UNO

Esta vez, cuando la chica rapada entra, me encuentra subida en la silla, que he puesto encima de la mesa para intentar alcanzar el techo. Es imposible, claro, está demasiado alto.

—¿Qué haces? Te vas a hacer daño —parece divertida.

Yo bajo de un salto y dejo la silla en su sitio. No puedo decirle la verdad, porque entonces sonaría ridícula y seguro que llamaría a los médicos. En esta habitación las paredes son completamente lisas. No hay ni una sola grieta, ni una sola imperfección. No hay enchufes, ni cables, ni salidas del aire acondicionado accesibles. Todo se encuentra cerca del techo: las luces, los respiraderos, etc. Y, por supuesto, las cámaras. Lo que estaba intentando era alcanzar alguna de esas cosas, buscar alguna manera de salir de aquí. Quizás podría escurrirme por el respiradero, o producir un cortocircuito, conseguir que se abra la puerta...

La chica trae una bandeja con la comida. Esta vez, pescado con verduras y bechamel de avena, zumo de piña, pan de olivas y la manzana de cada día. Me dejo caer sobre el asiento blanco y suelto un bufido, con uno de los brazos tras el respaldo.

—No te preocupes, no suelen hacer mucho caso de las cámaras. Al menos no por las mañanas.

Me sorprende que no diga lo mismo que estos tres últimos días. Deja la bandeja sobre la mesa y yo empiezo a comer un poco. Alzo las cejas cuando se sienta en la mesa y empieza a hablar.

—Soy amiga del tiempo —susurra a modo de clave, pero lo cierto es que no tiene ningún tipo de significado para mí, al darse cuenta de ello, se explica mejor—: simpatizante del Vínculo.

Dejo el tenedor a medio camino entre el plato y mi boca. No la miro, me concentro en la bechamel que gotea.

—Sigue comiendo —hago caso—. Las cámaras no captan audio, así que tú y yo tan solo mantenemos una conversación trivial, como siempre, ¿de acuerdo?

Asiento lentamente.

—A las 16:30 las luces se apagarán y las puertas de las habitaciones se abrirán. Por un momento reinará el caos. Suficiente para que puedas salir de aquí. Yo te esperaré en la puerta, tendrás que seguirme. Cuando salgas del edificio ya no te podré ayudar, escúrrete entre los callejones. Tendrás cuatro horas, quizás algo más, antes de que usen los nanobots para localizarte. Escúchame bien: tras el huerto hay un túnel estrecho, baja cinco escaleras de treinta peldaños, gira a la derecha, baja otras dos, ves al segundo pasillo. A la tercera luz gira a la izquierda. Allí encontrarás lo que algunos llamamos Túnel. Técnicamente no existe, es solo una leyenda urbana, pero ese lugar es real. Allí podrás encontrar alguien que te ayude a desenlazar sus nanobots.

Alzo la mirada y, haciendo ademanes con el tenedor, contesto de forma sarcástica.

—Primero que todo: no recuerdo absolutamente nada de lo que me acabas de decir. Segundo: ¿quién eres y cómo sé que puedo confiar en ti? ¿O siquiera confiar en el Vínculo?

La chica chasca la lengua. Se levanta y empieza a dar vueltas por la habitación. Me fijo en su uniforme: camisa y pantalones blancos. Zapatos de goma. Su antebrazo izquierdo está lleno de pulseras de colores que tintinean cuando ella agita el brazo. Examina mi habitación, recorre con su mirada todos los rincones, presta especial atención a la cama con las sábanas revueltas y sonríe. Es una sonrisa triste.

—Tú no tendrías que estar aquí. Tendrías que estar en casa, nada de todo esto tendría que haber ocurrido.

Me levanto.

—¿Qué sabrás tú? —le espeto.

Entrecierro los ojos, ella no es quien para juzgar mi situación.

—Tu padre no quería esto. Se esforzó tanto para que tu madre y tú estuvierais tranquilas... Pero uno ya no se puede fiar ni de la policía, eh.

Aprieto los puños.

—Estás mintiendo —escupo.

—Sabes, no tendría por qué saber nada respecto a tu vida. Al fin y al cabo, tan solo soy simpatizante —vuelve el rostro hacia mí de forma dramática—. Pero cuando les informé que estabas aquí me dijeron que sería imposible convencerte para que confiaras en mí, así que me explicaron parte de tu historia.

—No confío en el Vínculo, no quiero su ayuda.

Suelta una risita.

—Eso pensaron ellos. Tranquila. No te piden nada a cambio, yo te ayudaré igualmente. Es cosa tuya decidir si aprovechas la oportunidad o no —se alisa la camisa y señala la bandeja de comida con la cabeza—. Cuando termines de comer recojo la bandeja, no tires la servilleta —me guiña el ojo y se marcha.

La observo salir por la puerta y me contengo para no acercarme a ella. Ya lo he hecho otras veces, he observado qué hay tras esa puerta, he intentado escapar y me he llevado un calambrazo horrible. Pero esta vez tan solo la sigo con la mirada, entrecierro los ojos, busco algún gesto que me indique que miente. La puerta se cierra y los engranajes se mueven para dejarme completamente aislada del exterior.

Al sentarme de nuevo a comer me doy cuenta de que se me han quitado todas las ganas. Cojo la servilleta con disimulo. Es un papel blanco, sin más. Perfecto. Le doy la vuelta y, al hacerlo entreveo algo escrito por la cara interior. No sé dónde están las cámaras, así que finjo que me aburro y empiezo a desmontar la servilleta con cuidado, debajo de la bandeja. Hay un mapa dibujado y las indicaciones que la chica me dio. Suspiro. Arrugo la servilleta y guardo la bola de papel en mi bolsillo.

Me tumbo en la cama y observo el techo. No pierdo nada por creer a la chica. Es posible que se trate de una broma. O quién sabe, quizás sea una prueba. Una prueba para ver si sigo con la misma forma de pensar, con ganas de escapar. En ese caso, creo que se llevarán una decepción. Podrán quitarme mi libertad, podrán hacerme creer que estoy loca, pero no ganarán. Yo soy plenamente consciente de todo lo que me rodea, de todo lo que he vivido. Ellos no pueden cambiar eso, a no ser que me toquen el cerebro. La simple idea hace que un escalofrío me recorra la espalda.

¿Serían capaces de hacer algo así? Sé que existe la tecnología necesaria. He visto a gente con discapacidades mentales graves actuando como una persona completamente normal gracias a implantes cerebrales. Se me hiela la sangre cuando pienso que a lo mejor ya lo están haciendo, a lo mejor no soy consciente de lo que ocurre a mi alrededor. ¿Quién me asegura que esta habitación, la chica, los médicos, etc. no son una cárcel mental? ¿Y si estoy encerrada en mi cabeza, luchando por sobrevivir? ¿Y si ahora mismo están eliminando mis recuerdos y soy lo único que queda?

Me incorporo con el corazón acelerado y dificultad para respirar. No, no pueden hacer eso. No es legal. No es moral. Pero, ¿de veras una gente así se apegará a la moralidad? Me llevo las manos al pecho, donde empiezo a sentir una presión horrible. Me lloran los ojos por la angustia.

Sacudo la cabeza. No. Esto es lo que ellos quieren. Quieren que me carcoma la cabeza, que le dé vueltas a todo. Quieren que me autodestruya. Y vaya, poco les falta. Me levanto y me enjuago la cara con agua. Dejo el grifo abierto, el sonido del agua me tranquiliza.

El ruido de los engranajes de la puerta hace que se me tense la espalda. Me pongo alerta, aunque ya sé que es la chica que viene a recoger la bandeja. La sigo con la mirada, plantada donde estoy, sin moverme tan siquiera unos centímetros. Ella finge que no me ve y recoge la bandeja, busca la servilleta y alza una de las comisuras al ver que no está. Le salpicaría, le gritaría que quitara esa estúpida sonrisa de su cara, pero mantengo mi posición hasta que se marcha de nuevo y vuelvo a quedarme sola. No me ha preguntado qué tal estaba la comida.

Empiezo a trotar por la habitación. Correr me ayuda a no consumirme con pensamientos negativos. Me concentro en mi respiración y en mis zapatos golpeando el suelo. Cuento los pasos inconscientemente. Y mientras corro intento dejar la mente en blanco. Es imposible, claro, pero al menos la fatiga no me deja darles muchas vueltas a los asuntos.

Me pregunto qué estará haciendo Yaroc. ¿Le habrán pillado? ¿Estará en una celda como yo? ¿O se habrá dejado engañar de nuevo? Otra vez pensamientos negativos. No puedo evitar sentir pena por él. En dos segundos se dio cuenta de que lo había perdido todo. Al menos yo tuve algo de tiempo para procesarlo. Me tropiezo al darme cuenta de que la única forma de salvar ahora a su familia (o lo que quede de ella) es salvar a la humanidad.

Río. Suelto una carcajada espeluznante que rebota por las paredes y me hace estremecer. ¿Quién me iba a decir a mí, a una chica que ni siquiera había elegido carrera que tendría el peso de la humanidad sobre sus hombros? Si nada de esto hubiera pasado ahora estaría asistiendo a charlas sobre estudios superiores. Quién sabe, es posible que hasta hubiera programado un pequeño videojuego. Pero aquí estoy, encerrada entre cuatro paredes por intentar hacer lo que creía correcto.

Dejo de correr y me doy una ducha. Dentro de un rato tendrían que venir los psicólogos o lo que sean para intentar convencerme de nuevo que sufro de estrés post traumático. Me sacudo las trenzas mojadas. Cuando me trajeron aquí me quitaron todas las decoraciones del cabello. Supongo que para no hacerme daño. Me pregunto si los que trabajan aquí sabrán cuál es la situación en la que me encuentro realmente o tan solo se habrán dejado convencer por sus superiores. ¿Sabrán que sufrí un accidente? ¿Saben lo que viví allí fuera? ¿O realmente creen que el mundo exterior es un lugar insólito y muerto? Hago estiramientos. Qué más da si lo saben o no, eso no cambia nada.

La ignorancia es tan dulce y la inocencia tan pasajera... En parte me alegro de que muchos se dejen convencer por lo que les enseñan en la escuela. Es mucho más fácil asimilar que las ciudades son la única zona segura, que el Exterior es inhabitable, que no hay nadie más allá de los muros. Es mucho más fácil que saber que hay gente sufriendo en el Exterior.

Pero no me arrepiento de conocer la verdad, en absoluto. Siempre sentí fascinación hacia el Exterior, siempre quise saber qué había más allá. Ahora ya lo sé y, aunque la verdad sea dura, es mucho mejor que vivir en la ignorancia.

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