Capítulo 7

 Edwards, el Pájaro, cae en la trampa

Tal y como había dicho McMurdo, la casa en que vivía estaba muy aislada y resultaba muy adecuada para un crimen como el que habían planeado. Se encontraba en los límites de la población y bastante apartada de la calle principal. En cualquier otro caso, los conspiradores se habrían limitado, como tantas otras veces, a ir a buscar a su hombre y vaciar sus pistolas en su cuerpo; pero en este caso era necesario averiguar cuánto sabía, cómo lo había sabido, y qué había comunicado a sus superiores. Era posible que ya fuera demasiado tarde y que la misión estuviera cumplida. En tal caso, al menos podrían vengarse del hombre que lo había hecho. Pero tenían esperanzas de que el detective aún no hubiera averiguado nada de gran importancia; de no ser así, se decían, no se habría molestado en apuntar y telegrafiar una información tan trivial como la que McMurdo aseguraba haberle dado. No obstante, todo eso lo sabrían de su propia boca. Una vez en su poder, ya encontrarían la manera de hacerle hablar. No era la primera vez que tenían que persuadir a un testigo reacio.

McMurdo fue a Hobson's Patch como habían acordado. La policía parecía sentir un especial interés por él aquella mañana, y el capitán Marvin, el que aseguraba ser un viejo conocido suyo de Chicago, se había dirígido a él mientras esperaba en la estación. McMurdo le había dado la espalda y se había negado a hablar con él. Regresó de su misión por la tarde y fue a ver a McGinty al local del sindicato.

—Vendrá —le dijo.

—¡Estupendo! —dijo McGinty.

El gigante estaba en mangas de camisa, con su amplio chaleco atravesado por relucientes cadenas e insignias, y un diamante brillando a través de los flecos de su encrespada barba. El alcohol y la política habían convertido al Jefe en un hombre muy rico, e igualmente poderoso. Por ello, tenía que parecerle aún más terrible aquel atisbo de la prisión o la horca que había surgido ante él la noche anterior.

—¿Crees que sabe mucho? —preguntó con ansiedad.

McMurdo meneó la cabeza con gesto sombrío.

—Lleva aquí bastante tiempo..., seis semanas, por lo menos. Supongo que no vino hasta aquí para admirar el paisaje. Si ha estado todo este tiempo trabajando entre nosotros, con el dinero del ferrocarril apoyándole, es de suponer que haya obtenido resultados, y que los haya comunicado.

—No hay ningún hombre débil en la logia —exclamó McGinty—. Todos hasta el último son firmes como el acero. Aunque, claro, está esa mofeta de Morris. ¿Qué opinas de él? Si hay alguien capaz de traicionarnos, es él. Estoy pensando en enviar a un par de muchachos antes de que anochezca para que le den una paliza y vean lo que pueden sacarle.

—Bueno, eso no vendría mal —respondió McMurdo—. No niego que me cae bien Morris y lamentaría que le ocurriese una desgracia. Hemos hablado un par de veces sobre asuntos de la logia, y aunque puede que no vea las cosas como usted o como yo, no me pareció de los que se van de la lengua. Pero aun así, no seré yo quien me interponga entre usted y él.

—Voy a ajustarle las cuentas a ese vejestorio —dijo McGinty, añadiendo un juramento—. Le tengo echado el ojo desde hace un año.

—Usted sabrá lo que hace —respondió McMurdo—. Pero haga lo que haga, tendrá que hacerlo mañana, porque ahora tenemos que guardar discreción hasta haber solucionado el tema de Pinkerton. Hoy es el día que menos podemos permitirnos poner en movimiento a la policía.

—Tienes razón —dijo McGinty—. Además, el propio Edwards, el Pájaro, nos dirá de dónde sacó su información, aunque tengamos que arrancarle el corazón a trozos. ¿Tú crees que se olió la trampa?

McMurdo se echó a reír.

—Creo que le pillé por su punto flaco —dijo—. Si encuentra una buena pista de los Batidores, está dispuesto a seguirla hasta el final. He cobrado su dinero —con una sonrisa maliciosa, McMurdo sacó del bolsillo un fajo de billetes—, y me dará otro tanto cuando haya visto todos mis documentos.

—¿Qué documentos?

—No hay ningún documento. Pero le llené los oídos con estatutos, reglamentos y formularios de ingreso. Espera llegar al fondo del asunto antes de salir de aquí.

—A fe mía, que en eso tiene razón —dijo McGinty en tono siniestro—. ¿No te preguntó por qué no le habías llevado los papeles?

—¡Como si yo fuera a llevar encima ese tipo de cosas, siendo un sospechoso y habiéndome hablado hoy mismo el capitán Marvin en la estación de tren!

—Sí, ya me he enterado —dijo McGinty—. Parece que a ti te va a tocar cargar con la peor parte de este asunto. Cuando hayamos acabado con él, podemos tirarlo a un pozo de mina abandonado, pero hagamos lo que hagamos, siempre constará que el hombre vivía en Hobson's Patch y que tú estuviste allí hoy.

McMurdo se encogió de hombros.

—Si hacemos las cosas bien, nunca se podrá demostrar que ha habido un homicidio —dijo—. Nadie podrá verle venir a casa por la noche, y apuesto cualquier cosa a que nadie le verá salir. Y ahora, concejal, vamos a ver: le voy a explicar mi plan, y le ruego que informe usted a los otros. Todos ustedes vendrán con tiempo suficiente. Muy bien. El llega a las diez. Tiene que llamar con tres golpes, y yo le abro la puerta. Luego me pongo detrás de él y cierro. Ya lo tenemos dentro.

—Todo está claro y es fácil.

—Sí, pero el siguiente paso hay que pensarlo bien. El tipo no es presa fácil. Va bien armado. A pesar de que lo he engañado bien, es probable que esté en guardia. Suponga que le hago pasar directamente a una habitación en la que esperaba encontrarse a solas conmigo, y se encuentra allí siete hombres. Habrá tiros, y alguien resultará herido.

—Es verdad.

—Y el ruido hará que nos caigan encima todos los malditos polis de esta ciudad.

—Sí, creo que tienes razón.

—Yo lo haría de este modo: todos ustedes estarán en la sala grande, la que usted vio cuando fue a hablar conmigo. Yo abro la puerta, le hago pasar a la salita que hay al lado, y lo dejo allí mientras voy a buscar los papeles. Así tendré ocasión de decirles cómo van las cosas. Luego vuelvo con él, llevándole algunos documentos falsos. Mientras los está leyendo, salto sobre él y le sujeto el brazo de la pistola. Ustedes me oyen llamar y acuden corriendo. Cuanto más deprisa, mejor, porque el tipo es tan fuerte como yo y a lo mejor no puedo con él. Pero calculo que seré capaz de sujetarlo hasta que ustedes lleguen.

—Es un buen plan —dijo McGinty—. La logia quedará en deuda contigo por esto. Creo que ya sé quién va a ser el hombre que me sucederá cuando yo deje el cargo.

—Vamos, concejal, si soy poco más que un recluta —dijo McMurdo. Pero su rostro mostraba claramente lo que opinaba del cumplido del gran jefe.

Cuando regresó a su casa, hizo sus propios preparativos para la turbulenta noche que se avecinaba. En primer lugar, limpió, engrasó y cargó su revólver Smith and Wesson. A continuación, inspeccionó la habitación en la que iba a ser atrapado el detective. Era un cuarto amplio, con una mesa larga de pino en el centro y una estufa grande en un extremo. En los otros dos lados había ventanas. No tenía contraventanas: solo cortinas finas, que se corrían hacia los lados. McMurdo las examinó con mucha atención. Sin duda, le parecía que la habitación estaba demasiado a la vista para un asunto tan secreto. No obstante, la calle principal estaba a tanta distancia que aquello no tenía demasiada importancia. Por último, habló del asunto con su compañero de pensión. Scanlan, a pesar de ser un Batidor, era un hombrecillo inofensivo, demasiado débil para enfrentarse a las opiniones de sus camaradas, pero que en el fondo estaba horrorizado por las sangrientas fechorías en las que a veces se había visto obligado a colaborar. McMurdo le explicó en pocas palabras lo que se proponían hacer.

—Y yo que tú, Mike Scanlan, me tomaría la noche libre y no me acercaría por aquí. Aquí va a correr la sangre antes de que amanezca.

—Pues mira, Mac —respondió Scanlan—, no es que me falte voluntad, lo que me falta es valor. Cuando vi caer al director Dunn, allá en la mina de carbón, fue superior a mis fuerzas. No estoy hecho para esto, como lo estáis tú o McGinty. Si la logia no se lo va a tomar a mal, haré lo que tú me aconsejas y os dejaré solos esta noche.

Los hombres llegaron a su hora, según lo convenido. Por fuera parecían ciudadanos respetables, bien vestidos y aseados, pero quien supiera leer en los rostros habría leído muy pocas esperanzas para Edwards, el Pájaro, en aquellas bocas apretadas y aquellos ojos despiadados. No había en la habitación ni un solo hombre que no se hubiera manchado las manos de sangre una docena de veces. Eran tan insensibles al asesinato de una persona como un carnicero a la muerte de un cordero. Desde luego, entre todos ellos destacaba, tanto en aspecto como en culpabilidad, el formidable Jefe. Harraway, el secretario, era un hombre enjuto y agrio, de cuello largo y nudoso y miembros nerviosos y temblones. Era un hombre de incorruptible lealtad en lo referente a las finanzas de la Orden, y sin el menor concepto de justicia y honradez para todo lo demás. Cárter, el tesorero, era un hombre de edad madura con una expresión impasible y algo malhumorada, y piel amarilla y apergaminada. Era un buen organizador, y de su calculador cerebro habían salido los detalles concretos de casi todos los atentados. Los dos hermanos Willaby eran hombres de acción: jóvenes altos y ágiles, con expresión resuelta. En cambio, su compañero, el Tigre Cormac, era un joven corpulento y siniestro, temido hasta por sus propios camaradas por la ferocidad de su carácter. Estos eran los hombres que se reunieron aquella noche bajo el techo de McMurdo para matar al detective de Pinkerton.

Su anfitrión había colocado whisky sobre la mesa, y ellos se apresuraron a ponerse en forma para la tarea que les aguardaba. Baldwin y Cormac estaban ya medio borrachos, y el licor había sacado a la superficie toda su ferocidad. Cormac colocó las manos sobre la estufa durante un instante: estaba encendida, ya que las noches de primavera todavía eran frías.

—Esto puede ser útil —dijo, acompañando sus palabras con un juramento.

—Sí —dijo Baldwin, comprendiendo lo que quería decir el otro—. Si le atamos a esa estufa, le arrancaremos la verdad.

—Le sacaremos la verdad, por eso no os preocupéis —dijo McMurdo.

Aquel hombre tenía nervios de acero. A pesar de que sobre él recaía todo el peso del asunto, su manera de actuar era tan tranquila y despreocupada como siempre. Los otros se fijaron en ello y elogiaron su actitud.

—Eres el hombre indicado para encargarse de él —dijo el Jefe con satisfacción—. No se dará cuenta de nada hasta que tenga tu mano en la garganta. Es una pena que las ventanas no tengan contraventanas.

McMurdo fue de una ventana a otra y cerró más las cortinas.

—Seguro que ahora no puede vernos nadie. Ya casi es la hora.

—A lo mejor no viene. Es posible que haya olfateado el peligro —dijo el secretario.

—Vendrá, no temáis —respondió McMurdo—. Está tan ansioso por venir como vosotros por recibirlo. ¡Escuchad!

Todos quedaron inmóviles como figuras de cera, algunos con los vasos detenidos a mitad de camino de los labios. Tres fuertes golpes habían sonado en la puerta.

—¡Silencio!

McMurdo levantó una mano en señal de precaución. Una mirada de triunfo recorrió el círculo, y las manos palparon armas ocultas.

—¡Ni el menor mido, por vuestra vida! —susurró McMurdo, saliendo de la habitación y cerrando cuidadosamente la puerta tras de sí.

Los asesinos aguardaron con los oídos en tensión. Contaron los pasos de su camarada por el pasillo. A continuación, le oyeron abrir la puerta de la calle. Captaron unas pocas palabras como de saludo, y en seguida sonaron dentro de la casa los pasos de un extraño y una voz que no conocían. Un instante después, les llegó el ruido de la puerta al cerrarse y el de una llave que giraba en la cerradura. Su presa estaba cogida en la trampa. Tigre Cormac soltó una risotada espantosa, y el Jefe McGinty le tapó la boca con su enorme manaza.

—¡Cállate, imbécil! —susurró—. ¡Todavía vas a buscarnos la ruina!

Se oyó un murmullo de conversación en la habitación de al lado. Parecía interminable. Por fin, se abrió la puerta y apareció McMurdo, con un dedo en los labios.

Se acercó al extremo de la mesa y miró al grupo. Un sutil cambio se había producido en él. Su manera de comportarse era la de un hombre que tiene que llevar a cabo una tremenda tarea. El rostro se le había endurecido como si fuera de granito. Los ojos le brillaban con salvaje excitación a través de las gafas. Se veía claramente que había asumido el control de la situación. Los demás le miraron con ansioso interés, pero él no dijo nada. Los fue mirando uno a uno, siempre con la misma peculiar mirada.

—¿Y bien? —exclamó por fin el Jefe McGinty—. ¿Está aquí? ¿Ha venido Edwards, el Pájaro?

—Sí —respondió lentamente McMurdo—. Edwards, el Pájaro, está aquí. ¡Yo soy Edwards, el Pájaro!

Tras aquella breve declaración, hubo diez segundos de tan profundo silencio que se podría haber dicho que la habitación estaba vacía. Una tetera colocada sobre la estufa empezó a sisear con un sonido estridente que raspaba los oídos. Siete rostros pálidos, todos alzados hacia aquel hombre que los dominaba, permanecían inmóviles de puro terror. Entonces, con un súbito estrépito de cristales rotos, un auténtico bosque de relucientes cañones de rifle penetró a través de las ventanas, y las cortinas fueron arrancadas de sus raíles. Al ver aquello, el Jefe McGinty rugió como un oso herido y se abalanzó hacia la puerta entreabierta. Pero allí se encontró con un revólver que le apuntaba, y con los fríos ojos azules del capitán Marvin, de la Policía del Carbón y el Hierro, que brillaban detrás del punto de mira. El Jefe retrocedió y se dejó caer en su silla.

—Ahí estará más seguro, concejal —dijo el hombre al que hasta entonces conocían como McMurdo—. Y tú, Baldwin, si no apartas la mano de tu revólver, aún es posible que des plantón al verdugo. Apártala, o, por el Dios que me creó... Así está mejor. Hay cuarenta hombres armados rodeando la casa, así que vosotros mismos podéis calcular vuestras posibilidades. Quíteles las armas, Marvin.

No había ninguna posibilidad de resistencia bajo la amenaza de aquellos rifles. Los hombres se dejaron desarmar. Abatidos, avergonzados y absolutamente perplejos, seguían sentados en torno a la mesa.

—Me gustaría deciros unas palabras antes de separarnos —dijo el hombre que los había atrapado—. Lo más probable es que no nos volvamos a encontrar hasta que me veáis en el estrado del tribunal. Os voy a dar algo en que pensar hasta entonces. Ahora ya sabéis quién soy. Por fin puedo poner mis cartas sobre la mesa. Soy Edwards, el Pájaro, agente de Pinkerton. Se me escogió para destruir vuestra banda. He tenido que jugar un juego difícil y peligroso. Ni una sola persona, ni una sola, ni siquiera las más cercanas y queridas, sabía nada de mi juego, con la excepción del capitán Marvin, aquí presente, y de mis superiores. Pero, gracias a Dios, la partida ha terminado esta noche, y la he ganado yo.

Los siete rostros pálidos y rígidos lo miraban fijamente. Había en sus ojos un odio incontenible. Él captó la implacable amenaza.

—Puede que penséis que la partida aún no ha terminado. Bien, correré el riesgo. De cualquier modo, algunos de vosotros ya no jugarán ninguna baza más, y hay otros sesenta hombres, aparte de vosotros, que entrarán en la cárcel esta misma noche. Quería deciros que, cuando me encomendaron este trabajo, no me creía que existiera una sociedad como la vuestra. Pensaba que eran habladurías de los periódicos y que yo iba a poder demostrarlo. Me dijeron que era una rama de los Hombres Libres, así que fui a Chicago y me inicié en la Orden. Entonces me convencí más que nunca de que no eran más que habladurías de la prensa, porque no vi nada malo en la Sociedad, y sí mucho bueno. Aun así, tenía que cumplir mi misión y vine a los valles carboneros. Al llegar aquí, comprobé que estaba equivocado y que lo que decían no era un cuento, así que me quedé a ver qué pasaba. No he matado a nadie en Chicago. Tampoco he falsificado un dólar en mi vida. Los que os di eran tan buenos como cualquier otro, pero nunca ha habido dinero mejor gastado. Sabía cómo podía ganarme vuestras simpatías, y por eso fingí ser un fugitivo de la justicia. Todo salió como yo tenía pensado.

»Y así ingresé en vuestra infernal logia y pude participar en vuestros consejos. Puede haber quien diga que yo era tan malo como vosotros. Que digan lo que quieran, con tal de teneros atrapados. Pero ¿cuál es la verdad? La noche que me uní a vosotros, apaleasteis al viejo Stanger. No pude avisarle, porque no dio tiempo, pero detuve tu mano, Baldwin, cuando estabas a punto de matarlo. Si alguna vez he sugerido algo, para mantener mi posición entre vosotros, han sido cosas que sabía que no podía evitar. No pude salvar a Dunn y a Menzies, porque no sabía lo suficiente, pero ya me encargaré de que los asesinos sean ahorcados. Sí que avisé a Chester Wilcox, de modo que cuando volé su casa, él y su familia estaban escondidos en otra parte. Hubo muchos crímenes que no pude impedir, pero si hacéis memoria y pensáis en las veces que vuestra víctima regresó a casa por otro camino, o estaba en el centro de la ciudad cuando fuisteis a buscarla, o se quedó en casa cuando pensabais que iba a salir, veréis en ello mi mano.

—¡Maldito traidor! —siseó McGinty entre los dientes apretados.

—Sí, John McGinty, puedes llamarme así si con ello te sientes menos escocido. Tú y tu gente habéis sido los enemigos de Dios y de los hombres en estos lugares. Hacía falta un hombre que se interpusiera entre vosotros y esos pobres diablos, los hombres y mujeres que teníais en vuestras garras. No había más que una manera de hacerlo, y así lo hice. Tú me llamas «traidor», pero seguro que son muchos miles los que me consideran un «libertador» que descendió a los infiernos para salvarlos.

Me ha costado tres meses, y no volvería a pasar tres meses como estos ni aunque me los pagaran dejándome suelto en el Tesoro de Washington. Tenía que quedarme aquí hasta tenerlo todo en mis manos: hasta el último hombre y el último secreto. Habría esperado un poco más de no haberme enterado de que mi secreto estaba a punto de descubrirse. Había llegado a la ciudad una carta que os habría puesto sobre aviso a todos. No tuve más remedio que actuar, y deprisa. No tengo nada más que deciros, excepto que, cuando me llegue la hora, moriré más tranquilo pensando en el trabajo que he realizado en este valle. Y ahora, Marvin, no le entretengo más. Enciérrelos y acabemos con esto.

Hay poco más que contar. McMurdo le había entregado a Scanlan una carta lacrada para que la llevara a casa de la señorita Ettie Shafter, una misión que él aceptó con un guiño y una sonrisa de enterado. A primera hora de la mañana, una hermosa mujer y un hombre muy embozado subieron a un tren especial, enviado por la compañía del ferrocarril, y emprendieron un rápido viaje sin paradas hasta salir de la zona de peligro. Era la última vez que Ettie y su amante ponían los pies en el valle del terror. Diez días después se casaban en Chicago, con el viejo Jacob Shafter como testigo de boda.

El juicio de los Batidores se celebró lejos de los lugares donde sus secuaces habrían podido aterrorizar a los guardianes de la ley. Sus esfuerzos fueron inútiles. En vano se gastó a manos llenas el dinero de la logia —dinero arrancado mediante extorsiones en toda la región— en el intento de salvarlos. Todas las argucias de sus defensores se estrellaron contra el frío, claro y desapasionado testimonio de un hombre que conocía hasta el último detalle de sus vidas, su organización y sus crímenes. Por fin, después de tantos años, estaban derrotados y en desbandada. La nube desapareció para siempre del valle. McGinty fue a acabar su vida en el cadalso, arrastrándose y lloriqueando cuando le llegó la última hora. Ocho de sus principales colaboradores sufrieron la misma suerte. Cincuenta y tantos fueron condenados a diversas penas de prisión. La misión de Edwards, el Pájaro, estaba cumplida.

Y sin embargo, tal como había previsto, la partida aún no había terminado. Todavía quedaba una baza por jugar, y después otra, y otra. Ted Baldwin, por citar un ejemplo, se había librado de la horca; y también los hermanos Willaby, y algunos otros de los elementos más feroces de la banda. Durante diez años permanecieron apartados del mundo, pero llegó un día en el que quedaron libres de nuevo. Y Edwards, que conocía a aquellos hombres, supo perfectamente que aquel día terminaba su vida en paz. Aquellos hombres habían jurado por todo lo que consideraban sagrado que la sangre de Edwards vengaría a sus camaradas. Y se esforzaron al máximo por cumplir su juramento. Tuvo que huir de Chicago después de dos atentados que estuvieron tan cerca del éxito, que Edwards comprendió que no escaparía del tercero. Desde Chicago, con nombre falso, fue a California, y allí se apagó por algún tiempo la luz de su vida al fallecer Ettie Edwards. Una vez más estuvo a punto de ser asesinado, y una vez más, bajo el nombre de Douglas, trabajó en un cañón apartado, donde, con un socio inglés llamado Barker, amasó una fortuna. Pero un día le llegó un aviso de que la jauría estaba de nuevo tras su pista y tuvo que marcharse —justo a tiempo— para venir a Inglaterra. Y aquí llegó el John Douglas que contrajo segundas nupcias con una compañera digna de él y vivió durante cinco años como un caballero rural de Sussex, una vida que terminó con los extraños sucesos que ya conocemos.

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