HABLA

ES COMUNICAR, PERO NO LA UNCIA FORMA DE HACERLO...

Una mujer los veía a todos colmada de decepción decía y fingía echarle la culpa a la época de la canícula, esa época estaba llena de enfermedades duraderas y sequias largas, ante la enfermedad de los niños y la plaga de las cosechas como la descripción fácil y rápida que nadie más quería entender.

Al abrir los ojos mis oídos conocieron su llegada el sonido de sus tacones, un sonido que se escuchaba a la distancia, retumba y se queda, pequeños zapatos de cuero boleado caminando por los pasillos.

Esa sonrisa y ojos de color líquido, mirada agria, gratitud desesperada ante eso, eso que realmente escondía detrás de su vestido y parte blanca en la cabeza como un manto que desplegaba paños y simulaba pureza, su cabello lleno de canas, las escondía con ese manto, fingía que no le dolía verse vieja.

Esas arrugas que cambiaban su mirada, nostalgia que no lloraba por los ojos, como un golpe en el tempo, era una maldición, el lugar no cambiaba y las personas solo morían, aquí todo era misericordia y arrepentimiento, a pesar de no tener la culpa de nada, no era la única que lo veía de mala manera.

En el lugar mujeres tantas, de diferentes formas y colores brillantes por su lengua y candentes de corazón, se levantaban temprano por la mañana, se adueñaron del laurel de los hombres, mientras ellos le hacían creer que sin su presencia no son nada, repitiendo un ciclo una y otra vez.

Me levantaba todos los días antes de que la luna se ocultara y el gallo de las gracias por la mañana, el roció se quedaba en las hojas del jardín, limpiaba mi cara con eso, acomodaba mi cabello y lo ataba por completo, acomodaba una vieja falda y mis zapatos algo viejos.

Regularmente algunos obreros ya estaban despiertos trabajando en cada campo de tierra, esperando a que estas les de algo, maíz, frijol.

Algunas mujeres ya estaban con el nixtamal puesto listas para empezar a hacer tortillas calientitas en la mesa para todo el día, las brazas aun veían vivas y el olor a comida, los gritos en la plaza, un pequeño solo unos cuantos puestos para hacer un trueque de comida ya que el dinero se veía escaso, cambias un kilo de frijol por 5 naranjas y una manzana, por esos pequeños puestos, la gente del pueblo solía reunirse ahí frente a la plaza del pueblo.

Me tope con el un par de veces su atuendo descolorado y sus manos sucias, tierra entre las uñas, se cubría con la gorra.

-¿Por qué no hablas?- fue su primera pregunta respire profundo y seguí con mis labores, las palabras en mi mente no paraban, venimos ante el despertar del cielo y el morir del fuego llegando a llamarlo cenizas.

Su vista no era tenue, al querer verlo o que los demás lo entendieran, vivía con las monjas en el templo, yo era como una sirvienta más entre las labores, no tenia permitido quejarme, tenia un techo, algo de comida y tenia que agradecerlo.

Una monja mas entre las oraciones y un regaño al no entender lo que ellas querían, tal vez querían que fuera como ellas que aprendieran de ellas, pero poco a poco me alejaban de sus enseñanzas por qué me dolía seguir aprendiendo.

No puedes forzar a una mente perdida, no puedes destruir un mundo que has creado por años, solo por que no es como los demás quieren, yo no lo destruiría y mucho menos por los demás.

No obstante las cosas cambian y los días son diferentes, una noche ella llego corriendo sus ojos estaban morados y su nariz sangraba, puedo escuchar como comenzaron a verla, colgaba con el rebozo, y dormía con las sábanas, regularmente llegaban, pero no me dejaban quedarme sin embargo está vez no dijeron nada.

Se quedo callada cuando preguntaban y la tonalidad de su voz cuando llego la madre superiora, no se digno a verla siquiera, apenas podía pedir ayuda, la tome como pude y la lleve a mi habitación, respire profundo y la recosté en mi cama.

Limpiaba su sangre con agua tibia, limpiaba sus heridas con pétalos de rosa, los utilizaba dos cosas tan frágiles ayudándose mutuamente, ya había recibido más golpes le dolían sus heridas, pero al igual que ellos solo lo ocultaba y se guardaba las lágrimas en la garganta.

No me dijo nada, apenas podía abrir los ojos de los golpes, me dolía, me daba nostalgia, pero eso no evitaba que le diera mi ayuda.

-Yo le voy a ayudar- dije.

La ocultaba en mi habitación el padre no quería a nadie adentro, decía que era un lugar tan sagrado que no cualquier podía quedarse y el tenía que entender que pasaba adentro.

Fue la primera vez que vi una, o tal vez ya las avía visto antes, pero no me di importancia para curar su alma herida, estaba tan rota que no podía notar mi sola presencia la bañé, con cuidado.

Me preguntaba ante su fragilidad y la mía el suspiro de la perdida de los golpes de lo inestable.

-¿Qué paso?- pregunte ente susurros, ella sonrió aliviando su propio dolor.

-Lo merecía- contesto, respire profundo y vende sus manos, rasgadas por las uñas de la fiera, ese lobo hambriento que quería comerla, era lástima lo que me causaba al verla, un sentimiento de dolor e impotencia. 

-Quien se merece un golpe... las que no dicen no, ellos saben que duele, se desquitan con ustedes cuando tienen un mal día- limpie su rostro y cambie su ropa, los golpes en su cuerpo y el traspasar de su alma.

-No te mereces el dolor de un golpe- le di un beso en sus heridas y las cubrí con la ropa, al día siguiente simplemente se despertó por la mañana.

-Para que te vas de tu casa mujer solo te golpeara más fuerte- solo seguía preparando el desayuno para las demás.

-Tampoco se merece correr con el riesgo de morir por un golpe, pero nadie dice nada-dije de la nada, pique las verduras y provee la sopa.

Este recuerdo me presionaba al verme al espejo todos los días, peinaba mi cabello con ese viejo cepillo de plata que dejó mi madre.

Sus cabellos seguían perdidos entre el, y esa mujer también estaba perdida, pero la figura del cepillo siempre me distraía.

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