Capítulo 3. Parte 1
Cirzia, reino de los hombres.
Un año después
"—¡No! —gritó Nimue, colocándose entre su hermana y el señor Ludovic.
Uno de los sirvientes le había dicho lo que estaba pasando, el corazón de la joven latía fuertemente mientras iba corriendo a rescatar a su hermana. Y por poco no llega, el duque ya tenía la mano alzada para, con ansías, golpear a Ayla. Se interpuso en el medio sin pensarlo.
—Si no te quitas, serás tú quien pague las consecuencias —le dijo el duque, con la mirada cargada de inhumanidad.
—Háganmelo a mí. A ella dejadla, por favor —escuchó cómo Ayla se revolvía a su espalda, llorando y negando. No podía permitir que su hermana pagara por lo que ella había hecho. Constantemente, Nimue le había dicho que sus sentimientos debían de estar enterrados bajo su piel, sin dejar que nadie los viera. Si veía alguna injusticia, no debía de entrometerse porque si no las cosas podían ponerse mucho peor. Como estaba pasando en ese momento. Pero Ayla no la había escuchado, y ahora era su hermana mayor quien se saltaba sus propias normas. Por su culpa.
Johnson Ludovic le hizo un gesto a sus sirvientes, quienes apartaron a Ayla a un lado. Nimue no pudo mirarla. Lentamente se arrodilló, exponiendo su espalda como al señor le gustaba que hiciera y esperó al primer golpe.
—Hacedla que mire —A Nimue se le hundieron los hombros.
Los hombres que sostenían a la pequeña la colocaron frente al costado de su hermana, obligando así a ver cómo una y otra vez la piel de Nimue se abría con cada latigazo.
—¡No! ¡Nimue! —lloraba Ayla, sintiendo cómo los primeros moratones de sus brazos aparecían, cada vez que intentaba zafarse de sus prisioneros, éstos la apretaban más fuerte—. He sido yo, ella no tiene culpa de nada —la yegua también estaba inquieta, ambas experimentando los mismos sentimientos.
Duncan, que se había apartado de su padre, miraba la escena con horror. No quería ver eso, no quería estar ahí. No quería verlas sufrir. Y se dio cuenta que él no podía ser como su padre, no lo conseguiría. Le revolvía el estómago todo aquello. Y ver a Ayla, tan pequeña y luchando por soltarse, lo entristeció. Quería ayudarla, pero no podía. Se sentía como si unas raíces hubieran brotado de la tierra y hubieran inmovilizado sus piernas. Obligándose a hacer algo, dio un paso adelante. Y luego otro. Así hasta que llegó a la pequeña.
—Mírame, Ayla —le puso las manos en sus hombros, poniéndose entre ella y su hermana. Evitando así que la viera. Evitando así que una de las ordenes de su padre fuera llevada a cabo. Notó sus ojos sobre su cuello, quemándole. Luego, su padre se ensañaría con él. Pero no le importaba.
Escucharon el primer latigazo. Escucharon el primer quejido de Nimue. Escucharon la primera blasfemia del duque. Duncan vio el rostro de Ayla contorsionarse, vio las lágrimas caer y sin pensarlo le acarició la mejilla limpiando las gotas saladas. Mantuvo ahí su mano, mantuvo sus ojos clavados en los de ella.
Ayla escuchó el segundo latigazo. Y cerró los ojos."
La pequeña se despertó sudando, incorporándose de la cama con el corazón latiéndole salvajemente. Se llevó la mano a su pecho y miró a su lado, donde su hermana se encontraba durmiendo plácidamente.
Había pasado un año desde aquello, pero no podía dejar de tener pesadillas con lo ocurrido. Después de eso, su hermana y ella estuvieron encerradas en las mazmorras del castillo. Nimue no paraba de sangrar, estaba inconsciente, y solo le habían dado agua caliente con hierbas y un paño. Se tiró toda la noche limpiándola, abrazándola y susurrándole cuanto lo sentía y cuánto la quería.
De vez en cuando Nimue decía cosas sin sentido, consecuencia de la fiebre que le estaba atacando. En un momento de la noche, oyó gritos de hombres fuera del castillo, como si se estuvieran peleando los unos con los otros.
Edwin apareció entonces, quitando el candado de su pequeña prisión.
—Santo dios —se acuclilló frente a ellas y examinó las heridas de Nimue. Sacando de su bolsillo un botecito, le colocó el potingue sobre la piel abierta. La joven se quejó, abriendo un poco los ojos.
—¿Estás bien, Ayla? —preguntó en voz baja, tan baja que si no fuera por el eco de ese lugar hubiera sido imposible de escuchar.
—Yo sí, hermana. La que no estás bien eres tú. Lo siento tanto, Nimue. Yo no quería que esto pasara. Y mírate ahora —la abrazó fuertemente, llorando sin parar.
—Se pondrá bien, Ayla —la intentó consolar Edwin, pero nunca podría encontrar consuelo tras aquel día. Algo dentro de la pequeña se había roto—. Nimue, están aquí —le susurró, quitándole el pelo de la cara. La tenía pálida. Tenía que llevarla cuanto antes junto con la bruja Elara. Las altas fiebres podrían acabar con ella.
—Llévatela —se esforzó en decir Nimue. Ayla no entendía lo que estaban diciendo.
Edwin asintió.
—Volveré a por ti —le dijo el cocinero antes de levantarse y coger a Ayla en sus brazos.
—¡No! ¡Edwin, bájame! —pataleó, intentando que su amigo le hiciera caso. ¿Por qué todo el mundo la estaba manipulando a su antojo? —. No voy a dejarla. No podemos dejarla aquí —su voz lastimera dio paso a una enfurecida. Cabreada. Edwin salió de la jaula y en ese momento Ayla se agarró a uno de los barrotes.
Edwin intentó soltarla, pero la pequeña se agarraba a la barra como si de ello dependiera su vida.
—Tenemos que irnos, Ayla. Es por tu bien.
—Jamás la dejaré.
—Ayla, por favor —rogó su hermana entre sollozos—. Vete con él.
—¡No! —dándole una patada en la mano, consiguió que Edwin aflojara su agarre. Y la pequeña aprovechó para, con un último tirón, zafarse de él cayendo al suelo. Pero, levantándose rápidamente, corrió dentro de la prisión y cerró la puerta tras ella colocando nuevamente el candado—. Lo siento, Edwin. No puedo dejarla.
Su amigo la miró derrotado, no quería hacerle pasar eso a la pequeña, pero era lo mejor para ella. Sin embargo, no pudo conseguirlo. No podía luchar contra el amor que sentía hacia su hermana. No podía hacerla entrar en razón si desconocía todo lo que había detrás. No era culpa de ella, sólo quería cuidar de su hermana.
—Ayla, no...—musitó Nimue antes de volver a quedar inconsciente. Ayla se arrodilló junto a su hermana, limpiándola con el paño las heridas y cuidándola. Ahora era el turno de ella. Y no dejaría que nada ni nadie volviera a interponerse entre ellas.
Quitándose la fina sábana de encima, salió a la estrellada noche. Necesitaba despejarse, tenía la mente llena de los momentos que la habían atemorizado tanto ese día, y sabía cuál era el lugar perfecto para hacerlo.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top