Capítulo 8. Parte 3


Pasaron los días y todo volvió a un estado de "normalidad". Los taüre pudieron estar en paz, y la joven cirzense volvió a sentirse como en casa, aun cuando pensamientos negativos pasaban por su cabeza cuando se iba a la cama. Como esa misma noche.

Se levantó de la cama, frustrada por no poder conciliar el sueño, y salió de su habitación. En el salón se encontró con Meriam, que estaba tomando una taza de té.

—¿No puedes dormir? —le preguntó ésta, mientras soplaba el humo de su bebida.

—Es una de esas noches —le contestó la joven, sentándose a su lado.

A Meriam le había contado todo lo que le pasaba por la cabeza, desde sus ganas de salir corriendo de ese lugar como el irrefutable deseo de permanecer ahí y, como le había dicho Ray, de hacer algo bueno. No se lo había dicho, pero cuando intentó huir aquella noche, al volver a la cabaña, se la había encontrado muy preocupada. Y desde entonces, Meriam no había podido tampoco conciliar bien el sueño, la escuchaba despertarse a media noche y dar vueltas por la casa. A veces, abría su puerta para comprobar que estaba ahí, durmiendo y que no había desaparecido. No se lo decía, pero sabía que tenía miedo por si la perdía.

—Se irá pasando —la consoló Meriam, sirviéndole una taza de té.

—Eso espero —le dio un trago y degustó con placer las notas de almendra, avellanas y jengibre. Le encantaba el té que preparaban los taüre, la reconfortaba por dentro como nadie era capaz de hacerlo—. Cuando llegue el día, echaré de menos todo esto.

Meriam la miró fijamente, sabiendo que eso pasaría en algún momento, pero no se lo quería ni imaginar.

—Echaré de menos vuestras comidas y bebidas, vuestras costumbres —continuó diciendo la joven—. Andar descalza y sentir la tierra entre mis dedos, bailar bajo la lluvia, estar con vosotros. Estar contigo, Meriam —alzó la mirada hacia ella y comprobó que ambas se habían emocionado—. No tengo palabras para agradecer todo lo que has hecho por mí desde que llegué aquí, eres todo para mí en este lugar.

Y sin quererlo, unas lágrimas comenzaron a derramarse por sus rostros.

—Sabes que siempre tendrás un lugar aquí —Meriam alargó la mano y la unió a la de la joven—. Y cuando llegue el día donde tengas que continuar con tu camino, dejarás un vacío en todos y cada uno de nuestros corazones.

—¿En el de Ray también? —preguntó con ironía.

—En el suyo, sobre todo —le contestó la mujer taüre, sonriéndole con tristeza.

Un golpe en la puerta las interrumpió. Ambas se miraron con inquietud, preguntándose quién podría ser a esas horas de la noche.

—Voy yo —dijo la joven, y levantándose de la silla se dirigió a la puerta.

Cuando abrió se encontró con un par de ojos de color azul oscuro. Unos que no había visto desde esa noche en la que se interpusieron en su camino para impedir su huida.

—Hola —susurró ella, sin poder inmutarse.

—Hola —contestó él, mirándola de una manera que parecía leer todo lo que aguardaba en su interior—. Perdón por venir a estas horas, pero me gustaría hablar contigo.

La joven miró tras ella para encontrar el consentimiento de Meriam.

—Buenas noches, Evan —le dijo la mujer, sonriéndole amablemente.

—Buenas noches, dulce Meriam —le correspondió el joven al cual ya se le podía poner nombre—. ¿Me permites hablar con ella? Solo te la robaré un par de minutos.

—Claro que sí. Le vendrá bien esta noche otra compañía aparte de la mía.

—Estoy seguro de que tu compañía es la mejor —le halagó él, y Meriam se sonrojó.

Levantando la palma de su mano, esperó a que la joven posara la suya y cuando lo hizo, se encaminaron hacia las profundidades del bosque.

—¿Cómo no pueden saber quién eres? —fue lo primero que le preguntó ella, cuando se aseguró de que nadie podía escucharlos. Era una de las cosas que la mantenían despierta por las noches. Él.

—Nuestra casa, por suerte, no es la única cuyos componentes tienen mi color de pelo —pararon bajo el abrigo de un árbol, y estaban muy cerca el uno del otro, frente a frente, para que su conversación se quedara privada.

—No, pero todos sabemos el porqué de que haya más.

—Puedes decirlo —la animó él, observándola detenidamente.

—Bastardos —el estar rodeada de taüre había hecho que ella no tuviera miedo a decir ciertas cosas que, estando en su hogar, jamás se le hubiera ocurrido decir. Sus padres le habrían cortado la cara si la oían decir tales acusaciones.

—Yo no lo habría dicho mejor —le sonrió él, apartándose un mechón de cabello que le caía sobre los ojos—. A mí padre le gusta mucho visitar los burdeles del pueblo.

Cirzia estaba reinada por Rey, junto a otras dos grandes casas: Los Ludovic, la mayoría de los cuales, predominaban por su cabello rubio y su altanería. Y los Mastin, cuyos sucesores tenían el cabello de un color rojo como el fuego. Evan era un Mastin, y eso lo ponía en peligro ahí. Ella ya sabía quién era, lo había visto por el pueblo y no había podido evitar quedarse embelesada por su belleza. Le parecía que iba entre la gente, sonriéndole a unos y a otros sin saber lo que eso mismo podía provocarles. Haciendo sentir que no pertenecía a una clase superior que los demás.

—Y debo de darle las gracias —continuó diciendo él—. Porque si no, no me podría haber infiltrado aquí.

Ella se llevó la mano sobre la boca, escandalizada. Si estaba ahí, tenía que estarlo desde antes de que ella llegara, porque desde entonces no habían permitido la entrada de ningún cirzense más por miedo a que ocurriera exactamente eso, que se infiltraran.

—¿Por qué? ¿Quién te manda?

—Rey.

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