
—Mamá. —La llamo Christian.
—Dime cariño.
Carolina observó a su hijo y lo vio morderse los labios mientras inclinaba un poco la cabeza ¿Qué ocurría?
—¿Notaste que una familia se acaba de mudar al vecindario?—Preguntó algo desanimado.
Era eso.
Lo comprendía, sabía que a su hijo no le gustaban los extraños, detestaba a las personas entrometidas.
«Todos en el mundo son malos» Christian había adoptado ese pensamiento tiempo atrás y dolía no poder borrarlo.
—Sí, lo sé hijo—mencionó intentando darle tranquilidad al menor.
—Pero sabes lo que significa… significa ojos curiosos.
Su madre suspiró con incomodidad y le dio un par de palmaditas en la espalda tratando de reconfortarlo. Los nuevos vecinos siempre significaban algo, conocer y darles la bienvenida. Resumido: Contacto.
—¿Qué te incomoda hijo?—inquirió con dulzura. Sabía a lo que se refería, pero quería confirmarlo.
—El hecho de que sientan lastima por mí. —Dijo con un mueca en el rostro y el corazón temblando.
Quizá podría aparentar ser un chico fuerte, que era tan duro como una roca. Pero no era así, tras esa mascara de rudeza, existían un chico temeroso, un chico que con un simple golpe podría destrozarse.
—No lo harán, no pienses de esa manera Chris. —Indicó su madre tratando de calmarlo.
—Sé que lo harán, por eso nos mudamos ¿recuerdas?
Y lo recordaba.
Después de todo, en el mundo existen personas que disfrutan de criticar a la gente. De hacerlas menos. De destruirla.
—No, esta vez no hijo. —Lo tomó de la mano—Esta vez no dejaremos que te vuelvan a hacer daño.
La miró por unos minutos buscando seguridad en los ojos de su madre, quiso sonreír y creer en cada palabra que ella le había dicho, pero no podía. Por su mente pasaron fragmentos de lo horrible que la había pasado en su antiguo hogar; cuando los niños le ponían apodos y lo humillaban por su problema. El rechazo que le brindaban las personas solo por no poder usar las piernas, ese era su martirio.
—Ya no volveré a mi ventana favorita. —afirmó con tristeza.
—Pues buscaras otro lugar para pasar el tiempo. —Le replicó su madre.
—No, amo es ventana. Siempre está lleno de flores y mariposas. —Contestó. No quería dejar el único lugar que lo tranquilizaba, el único lugar que lo hacía sentirse vivo y con ganas de no tirar la toalla.
Era contradictorio a lo que decía, pero así era él.
—Está bien, solo cuídate de que nadie logre verte o te meterás en serios problemas, y no podre protegerte de los ojos curiosos. —Dijo su madre.
—Hablas de la chica ¿Verdad?
—Así es, parece ser de tu edad y tener un amigo le hará falta—Advirtió—. ¿Crees poder intentarlo con ella? —quiso saber su madre con un rayo de esperanza.
—No mamá, no lo creo. ¡Imposible! —Replicó, no deseaba tener contacto con nadie.
No podía evitar sentir terror ante semejante proposición, tal vez se debía al encierro y al asilamiento que él mismo se interpuso después de enterarse que jamás volvería a caminar, o de lo que los niños de la escuela le hicieron después del accidente.
Tuvo algunos amigos en su infancia, pero se alejaron de el al percibir que ya no era el mismo. Se encerró en una crisálida para ocultar sus miedos y ato sus alas, porque le daba miedo volar. Le daba miedo descubrir que ocultaba el mundo. Aquel mundo que era como un inmenso jardín listo para explorar.
—¿No crees que te hace falta un amigo?
Quiso que sonara suave, pero sonó más duro de lo que quería.
—No, tengo a Celia.
Su madre rodo los ojos.
—De tu edad, alguien que te entienda.
—Para eso solo los tengo a ustedes, no necesito a nadie más. Además donde están los que supuestamente eran mis amigos. —Tomó aire—Todos se alejaron de mí cuando más los necesite, nadie se quedó.
Carolina suspiro. Él tenía un punto.
—Chris, quizás deberías darle una oportunidad. —Volvió a decir— El mundo está lleno de sorpresas, no todo es malo.
Amaba a su madre por tratar de animarlo, pero él ya no creía en nada.
—Solo espero y no tengamos espías en la casa mamá.
—Entonces hazme caso y aléjate de la ventana.
—Lo pensare.
Su madre asintió.
La vida estaba llena de sorpresas y malas noticias, y consideraba a las nuevas vecinas una de ellas.
***
Este capítulo es de los viejitos, pero renovados.
Gracias a todos por darse el tiempo de leer esta historia que nació hace tanto y que ahora me animo a editar.
Lamento actualizar tan tarde pero fue un día ajetreado.
Gracias por todo, los amo.
Maeris 💕
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