Supongo que hay cosas peores que pasar el mes de agosto en la casa de campo de la familia de tu padrastro, pero en ese momento no se me ocurrían ninguna; no conocía a su familia, sólo los vi el día de la boda unos meses atrás, no era —ni soy— muy sociable, el último curso del insti había sido un asco, una mierda en mayúsculas por cambiarme de centro, de casa y por mis problemas personales, y a todo eso le tenía que añadir el pasar el verano estudiando para intentar sacarme lo suspendido en septiembre. Tanía cero ganas de aquello...

      Otra cosa que me tenía mosca es que nos íbamos a tomar viento, a un pueblo alejado de la mano de Dios —tampoco tanto, pero a mí me lo parecía—, y yo era un chico de ciudad que no sabía cómo iba la vida de campo.

      Pese a todo, ¿cómo no iba a concederle aquello a mi madre? Ella quería formar parte de la vida de su nuevo marido, es lógico, y no iba a poner pegas, aunque odiaba la idea de estar entre desconocidos un maldito mes. ¡Un jodido mes entero! ¡Y en vacaciones!

      Sólo había algo que compensaba todo aquello; desde el asiento trasero del coche veía a mi madre hablando con Carlos y estaba feliz, animada, deseando esas vacaciones... Y si ella era feliz valía la pena.