Capítulo 7

 La solución

A la mañana siguiente, después de desayunar, encontramos al inspector MacDonald y a White Masón muy atareados en el pequeño despacho del sargento de policía del pueblo. Sobre la mesa que tenían delante se amontonaban numerosas cartas y telegramas, que ellos seleccionaban y clasificaban cuidadosamente. Tres estaban colocados aparte.

—¿Aún seguimos tras la pista del escurridizo ciclista? —preguntó Holmes, alegremente—. ¿Cuáles son las últimas noticias del rufián?

MacDonald señaló con gesto abatido el montón de correspondencia.

—Por el momento, lo han localizado en Leicester, Nottingham, Southampton, Derby, East Ham, Richmond y otros catorce sitios. En tres de ellos, East Ham, Leicester y Liverpool, la evidencia en su contra era tan clara que lo han detenido. Parece que el país está plagado de fugitivos con impermeables amarillos.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Holmes con simpatía—. Mire, señor Mac, y también usted, señor White Masón. Quiero darles un consejo muy en serio. Cuando me metí en este caso con ustedes, recordarán que puse como condición que no les presentaría teorías a medio demostrar, sino que me guardaría mis ideas y trabajaría sobre ellas hasta tener la seguridad de que eran acertadas. Por esta razón, no les voy a decir en este momento todo lo que tengo en la cabeza. Pero, por otra parte, también les dije que jugaría limpio con ustedes, y creo que no jugaría limpio si les dejara, ni por un momento, malgastar energía sin necesidad en una tarea improductiva. Por eso he venido aquí esta mañana a darles un consejo, y mi consejo se resume en tres palabras: abandonen la investigación.

MacDonald y White Masón miraron atónitos a su célebre colega.

—¿Cree que no hay posibilidad de solución? —exclamó el inspector.

—Creo que su investigación no la tiene. Pero no considero imposible llegar a averiguar la verdad.

—Pero ¿y ese ciclista? Eso no es ninguna invención. Tenemos su descripción, su maleta, su bicicleta. Tiene que estar en alguna parte. ¿Por qué no habríamos de dar con él?

—Sí, sí, seguro que estará en alguna parte, y seguro que daremos con él, pero no puedo permitir que malgasten sus energías en East Ham o en Liverpool. Estoy seguro de que podemos encontrar un camino más corto para llegar a la solución.

—Usted se está guardando algo. Eso no es jugar limpio, señor Holmes —el inspector estaba molesto.

—Ya conoce mis métodos de trabajo, Mac. Pero me lo callaré el menor tiempo posible. Solo quiero hacer una comprobación, que resultará muy fácil, y después les saludaré y regresaré a Londres, dejando mis conclusiones a su completa disposición. Les debo demasiado para proceder de otro modo, porque no recuerdo en toda mi carrera un problema tan curioso e interesante como este.

—No entiendo nada, señor Holmes. Anoche hablamos con usted, al regresar de Turnbridge Wells, y en general estaba usted de acuerdo con nuestras conclusiones. ¿Qué ha sucedido desde entonces para que ahora tenga una idea completamente nueva del caso?

—Bueno, ya que lo pregunta, anoche pasé varias horas en la Mansión, como les dije que pensaba hacer.

—¿Y qué ocurrió?

—¡Ah! De momento solo puedo darles una respuesta muy inconcreta. Por cierto, he estado leyendo una breve, pero muy clara e interesante historia del viejo edificio, que se puede adquirir por la módica suma de un penique en la tienda de tabaco del pueblo —al decir esto, Holmes sacó del bolsillo del chaleco un pequeño folleto, ilustrado con un tosco grabado de la antigua casa solariega—. El placer de la investigación, querido señor Mac, aumenta considerablemente cuando uno sintoniza de manera consciente con el ambiente histórico que le rodea. No se ponga tan impaciente, porque le aseguro que incluso una crónica tan escueta como esta hace surgir en la mente algún tipo de imagen del pasado. Permítame que le dé un ejemplo: «La mansión solariega de Birlstone, construida en el quinto año del reinado de Jacobo I, sobre el emplazamiento de un edificio mucho más antiguo, constituye uno de los ejemplos más perfectos y mejor conservados de residencia jacobina con foso...»

—Se está burlando de nosotros, Holmes.

—¡Vamos, vamos, señor Mac! Es la primera señal de mal genio que detecto en usted. Está bien, no les leeré el texto palabra por palabra, ya que le pone de tan mal humor. Pero si le digo que aquí se relata cómo tomó la casa un coronel parlamentarista en 1644, y que en ella estuvo escondido varios días el rey Carlos durante la guerra civil, y, por último, la visita que hizo Jorge II al lugar, tendrá que reconocer que existen varias anécdotas muy interesantes relacionadas con esta antigua mansión.

—No lo dudo, señor Holmes, pero eso no es asunto nuestro.

—¿Cómo que no? ¿Cómo que no? La amplitud de miras, querido señor Mac, es uno de los aspectos esenciales de nuestra profesión. La interconexión de ideas y la aplicación de conocimientos de otros campos resultan a menudo extraordinariamente interesantes. Tendrá que perdonar estos comentarios de una persona que, aunque solo sea un simple aficionado al crimen, es bastante mayor que usted y puede que más experimentado.

—Soy el primero en reconocerlo —dijo el inspector en tono cordial—. Reconozco que suele usted cumplir sus objetivos, pero tiene una manera tan endemoniadamente tortuosa de hacerlo...

—Bueno, bueno, dejemos la historia pasada y ciñámonos a los hechos actuales. Como ya les he dicho, anoche fui a la Mansión. No vi al señor Barker ni a la señora Douglas, porque no me pareció necesario molestarlos, pero me alegró saber que la señora no parecía muy angustiada y que había despachado una cena excelente. A quien más me interesaba ver era al bueno del señor Ames, con quien intercambié algunas cortesías que culminaron con su avenencia a permitirme pasar algún tiempo a solas en el despacho sin que se enterara nadie más.

—¿Cómo? ¿Con aquello? —exclamé yo.

—No, no. Todo eso ya está arreglado. Tengo entendido que usted dio su autorización, señor Mac. La habitación estaba en su estado normal, y en ella pasé un cuarto de hora muy instructivo.

—¿Qué estuvo haciendo?

—Pues bien, para no hacer un misterio de un asunto tan simple, estuve buscando la pesa perdida. Siempre ha constituido una pieza muy importante en mi interpretación del caso. Y acabé encontrándola.

—¿Dónde?

—¡Ah, ya nos acercamos a los límites de lo inexplorado! Permítanme ir un poco más lejos, solo un poco más, y les prometo que les haré partícipes de todo lo que sé.

—Bien, no nos queda más remedio que aceptar sus condiciones —dijo el inspector—. Pero eso de venir a decirnos que abandonemos la investigación... ¿Por qué tendríamos que abandonarla, por amor de Dios?

—Por la sencilla razón, querido señor Mac, de que no tienen la menor idea de lo que están investigando.

—Estamos investigando el asesinato del señor John Douglas, de la Mansión Birlstone.

—Sí, sí, eso hacen. Pero no se molesten en seguir la pista del misterioso caballero de la bicicleta. Les aseguro que eso no les servirá de nada.

—Entonces, ¿qué sugiere usted que hagamos?

—Les voy a decir exactamente lo que pueden hacer, si es que quieren.

—Bueno, debo decir que siempre he comprobado que tenía usted razones para todas sus extravagantes maniobras. Haré lo que usted me aconseje.

—¿Y usted, señor White Masón?

El policía rural miró a uno y otro con expresión de impotencia. Sherlock Holmes y sus métodos eran una novedad para él.

—Bueno, si al inspector le parece bien, a mí también me parece bien —dijo por fin.

—Excelente —dijo Holmes—. Pues entonces, yo les recomendaría a ambos un bonito y alegre paseo por el campo. Me han dicho que desde Birlstone Ridge se divisan unas vistas magníficas del Weald. Seguro que podrán comer en algún parador agradable, aunque mi desconocimiento de la región me impide recomendarles uno. Al atardecer, cansados pero felices...

—¡Holmes, esto ya es pasarse con las bromas! —exclamó MacDonald, levantándose indignado de su asiento.

—Está bien, está bien, pasen el día como gusten —dijo Holmes, dándole animadas palmaditas en el hombro—. Hagan lo que les parezca y vayan donde quieran, pero vengan aquí sin falta a reunirse conmigo antes del anochecer. Sin falta, Mac.

—Eso parece ya más razonable.

—Les he dado un consejo excelente, pero no insisto, con tal de que estén aquí cuando les necesite. Pero ahora, antes de separarnos, quiero que escriba usted una nota al señor Barker.

—Bien.

—Yo se la dictaré si le parece bien. ¿Preparado? «Estimado señor: Me ha parecido que es nuestro deber desecar el foso, con la esperanza de encontrar algo...»

—Eso es imposible —dijo el inspector—. Ya me he informado.

—Vamos, vamos, amigo mío. Por favor, haga lo que le pido. Bien, sigamos: «... con la esperanza de encontrar algo que pueda ayudar a nuestra investigación. Ya he tomado las medidas necesarias, y los operarios empezarán a trabajar mañana, a primera hora de la mañana, para desviar el arroyo...»

—¡Imposible!

—«... desviar el arroyo, por lo que he considerado conveniente advertírselo por anticipado». Ahora, fírmela y envíela por mensajero a eso de las cuatro. A esa hora nos volveremos a encontrar en esta misma habitación. Hasta entonces, cada uno puede hacer lo que más le guste, porque les puedo asegurar que esta investigación ha entrado en una fase de pausa.

Estaba cayendo la tarde cuando volvimos a reunimos. Holmes estaba muy serio a su manera, yo curioso, y los policías claramente molestos y criticones.

—Bien, caballeros —dijo mi amigo con mucha seriedad—. Ahora les voy a pedir que participen conmigo en este experimento, y podrán juzgar por sí mismos si las observaciones que he realizado justifican las conclusiones a las que he llegado. La tarde está muy desapacible, y no sé cuánto puede durar nuestra expedición, de modo que les ruego que se pongan su ropa de más abrigo. Es de la máxima importancia que estemos en nuestros puestos antes de que oscurezca del todo, así que, con su permiso, nos pondremos en marcha de inmediato.

Caminamos a lo largo de los límites exteriores del parque de la mansión hasta llegar a un lugar donde había un hueco en la verja que lo rodeaba. Por allí nos colamos, y después, mientras caían las sombras, seguimos a Holmes hasta un macizo de arbustos situado casi enfrente de la puerta principal y el puente levadizo. Este último aún no se había alzado. Holmes se agazapó detrás de la masa de laureles, y los otros tres seguimos su ejemplo.

—Muy bien, y ahora ¿qué hacemos? —preguntó MacDonald en tono algo brusco.

—Armar nuestras almas de paciencia y hacer el menor ruido posible —respondió Holmes.

—¿Para qué hemos venido aquí? Creo, de verdad, que podría tratarnos con más franqueza.

Holmes se echó a reír.

—Watson siempre dice que soy un dramaturgo de la vida real —dijo—. Hay dentro de mí una cierta vena de artista que reclama con insistencia una buena puesta en escena. Estoy convencido de que nuestra profesión, señor Mac, resultaría muy aburrida y sórdida si no preparásemos de vez en cuando la escenificación para realzar nuestros resultados. La acusación directa, la palmada brutal en el hombro... ¿qué placer se puede obtener de semejante dénouement? En cambio, la inferencia rápida, la trampa sutil, la astuta previsión de lo que va a suceder, la triunfal confirmación de teorías atrevidas... ¿no constituyen el orgullo y la justificación del trabajo al que hemos dedicado nuestras vidas? En este preciso momento sienten ustedes la emoción provocada por la magia de la situación y la anticipación del cazador. ¿Dónde estaría esa emoción si yo hubiera sido tan preciso como un horario de trenes? Solo les pido un poco de paciencia, señor Mac, y lo verán todo claro.

—Está bien, solo espero que el orgullo y la justificación y todo lo demás lleguen antes de que nos muramos de frío —dijo el policía de Londres con cómica resignación.

Todos teníamos buenas razones para sumarnos a esa aspiración, porque nuestra vigilia fue larga y dura. Poco a poco, la oscuridad se fue cerrando sobre la larga y sombría fachada de la vieja mansión. El vaho frío y húmedo del foso nos helaba hasta los huesos y nos hacía castañetear los dientes. Sobre la entrada de la casa había un único farol, y en el despacho fatídico brillaba un firme globo de luz.

—¿Cuánto va a durar esto? —preguntó el inspector de repente—. ¿Y qué es lo que estamos vigilando?

—No tengo ni la menor idea de lo que va a durar —respondió Holmes con cierta aspereza—. Si los criminales actuaran siempre ateniéndose a un horario, como los ferrocarriles, sería mucho más cómodo para todos nosotros, en eso estoy de acuerdo. En cuanto a lo que estamos... ¡Mire, eso es lo que estamos vigilando!

Mientras él hablaba, la brillante luz amarilla del despacho quedó tapada por alguien que andaba de un lado a otro delante de ella. Los laureles que nos servían de escondite se encontraban justo enfrente de la ventana y a menos de treinta metros de distancia. En aquel momento, la ventana se abrió de par en par con un chirrido de bisagras, y pudimos ver borrosamente la oscura silueta de la cabeza y los hombros de un hombre que miraba hacia la oscuridad exterior. Permaneció unos minutos mirando hacia fuera, de manera furtiva y clandestina, como si quisiera asegurarse de que nadie lo observaba. Después, se inclinó hacia delante y, en medio del intenso silencio, percibimos un suave chapoteo de agua agitada. Parecía que el hombre estaba removiendo el agua del foso con algo que tenía en la mano. De pronto sacó algo del agua, como un pescador que saca un pez: un objeto grande y redondeado, que tapó la luz cuando el hombre lo hizo pasar por la ventana abierta.

—¡Ahora! —exclamó Holmes—. ¡Ahora!

Todos nos pusimos en pie y lo seguimos a trompicones con nuestros miembros entumecidos, mientras él, en uno de aquellos estallidos de energía nerviosa que de vez en cuando lo transformaban en el hombre más activo y vigoroso que he conocido en mi vida, cruzaba el puente corriendo a toda velocidad y tocaba con fuerza la campanilla. Se oyó el rechinar de cerrojos al otro lado de la puerta, y el asombrado Ames apareció en el umbral. Holmes lo apartó a un lado sin decir palabra y, seguido por todos nosotros, se precipitó en la habitación ocupada por el hombre al que habíamos estado vigilando.

La lámpara de aceite que había estado sobre la mesa era la fuente de la luminosidad que habíamos visto desde el exterior. Ahora estaba en la mano de Cecil Barker, que la adelantó hacia nosotros cuando entramos. Su luz caía sobre su rostro firme, decidido y bien afeitado, y sobre sus amenazadores ojos.

—¿Qué demonios significa todo esto? —exclamó—. ¿Qué buscan ustedes aquí?

Holmes echó una rápida mirada por la habitación y se abalanzó sobre un bulto empapado y atado con una cuerda, que estaba tirado bajo el escritorio, donde había sido arrojado.

—Esto es lo que buscamos, señor Barker. Este paquete, lastrado con una pesa, que usted acaba de sacar del fondo del foso.

Barker se quedó mirando a Holmes con expresión de asombro.

—¿Cómo rayos ha sabido de su existencia? —preguntó.

—Por la sencilla razón de que yo lo puse ahí.

—¿Que usted lo puso ahí? ¿Usted?

—Tal vez debería haber dicho que «lo volví a dejar ahí» —dijo Holmes—. Recordará usted, inspector MacDonald, que me extrañó bastante que faltara una pesa. Se lo hice notar, pero, apremiado por otras circunstancias, apenas tuvo usted tiempo de dedicarle la debida atención, lo cual le habría permitido sacar algunas deducciones. Cuando hay agua cerca y falta un objeto pesado, no es aventurado suponer que han hundido algo en el agua. Por lo menos, era una idea que valía la pena poner a prueba, de modo que anoche, con la ayuda de Ames, que me permitió entrar en la habitación, y con el mango del paraguas del doctor Watson, conseguí pescar e inspeccionar ese paquete. Sin embargo, era de la máxima importancia que pudiéramos demostrar quién lo dejó ahí. Esto lo hemos conseguido por el sencillísimo procedimiento de anunciar que mañana se iba a desecar el foso, con lo cual, como es natural, la persona que hubiera escondido el paquete se apresuraría con toda seguridad a retirarlo en cuanto la oscuridad se lo permitiese. Tenemos nada menos que cuatro testigos para dar fe de quién aprovechó la oportunidad. Así que, señor Barker, creo que ahora le toca hablar a usted.

Sherlock Holmes colocó el chorreante paquete sobre la mesa, junto a la lámpara, y desató la cuerda que lo sujetaba. Extrajo de su interior una pesa de gimnasia, que arrojó al rincón junto a su compañera. A continuación, sacó un par de botas.

—Americanas, como pueden ver —comentó, señalando las punteras.

Después colocó sobre la mesa un largo y mortífero cuchillo envainado. Por último, deshizo un atado de ropa, que incluía una muda interior completa, calcetines, un traje de lana gris y un impermeable amarillo corto.

—Las ropas son corrientes —comentó Holmes—, con excepción del impermeable, que está lleno de detalles sugerentes —lo acercó con ternura a la luz, mientras sus largos y delgados dedos revoloteaban sobre la prenda—. Aquí, como pueden ver, hay un bolsillo interior que se prolonga bajo el forro, dejando espacio de sobra para la escopeta recortada. En el cuello tenemos la etiqueta del sastre: «Neale. Ropa de trabajo. Vermissa. U. S. A.». Me he pasado una tarde muy instructiva en la biblioteca del párroco, y he ampliado mis conocimientos al saber que Vermissa es una pequeña y próspera ciudad, situada en la cabecera de uno de los más famosos valles mineros de los Estados Unidos, conocido por sus minas de carbón y hierro. Creo recordar, señor Barker, que usted relacionó las zonas carboníferas con la primera esposa del señor Douglas, y no parece muy aventurado deducir que las letras V. V. que había en la tarjeta encontrada junto al cadáver significan «valle de Vermissa», y que este mismo valle, que envía emisarios a cometer asesinatos, debe de ser el mismísimo valle del terror del que hemos oído hablar. Hasta aquí, está bastante claro. Y ahora, señor Barker, creo que no debo hacer esperar más su explicación.

Era todo un espectáculo ver el rostro expresivo de Cecil Barker durante la exposición del gran detective. Por él fueron pasando sucesivamente la ira, el asombro, la consternación y la indecisión. Por fin, se refugió en una ironía bastante ácida.

—Ya que sabe tanto, señor Holmes, tal vez sea mejor que nos explique algo más —se burló.

—No le quepa duda de que podría decirle mucho más, señor Barker, pero sería más interesante que lo hiciera usted.

—Eso cree, ¿eh? Pues lo único que puedo decir es que, si existe aquí algún secreto, ese secreto no es mío, y no seré yo quien lo traicione.

—Muy bien, pues si adopta esa actitud, señor Barker —dijo tranquilamente el inspector—, tendremos que mantenerle vigilado hasta que dispongamos de la orden judicial y podamos proceder a su detención.

—Pueden hacer lo que les dé la maldita gana —dijo Barker, desafiante.

La situación parecía haber llegado a un callejón sin salida por lo que a él se refería. No había más que mirar su rostro de granito para darse cuenta de que ninguna peine forte et dure le obligaría a declarar contra su voluntad. Pero el estancamiento quedó roto por una voz femenina. La señora Douglas, que había estado escuchando junto a la puerta entreabierta, entró en la habitación.

—Ya has hecho bastante por nosotros, Cecil —dijo—. Ocurra lo que ocurra en el futuro, tú ya has hecho bastante.

—Bastante y más que bastante —añadió Sherlock Holmes, muy serio—. Siento la mayor simpatía por usted, señora, y le ruego de todo corazón que tenga algo de confianza en nuestro sistema de justicia y comunique voluntariamente a la policía todo lo que sabe. Puede que yo mismo tenga mi parte de culpa, por no haber hecho caso a la sugerencia que me transmitió por medio de mi amigo, el doctor Watson, pero en aquel momento tenía abundantes motivos para creer que estaban ustedes directamente implicados en el crimen. Ahora estoy convencido de que no es así. Pero, al mismo tiempo, quedan aún muchas cosas sin explicar, y le recomendaría fervientemente que pidiera usted al señor Douglas que nos contara él mismo su historia.

La señora Douglas dejó escapar una exclamación de asombro al oír las palabras de Holmes. Y creo que los dos policías y yo le hicimos eco cuando advertimos la presencia de un hombre que parecía haber surgido a través de la pared, y que avanzaba desde la oscuridad del rincón en el que había aparecido. La señora Douglas se volvió, y un instante después lo rodeaba con sus brazos, mientras Barker estrechaba la mano que le tendía.

—Es mejor así, Jack —repetía la mujer—. Estoy segura de que es mejor así.

—De verdad que sí, señor Douglas —dijo Sherlock Holmes—. Ya verá como al final es lo mejor.

El hombre nos miraba parpadeando, con la expresión deslumbrada de quien pasa de la oscuridad a la luz. Tenía un rostro notable: ojos grises y de mirada audaz, bigote canoso bien recortado, mandíbula cuadrada y saliente, y boca con expresión humorística. Nos miró detenidamente a todos y después, con gran asombro por mi parte, avanzó hacia mí y me entregó un legajo de papeles.

—He oído hablar de usted —dijo, con un acento que no era ni del todo inglés ni del todo americano, pero que en conjunto resultaba suave y agradable—. Usted es el historiador de esta pandilla. Bien, doctor Watson, apuesto hasta mi último dólar a que jamás ha pasado por sus manos una historia como esta. Cuéntela a su manera, pero aquí están los hechos, y con estos hechos no le faltarán lectores. He pasado dos días emparedado y he dedicado las horas de luz, la poca luz que me llegaba en esa ratonera, a ponerlo todo por escrito. Lo dejo a su disposición, y a la de su público. Esta es la historia del valle del terror.

—Eso es el pasado, señor Douglas —dijo Sherlock Holmes con suavidad—. Lo que ahora deseamos oír es su relato del presente.

—Lo tendrá, señor —dijo Douglas—. ¿Puedo fumar mientras se lo cuento? Gracias, señor Holmes. Usted también es fumador, si no recuerdo mal, y podrá imaginarse lo que es estar sentado dos días, con tabaco en el bolsillo, pero con miedo a que el olor te delate —se apoyó en la repisa de la chimenea y chupó con avidez el cigarro que Holmes le había dado—. He oído hablar de usted, señor Holmes; nunca imaginé que llegaríamos a conocemos. Pero seguro que, antes de que acabe de leer eso —señaló con la cabeza mis papeles—, va a decir que le he traído algo completamente nuevo.

El inspector MacDonald no había dejado de mirar al recién llegado con absoluto asombro.

—¡Pero bueno, esto es realmente sorprendente! —exclamó por fin—. Si usted es John Douglas, de la mansión Birlstone, entonces ¿quién es el muerto cuya muerte llevamos dos días investigando, y de dónde demonios sale usted ahora? Dio la impresión de que surgía del suelo como el muñeco de una caja sorpresa.

—Ah, señor Mac —dijo Holmes, reprendiéndole con el dedo índice—. Se negó usted a leer esa excelente crónica local que describía la ocultación del rey Carlos. En aquel entonces, la gente no se escondía más que en escondites seguros, y un escondite que se ha usado una vez, se puede volver a usar. Yo estaba convencido de que encontraríamos al señor Douglas bajo este techo.

—¿Y cuánto tiempo lleva jugando con nosotros, señor Holmes? —dijo el inspector, indignado—. ¿Cuánto tiempo ha estado permitiendo que nos agotáramos en una búsqueda que usted sabía que era absurda?

—Ni un solo instante, querido señor Mac. Hasta anoche no me formé una idea clara del caso. Como no se podía poner a prueba hasta esta noche, les invité a usted y a su compañero a tomarse un día de vacaciones. Dígame: ¿qué más podía hacer? Cuando encontré el paquete de ropa en el foso, tuve la seguridad de que el cadáver que habíamos encontrado no podía ser de ningún modo el del señor John Douglas, sino que tenía que ser el del ciclista de Turnbridge Wells. No era posible llegar a otra conclusión. Por consiguiente, tenía que averiguar dónde podía estar el verdadero señor Douglas, y todas las probabilidades apuntaban a que, con la complicidad de su esposa y de su amigo, se había escondido en una casa que disponía de instalaciones adecuadas para ocultar a un fugitivo en espera de tiempos más tranquilos para poder efectuar la huida definitiva.

—Pues acertó en su suposición —dijo el señor Douglas en tono de aprobación—. Me pareció más conveniente eludir la justicia británica, porque no estaba seguro de mi situación ante ella; y además, aquí vi la oportunidad de hacer perder mi rastro a estos perros de una vez por todas. Les aseguro que, del principio al final, no he hecho nada de lo que tenga que avergonzarme, ni nada que no volvería a hacer, pero eso lo podrán juzgar ustedes mismos cuando les cuente mi historia. No se moleste en advertirme, inspector. Estoy dispuesto a no apartarme de la verdad.

»No voy a empezar por el principio. Todo eso está ahí —señaló mi montón de papeles—, y ya verán que es una historia bien curiosa. Todo se reduce a esto: hay ciertos hombres que tienen buenos motivos para odiarme y que darían hasta su último dólar para acabar conmigo. Mientras yo esté vivo y ellos también, no hay en el mundo un sitio seguro para mí. Me persiguieron desde Chicago hasta California; y me siguieron persiguiendo hasta hacerme marchar de América. Pero cuando me casé y me establecí en este lugar tan tranquilo, llegué a pensar que mis últimos años serían apacibles. Nunca le expliqué a mi mujer la situación. ¿Para qué iba a implicarla a ella? Jamás volvería a tener un momento de tranquilidad, estaría siempre imaginando peligros. Supongo que algo sabía, porque habré dejado caer una palabra aquí y otra allá..., pero hasta ayer, después de que ustedes, caballeros, hablaran con ella, no se enteró de la verdad del asunto. Les dijo a ustedes todo lo que sabía, lo mismo que Barker, porque la noche en que sucedió todo esto tuvimos muy poco tiempo para explicaciones. Ahora lo sabe todo, y habría sido más inteligente por mi parte contárselo antes. Pero era un problema difícil, querida —agarró durante un instante la mano de su esposa—, y actué como me pareció mejor.

»Bien, caballeros: el día antes de estos sucesos, estuve en Turnbridge Wells y allí vi fugazmente a un hombre en la calle. Fue solo un instante, pero tengo buen ojo para estas cosas, y no me cupo duda de quién era. Era el peor de todos mis enemigos, un hombre que me ha venido persiguiendo durante todos estos años como un lobo hambriento detrás de un caribú. Comprendí que el peligro era inminente, y vine a casa a prepararme para afrontarlo. Estaba dispuesto a luchar solo y salir airoso. Hubo un tiempo en el que mi suerte daba que hablar en todos los Estados Unidos, y no dudaba de que aún seguiría acompañándome.

»Todo el día siguiente estuve en guardia y no salí al parque. Hice bien, porque me habría tumbado con esa escopeta suya antes de que yo pudiera sacar mi arma. Después de izar el puente (siempre me quedaba más tranquilo cuando levantábamos el puente por las noches), dejé de preocuparme por el asunto. Ni se me ocurrió que pudiera entrar en la casa y acecharme aquí. Pero cuando estaba haciendo la ronda vestido con mi batín, como tenía por costumbre, olí el peligro en cuanto entré en el despacho. Supongo que cuando un hombre ha corrido peligros en su vida, y yo he corrido más que la mayoría de la gente, adquiere una especie de sexto sentido que agita la bandera roja. Vi la señal con toda claridad, aunque no sabría decirles por qué. Un instante después distinguí una bota bajo la cortina de la ventana, y entonces supe el porqué sin lugar a dudas.

»Yo tenía en la mano solo una vela, pero por la puerta abierta entraba bastante luz de la lámpara del vestíbulo. Dejé la vela y salté a por un martillo que había dejado en la repisa de la chimenea. En aquel mismo instante, él se abalanzó sobre mí. Vi el brillo del cuchillo y le lancé un golpe con el martillo. Le di en alguna parte, porque el cuchillo cayó repicando al suelo. El rodeó la mesa, rápido como una anguila, y un momento después sacó la escopeta de debajo de su impermeable. Le oí amartillarla, pero yo ya la tenía agarrada antes de que pudiera disparar. Yo la agarraba por los cañones, y luchamos a muerte durante un minuto o más. El que soltara la presa era hombre muerto. Él no llegó a soltarla, pero mantuvo la culata hacia abajo un segundo más de lo conveniente. Puede que fuera yo el que apretó el gatillo. Puede que lo apretáramos entre los dos. En cualquier caso, él recibió las dos descargas en la cara y yo quedé de pie, mirando fijamente lo que quedaba de Ted Baldwin. Lo había reconocido en el pueblo, y también cuando saltó sobre mí, pero ni su propia madre habría podido reconocerlo tal como había quedado. Estoy acostumbrado a la vida dura, pero casi me mareé al verlo.

«Estaba apoyado en el borde de la mesa cuando Barker bajó corriendo. Oí que también venía mi esposa, y corrí a la puerta para detenerla. No era espectáculo para que lo viera una mujer. Le prometí que pronto iría con ella. Cambié unas palabras con Barker, que se dio cuenta de todo al primer vistazo, y esperamos a que vinieran los demás. Pero nadie dio señales de vida. Entonces comprendimos que nadie había oído nada, y que solo nosotros sabíamos lo que había ocurrido.

»En aquel instante se me ocurrió la idea. Era tan brillante que casi me deslumbra. La manga del muerto se había subido, y allí, en su antebrazo, estaba la marca a fuego de la logia. Vean esto.

El hombre al que conocíamos como Douglas se arremangó la chaqueta y la camisa y nos enseñó un triángulo castaño dentro de un círculo, exactamente iguales que los que habíamos visto en el cadáver.

—Ver esto fue lo que me dio la idea. Con una sola mirada lo vi todo claro. Su estatura, su pelo y su figura eran más o menos como los míos. Y nadie podría identificar su cara, pobre diablo. Bajé este traje que llevo y, en un cuarto de hora, Barker y yo le pusimos mi batín y lo dejamos tal como ustedes lo encontraron. Hicimos un paquete con todas sus cosas, lo lastré con el único objeto pesado que pude encontrar, y lo arrojamos por la ventana. La tarjeta que él había pensado dejar sobre mi cadáver estaba caída junto al suyo. Le puse en el dedo mis anillos, pero cuando llegué al anillo de boda... —Douglas extendió su musculosa mano—. Pueden ver por sí mismos que me resultó imposible. No me lo he quitado desde que me casé, y habría necesitado una lima para quitármelo. Tampoco sé si habría estado dispuesto a desprenderme de él, pero aunque hubiera querido, no habría podido hacerlo. Así que tuvimos que dejar ese detalle a merced de los acontecimientos. Lo que sí hice fue traer una tira de esparadrapo y colocársela donde yo llevo esta otra. Ahí tuvo usted un fallo, señor Holmes, con todo lo listo que es, porque si hubiera despegado el esparadrapo habría visto que no había ningún corte debajo.

»Bueno, pues esa era la situación. Si podía permanecer oculto durante algún tiempo y luego huir a algún sitio donde mi mujer pudiera reunirse conmigo, tendríamos por fin la posibilidad de vivir en paz el resto de nuestras vidas. Estos demonios no me darían un respiro mientras yo siguiera sobre la tierra, pero si leían en los periódicos que Baldwin había alcanzado a su hombre, se acabarían todos mis problemas. No tuve mucho tiempo para explicárselo a Barker y a mi mujer, pero comprendieron lo suficiente para poder ayudarme. Yo conocía este escondite, y también lo conocía Ames, pero jamás se le pasó por la cabeza relacionarlo con el suceso. Así que me escondí en él y Barker se ocupó del resto.

«Supongo que ustedes se figurarán lo que hizo. Abrió la ventana y dejó la mancha en el alféizar para sugerir cómo había escapado el asesino. Era un poco descabellado, pero, dado que el puente estaba levantado, no había otro camino. Después, cuando todo estuvo arreglado, tocó la campanilla con todas sus fuerzas. Lo que ocurrió después ya lo saben. Y ahora, caballeros, pueden hacer lo que gusten, pero les he dicho la verdad y toda la verdad, por Dios se lo juro. Y lo que les pregunto ahora es: ¿cuál es mi situación, según las leyes inglesas?

Hubo un silencio, que rompió Sherlock Holmes.

—La ley inglesa es, en términos generales, una ley justa. No le tratarán peor de lo que merece. Pero tengo que preguntarle cómo sabía este hombre que usted vivía aquí, cómo sabía el modo de entrar en la casa y dónde esconderse para atacarle.

—De eso no sé nada.

El rostro de Holmes estaba muy pálido y muy serio.

—Me temo que esta historia aún no ha terminado —dijo—. Puede que tenga que enfrentarse a peligros peores que la ley de Inglaterra, peores incluso que sus enemigos americanos. Preveo que le aguardan dificultades, señor Douglas. Siga mi consejo y permanezca en guardia.

Y ahora, pacientes lectores míos, quiero pediros que vengáis conmigo durante algún tiempo, lejos de la mansión solariega de Birlstone, en Sussex, y lejos también del año de gracia en el que hicimos aquel memorable viaje que concluyó con la extraña historia del hombre que todos conocían como John Douglas. Quiero que retrocedáis conmigo en el tiempo unos veinte años, y que os desplacéis en el espacio varios miles de millas hacia el Oeste, para que pueda exponer ante vosotros una extraña y terrible narración. Tan extraña y tan terrible que puede que os resulte difícil creer que ocurrió tal como yo os la cuento. No vayáis a creer que estoy insertando una historia antes de que termine la otra. A medida que leáis, os daréis cuenta de que no es así. Y cuando yo haya detallado aquellos lejanos sucesos y vosotros hayáis resuelto este misterio del pasado, nos volveremos a encontrar en esas habitaciones de Baker Street, donde, como tantos otros sucesos maravillosos, tendrá final este relato.

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