Capítulo 9. Parte 1
Cirzia, reino de los cirzenses.
Los días se fueron haciendo más largos y las noches más cortas, lo que hacía que Duncan y Ayla no pudieran pasar todo el tiempo que querían juntos. Cada vez necesitaban más y más, pero a veces sentían que corrían el riesgo de que fueran descubiertos y si eso ocurría, se encargarían de separarlos.
El olor a pollo quemado inundó el ambiente de la cocina, y Ayla, con un cucharón en la mano se dio la vuelta con el rostro contraído para enfrentar a Edwin.
—No me mires así —le recriminó, dándole la espalda y volviendo a enfrentar el desastre que ella misma había provocado en la olla.
—No te estoy mirando de ninguna manera —le contestó su amigo, de pie tras ella con los brazos cruzados. Ya sabía que podía pasar eso.
—Sí que lo haces. Cuando juntas así las cejas es porque te mueres por quitarme la cuchara y arreglar esto —dijo señalando el guiso de pollo, ahora carbonizado.
—Eso ya no tiene arreglo —descruzó los brazos y se acercó hasta ella, comprobando que efectivamente tenía razón.
—Entonces, ¿qué hago? —no podía dejar de mirar la comida, como si estuviera ante un enigma sin resolver.
—Dársela a los cerdos —sentenció Edwin, cogiendo la cacerola por ambas asas.
—¿Qué? Pero... ¿Cómo puedes hacer eso? —lo encaró, siguiéndolo con la mirada mientras éste se dirigía a la calle —. ¡He estado cocinándolo durante horas!
—Han sido treinta minutos, Ayla —le dijo antes de desaparecer por la puerta y dejarla con la boca abierta.
Ayla se había empeñado en que, en sus ratos libres, su amigo Edwin la enseñara a cocinar. Viendo todo lo que había sucedido en los meses atrás, y que el cocinero tenía una edad avanzada, quería estar preparada por si acaso tenía que cubrir cualquier otro puesto. No quería volver a sentirse humillada por el duque. Como pasó con su hermana, quien gracias a los dioses estaba estupendamente. Pasó unas semanas en cama, lo que hizo que Ayla pudiera desempeñar con habilidad el "arte" de servir a los señores. Como los odiaba. Cada vez que pensaba en ellos se le revolvía el estómago. El señor Ludovic siempre buscaba la manera de hacerla sentir en ridículo aun cuando lo había hecho todo bien. Pero sabía que era su manera de ser, que disfrutaba haciéndole daño a los demás. Siempre que pasaba, podía sentir como los hombros de Duncan se tensaban, pero nunca decía nada. Tenía más miedo a su padre que a lo que a ella le pudiera pasar. Aunque luego se hartara de pedirle perdón.
—¿A qué se debe esa cara? —le preguntó Nimue, entrando a la cocina con una gran cesta en las manos que contenía la compra del día.
—Edwin les ha dado a los cerdos lo que tanto tiempo llevaba cocinando —contestó Ayla, que seguía en el mismo sitio donde su amigo la había dejado, aún con el cucharón en la mano.
—Que exagerada —negó con la cabeza Edwin, mientras entraba con la olla ya vacía—. Se le había quemado, eso no tenía remedio ya.
Nimue no pudo evitar reírse a carcajadas, viendo la escena que tenía ante ella.
—Ayla, pequeña, algún día conseguirás que te salga bien. Ya verás —la consoló, dejando la cesta sobre la mesa—. Quizás sea mejor que empieces a tratar los alimentos que no se cocinan.
Ayla, que giró la cabeza rápidamente hacia su hermana, la fulminó con la mirada.
—Gracias por tus ánimos —le dijo con tono de burla, soltando el cucharón y colocándose las manos a ambos lados de su cadera.
—Esos sí que no pueden ser quemados —Edwin fue el último en reírse.
—Ja Ja Ja. Que graciosos sois —dio dos pasos enfadada y se puso junto a su hermana, que había empezado a cortar tomates.
Edwin y Nimue compartieron una mirada divertida, les encantaba sacar de quicio a la pequeña, tenía un carácter peculiar puesto que era muy fácil hacerla rabiar. A la mínima saltaba. Nimue, que disfrutaba de todas aquellas ocurrencias de su hermana, también temía que eso la volviera a meter en problemas. Durante los días en los que tuvo que estar encamada, había estado horrorizada con la idea de que le pudiera ocurrir algo a Ayla, había estado a punto de abandonar la cama los primeros días, pero cuando vio que la pequeña aprendía a resolver ella sola los entresijos que se le imponían, pudo descansar en paz y reponerse pronto.
—¿Crees que yo aprendí a la primera? —Nimue le propinó un codazo en el brazo, para así atraer su atención.
—No lo sé, pero seguro que no armarías este desastre —dijo en voz baja Ayla, estaba decepcionada pero no paraba en su tarea de cortar las verduras sobre la mesa.
—O peor —comentó Edwin, que estaba tras ellas preparando un nuevo guiso.
—Lo que vengo a decirte —volvió a decir Nimue, tras dedicarle una mirada dura al cocinero, que se había atrevido a decir tal osadía—, es que las cosas no salen bien siempre a la primera. A veces debes de insistir, y no rendirte. La práctica hace al experto. ¿No ves lo mayor que es Edwin? Tiene muchísima más practica que nosotras, por eso es el gran cocinero de los señores.
—¡Eh! —soltó el aludido, lanzándoles unos dientes de ajo lo que provocó que, al fin, Ayla se riera.
—Tienes razón —aceptó Ayla ya más contenta, uniendo todo lo que habían preparado en un bol de madera. A continuación, Nimue le echó sal y aceite.
—Y voilá, acabamos de preparar una ensalada riquísima —pasó un brazo por los hombros de su hermana pequeña y sonrió—. Y lo hemos hecho juntas.
—Así es —Ayla dio saltitos de alegría, y abrazó a su hermana. En ese momento se le ocurrió que quizás, era buen momento para preguntarle a su hermana sobre un tema que había estado rondando su cabeza durante todas esas semanas. Se separó de ella y la miró con ojos dulces, preparada para la reprimenda que le iba a dar su hermana—. Ejem. ¿Nimue?
—¿Sí, cielo? —le preguntó ésta, que había vuelto a trabajar con los alimentos.
—¿Por qué los salvajes robaron algo que no es suyo? —lo soltó de una, sin respirar.
—¿¡Cómo!? —gritó, dejando lo que estaba haciendo y volviendo a girarse hacia su hermana, a la que cogió por los hombros y se agachó frente a ella—. ¿Otra vez, Ayla? Pero, ¿no te dije que eso eran cosas que no nos incumbían a nosotros? —dijo esta vez en voz baja, mirando de un lado a otro para ver quienes estaban siendo testigos de esa conversación.
—Se lo escuché decir la otra vez al señor Ludovic, cuando estabas encamada y tuve que sustituirte —continuó diciendo Ayla, sin hacer caso a la negativa de su hermana. Se había empeñado en saber la verdad—. Dijo que se inició una guerra por culpa de un nacido en el bosque, que cogió algo que no le pertenecía.
—¿Cómo no? —preguntó con ironía Edwin, que no había dejado de cocinar—. A ese hombre le encanta meterle miedo.
—No es así, pequeña —le dijo Nimue, que suavizó su rostro angelical—. Y esa es una gran historia de amor que te contaré otro día —le sonrió, acariciándole la mejilla y observando sus profundos ojos violetas que parecían no tener fin—. Pero te adelanto que, ese hombre no robó algo que no era suyo. Todo lo contrario. Lo liberó.
Y con esa sensación de paz que le había dejado, como siempre hacía cuando le contaba todo lo que la inquietaba, se marchó de allí para continuar con sus tareas de limpieza. Se había dado por satisfecha con esa respuesta, por el momento.
—Lo haces tan fácil —felicitó Edwin a Nimue, una vez que Ayla desapareció por la puerta.
—Es fácil con ella, lo difícil se encuentra fuera —se puso al lado de su amigo, para que nadie pudiera oírlos—. Pronto darán el siguiente paso.
—¿Y qué debemos hacer?
—Seguir como hasta ahora, creen que lo harán desde dentro.
—Eso será muy peligroso —susurró Edwin, sin dejar de echar productos a la olla.
—O quizás no. Quizás es buena idea, que sea algo tan... sencillo.
—Oh dios mío, que los dioses nos amparen. Tienen demasiada información, si no sale bien, de esta no saldremos Nimue.
—Lo sé Edwin, yo también estoy asustada —miró tras ella para comprobar que seguían teniendo la privacidad deseada—. Pero, ¿y si sale bien?
El cocinero cerró los ojos, respirando profundamente.
—Entonces seremos libres. Libres al fin, mi querida Nimue —la joven colocó la cabeza en su hombro, permitiéndose por un breve momento soñar.
—Lo conseguiremos Edwin,sé que lo haremos.
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