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      Llevaba cuatro horas y media sentado en el coche, escuchando música, jugando con el móvil y pasando del paisaje y de todo, así que sólo volví a la realidad cuando Carlos aparcó; habíamos llegado y ni me había dado cuenta.

      Me quité los auriculares inalámbricos y oí a mi madre hablando con Carlos, diciéndole lo bonito que era el sitio, lo bien que se estaba con el fresco de la montaña... Yo sólo pude pensar: «Ya puede haber Wi-Fi».

      Guardé el móvil y los cascos en la mochila del insti, que iba a petar de mis deberes y apuntes. La cargué en el hombro antes de salir del coche.

      —Dani, ayuda a Carlos, por favor —me dijo mi madre.

      Mi respuesta fue un gruñido.

      Carlos empezó a sacar el equipaje del maletero y yo me uní; parecía que nos hubiéramos traído media casa con dos maletas grandes y tres de mano —mi madre, que se había vuelto loca—, y lo gracioso es que mía sólo era una de las pequeñas, porque podía sobrevivir lavando y poniéndome la mismas prendas un mes, pero mi madre y Carlos no.

      Vi abrirse la puerta y salir a la madre de Carlos, Consuelo, luego a su hermano mayor Lucas, su hermana menor Lucía, la cuñada María, el cuñado Jesús y los sobrinos. «¿Cuánta familia tiene? No recordaba a tanta peña», pensé al verlos —también podría aclarar que el día de la boda celebré tener dieciocho años en la barra libre y está todo un poco borroso—, y todos saludaban con abrazos y besos a Carlos y a mamá.

      —Daniel, ven a saludar —me pidió Carlos, amable como siempre.

      Yo me acerqué con desgana, pero intentando dibujar una sonrisa que no me salía ni queriendo. Saludé a los adultos, recibiendo besos y achuchones aunque no me gustasen. De mis primos «postizos» la mayor, Sofía, recibí un abrazo y un par de besos, los demás no se acercaron mucho por desinterés o por miedo el más pequeño. Sólo uno se quedó en silencio, mirándome, como si escrutara mi ser; ese era Marcos, y logró hacerme estremecer con su mirada intensa y sus ojazos grises.

      Ese año no había dejado de sentirme fuera de lugar, como en ese justo momento, porque en ese instante me sentía como un pez ahogándose fuera de su charca, un pez que no aguantaba tantas miradas ni cariño protocolario lleno de falsedad e incomodidad.

      —Bueno, pasad —indicó la señora Consuelo—. Seguro que estaréis cansados del viaje.

      —Dejad que os ayudemos con las maletas —indicó Lucas—. Parece que os habéis traído equipaje para un regimiento —rió, haciendo que Carlos se encogiera de hombros y sonriera.

      —Lo siento —intervino mi madre—, parte de eso es por mi culpa.

      Al final logramos entrar. La casa era grande, y se veía a la legua que la familia de Carlos era acaudalada. Era una vivienda rústica decorada en ese estilo pero moderno —se habían dejado un buen dinero en reformarla—, por lo que pensé esperanzado: «¡Van a tener Wi-Fi!».

      La cháchara entre adultos seguía, yo hacía un rato que había desconectado, sólo volví a la conversación cuando oí mi nombre.

      —Daniel dormirá con Marcos —dijo Consuelo.

      Yo miré al chico que sería mi compañero de «celda» durante todo el mes; me seguía observando, como si fuera a descifrar algo de mí.

      —Sube tus cosas, cielo —pidió mamá.

      —Marcos te acompañará y te dirá que cuarto es —añadió Lucía, la madre de éste.

      Sin decir nada, resignado, seguí a mi primo «postizo». Subimos las escaleras que teníamos en frente y llegamos al pasillo. Me llevó a la puerta del fondo a la izquierda y abrió. Entró y pasé tras él. La habitación era amplia, con dos camas de buen tamaño una en frente de la otra, un escritorio, una estantería y un par de armarios. Dando al balcón, había un ventanal abierto que dejaba ver el bosque que rodeaba la casa. Al salir se podía ver el jardín, la piscina y toda la zona de la barbacoa.

      —Esa es tu cama —me dijo, señalando la de la izquierda—. Ese armario es todo tuyo. Esa puerta da al baño.

      Dejé la mochila y la maleta de mano junto a la cama. En ese momento me hubiera gustado poder tumbarme y quedarme ahí hasta la hora de la cena. Viendo a tanta gente a mí alrededor me había agobiado mucho y una de las pocas cosas que me relajaban era estar tumbado en silencio y soledad escuchando música tranquila.

      Me metí en el baño; era amplio, con su buena ducha y lavabo doble por lo que no me iba a pelear por el espacio con Marcos. Eché la meada de recién llegado tras un viaje y me lavé las manos. Me di con agua en la cara intentando despejarme. Ya estaba añorando mi habitación y no llevaba ni cinco minutos en aquella. Cuando salí me encontré a Marcos tirado en la cama, escribiendo mensajes por el móvil.

      —¿Hay Wi-Fi? —pregunté; era mi prioridad para no morirme del asco y para poder conectar el portátil y hacer mis trabajos, entre otras cosas.

      —La contraseña está en el cajón —respondió sin mirarme, señalando al escritorio.

      —Gracias.

      Tras conectar mi teléfono y mi ordenador ya me sentía mejor. No por estar conectado a alguien, porque no tenía ni amigos en ese momento, pero sí me ayudaba a distraerme cuando me daban los bajones.

      —¿Te ha dicho mi tío que en casa de la abuela no se puede usar mucho el móvil? —me preguntó Marcos, sacándome de mi mundo.

      —¿Qué quieres decir? —Me acababa de acojonar.

      —La abuela quiere que estemos en familia, así que no deja que usemos esto —explicó, moviendo su teléfono—. No te preocupes, sólo son las horas que estemos juntos.

      —Bueno, yo tengo que estudiar, así que no me varéis mucho el pelo —respondí con indiferencia.

      —¿Vas a palmar el curso? —preguntó con cierto recochineo.

      —Puede —respondí, aguantando el malestar, recordando la mierda que había tragado para llegar a aquello.

      —Tenías dieciocho, ¿no?

      —Sí. —Seguía mirando mi teléfono, intentando que pillase que no quería hablar.

      —Qué putada si repites estando tan cerca de la libertad.

      Me levanté y me largué de la habitación. Si había algo que no podía aguantar en ese momento era esa conversación. Bajé a la planta baja y aún estaban con la charla. Mi madre me miró y me sonrió.

      —¿Todo bien, cielo?

      Me encogí de hombros para no responder con un no rotundo que la preocupara.

      —Si no estás muy cansado puedes ponerte el bañador y darte un chapuzón en la piscina —añadió Carlos—. Están ahí todos tus primos.

      Negué con la cabeza.

      —Preferiría comer algo y ponerme con lo mío.

      —¿Ya? —exclamó mi madre con sorpresa. Creí ver el dolor en sus ojos—. Pero si acabamos de llegar, hijo.

      —Tengo demasaido trabajo atrasado. —Aparté la mirada, odiando preocuparla.

      —Hay de todo en la cocina —intervino Consuelo—. Estás en tu casa, así que puedes servirte lo que quieras sin pedir permiso.

      —Gracias —respondí casi sin voz.

      Carlos era muy amable, educado y dulce, y Consuelo me recordó mucho a él, así que ya tenía claro a quién se parecía mi padrastro.

      —Dani —me llamó mi madre, intentando ocultar que estaba inquieta—, ¿por qué no te llevas la merienda fuera? Descansa mientras comes algo. A demás tienes que ver el resto de la casa.

      —Vale... —respondí rendido—. ¿Dónde está la cocina?

      —Ven —me indicó Consuelo—. Mientras tus padres se acomodan te enseñaré todo.

      —Gracias —susurré, siguiendo a la mujer por la casa como un guiri de excursión.

      Cuando terminó de hacerme el tour de bienvenida, me dejó en la cocina. Ella salió al jardín desde la cocina con limonada fresca y recién hecha. Yo me preparé un sándwich frío y me quedé apoyado de espaldas a la encimera, comiendo en silencio y soledad, mirando por la puerta francesa como «mis» primos salían de la piscina y se acercaban a su abuela para servirse la limonada.

      —Deberías salir y pillar un vaso —oí a un lado. Me giré y vi a Marcos en la puerta—. Mi abuela era cocinera y todo lo que hace está buenísimo.

      Yo le giré la cara. Seguí comiendo. No estaba listo para meterme entre tanto desconocido, porque a la fiesta de la piscina se unieron todo los adultos, menos mis padres, que seguían en la habitación dejando sus cosas.

      —Lo tuyo no es socializar, ¿verdad? —preguntó, haciendo que odiara su insistencia; había un tono de chulería que no me gustaba, un tono que conocía bien y que me hacía recordar lo que no quería.

      —¿Querías algo? —pregunté, esperando que me dijera que no y largarme.

      —Nuestros padres nos han dicho que estás de bajón —contó, sonriendo con una pizca de maldad—. A mí sólo me pareces un borde solitario. Te iría mejor si te sacaras el palo del culo.

      No me digné ni a mirarlo, pasé por su lado y me alejé. En ese momento ya tenía claro que Marcos me iba a dar más de un dolor de cabeza, así que tomé la decisión en tan sólo un segundo; tomar distancia y tener el mínimo contacto con él.

      Con lo que me quedaba de merienda subí a la habitación. Salí al balcón, viendo a la nueva familia que me había encontrado de la noche a la mañana. Sólo podía pensar que aquello no estaba hecho para mí, que yo nunca había tenido familia, sólo a mi madre, y ella era hija única, y a mi padre... bueno, con decir que mi madre rompió todo contacto con él ya es suficiente.

      —Un mes —susurré, diciéndome que no había más remedio que aguantar.

      Singanas, cuando acabé de comer, cogí mi mochila y me senté ante el escritorio. Ensu momento pensé que tener que trabajar y estudiar era una mierda y me joderíael verano pero ¿a caso hay una excusa mejor para librarte de socializar?Volviendo a mi burbuja de soledad, me puse a estudiar, perdiendo una tarde depiscina, esquivando lo que a la larga no podría evitar: la familia.

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