Capítulo 6
Comienza a brillar la luz
Los tres detectives tenían aún que investigar numerosos detalles, de modo que regresé solo a nuestros modestos aposentos en la posada del pueblo; pero antes di un paseo por el curioso y antiguo jardín que flanqueaba la casa. Estaba completamente rodeado por hileras de antiquísimos tejos, podados según extraños diseños. En el interior había una hermosa extensión de césped con un viejo reloj de sol en el centro. El efecto general era tan apacible y tranquilizante, que mis nervios, algo desquiciados, lo agradecieron. En aquel ambiente tan plácido, uno podía olvidar —o recordar solo como una fantástica pesadilla— aquel tenebroso despacho con la figura ensangrentada y despatarrada en el suelo. Y sin embargo, mientras paseaba y procuraba sosegar mi espíritu con aquel suave bálsamo, ocurrió un extraño incidente que me hizo regresar a la tragedia, dejando en mi mente una siniestra impresión.
Ya he dicho que el jardín estaba rodeado por una hilera de tejos ornamentales. En el extremo más alejado de la casa, se espesaba hasta formar un seto continuo. Al otro lado de este seto, oculto a los ojos de cualquiera que se acercara desde la casa, había un banco de piedra. Al acercarme a aquel punto pude oír voces: un comentario pronunciado en tono ronco de hombre, respondido por un leve tintineo de risa femenina. Un instante después había rodeado el extremo del seto y mis ojos se posaron en la señora Douglas y el tal Barker antes de que ellos advirtieran mi presencia. El aspecto de la señora me dejó escandalizado. En el comedor había estado recatada y discreta, pero ahora había dejado a un lado toda simulación de dolor. Sus ojos brillaban con la alegría de vivir, y su rostro aún temblaba de risa por las palabras de su acompañante. Se sentaba inclinada hacia delante, con las manos entrelazadas y los antebrazos apoyados en las rodillas, con una sonrisa de complicidad en su rostro hermoso y atrevido. En un instante —pero un instante demasiado tarde—, los dos volvieron a adoptar sus máscaras de solemnidad al hacerse visible mi figura. Intercambiaron una o dos frases apresuradas, y entonces Barker se levantó y vino hacia mí.
—Perdone, señor —dijo—. ¿Hablo con el doctor Watson?
Asentí con una frialdad que, en mi opinión, demostraba bien a las claras la impresión que me habían producido.
—Hemos pensado que debía de ser usted, ya que su amistad con el señor Holmes es bien conocida. ¿Le importaría acercarse y hablar un momento con la señora Douglas?
Le seguí con expresión agria. En mi imaginación veía con toda claridad aquella figura destrozada, tendida en el suelo. Y aquí, tan solo unas pocas horas después de la tragedia, estaban su esposa y su mejor amigo riéndose juntos, detrás de un arbusto del jardín que había sido suyo. Saludé a la dama con frialdad. En el comedor, me había solidarizado con su pena. Ahora respondí a su mirada suplicante con otra inexpresiva.
—Me temo que me considera una mujer dura e insensible —dijo.
Me encogí de hombros.
—No es asunto mío —dije.
—Puede que algún día me haga usted justicia. Si usted supiera...
—No hay ninguna necesidad de que el doctor Watson sepa nada —se apresuró a decir Barker—. Como él mismo ha dicho, no es asunto suyo.
—Exacto —dije yo—. Así que, con su permiso, continuaré mi paseo.
—Un momento, doctor Watson —exclamó la mujer con voz suplicante—. Hay una pregunta que usted puede responder con más autoridad que ninguna otra persona en el mundo, y que para mí tiene gran importancia. Usted conoce mejor que nadie al señor Holmes y sus relaciones con la policía. Suponiendo que se le confiara un secreto en privado, ¿es absolutamente necesario que se lo comunique a la policía?
—Sí, eso es —dijo Barker, ansioso—. ¿Trabaja por su cuenta o está con ellos a todos los efectos?
—La verdad es que no me considero autorizado para discutir semejante asunto.
—Le ruego..., le imploro que lo haga, doctor Watson. Le aseguro que nos ayudaría..., que me ayudaría muchísimo si nos orientara en este aspecto.
Había tal tono de sinceridad en la voz de la mujer que, por un instante, me olvidé de su ligereza y sentí deseos de hacer todo lo que me pidiera.
—El señor Holmes es un investigador independiente —dije—. No obedece órdenes de nadie y actúa siguiendo sus propios criterios. Al mismo tiempo, es natural que sienta lealtad hacia los policías que trabajan en el mismo caso, y no les ocultaría nada que pudiera ayudarlos a poner a un criminal en manos de la justicia. Más no les puedo decir, y si desean más información les recomiendo que hablen con el señor Holmes en persona.
Y con estas palabras, saludé con el sombrero y seguí mi camino, dejándolos sentados detrás de aquel seto encubridor. Al torcer por el extremo más alejado, miré hacia atrás y vi que seguían conversando animadamente. Dado que miraban hacia mí, estaba claro que el tema de su discusión era la conversación que habían mantenido conmigo.
—No deseo que me hagan ninguna confidencia —dijo Holmes cuando le informé de lo sucedido. Se había pasado toda la tarde en la mansión deliberando con sus dos colegas, y había regresado a eso de las cinco con un hambre feroz, para tomar la abundante merienda que yo había encargado para él—. Nada de confidencias, Watson, que luego son muy embarazosas cuando hay que detener a alguien por asesinato premeditado.
—¿Cree usted que se llegará a eso?
Holmes estaba débonnaire del más animado humor.
—Querido Watson, cuando haya dado cuenta de ese cuarto huevo, estaré en condiciones de ponerle al corriente de toda la situación. No digo que hayamos llegado al fondo del asunto, ni mucho menos, pero en cuanto encontremos la pesa que falta...
—¡La pesa!
—Por favor, Watson. ¿Es posible que no se haya percatado de que todo el caso depende de esa pesa desaparecida? Bueno, bueno, no tiene por qué deprimirse. Aquí, entre nosotros, no creo que ni el inspector Mac ni el excelente profesional del lugar se hayan dado cuenta de la trascendental importancia de ese detalle. ¡Una sola pesa, Watson! Imagínese un gimnasta con una sola pesa: piense en el desarrollo unilateral, en el inminente peligro de desviación de la columna. ¡Un espanto, Watson, un espanto!
Se quedó sentado, con la boca llena de tostada y un brillo malicioso en los ojos, contemplando mi confusión intelectual. La mera visión de su excelente apetito era una garantía de éxito, porque yo recordaba perfectamente los días y noches que pasaba sin pensar siquiera en comer cuando su desconcertada mente se estrellaba contra algún problema, mientras sus flacas y ansiosas facciones se volvían aún más enjutas debido al ascetismo de la concentración mental absoluta. Por fin, encendió su pipa y, sentado junto a la chimenea de la vieja posada del pueblo, empezó a hablar despacio y a la ventura sobre el caso, más como si pensara en voz alta que como si estuviera haciendo una exposición meditada.
—Una mentira, Watson: una mentira enorme, contundente, aplastante y sin paliativos...; con eso nos encontramos nada más llegar. Y ese es nuestro punto de partida. Toda la historia que contó Barker es mentira. Pero la señora Douglas corrobora la versión de Barker. Por lo tanto, también ella miente. Los dos mienten y están confabulados. Así pues, el problema está claro: ¿por qué mienten, y cuál es la verdad que con tanto empeño intentan ocultar? Vamos a ver, Watson, si entre usted y yo logramos ver más allá de la mentira y reconstruir la verdad.
»¿Cómo sé que están mintiendo? Porque se trata de un embuste chapucero que, sencillamente, no puede ser verdad. ¡Piense en ello! Según la historia que nos cuentan, el asesino tuvo menos de un minuto, después de haber cometido el crimen, para sacar de la mano del muerto ese anillo, que estaba debajo de otro anillo, volver a colocarle el otro anillo, que es algo que a nadie se le ocurriría hacer, y dejar esa curiosa tarjeta junto a la víctima. Le digo que eso es evidentemente imposible. Podría usted argumentar (pero respeto demasiado su buen juicio, Watson, para pensar que lo haría) que pudo quitarle el anillo antes de matarlo. Pero el hecho de que la vela hubiera estado encendida muy poco tiempo demuestra que el encuentro no fue muy largo. ¿Le parece probable que Douglas, de cuyo carácter intrépido tanto hemos oído hablar, se dejara quitar su anillo de boda en tan poco tiempo, o cabe concebir siquiera que lo entregara? No, no, Watson. El asesino estuvo a solas con el muerto durante un buen rato, y con la lámpara encendida. De eso no tengo ni la menor duda. Pero, al parecer, el arma causante de la muerte fue la escopeta. Por consiguiente, la escopeta tuvo que dispararse algún tiempo antes de lo que nos dicen. Pero en un detalle como ese no cabían equivocaciones. Así pues, nos encontramos ante una conjura deliberada por parte de las dos personas que oyeron el disparo: el hombre Barker y la mujer Douglas. Si encima de todo esto puedo demostrar que la mancha de sangre del alféizar la dejó Barker intencionadamente para dar una pista falsa a la policía, tendrá usted que reconocer que el caso se pone muy negro para él.
»Lo que tenemos que preguntarnos ahora es a qué hora se cometió realmente el asesinato. Hasta las diez y media, los sirvientes andaban por la casa, así que es seguro que no fue antes de esa hora. A las once menos cuarto, todos se habían retirado ya a sus habitaciones, con excepción de Ames, que estaba en la despensa. Después de que usted nos dejara esta tarde, llevé a cabo algunos experimentos y comprobé que, estando cerradas las puertas, por mucho ruido que hiciera MacDonald en el estudio, a mí no me llegaba ningún sonido en la despensa. Sin embargo, en la habitación del ama de llaves la cosa es distinta. No está tan al fondo del pasillo, y desde allí, si gritaban mucho, se podía oír una voz lejana. El sonido de un tiro de escopeta queda algo amortiguado si se dispara a quemarropa, como ocurrió sin duda en este caso. Pero aunque no hiciera mucho ruido, en el silencio de la noche tuvo que oírse perfectamente desde el cuarto de la señora Alien. Nos ha dicho que está un poco sorda, pero, aun así, mencionó en su declaración que oyó algo que le pareció un portazo, una media hora antes de que se diera la alarma. Media hora antes de que se diera la alarma eran las once menos cuarto. No me cabe duda de que lo que oyó fue el disparo de la escopeta, y que a esa hora se cometió en realidad el asesinato. Siendo así, ahora tenemos que averiguar lo que estuvieron haciendo el señor Barker y la señora Douglas, suponiendo que no sean ellos los auténticos asesinos, desde las once menos cuarto, que fue cuando el ruido del disparo los hizo bajar, hasta las once y cuarto, que fue cuando tocaron la campanilla para llamar a la servidumbre. ¿Qué estuvieron haciendo y por qué no dieron la alarma al instante? Esa es la cuestión que debemos plantearnos, y cuando la hayamos resuelto habremos dado sin duda un gran paso en la resolución de nuestro problema.
—Yo estoy convencido —dije— de que esos dos están confabulados. Ella tiene que ser una mujer sin corazón para reírle al otro las bromas a las pocas horas de ser asesinado su marido.
—Exacto. Ni siquiera en su propia versión de lo ocurrido brillaba mucho como esposa. Ya sabe usted, Watson, que no soy ningún ferviente admirador de las mujeres, pero mi experiencia de la vida me ha enseñado que muy pocas esposas, si es que tienen algún aprecio a sus maridos, dejarían que nada que les dijera ningún hombre les impidiera acercarse al cadáver de su marido. Si alguna vez me caso, Watson, espero inspirar a mi esposa algún sentimiento que le impida dejarse llevar por un ama de llaves cuando mi cadáver yace a pocos metros de ella. Eso estuvo muy mal escenificado, porque hasta al investigador más torpe le extrañaría la ausencia de los habituales llantos femeninos. Aunque no hubiera habido nada más, solo con ese detalle habría bastado para hacerme sospechar que hay una conjura premeditada.
—Entonces, ¿cree usted, en definitiva, que Barker y la señora Douglas son culpables del asesinato?
—Hace usted unas preguntas, Watson, espantosamente directas —dijo Holmes, amonestándome con la pipa—. Me llegan como balazos. Si me preguntara usted si creo que la señora Douglas y Barker saben la verdad sobre el crimen y están conspirando para ocultarla, le podría dar una respuesta más rotunda. Estoy seguro de que es así. Pero ese planteamiento suyo tan mortífero no está tan claro. Consideremos por un momento las dificultades que presenta.
«Vamos a suponer que esa pareja está unida por los lazos de un amor culpable y ha decidido librarse del hombre que se interpone entre ellos. Es mucho suponer, ya que nuestras discretas indagaciones entre la servidumbre y otras personas no han podido confirmarlo en modo alguno. Por el contrario, existen abundantes evidencias de que los Douglas formaban un matrimonio muy bien avenido.
—Yo no estaría tan seguro de eso —dije, pensando en aquel bello rostro que sonreía en el jardín.
—Bueno, al menos daban esa impresión. Sin embargo, vamos a suponer que se trata de una pareja extraordinariamente astuta, que ha engañado a todo el mundo en este aspecto y que conspira para asesinar al marido. Resulta que el marido es un hombre sobre cuya cabeza se cierne un peligro...
—Eso solo lo sabemos porque lo han dicho ellos. Holmes parecía pensativo.
—Ya veo, Watson. Está usted esbozando una teoría según la cual todo lo que dicen, de principio a fin, es falso. Según su idea, jamás hubo ni amenaza oculta, ni valle del terror, ni maestro MacNosecuántos, ni nada de nada. Bien, es una buena generalización que lo abarca todo. Vamos a ver adonde nos conduce. Se inventan esa historia para explicar el crimen. A continuación, para dar más fuerza a la idea, dejan la bicicleta en el parque, como prueba de la presencia de algún extraño. La mancha en el alféizar apuntaría en la misma dirección. Lo mismo digo de la tarjeta junto al cadáver, que se pudo haber preparado en la casa. Todo eso encaja en su hipótesis, Watson. Pero a partir de aquí nos encontramos con algunos detalles lamentablemente fundamentales y recalcitrantes que no encajan en su sitio. ¿Por qué una escopeta recortada, entre todas las armas posibles..., y, además, americana? ¿Cómo podían estar tan seguros de que el ruido no atraería a nadie hacia donde estaban ellos? Lo cierto es que fue pura casualidad que la señora Alien no saliera a indagar lo del portazo. ¿Por qué su culpable pareja hace todo eso, Watson?
—Confieso que no puedo explicarlo.
—Más aún: si una mujer y su amante conspiran para asesinar al marido, ¿cree que van a proclamar a los cuatro vientos su culpabilidad, quitándole el anillo de boda después de matarlo? ¿Le parece muy probable eso, Watson?
—No, no me lo parece.
—Y todavía hay más: si a usted se le ocurriera dejar una bicicleta escondida, ¿le parecería buena idea hacerlo, cuando hasta el policía más obtuso diría que eso era sin lugar a dudas una pista falsa, puesto que es lo principal que necesitaría el fugitivo para poder escapar?
—No se me ocurre ninguna explicación.
—Y sin embargo, no debería existir ninguna combinación de hechos para la que la inteligencia humana no pueda concebir una explicación. Solo como ejercicio mental, y sin pretender en absoluto que sea cierto, permítame indicarle una posible línea de razonamiento. Reconozco que es pura imaginación, pero ¡cuántas veces la imaginación es la madre de la verdad!
»Vamos a suponer que, efectivamente, existía un secreto culpable, un secreto verdaderamente vergonzoso, en la vida de ese Douglas. Esto le conduce a la muerte a manos de alguien que, vamos a seguir suponiendo, es un vengador..., alguien que viene de fuera. Este vengador, por alguna razón que confieso que aún no sé explicar, se lleva el anillo de boda del muerto. A lo mejor, la vendetta se remonta a los tiempos de su primer matrimonio, y el anillo se lo llevan por alguna razón que tiene que ver con ello. Antes de que el vengador pueda escapar, Barker y la mujer llegan a la habitación. El asesino los convence de que cualquier intento de detenerlo traería como consecuencia la publicación de un escándalo espantoso. Ellos se dejan convencer y prefieren dejarlo escapar. Para ello, probablemente bajan el puente levadizo, cosa que se puede hacer casi sin ruido, y luego lo vuelven a subir. El hombre escapa y, por alguna razón, piensa que irá más seguro a pie que en bicicleta, así que deja la máquina donde no puedan encontrarla hasta que él se haya puesto a salvo. Hasta ahora, nos mantenemos dentro de los límites de lo posible, ¿no?
—Bueno, es posible, desde luego —dije, con ciertas reservas.
—Debemos tener presente, Watson, que lo que ha ocurrido, sea lo que sea, es sin duda algo muy fuera de lo normal. Muy bien, continuemos con nuestra suposición: después de marcharse el asesino, la pareja (que no es necesariamente una pareja culpable) se da cuenta de que se han colocado en una situación en la que les va a resultar difícil demostrar que no fueron ellos los autores del crimen, o al menos cómplices. Rápidamente, y con bastante torpeza, intentan poner remedio. Barker deja en el alféizar de la ventana una huella de su zapatilla ensangrentada, para sugerir por dónde escapó el fugitivo. Es evidente que solo ellos dos oyeron el disparo de la escopeta, así que dan la alarma exactamente como lo habrían hecho en un primer momento, pero media hora después del suceso.
—¿Y cómo se propone demostrar todo eso?
—Bueno, si hubo un intruso, se le podría seguir la pista y detener. Esa sería la demostración más concluyen te. Pero si no, bueno, los recursos de la ciencia aún no están agotados, ni mucho menos. Creo que una velada a solas en ese despacho me ayudaría mucho.
—¡Una velada a solas!
—Tengo la intención de ir allá dentro de un rato. Ya me he puesto de acuerdo con el bueno de Ames, que no se fía demasiado de Barker. Me sentaré en esa habitación y veré si su atmósfera me inspira. Creo en el genius loci. Veo que sonríe, amigo Watson. Bien, ya veremos. Por cierto, trajo usted ese paraguas grande que tiene, ¿no?
—Lo tengo aquí.
—Bien, lo tomaré prestado si no le importa.
—Desde luego, pero... ¡qué birria de arma! Si hay algún peligro...
—Nada grave, querido Watson. De lo contrario, tenga por seguro que solicitaría su ayuda. Pero me llevaré el paraguas. Solo estoy esperando a que nuestros amigos regresen de Turnbridge Wells, donde están ahora mismo muy ocupados intentando encontrar un posible propietario de la bicicleta.
Ya había caído la noche cuando el inspector MacDonald y White Masón regresaron de su expedición, y venían jubilosos, anunciando un gran avance en nuestra investigación.
—Señores, reconozco que tenía mis dudas sobre lo de que hubiera un intruso —dijo MacDonald—, pero eso ya pasó. Hemos identificado la bicicleta y tenemos una descripción de nuestro hombre, o sea, que hemos dado un gran paso.
—Me da la impresión de que esto es el principio del fin —dijo Holmes—. Les felicito a los dos de todo corazón.
—Bueno, partí del hecho de que el señor Douglas había parecido preocupado desde el día anterior, cuando estuvo en Turnbridge Wells. Así pues, fue en Turnbridge Wells donde adquirió conciencia de algún peligro. Por lo tanto, si había venido un hombre en bicicleta, lo más probable era que hubiera venido de Turnbridge Wells. Nos llevamos allí la bicicleta y la enseñamos en los hoteles. El gerente del Eagle Commercial la identificó inmediatamente como perteneciente a un hombre llamado Hargrave, que había alquilado allí una habitación dos días antes. La bicicleta y una maleta pequeña constituían todo su equipaje. Se inscribió como procedente de Londres, pero no dio dirección. La maleta está hecha en Londres y su contenido es británico, pero el hombre era norteamericano sin ninguna duda.
—Bien, bien —dijo Holmes, alegremente—. La verdad es que han hecho ustedes un trabajo palpable mientras yo estaba aquí hilando teorías con mi amigo. Es toda una lección de sentido práctico, señor Mac.
—Sí, es justamente eso, señor Holmes —dijo el inspector con satisfacción.
—Pero todo esto aún puede encajar en sus teorías —comenté.
—Puede que sí y puede que no. Pero oigamos el final, Mac. ¿No había nada que permitiera identificar a ese hombre?
—Tan poco, que resultaba evidente que el hombre había tomado precauciones para que no le identificaran. No había papeles, ni cartas, ni marcas en la ropa. En la mesilla de noche había un mapa de la región para ciclistas. Salió del hotel en su bicicleta ayer por la mañana, después de desayunar, y no se ha vuelto a saber de él hasta que llegamos nosotros preguntando.
—Eso es lo que me desconcierta, señor Holmes —dijo White Masón—. Si el hombre no quería llamar la atención sobre su persona, lo más lógico habría sido regresar y quedarse en el hotel como cualquier turista inofensivo. Tal como ha actuado, tendría que saber que el gerente del hotel daría parte a la policía y que su desaparición se relacionaría con el crimen.
—Habría sido lo más lógico. Aun así, hasta ahora los hechos le dan la razón, puesto que no lo han atrapado. Pero ¿y su descripción? ¿Qué hay de eso?
MacDonald consultó su cuaderno de notas.
—Aquí la tenemos, hasta donde nos han podido decir. No parece que se hayan fijado demasiado en él, pero aun así, el portero, el recepcionista y la camarera coinciden en que esta es una descripción aceptable: era un hombre de aproximadamente uno setenta y cinco de estatura, unos cincuenta años de edad, pelo ligeramente canoso, bigote grisáceo, nariz encorvada y una cara que todos describen como feroz y desagradable.
—Bueno, dejando aparte lo de la expresión, eso casi podría ser una descripción del propio Douglas —dijo Holmes—. Tenía poco más de cincuenta años, pelo y bigote canosos, y aproximadamente la misma estatura. ¿Han averiguado algo más?
—Iba vestido con un traje gris de tela gruesa y chaquetón marinero, y llevaba además un impermeable corto amarillo y una gorra blanda.
—¿Y qué hay de la escopeta?
—Mide menos de sesenta centímetros. Cabría perfectamente en su maleta. Y la podría haber llevado debajo del impermeable sin ningún problema.
—¿Y cómo creen que encaja todo esto en el caso en general?
—Bueno, señor Holmes —dijo MacDonald—, cuando hayamos atrapado a nuestro hombre, y puedo asegurarle que telegrafié su descripción a los cinco minutos de obtenerla, estaremos en mejores condiciones para juzgar. Pero, aun estando las cosas como están, no cabe duda de que hemos avanzado mucho. Sabemos que un norteamericano que se hacía llamar Hargrave llegó a Turnbridge Wells hace dos días, con una bicicleta y una maleta. En la maleta traía una escopeta recortada, o sea, que venía con el propósito deliberado de cometer un crimen. Ayer por la mañana vino aquí en su bici, con la escopeta escondida bajo el impermeable. Por lo que sabemos, nadie le vio llegar, pero no es preciso pasar por el pueblo para llegar a las puertas del parque, y por la carretera pasan muchos ciclistas. Es de suponer que escondió inmediatamente la bicicleta entre los laureles, donde la encontramos, y puede que él mismo se escondiera allí, vigilando la casa a la espera de que saliera el señor Douglas. La escopeta no es un arma muy adecuada para usar dentro de una casa, pero él tenía la intención de usarla fuera, y ahí sí que tiene ventajas evidentes, porque es imposible fallar el tiro, y el sonido de disparos es tan corriente en cualquier zona de caza de Inglaterra que nadie le prestaría especial atención.
—Todo eso está muy claro —dijo Holmes.
—Pues bien, el señor Douglas no apareció. ¿Qué hace nuestro hombre? Deja su bicicleta y se acerca a la casa en cuanto oscurece. Encuentra el puente bajado y sin nadie en las proximidades. Decide correr el riesgo, pensando sin duda dar cualquier excusa si se encuentra con alguien. No se encuentra con nadie. Se mete en la primera habitación que ve y se esconde detrás de la cortina. Desde allí puede ver cómo levantan el puente, y comprende que su única vía de escape es a través del foso. Espera hasta las once y cuarto, cuando el señor Douglas, que está haciendo su habitual ronda nocturna, entra en la habitación. Le pega un tiro y escapa, como tenía pensado. Se da cuenta de que el personal del hotel podría describir la bicicleta, lo cual sería una pista contra él, y decide abandonarla y llegar por otros medios a Londres o a algún otro escondrijo seguro que tuviera preparado. ¿Qué le parece, señor Holmes?
—Bueno, señor Mac, hasta ahí está muy bien y muy claro. Para usted, ese es el final de la historia. Mi final es que el crimen se cometió media hora antes de lo que nos han dicho; que la señora Douglas y el señor Barker están confabulados para ocultar algo; que ayudaron al asesino a escapar, o al menos llegaron a la habitación antes de que escapara; y que amañaron los indicios de su huida por la ventana, cuando lo más probable es que ellos mismos le dejaran huir bajando el puente. Esa es mi interpretación de la primera mitad.
Los dos policías menearon la cabeza.
—Vaya, señor Holmes; si eso es cierto, vamos dando tumbos de un misterio a otro —dijo el inspector de Londres.
—Y en ciertos aspectos, peor que el primero —añadió White Masón—. La señora no ha estado nunca en América. ¿Qué relación podría tener con un asesino norteamericano que la indujera a encubrirlo?
—Reconozco que existen dificultades —dijo Holmes—. Esta noche me propongo hacer una pequeña investigación por mi cuenta, y es posible que pueda aportar alguna contribución a la causa común.
—¿Podemos ayudarle, señor Holmes?
—¡No, no! La oscuridad y el paraguas del doctor Watson: mis necesidades son así de sencillas. Y Ames, el fiel Ames, que sin duda hará la vista gorda por mí. Todas mis líneas de razonamiento me conducen invariablemente a la misma pregunta básica: ¿Por qué un atleta hace ejercicio con un instrumento tan absurdo como una sola pesa?
Era ya muy tarde cuando Holmes regresó de su solitaria excursión nocturna. Dormíamos en una habitación de dos camas, que era lo mejor que podía ofrecernos la pequeña posada rural. Yo ya estaba dormido cuando su entrada me despertó a medias.
—¿Y bien, Holmes? —murmuré—. ¿Ha descubierto algo?
Se quedó de pie junto a mí, en silencio, con la vela en la mano. De pronto, su figura alta y delgada se inclinó hacia mí.
—Dígame, Watson —susurró—. ¿No le da miedo dormir en la misma habitación que un lunático, un hombre con el cerebro reblandecido, un idiota con pájaros en la cabeza?
—Ni lo más mínimo —respondí, sorprendido.
—¡Ah, qué suerte! —dijo.
Y no pronunció ni una palabra más en toda la noche.
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