Capítulo 4 (Gonzalo)


Llego al pueblo y me detengo a saludar a los vecinos antes de reunirme con Miguel Campos, el intendente de la zona que me espera en su despacho. Algunos me cuentan que el calor está haciendo estragos y que no saben muy bien qué sucederá. Sospecho que la incertidumbre está generando más problemas que el calor en sí, pero trato de calmar sobre todo a los más ancianos.

Paso a conversar con don Miguel, un hombre de unos sesenta años que se ha criado en este pueblo y que es querido por todos por su incansable labor.

—¿Cómo va todo por la ciudad? —pregunta al verme con su sonrisa afable—. Creo que te estábamos extrañando por aquí.

—Sí, esta vez tuve que irme por un poco más de tiempo, tenía que arreglar algunos asuntos, pero ya estoy de regreso. Yo también he extrañado todo esto —respondo pasándole la mano a modo de saludo.

Me siento y él toma unos papeles para mostrarme.

—Se están secando algunos de los tajamares que utilizamos para proveer de agua a las zonas donde habitan los nativos, hoy me han llamado de la capital y estoy solicitando algunos camiones cisterna para que nos los envíen lo antes posible a manera de cubrir las zonas que están más afectadas.

—Comprendo, me parece bien...

—Los nativos son los más afectados por la precariedad en la que viven, ya sabes, además, una organización sin fines de lucro se ha puesto en contacto con nosotros para enviar a unos médicos para poder atender mejor a las personas que acuden por golpes de calor y todo eso. El Centro de Salud no está dando abasto con las necesidades de la población.

—Lo sé, justo hablaba con mi hermano al respecto, pero veo que lo tienen bien cubierto. ¿Qué puedo hacer? ¿En qué puedo ayudar? —pregunto.

—Estamos preocupados por algunos incendios aislados que se han ocasionado en zonas específicas, los bomberos han podido con ellos, pero si esto sigue así, podría comenzar un incendio forestal en la poca región boscosa que nos queda... En ese caso, los que más afectados se verían serían los nativos que habitan esas zonas.

—Exacto.

—Queremos que vayas a hablar con ellos, sabemos que te aprecian y que conoces su lengua, a lo mejor podrían acompañarte Arua y su padre, necesitamos que estén pendientes. Hemos alistado todo el patio de la iglesia con carpas y provisiones por si se diera el caso y necesitaran evacuar la zona. ¿Crees que podrías hacerlo? Sabemos que ellos son muy territoriales, pero si continúa esta situación sería muy riesgoso que continuaran allí.

—Sí, no te preocupes, Arua y yo nos encargaremos de eso.

—Muchas gracias, Gonzalo, ahora que sé que estás de nuevo por acá me quedo más tranquilo.

—Cualquier cosa cuentan conmigo.

—Queremos poner uno de los camiones en tu propiedad. ¿Puede ser?

—Sin ningún problema. Mi casa está abierta para lo que se necesite.

—Muchas gracias —me responde don Miguel y nos despedimos de nuevo con un apretón de mano.

Salgo en busca de mi hermano y Arua y les explico lo que tenemos que hacer, volvemos a la estancia y Arua va en busca de su padre para que vayamos todos juntos a hablar con su gente. En lo que él regresa, yo me siento a desayunar en el pórtico con la vista fija en el paisaje.

Hace muchos años atrás, cuando yo era un niño de diez años y llegué por primera vez a la estancia de los abuelos, el pueblo se veía totalmente diferente. Había mucho más verde y el pueblo podía dividirse en tres zonas: el arroyo, que en realidad era una naciente de la cuál más adelante se formaba un riachuelo, dividía la zona que habitaban los nativos de la zona que habitábamos todos los demás. Ellos no cruzaban el arroyo más que dos veces por semana para traer sus productos al mercado y no tenían casi ninguna interacción con el otro lado. Y luego estaba el centro de la ciudad, que no era más que una manzana en donde estaban la iglesia, los edificios municipales, la cooperativa local y un par de tiendas. Alrededor de esas calles vivían las personas que habían nacido y crecido en el pueblo.

Y más alejados de todos, estaban las estancias y las granjas de personas que venían de la capital y otras ciudades grandes del país para trabajar la tierra o criar ganado.

Todos convivían tranquilos, pero sin mezclarse más que en ocasiones. Los estancieros eran personas de alto poder adquisitivo que no solían pasar mucho tiempo allí, contrataban capataces y peones y venían los fines de semana. No se involucraban con el pueblo y no se enteraban de la vida de los nativos de la zona. Los habitantes de la ciudad, no se involucraban mucho con los foráneos, más bien les parecíamos molestosos y engreídos. Y los nativos eran desconfiados y escurridizos, tenían miedo de que se les robara sus tierras y sus secretos milenarios.

Todo eso comenzó a cambiar gracias, en parte, a mis abuelos, que eran amables con todas las personas y comenzaron a acercarse a la gente del pueblo para comprar o para compartir momentos como fiestas patronales o actividades religiosos. Más adelante y gracias a una vieja maestra del pueblo cuya vocación era más grande que las distancias culturales, los niños indígenas pudieron ser admitidos en la escuela del pueblo. Y así, lentamente, la gente comenzó a mezclarse.

El respeto a la diversidad es la base de esta ciudad, no siempre es sencillo, porque los prejuicios están instaurados muchas veces más allá de lo que se piensa, pero de alguna u otra manera, todos los habitantes de este rincón saben que son muy pocos y que se necesitan los unos a los otros para subsistir.

Lastimosamente llegaron también muchos extranjeros con mucho dinero y empezaron a comprar algunas de las estancias abandonadas para poner plantaciones, así es como muchas hectáreas de bosque fueron desapareciendo. Eso sin contar con la tala furtiva de algunos árboles por el valor de la madera.

La única zona que queda con bosques naturales es la que habitan los indígenas, que con su sabiduría ancestral saben que, si uno no respeta a la naturaleza, la naturaleza dejará de respetarnos y nos pasará por encima.

El calentamiento global es el gran ejemplo de todo ello, y nos está afectando a todos, aunque a algunos más que a otros, porque la pobreza siempre lo empeora todo.

Arua se acerca a mí junto con su padre que me saluda con un gesto de la cabeza de manera respetuosa. Yo le respondo el saludo y lo hago en su lengua. Él me regala una media sonrisa, pero no dice mucho más.

Nos subimos a la camioneta y vamos juntos hacia donde podremos encontrar a quien cumple el rol de jefe de su tribu. Un buen rato después, vemos a los pequeños niños corretear alrededor de la camioneta, disminuyo la velocidad y los saludamos a todos. Arua ha traído dulces que les va entregando por la ventanilla.

Una niña pequeña nos observa recelosa desde una de las chozas de madera, me recuerda mucho a Amaru, pero parece más tímida. Sonrío por inercia, porque por un segundo parece que vuelvo a nuestros días de infancia, pero ella ya no está allí, con su gente, en su mundo.

Un muchacho se planta frente a mi vehículo y freno. Habla en su lengua y Arua le responde. Le pregunta qué hacemos allí y él le contesta. Nos deja pasar con reticencia y mi amigo niega.

—No le caemos bien —explica.

—¿Por?

—No eres tú, sino nosotros, mi familia... Él dice que somos unos traidores porque nos fuimos a vivir con los blancos y porque Amaru se fue...

—Oh —susurro, aquello me lastima.

—No te preocupes, no supera a mi hermana.

—¿Cómo? —pregunto y él suspira.

—Es que él y ella tuvieron algo, y nuestros padres querían que se casaran... pero entonces Amaru dijo que quería ir a la universidad. Fue un momento muy difícil para todos —explica.

Nunca me hablaba de ella y yo estaba ávido por saber un poco más, por lo que no intervine y esperé a que continuara.

—Mi padre no quería que ella fuera a estudiar, mi madre la apoyaba porque decía que traería bonanza a la tribu. Los demás no lo comprendían, no solo por ser mujer, sino porque no eran capaces de comprender que ella no quisiera casarse y formar una familia como todas las mujeres del pueblo, perpetuar la raza es la prioridad... Son cuestiones culturales —añade.

—Comprendo...

En ese momento y pese a que todavía necesitaba saber más, llegamos frente al jefe que ya estaba esperándonos.

Arua y yo le explicamos el motivo de nuestra visita y él nos atendió cortésmente, nos dijo que estarían al pendiente y que si necesitaban irían a buscar a Arua a la estancia. Nos invitaron a comer comidas típicas y luego nos retiramos con el saludo de la mayoría de los niños y sus gritos de alegría.

Ya en casa y luego de haberme encargado de algunas cuestiones locales, decidí darme un baño y descansar, el sudor se me pegaba al cuerpo y me sentía agotado tras el calor intenso. Entonces, me acosté en mi cama y pensé en ella, en toda la vida que me había perdido, en el mutismo de sus familiares al respecto de sus decisiones, en lo mucho que me gustaría saber si al menos estaba bien y si era feliz.

Claro que recordaba a la niña que cada vez tenía más sueños, a la que creyó en sí misma y en que aquellos límites que le imponían no existían en realidad. Claro que sentía parte de la culpa por haberle abierto un mundo que desconocía. ¿Pero debía sentirme culpable por eso? ¿Acaso ella no tenía derecho a ir a estudiar lo que quisiera y convertirse en quien deseara solo porque su tribu pensaba que eso era una traición?

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