18 || INFILTRACIÓN MODO FBI

CHARLOTTE

Era una mala idea.

Pésima en todos los sentidos.

Y aún así estaba acuclillada detrás de los matorrales en el patio trasero de Marcus. El cual, en realidad, era un extenso campo de siembra, y los matorrales eran girasoles a medio crecer y yerbas que se pegaban en la ropa.

—Esto es una idea horrible, abu —exteriorizó en un susurro agobiado.

Miró su reloj. Faltaban cinco minutos para las doce de la noche.

Los padres de Marcus solían ser bastante específicos, antes de las doce en punto ellos ya debían estar arropados. A Charlotte le gustaba mucho eso de ellos. Amaban la costumbre, a veces ella también.

—A menos que tengas alguna idea mejor, guarda silencio —farfulló su abuela mientras espantaba los mosquitos con la mano.

Suponía que buscar a Georgie por todas las carreteras de Kansas no era una mejor idea, así que apretó los labios y guardó silencio.

El canto de los grillos comenzó a oírse más fuerte cuando el ruido de una televisión cercana se apagó y, luego, cada una de las luces en la casa también.

—Es la hora, Charlie —anunció su abuela. Se levantó, se subió el pantalón hasta la altura de las rodillas y cruzó un pie sobre la yerba—. Saca la artillería pesada.

—¿Qué artillería? —susurró ella con preocupación.

—¡Tu inteligencia!

—¡Creí que tú eras la inteligente!

—No, yo soy la fuerza bruta —corrigió su abuela mientras terminaba de cruzar la yerba y avanzaba hacia la casa.

Charlie se quedó quieta por unos segundos, intentando procesar lo que estaba haciendo. Vio a su abuela agacharse, juntar una roca de la tierra húmeda a pocos metros de la vivienda y echar el brazo hacia atrás.

—Mierda —soltó con torpeza antes de ponerse de pie, saltar los matorrales y correr hacia su abuela.

—¡Espera! ¡Esa no es la casa!

Su grito murió cuando la roca salió volando por los aires. Impactó contra el vidrio de una ventana y los cristales no tardaron en hacerse trizas. Se detuvo al lado de su abuela.

—Y tampoco es la ventana correcta...

Ambas se quedaron paradas en medio del campo. Charlie sintió que las calcetas se le humedecían y los mosquitos le picaban en las piernas desnudas, pero no quiso moverse para nada.

—¿No dijiste que veníamos a la casa de tu amiga? —preguntó su abuela en un susurro cómplice.

—Quería hablar con Marcus antes.

—Pues felicidades, ahora le debemos un vidrio.

Sus pulmones retuvieron el aire cuando las luces de la casa volvieron a encenderse y alguien asomó la cabeza por el agujero que ahora tenía la ventana. El padre de Marcus, con su misma piel bronceada y cabello ondulado, las observó, y luego la madre se unió, con los ojos color miel y las cejas pobladas de su amigo.

Su abuela se aclaró la garganta y se arremangó la camisa. Charlie se cubrió la cara con las manos. No sabía si reír o llorar.

Quizás haría ambas...

—Perdón, nos equivocamos de puerta... —dijo su abuela en tono cordial. Echó el cuerpo hacia adelante y le sonrió a la pareja de esposos que las veían con los ojos bien abiertos—. ¿No tendrán una tacita de café?

Definitivamente, Charlie haría ambas.

Y también tendría una conversación con su abuela.

...

—¿Se puede saber por qué carajos has roto una ventana de mi casa, vándala de mierda?

Los padres de Marcus las habían dejado entrar, con algo de recelo, pero al final habían cedido. Así que ahora estaban ambas sentadas en el suelo de la habitación del chico con una taza de café cada una.

Charlie le dio un sorbito a su bebida.

Su abuela se aclaró la garganta y dijo:

—Estábamos expresando nuestra inconformidad con el sistema opresor de 1854 en... Algún país, donde cobraban impuestos por tener malditas ventanas. —Charlie vio de reojo cómo su abuela guiñaba un ojo—. Libertad de expresión.

Marcus arrugó la frente y Charlotte soltó un suspiro.

—Ella quería romper la ventana de la madre de Georgie.

—¿Y por qué rompió la mía?

—¿Fallos técnicos?

—No me salgas con estupideces, Charlie. ¿Y dónde demonios dejas a Georgina?

Ella volteó a ver a su abuela, quien a su vez apartó la mirada y se concentró en mirar lo bonita que era la pared. Se giró de nuevo hacia Marcus. El chico se puso las manos morenas en la cintura, levantó el mentón, digno, y elevó también una ceja.

—No sé dónde está.

Marcus hizo un gesto exagerado con las manos, moviéndolas de lado a lado, como si no entendiera nada.

—¿Qué? —fue lo único que dijo.

Charlotte resopló.

—Ella dijo que iba a llegar a Kansas City, ¿si? —Se puso de pie y le dio un largo trago a la taza de café—. Dijiste que la policía la está siguiendo. Así que venimos por pruebas para que dejen de hacerlo. ¿Sabes si alguien está en su casa?

—¿Te vas a meter a su casa, maldita demente?

A veces a Charlotte le sorprendía lo deductivo que Marcus podía llegar a ser.

—¡Estás desquiciada! —gritó él, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Su padrastro está loco, Charlie! Te va a matar.

—Fue idea de ella —se defendió y apuntó a su abuela.

La mujer le lanzó una mirada molesta, pero no dijo nada.

—Pues es una idea de mierda.

Su abuela hizo amago de hablar, pero antes de que lo hiciera, Charlie le clavó un dedo en el pecho a su amigo, quien parpadeó con desconcierto.

—Es una idea de mierda en la que me vas a ayudar —le dijo.

—¿Yo? —El chico lanzó una carcajada—. ¿Y yo por qué?

—No puedo llevar a mi abuela, Marcus, ella se va a quedar. Así que busca dos lámparas y salgamos por la ventana.

En ese momento, su abuela se puso de pie.

—¿Qué dijiste, Charlotte?

—Que no vas.

—Pero...

Le puso las manos en la cara, aplastando el canoso y delgado cabello de la mujer contra su cara.

—No te voy a llevar. Ve esto como una película de Jackie Chan, ¿si? Siempre hay alguien esperando para huir en el auto. Si vas conmigo, harás un desastre, es mejor así.

Su abuela frunció el ceño.

—Eso te dejaría a ti como Jackie Chan.

Charlie sonrió y se alejó, al tiempo que Marcus le aventaba una lámpara de baterías, le sacaba el dedo de en medio y saltaba por la ventana hacia el exterior. Ella lo siguió, y antes de salir le aseguró a su abuela:

—Puedes ser Jackie Chan en El Esmoquin. Regreso en cinco minutos.

Y entonces saltó la ventana.

El marco frío le rozó las piernas y se aguantó una palabrota.

Se apresuró a seguir a Marcus por la tierra mojada. El chico iba farfullando cosas por lo bajo que ella no lograba entender, pero estaba segura de que eran insultos en español que seguro a Georgie le encantaría aprender.

Se puso la gorra amarilla de su chamarra sobre la cabeza y se acomodó al lado de Marcus.

—Georgie me contó que la llevaste a un karaoke una vez —susurró de manera casual, como si no le importase mucho saber.

El chico bufó, pero ella pudo ver cómo su expresión se suavizaba.

—No fue una vez, fueron varias. Cada verano en el que no estabas, en realidad. A ella no le gustaba estar en su casa.

Charlotte sintió que el corazón se le caía del pecho, como cuando te subías a un elevador y te parecía que, mientras tu cuerpo subía, tus órganos se quedaban donde estabas la última vez.

Metió una mano a la bolsa de su chamarra y con la otra sostuvo la linterna apuntando hacia la tierra.

—Me alegra que se haya marchado —murmuró el chico.

Charlie lo miró, confusa. Él se tambaleó por los bultos de la siembra y la observó también con las cejas hundidas.

Ella supo lo que él quería decir con tan solo esa mirada. No importaba a dónde fuera Georgina, siempre y cuando estuviera feliz. Y Georgie podía feliz viviendo debajo de un puente si se sentía libre, como la fierecilla que era.

—Yo también me alegro.

—Te felicito —farfulló él y apuntó con la linterna de manera vaga hacia el frente—. Agárrate los calzones porque ya llegamos. —Seguido de eso, le apuntó con la luz a ella y dijo:— Si me muero, quiero que Georgie le pague los cinco dólares a mis padres.

Apagó la linterna y se sumergió entre nuevos matorrales.

Charlotte quiso avanzar, mas se detuvo cuando vio la pequeña casa de madera que figuraba en su panorama.

La casa de Georgie estaba tal y como la recordaba. Vieja, llena de hierba seca y con las cortinas abiertas de par en par.

Apagó la linterna, le bajó todo el volumen a su celular y se internó en busca de Marcus entre los girasoles secos.

—Entraremos por el cuarto de Georgie —anunció Marcus cuando llegó junto a él.

—¿Dónde está?

El moreno apuntó una ventana abierta completamente, donde las cortinas amarillas ondulaban hacia afuera.

—Muévete —le ordenó él.

Ambos anduvieron con el cuerpo medio gacho hasta llegar a la ventana. Se metieron entre gruñidos, soltando palabrotas como camionero de primera. Al entrar, lo primero que Charlie vio fue una foto pegada en la cabecera de la cama. Eran ella, con su cabello ya tinturado de algunas partes con blanco, su flequillo y ojos medio rasgados, y Georgie, con sus rizos alocados y grandes ojos ambarinos.

Sonrió.

—Mierda... —soltó Marcus por lo bajo.

Cuando se giró en la dirección que él miraba, la sonrisa se le borró de la cara. La puerta tenía un hoyo del tamaño de un pie.

—¿Qué putas es eso? —preguntó.

—Espero que sean las remodelaciones de la casa, o me voy a mear encima.

Charlie caminó hasta la puerta, la abrió con el mayor cuidado que pudo, aunque le temblaban las manos, y se internó en el pasillo. Estaba intentando no pensar en que Georgie había vivido ahí. Aunque había visto la casa antes, fue solo una vez, y le impresionaba lo tan decaída que se veía.

—Dijiste que su padrastro le disparó, ¿no?

—¿Qué pretendes?

—Se supone que tienes que tener un permiso para utilizar un arma.

Al final del pasillo se escucharon ronquidos y... algo que parecía un gruñido de perro. Ambos se quedaron quietos. Compartieron una mirada rápida con la que decidieron que irían hacia el lado contrario. Terminaron entrando en la cocina, llena de frascos de mermelada esparcidos por doquier.

—Mis padres hablaron con la policía —susurró Marcus—. Ellos les dijeron que el hijo de puta tenía un permiso de caza o algo así.

—¿Y crees que los policías lo revisaron adecuadamente?

—¿Estás diciendo que los sobornaron para que no hicieran nada?

El chico tomó un frasco, lo olfateó, hizo un gesto de asco y lo dejó con cuidado donde estaba para después voltearse hacia ella y levantar las cejas. Charlotte hizo un gesto hacia el cuarto contiguo, la mini sala donde había un armario.

—Dijiste que la madre de Georgina la acusó de haberse robado dinero. Georgie dijo que llegaría a Kansas con sus ahorros de la panadería. Ya me imagino lo que pasó.

Se metió la linterna apagada entre el resorte de sus shorts y la piel de su estómago, se acercó al armario y lo abrió.

Un chirrido agudo recorrió la habitación.

Marcus sacudió las manos con dramatismo y la empujó a un lado.

—¡Guarda silencio, maldita estúpida! —regañó él—. ¿Dices que le robaron el dinero a Georgie, ella no lo recuperó y se escapó?

Asintió mientras ambos se metían tanto como podían dentro del pequeño cuarto. Había una trampilla en el piso, como en casi todos los armarios del pueblo.

—Creo que por eso no ha llegado a Kansas. No tenía dinero y tuvo que caminar. Como es una testaruda de mierda, no me lo dijo.

—¿Qué se supone que buscamos?

Charlotte apuntó la trampilla en el suelo y le palmeó el brazo.

—Ábrela, ábrela.

—No me toques, mortal indigno —refunfuñó él, pero de todos modos abrió la pequeña puerta en el piso.

Charlie se quedó sin aliento.

—Mierda —soltaron ambos a la vez.

El pequeño compartimento estaba lleno de armas. Algunas grandes, otras pequeñas, pero armas a fin de cuentas.

—No creo que tenga permiso para tantas armas, ¿verdad? —susurró.

Marcus la empujó un par de veces y apuntó hacia los artefactos.

—Tómale una foto.

Ella no tardó en sacar su celular del bolsillo, poner la cámara y enfocar el lugar. El flash se encendió cuando tomó la foto y, segundos después, una llamada entrante llegó. El nombre de Georgina iluminó la pantalla.

El corazón de Charlie zumbó dentro de su pecho, pero antes de que contestara, el teléfono le fue apartado de las manos.

Sintió que el cuerpo se le helaba entonces. Marcus soltó una palabrota digna solo de él, y luego ambos levantaron la cabeza para ver a la mujer con el cabello tan rizado como el de Georgina observarlos desde arriba.

—¿Charlotte? —dijo la mujer.

Charlie se puso de pie, Marcus también.

—¿Qué demonios está pasando aquí? ¿Cómo... cómo entraron? —La mujer los miró a ambos, luego centro la mirada solo en ella—. Georgina no está aquí, no ha regresado ni creo que lo haga. Váyanse.

La madre de Georgie enrolló sus dedos en torno al brazo de Charlie, pero ella plantó sus pies en el suelo y tironeó de él hasta zafarse. La mujer la observó con los ojos entrecerrados, abrió la boca, por lo que Charlotte se apresuró a decir:

—Deje en paz a Georgie —proclamó en el tono más seguro que pudo reunir.

—Charlie —gruñó Marcus por debajo. Sabía que él tenía miedo, ella también, después de ver el hoyo en la puerta de la habitación, pero si se quedaba callada, ella nunca se lo permitiría.

Así que dio un paso al frente y continuó.

—No vengo aquí darle una charla moralista sobre lo buena madre que debió haber sido. Creo que eso ya lo sabe usted muy bien. Solo quiero que deje a Georgie en paz. Ella no se merece nada de esto, ni de lo que ya pasó. Si usted se quiere pudrir en esta casa, bajo el yugo de un machista violento, me importa una mierda, pero Georgina quiero que sea libre. Así que déjela en paz.

Sentía que su pecho subía y bajaba de manera rápida. No supo en qué momento había apretado los puños tan fuerte como para encajarse las uñas en las palmas, o cuándo Marcus había tenido que poner una mano en su hombro para retenerla.

La madre de Gerogie tenía los ojos llorosos, pero las cejas hundidas en señal de molestia. Charlie tenía razón. Ella ya sabía todo lo que había hecho mal, y aquello le molestaba y dolía por igual.

—Váyanse —dijo la mujer, con los mismos rizos y piel oscura que Georgie. Utilizó el suéter café que llevaba puesto para secarse las lágrimas antes de que salieran—. Váyanse ahora antes de que Rick despierte.

Ni Marcus ni ella se movieron.

—¡Qué se vayan! —gritó la mujer en un susurro desesperado.

—No hasta que me prometa que hará que la policía deje de buscar a Georgina.

La rizada sacudió la mano y asintió.

—Haré lo que pueda. Me da igual, ella ya se fue.

—Bien.

Se miraron un momento más. Charlie quiso ver algo en ella que le dijera que se arrepentía, pero no tuvo tiempo. Marcus la jaló y comenzó a moverla hacia la puerta.

—Acompáñeme —rogó Charlie siendo aún arrastrada—. Acompáñeme a la comisaría. Quizás sea de ayuda.

La mujer abrió la boca, con la mirada triste, pero no pudo decir nada.

El teléfono sonó, haciendo un eco ruidoso por toda la casa.

Y entonces la voz de un hombre molesto se propagó también, seguida de pasos y ladridos de perro.

Charlotte y la mujer con la cara de Georgina compartieron una mirada. Eso fue lo único que necesitó para saber el resto de la historia.

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