Capítulo 1. Parte 2
Y era encantadora, allá por donde fuera siempre tenía unas amables palabras, una dulce sonrisa y una cautivadora mirada. Sólo había que ver cómo la adoraban en el pueblo.
A veces, Ayla se preguntaba cómo podían ser hermanas puesto que era todo lo contrario a ella, pero Nimue siempre le decía que ella había salido a su madre y que Ayla, a su padre.
—Seguro que algún día lo descubrirás por ti misma —en su ascenso hacia el castillo de los Ludovic pasaron junto a un callejón estrecho en cuyo final se encontraba la herboristería de la Bruja Elara
—Me da miedo esa mujer —dijo Ayla señalando con el mentón hacía la casa.
—¿Por qué?
—No sé... Porque es, ¡Una bruja! —alzó los brazos a sus costados y miró con los ojos bien abiertos a su hermana. ¿De verdad se lo preguntaba?
—Pero no es una bruja de verdad —se rio Nimue, negando con la cabeza y mirando a su hermana divertida —. Se le dice así por sus medicinas, porque es capaz de mezclar todo tipo de ingredientes y crear brebajes que ayudan y curan a los enfermos.
—Tiene una verruga en la nariz, todos los libros que hablan de brujas las describen tal como es ella.
—Pero, Ayla —Nimue ya se estaba riendo a carcajadas, lo que le hizo aflojar en su arrastre con el carro. Y ya podía ver el castillo de los duques, estaban cerca—. Eso no era una verruga, era un grano ocasional. Solo la viste una vez y vaya casualidad. Pero créeme, no tiene ninguna verruga en la nariz.
—Hasta que no lo vea no lo creo —Ayla se cruzó de brazos un segundo para dar seguridad a su frase, y seguidamente volvió a ayudar a su hermana a tirar del carro. ¡Cómo pesaba el jodido!
—Es una buena mujer, pequeña. Gracias a ella te curaste de esa gripe tan mala que cogiste el año pasado, ¿recuerdas?
—¿¡Era de ella!? —preguntó indignada, soltando otra vez el carro. Con la tontería estaba ayudando poco a su hermana, y Nimue se dio cuenta.
—¿De quién si no? Venga no te hagas más la tonta y ayúdame, estamos aquí ya.
Llegaron hasta el puente que llevaba al portón del castillo de los señores Ludovic, este se alzaba majestuoso ante ellas. A veces, a Ayla le parecía que era un ogro gigante que las examinaba para ver si eran dignas de entrar en él. Y le gustara o no a ese grandullón, tenía que dejarlas entrar porque si no, ¿quién les llevaría la comida a los señores y lo limpiarían todo?
—Tranquilo, ogrito. A mí tampoco me gustaría tener que entrar en tus entrañas —dijo para sí misma la pequeña, sacándole una burla imaginaria.
Desde luego, Nimue tenía que dejar de leerle tanta fantasía.
Una vez que cruzaron el puente, la gran puerta se abrió de par en par sigilosamente y entraron dentro de la fortaleza. Llegaron al gran jardín, que ocupaba la mayor parte del terreno de los señores Ludovic, por lo que se encontraba frente a las estancias principales del castillo, y al lado de las torres de los sirvientes. Pasaron por el camino de grava, el cual estaba indicado para el uso exclusivo del personal, ya que los invitados de la familia o los propios miembros de ésta, tenían un camino diferente marcado con grandes listones de madera. Otra de las diferencias que había en aquel castillo y el cual dejaba clara la diferencia entre clase social alta y baja, eran los puentes que había para cruzar el río Archie, frente al cual a Ayla le gustaba pasar parte de su tiempo libre, cuando lo tenía, claro. El puente del personal era uno alto de piedra, que contaba con una inclinación que hacía que tanto Nimue como Ayla se las viera canutas para subir y bajar el carro de madera. El otro puente, estaba hecho de madera y era casi plano, tanto que a veces daba la sensación que el agua del río pudiera mojar tus pies al pasar por ahí.
Se dirigieron a la izquierda de la fortaleza, giraron una esquina y entraron por la puerta trasera que daba a la cocina.
—¡Edwin! —gritó Ayla, mientras corría a los brazos de su gran amigo. Este se agachó para recibirla, era tan alto que la pequeña siempre había creído que era hijo de gigantes.
—Hola, pequeñaja —la abrazó fuertemente y giró con ella en sus brazos. Nimue sonrió viéndolos.
Para ella también era la imagen de un padre, cuando entró por primera vez en ese lugar fue él quien la recibió y enseñó todo lo que debía de saber para sobrevivir en un sitio así. Junto con Ayla, era la familia que tenía.
—Nimue te ha traído una sorpresa —le confesó Ayla mordiéndose las uñas, impaciente por ver su reacción.
—Oh, ¿sí? ¿Qué es?
—¡Fresas! —dijeron las dos hermanas al unísono.
—¡Que buenas! Justo hoy tenía antojo, hace tiempo que no hago una tarta de ellas y me apetecía un montón —las ayudó a descargar el carro y a ir colocándolo en las despensas pertinentes.
La cocina estaba en pleno momento de bullicio, los sirvientes destinados a ella no paraban de ir de un sitio a otro mientras que Edwin les ordenaba a sus pinches lo siguiente que iba necesitando. Ayla era la más joven de todos ellos, y por lo general con su edad no podía estar trabajando, pero sus condiciones eran muy diferentes. Nunca nadie preguntaba, todos sabían lo que se cocía entre aquellas paredes, salvo la pequeña claro. Ella desconocía tantas cosas...
—Prometo dejaros un poco aparte para que podáis probarla —Edwin les guiñó un ojo y con eso las hermanas se dieron por satisfechas.
—Ayla, ve a los establos. Yo iré a preparar la mesa para los señores —por norma general la pequeña nunca se encargaba de tareas como la de servir la comida, era un puesto que requería mucha práctica y madurez y Ayla era muy joven aún para desempeñar tales tareas. Por lo que se encargaba de la limpieza, y del mantenimiento de los establos. Algo que a ella le encantaba.
Pasar tiempo con los caballos era algo que disfrutaba, no lo sentía como si fuera un trabajo que estaba obligada a hacer, que lo era, pero ella se sentía cómoda entre esos animales. Les parecía realmente hermosos, y cuando podía ver cómo algún jinete los cabalgaba veía en ellos la libertad, lo salvaje, y lo bonito de todo ello. Sentía admiración por ellos, y a veces un poco de envidia.
Sabía que a las afueras del reino de Cirzia se encontraba un inmenso bosque al que ella le encantaría ver alguna vez en su vida. Pero nadie podía salir de Cirzia, absolutamente nadie. Decían que el bosque estaba plagado de lobos peligrosos, que si algún insensato incumplía la norma de salir del reino lo pagaría con su propia vida. No sobreviviría a los lobos. A veces Ayla se preguntaba si eso era verdad, o si tan solo eran mentiras que contaban para que la gente curiosa no corriera tal riesgo.
Con una cesta en la mano salió de la cocina, giró a la derecha y se dirigió al establo por el camino de grava. Al entrar ahí fue caballo por caballo, puesto que se encontraban separados los unos de los otros mediante cuadras, y les dio una zanahoria mientras que acariciaba sus suaves hocicos. Ellos también se alegraban de verla.
—¿Cómo estás hoy, Sloan? —le preguntó al último caballo como si este le pudiera responder. Era uno de las últimas incorporaciones, por lo que era un macho joven de pelaje gris claro. Este la recibió con cariño mientras le daba mordisquitos a la zanahoria. Se volvía loco con ella—. ¡No! Quieto, solo hay una para cada uno —le regañó cuando el caballo le dio en la mano con el hocico, pidiéndole más —. Eres todo un glotón —se rio ella, acariciándolo por un momento más antes de ponerse a limpiar. El estar así la hacía desconectar por un breve instante. Cerró los ojos y se acercó a él para juntar su cara con la de Sloan.
—Le gustas —Ayla se sobresaltó al escucharlo, había estado tan dentro de su mundo que no se había dado cuenta de la llegada del joven. Inmediatamente, al darse cuenta de quién se trataba, la pequeña se inclinó levemente cogiéndose las faldas de su vestido y mirando hacia el suelo, como su hermana le había enseñado.
—Mi señor.
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