Capítulo 1. Parte 4

La yegua relinchó inquieta, queriendo liberarse de los agarres de todos esos hombres, notaba la tensión que se había formado en el ambiente. Cuanto más se acercaba Duncan, más movía las patas ella, ladeando la cabeza a ambos lados como advirtiéndolo que no se acercara más. Y no lo habría hecho de estar solo, pero la presión de su padre hundía sus hombros y lo volvía irracional.

Cogió una de las correas que la sujetaban y se colocó a su lado, dirigiendo la mano a la cabeza del animal, el cual se apartó con un bufido. Y de la nada, Duncan acabó en el suelo, mirando al cielo azul que parecía emborronarse y notando como el oxígeno abandonaba sus pulmones. Le acababa de dar una coz en todo el pecho. De repente, tenía a varios hombres ayudándolo a levantarse, viendo que estaba bien, pero a él eso hacía que se le complicara más el respirar.

—¡Apartaos! —escuchó que gritaba su padre, el cual se había mantenido a un lado sin inmutarse—. Dejadlo que se levante solo —el oxígeno fue entrando poco a poco en sus pulmones, y giró la cabeza para mirar a su padre que le devolvió la mirada con semblante frío—. Levántate, muchacho.

Ayla, que había estado viendo toda la escena, dejó la horca a un lado y puso la mano sobre su corazón, lo notaba latir salvajemente. Sentía tristeza por lo que querían hacerle a la yegua, se sentía acorralada y había respondido provocándole un grave daño al joven duque. Pero se estaba defendiendo.

Cuando vio que Duncan no se levantaba del suelo, quiso ir corriendo a su rescate. No entendía como su padre podía estar tan tranquilo ahí, viendo pasarlo mal y sin hacer nada al respecto.

Al fin, Duncan se levantó.

—Y ahora, enséñale cómo castigamos aquí —dijo el señor Ludovic con voz tan alta que Ayla pudo escucharlo—. Trae el látigo —ordenó a uno de sus sirvientes, quien corriendo se dirigió a la armería que se encontraba en paralelo al establo.

Vio como Duncan dudaba, mirando a la yegua y luego a su padre. Los hombres volvieron a rodear al animal, poniéndola aún más nerviosa. El criado volvió, con dicho instrumento en las manos y a Ayla le entró un escalofrío que le recorrió toda la columna. No podía ver todo eso. No podía permitirlo.

El joven duque volvió a acercarse al animal, sujetando fuertemente el látigo que le habían dado. Su padre inspeccionaba cada paso que daba, cada gota de sudor que le caía por la frente, cada respiración entrecortada que exhalaba. Inspeccionaba qué su hijo cumpliera con los estandartes de un buen duque de Cirzia.

—Lo siento —susurró para así mismo Duncan, queriendo transmitírselo a la yegua, la cual sintiendo lo que iba a pasar, se levantó sobre sus dos patas traseras con un gran relincho.

El joven la observó en parte asustado y en parte con admiración. Intentaba escapar de su destino aun cuando la tenían agarrada por todos lados y era imposible. Pero ella seguía luchando, no se rendía.

—¡Ahora! —gritó su padre, y cerrando los ojos dio un paso más hacia ella, quedando a un espacio prudente para que no le volviera a patear, y levantó el látigo. Cuando iba a dejarlo caer con todas sus fuerzas, un cuerpo se interpuso entre Duncan y la yegua.

—¡No! —gritó Ayla, levantando los brazos a ambos lados y mirando con fiereza al joven.

Duncan se bloqueó. Miró hacía arriba, hacía la yegua, quien le devolvía la mirada con orgullo. Se había tranquilizado, sintiéndose de repente protegida por una simple niña. Su crin blanca ondeaba con el viento, así como lo hacía el cabello negro de Ayla, las dos con una misma aptitud, ambas con una misma naturaleza. Y ahí Duncan lo entendió.

—Maldita mocosa —rechinó el señor Ludovic, dando dos grandes zancadas hacia ella y cogiéndola del pelo—. Ahora vas aprender tú la lección.

—¡No! —volvió a gritar Ayla, con los ojos llenos de lágrimas intentando zafarse del agarre del duque. Le estaba haciendo daño.

—Duncan, castígala —ambos jóvenes se miraron con los ojos horrorizados. Ayla pensó si él iba a ser capaz de hacerlo. De ser como su padre. Hacía apenas unos momentos habían compartido un momento... bueno. Ella había visto en él algo diferente, ¿acaso se estaba equivocando?

—No, padre —soltó el látigo con decisión, y la mirada de su padre se endureció aún más.

—Muy bien. Pues lo haré yo. ¡Cogedla! —ordenó a los sirvientes, quienes se olvidaron de la yegua y la cogieron a ella.

—¡No! ¡No! ¡Dejadme! —gritaba una y otra vez Ayla. Y se sintió como el animal, ella quería escapar, pero no la dejaban. ¿Sería así toda su vida? ¿Queriendo ser libre, pero sin que nadie le permitiera tal derecho, atándola con cuerdas invisibles?

La obligaron a arrodillarse, y le desgarraron el vestido por la espalda. El rostro de Ayla estaba bañado en lágrimas y pronto lo estaría de dolor.

La yegua volvió a ponerse nerviosa, moviendo las patas y cabeza de un lado a otro. Intentó acercarse a ellos, pero la volvieron a detener. Ahora estaban las dos por igual, obligadas a mantenerse quietas mientras personas que se creían con propiedad sobre ellas, intentaban someterlas.

—Ahora vas aprender, pequeña desvergonzada, cuál es tu sitio —levantó la mano que sostenía el látigo, y ahí, la inocencia que aguardaba Ayla en su corazón, desapareció.

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