II.

Título: Él también puede amar.
Pareja: Levi Ackerman x Lectora.
Especificaciones: Universo canon.

A Levi no le gustaban los lirios blancos, tal vez porque eran las mismas flores que le llevaba a su madre muerta todos los fines de mes al cementerio donde descansaba. Aborrecía como estos se marchitaban sobre la tumba de mármol, que velozmente lo hacían dar saltos en el tiempo y regresar a su triste niñez, de la cual solo recordaba unas frías manos, sonrisas y retoños recién cortados. A veces le extrañaba, deseando con añoranza poder acogerse en sus enaguas mientras le arrullaba con su dulce voz cuando tenía pesadillas, acariciando las vagas memorias que perdía cuando envejecía, escribiendo de momentos felices que nunca vivió. Por esa y muchas razones más, su carácter no era maleable. Se había quedado solo, rodeado de cuentos góticos que leía para no llorar sublevado por la agonía que producía la soledad y se protegía con portones de hierro, alrededor de su corazón, en forma de murallas que lo aislaban de cualquiera que pretendiera escabullirse por sus pasajes.

Se quitó los mechones de la cara, terminando la última parte de la Cumbre Escarlata, los párpados le pesaban pero no más que su paupérrimo espíritu. No quería llorar, prefería mantenerse ese estoico semblante que ocultaba cada una de sus facetas y asfixiar al hombre sensible que residía bajo esas capas, pidiéndole encarecidamente que no saliera a la superficie por su propio beneficio. Se disponía a apagar la luz, cuando escuchó que golpeaban su puerta en finos toques, sabiendo quien era el responsable a esas altas horas de la madrugada.

— ¿Qué haces despierta todavía? —cuestionó el azabache, dejando que (Nombre) entrara a su habitación.

Ella, con su pijama violeta, era lo único que destacaba en la sombría habitación de tonos fríos. Donde su graciosa cabellera cobriza en voluminosos rulos, las pecas chispeando la piel de los cachetes, los grandes ojos marrones y su sonrisa amplia le brindaba una cálida caricia sin tocarle, como si le abrazara aún en la distancia que los separaba, porque la fémina no se le acercaba por temor a despertar inquietudes respecto a lo que sentía. Le amaba en silencio, llena de miedos e incertidumbres, conformándose con ofrecerle un hombro para que dejara en libertad a las fantasmagóricos espectros de su pasado.

—No podía dormir —contestó con simpleza, sentándose en la cama y mirando las estrellas fluorescentes pegadas al techo—. Mi cerebro cree que es buen momento para reproducir acontecimientos en mi cabeza y provocarme insomnio.

Él la observó de reojo, repasando las cicatrices en sus nudillos, en como las circunstancias le habían obligado a madurar y abandonar su niñez precipitadamente, reemplazando las muñecas por armas, risas por lágrimas.  Sin embargo, a su persona era inherente esa inocencia debajo de esas rizadas pestañas, que permanecía tintada en el café de los irises, los cuales le despertaban con energía cada mañana. Y en instantes como esos, el soldado más fuerte que la humanidad había visto, se preguntaba porque para ellos el amor era algo tan efímero e imposible.

—Estarás medio muerta en el entrenamiento, no pretendas que sea suave contigo —advirtió el varón, ocupando sitio a su lado. Las manos tímidas no se rozaron.

—Nunca lo has sido, ni siquiera cuando nos hicimos amigos y eso no cambiará ahora —pronunció la muchacha, volteando a mirar el perfil de su superior.

Tal vez muchos le vieran como una máquina de guerra, carente de sentimientos y con un agujero negro en su pecho, no los criticaba si tenían aquella creencia. Aunque (Nombre) desengranaba las facetas del hombre, percibiendo las estrellas fugaces en el gris profundo de sus ojos, deleitándose cuando desnudaba su parte más sensible, más humana, resucitando al infante que no fue por su tragedia, purificando aquello que esa agua cristalina bañaba. No le asombró haberse enamorado de él, a pesar de que sus historias no se entrelazarían jamás... supuso que los poemas que recitaron esos labios le revelaron secretos del mundo que había luego de esas murallas.

Era una magnífica obra de arte que le encantaría capturar sus manos fueran diestras para la pintura. Era un individuo tan interesante que le erizaba los vellos cuando lo hallaba infraganti, sus orbes analizando las expresiones de su fisionomía y resistiéndose a la necesidad que tenía de explorar las sonrojadas mejillas con sus falanges. Ella contuvo un jadeo, atragantada por las palabras que no salieron, negándose a romper la magia del ambiente al distinguir el rostro ajeno cerca del suyo, la respiración fusionada.

En la bandera de la libertad bordé el amor más grande de mi vida —citó, la efervescencia en el estómago precipitó la pequeña sonrisa en su faz. Tan sereno e imperceptible, pero ese gesto le pertenecía con entereza.

—Federico García Lorca.

—No encontré una frase que nos definiera tanto como esa —se sinceró, rozando los carnosos labiales femeninos que se abrieron por la emoción.

— ¿De verdad vas cruzar la línea invisible que habías marcado? No quiero que te arrepientas cuando amanezca —su ceja se curvó, luchando para recuperar la firmeza. Pero el suspiro que escurrió de su boca, delató la debilidad que le sobrecogió.

—De ser así, sería como negarme a mí mismo y darle la razón a los que me consideran una escoria sin emociones o sentimientos —aseguró, dominado por las ansias de besarle y sucumbir ante la muestra más ferviente de amor que compartió con alguien.

— ¿Está diciéndome, usted, mi capitán, que siente algo por mí? —la de cabellos rojizos quería que todo quedara claro, no se daría el lujo de confundir un arranque de lujuria por amor.

—No, te digo que estoy enamorado de ti —musitó, uniendo sus labios en un contacto tan anhelado que provocó la sensación de mariposas volando.

Esos metros que los distanciaban desaparecieron, así como la tonta creencia de que Levi Rivaille era un hombre plano, precario de otros elementos. Porque en el fondo yacía ese baúl de encantos, del cual (Nombre) tenía llave, maravillada al amar a su versión más real.

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