Capítulo 5
Los personajes del drama
—¿Ha visto todo lo que quería ver del despacho? —preguntó White Masón cuando volvimos a entrar en la casa.
—Por el momento —respondió el inspector; y Holmes asintió. —Entonces, tal vez quieran oír ahora las declaraciones de algunas personas de la casa. Podríamos hacerlo en el comedor. Ames, por favor, venga usted el primero y cuéntenos lo que sepa.
La declaración del mayordomo fue simple y clara, y daba una convincente impresión de sinceridad. Había sido contratado cinco años atrás, cuando el señor Douglas llegó a Birlstone. Tenía entendido que el señor Douglas era un caballero rico que había hecho fortuna en América. Había sido un patrón amable y considerado, quizá no de la clase a la que Ames estaba acostumbrado, pero no se puede pedir todo. Nunca había advertido en el señor Douglas señales de aprensión; por el contrario, era el hombre más intrépido que había conocido. Si ordenó que el puente se levantara todas las noches fue porque aquella era una antigua costumbre de la vieja mansión, y a él le gustaba mantener las antiguas tradiciones. El señor Douglas casi nunca iba a Londres ni salía del pueblo, pero el día antes del crimen había ido de compras a Tumbridge Wells. Aquel día, Ames había observado cierto nerviosismo e inquietud en el señor Douglas, que parecía impaciente e irritable, cosa que no era normal en él. Esa noche, Ames todavía no se había acostado y estaba en la despensa de la parte trasera de la casa, guardando la cubertería de plata, cuando oyó sonar con violencia la campanilla. No oyó ningún disparo, pero habría sido casi imposible que lo oyera, porque la despensa y las cocinas estaban en el extremo posterior de la casa, con varias puertas cerradas y un largo pasillo entre medias. El ama de llaves había salido de su habitación, atraída por el violento repique de la campanilla, y los dos habían acudido juntos a la parte delantera de la casa. Al llegar al pie de la escalera, Ames había visto a la señora Douglas que bajaba por ella. No, no venía corriendo; no le pareció que estuviera particularmente alterada. En el momento en que la señora llegaba al pie de la escalera, el señor Barker salió corriendo del despacho. Le cortó el paso a la señora Douglas y le rogó que volviera atrás.
—¡Por amor de Dios, vuelve a tu habitación! —había exclamado—. El pobre Jack está muerto. Tú no puedes hacer nada. ¡Por amor de Dios, vete de aquí!
Tras una breve argumentación en la escalera, la señora Douglas había regresado a su habitación. No había gritado, ni armado ningún alboroto. La señora Alien, el ama de llaves, la había acompañado escaleras arriba y se había quedado con ella en su dormitorio. Ames y el señor Barker habían entrado entonces en el despacho, donde lo encontraron todo tal como lo había visto la policía. En aquel momento, la vela no estaba encendida, pero la lámpara sí. Habían mirado por la ventana, pero la noche era muy oscura y no pudieron ver ni oír nada. Después habían salido a toda prisa al vestíbulo, donde Ames hizo funcionar el torno que bajaba el puente levadizo, y el señor Barker corrió a avisar a la policía.
Esta fue, en rasgos esenciales, la declaración del mayordomo.
El testimonio de la señora Alien, el ama de llaves, vino a corroborar en gran medida el de su compañero de trabajo. La habitación del ama de llaves estaba bastante más cerca de la parte delantera de la casa que la despensa en la que se encontraba trabajando Ames. Se disponía a acostarse cuando el fuerte repique de la campanilla le llamó la atención. Era un poco dura de oído, y tal vez por eso no había oído el disparo, aunque de todas formas el despacho quedaba muy lejos. Recordaba haber oído un ruido que ella tomó por un portazo. Pero eso había sido mucho antes, por lo menos media hora antes de que sonara la campanilla. Cuando el señor Ames acudió corriendo a la parte delantera, ella le acompañó. Vio al señor Barker salir del despacho, muy pálido y alterado. Barker le había cortado el paso a la señora Douglas, que bajaba por la escalera. Le había suplicado que volviera a su habitación y ella le había respondido algo, pero la señora Alien no pudo oír lo que dijo.
—Acompáñela arriba y quédese con ella —le había dicho Barker a la señora Alien.
Así pues, el ama de llaves llevó a la señora a su habitación y se esforzó por tranquilizarla. La señora estaba muy afectada y no paraba de temblar, pero no volvió a intentar ir a la planta baja. Se limitó a quedarse sentada frente a la chimenea, cubierta con una bata y con la cabeza entre las manos. La señora Alien se había quedado con ella la mayor parte de la noche. En cuanto a los otros sirvientes, todos estaban ya acostados y no se habían enterado de lo ocurrido hasta poco antes de la llegada de la policía. Dormían en el extremo posterior de la casa y no era posible que hubieran oído nada.
A esto se reducía el relato del ama de llaves, que no pudo añadir nada más al ser interrogada, excepto lamentaciones y expresiones de asombro.
El señor Cecil Barker sucedió a la señora Alien en el desfile de testigos. En lo referente a los sucesos de la noche anterior, tenía muy poco que añadir a lo que ya había contado a la policía. Personalmente, estaba convencido de que el asesino había escapado por la ventana. En su opinión, la mancha de sangre no dejaba lugar a dudas sobre este punto. Además, dado que el puente estaba levantado, no existía ninguna otra vía de escape posible. No se explicaba qué había sido del asesino, ni por qué no se había llevado la bicicleta, si es que de verdad era suya. Era imposible que se hubiera ahogado en el foso, cuya profundidad no pasaba de tres palmos en ninguna parte.
En su fuero interno tenía una teoría muy concreta acerca del crimen. Douglas era un hombre muy reservado, y había algunos episodios de su vida de los que nunca hablaba. Había emigrado a América desde Irlanda cuando era muy joven. Allí había prosperado, y Barker lo había conocido en California, donde se hicieron socios en la fructífera explotación de una mina situada en un lugar llamado Benito Canyon. Les había ido muy bien, pero de pronto Douglas había vendido su parte y se había embarcado para Inglaterra. En aquella época era viudo. Algún tiempo después, Barker convirtió en dinero sus propiedades y se vino a vivir a Londres. Y así fue como reanudaron su amistad. Douglas le había dado la impresión de sentirse amenazado por algún peligro, y él siempre había interpretado que su súbita partida de California, y también el haber alquilado una casa en una parte tan tranquila de Inglaterra, tenían algo que ver con dicho peligro. Sospechaba que a Douglas le seguía los pasos alguna Sociedad secreta, una organización implacable que no descansaría hasta haberlo matado. Algunos comentarios del propio Douglas habían dado pie a esta idea, aunque nunca había dicho de qué sociedad se trataba ni cómo había incurrido en sus iras. Únicamente podía suponer que lo escrito en la tarjeta hacía referencia a dicha Sociedad secreta.
—¿Cuánto tiempo estuvo usted con Douglas en California? —preguntó el inspector MacDonald.
—Cinco años en total.
—¿Y dice que estaba soltero?
—Viudo.
—¿Alguna vez oyó decir de dónde había salido su primera esposa?
—No. Recuerdo que dijo que era de origen sueco, y vi un retrato suyo. Era una mujer muy hermosa. Murió de tifus un año antes de que yo lo conociera.
—¿No puede relacionar su pasado con alguna parte concreta de los Estados Unidos?
—Le he oído hablar de Chicago. Conocía bien esa ciudad y había trabajado allí. Le he oído hablar de las regiones del carbón y del hierro. Había viajado mucho en sus tiempos.
—¿Estaba metido en política? ¿Esa Sociedad secreta tenía algo que ver con la política?
—No, la política no le interesaba nada.
—¿Tiene alguna razón para sospechar algo delictivo?
—Por el contrario. Nunca en mi vida he conocido a un hombre más honrado.
—¿Hubo algo extraño durante su vida en California?
—Lo que más le gustaba era quedarse a trabajar en nuestra mina de las montañas. Nunca iba donde hubiera gente si podía evitarlo. Por eso empecé a pensar que alguien le perseguía. Después, cuando se vino a Europa tan de repente, me convencí de ello. Creo que recibió alguna clase de aviso. No había pasado ni una semana desde su partida cuando llegó media docena de hombres preguntando por él.
—¿Qué clase de hombres?
—La verdad es que parecían unos matones. Se presentaron en la mina y querían saber dónde estaba. Yo les dije que se había ido a Europa y que no sabía dónde encontrarlo. No llevaban buenas intenciones..., eso saltaba a la vista.
—¿Eran norteamericanos? ¿Californianos?
—Bueno, no sé si serían californianos. Norteamericanos sí que eran, seguro. Pero no eran mineros. No sé lo que serían, pero me alegré mucho de verlos marchar.
—¿Esto ocurrió hace seis años?
—Casi siete.
—Y ustedes habían estado juntos cinco años en California, de manera que este asunto tuvo su origen hace por lo menos once años, como mínimo.
—Así es.
—Tuvo que haber hecho algo muy grave para que lo persiguieran con tanto ahínco durante tanto tiempo. Esto no puede haberlo provocado una nadería.
—Yo creo que le amargó la vida entera. Jamás se lo pudo quitar de la cabeza.
—Pero si a un hombre le amenaza un peligro y él lo sabe, ¿no cree que acudiría a la policía en busca de protección?
—Puede que se tratara de un peligro contra el que no se le podía proteger. Hay una cosa que deben ustedes saber. Douglas siempre iba armado. Nunca dejaba de llevar un revólver en el bolsillo. Pero, miren qué mala suerte, anoche estaba en bata y se lo había dejado en su habitación. Supongo que, una vez alzado el puente, creyó que estaba a salvo.
—Me gustaría dejar algo más claras esas fechas —dijo MacDonald—. Hace ya seis años que Douglas se marchó de California. Usted le siguió al año siguiente, ¿no es así?
—Así es.
—Y Douglas se casó hace cinco años. Usted debió de regresar aproximadamente en la época de su boda.
—Un mes antes, más o menos. Fui su padrino.
—¿Conocía usted a la señora Douglas antes de su matrimonio?
—No, no la conocía. Estuve diez años fuera de Inglaterra.
—Pero desde entonces la ha visto mucho.
Barker dirigió una mirada severa al inspector.
—Desde entonces le he visto mucho a él —respondió—. Si la he visto a ella, es porque no se puede visitar a un hombre sin conocer a su esposa. Si se imagina que existe alguna relación...
—No me imagino nada, señor Barker. Estoy obligado a indagar todo lo que pueda tener relación con el caso. Pero no pretendía ofender.
—Hay preguntas que ofenden —respondió Barker, irritado.
—Solo nos interesan los hechos. Por el bien de usted y de todos los demás, conviene que queden aclarados. ¿Aprobaba por completo Douglas la amistad de usted con su esposa?
Barker se puso pálido y apretó convulsivamente sus manos grandes y fuertes.
—¡No tiene derecho a hacer esas preguntas! —exclamó—. ¿Qué tiene esto que ver con el asunto que están investigando?
—Tengo que repetir la pregunta.
—Pues me niego a contestar.
—Puede negarse a contestar, pero debe darse cuenta de que su negativa equivale a una respuesta, ya que no se negaría si no tuviera algo que ocultar.
Barker permaneció callado un momento, con el rostro muy serio y sus espesas y negras cejas fruncidas en un gesto de intensa reflexión. Luego alzó la mirada con una sonrisa.
—Bien, caballeros, supongo que, después de todo, ustedes se limitan a cumplir con su deber, y yo no tengo derecho a poner trabas. Solo les pido que no molesten a la señora Douglas con esta cuestión, porque ya tiene bastantes preocupaciones ahora mismo. Puedo decirles que el pobre Douglas tenía un único defecto, y eran los celos. A mí me quería..., tanto como un hombre pueda querer a un amigo. Y vivía entregado a su esposa. Le gustaba que yo viniera aquí, y estaba siempre invitándome. Pero si su mujer y yo nos poníamos a charlar, o si parecía existir alguna simpatía entre nosotros, le atacaba una especie de oleada de celos y en un instante perdía el control y decía los mayores disparates. Más de una vez he jurado no volver a venir por ese motivo, pero luego él me escribía unas cartas tan arrepentidas y suplicantes, que no me quedaba más remedio que venir. Pero pueden creerme, caballeros, como si fueran éstas mis últimas palabras: no ha habido un hombre que tuviera una esposa más amante y leal..., y también puedo decir que no ha existido un amigo más fiel que yo.
Habló con fervor y emoción, pero, aun así, el inspector MacDonald no estaba dispuesto a abandonar el tema.
—Ya sabe usted —dijo— que al difunto le han quitado del dedo el anillo de boda.
—Eso parece —dijo Barker.
—¿Qué quiere decir con «eso parece»? Le consta que es así. El hombre parecía confuso e indeciso.
—Cuando digo que «parece», me refiero a que está dentro de lo posible que él mismo se quitara el anillo.
—¿No le parece que el simple hecho de que falte el anillo, lo quitara quien lo quitara, da a entender a cualquiera que existe una relación entre el matrimonio y la tragedia?
Barker encogió sus anchos hombros.
—No soy quién para decir lo que da a entender —respondió—, pero si pretende insinuar que eso puede empañar de algún modo el honor de esta dama... —sus ojos brillaron un instante, y después, con evidente esfuerzo, consiguió controlar sus emociones—. Bueno, sigue usted una pista equivocada, eso es todo.
—No se me ocurre nada más que preguntarle por el momento —dijo MacDonald, con frialdad.
—Solo un pequeño detalle —intervino Sherlock Holmes—. Cuando usted entró en la habitación, había solo una vela encendida sobre la mesa, ¿no es así?
—Sí, así es.
—¿Con esa luz vio usted que había ocurrido un suceso terrible?
—Exacto.
—¿Y tocó inmediatamente la campanilla para pedir ayuda?
—Sí.
—¿Y le llegó muy deprisa?
—En menos de un minuto.
—Y sin embargo, cuando llegaron, encontraron la vela apagada y la lámpara encendida. Eso parece muy curioso.
Una vez más, Barker dio ciertas señales de indecisión.
—Yo no veo en ello nada curioso, señor Holmes —respondió después de una pausa—. La vela daba muy poca luz. Lo primero que se me ocurrió fue conseguir una luz mejor. La lámpara estaba encima de la mesa, así que la encendí.
—¿Y apagó la vela?
—Exacto.
Holmes no hizo más preguntas, y Barker, tras dirigir a cada uno de nosotros una larga mirada, que a mí me pareció algo desafiante, dio media vuelta y salió de la habitación.
El inspector MacDonald había enviado al piso de arriba una nota anunciando que pensaba visitar a la señora Douglas en su habitación, pero ella había replicado que nos vería en el comedor, y fue la siguiente que entró. Era una mujer alta y hermosa, de unos treinta años, reservada y segura de sí misma en grado considerable, muy diferente de la figura trágica y desolada que yo me había imaginado. Es cierto que su rostro estaba pálido y contraído, como el de una persona que ha sufrido un duro golpe, pero sus modales eran serenos, y la bien torneada mano que apoyó en el borde de la mesa era tan firme como la mía. Sus ojos tristes y atractivos nos miraron uno a uno con una expresión curiosamente inquisitiva. De pronto, aquella mirada interrogante se transformó en palabras tajantes.
—¿Han descubierto ya algo? —preguntó.
¿Eran figuraciones mías, o había en la pregunta un tonillo más de miedo que de esperanza?
—Hemos tomado todas las medidas posibles, señora Douglas —dijo el inspector—. Puede estar segura de que no pasaremos nada por alto.
—No reparen en gastos —dijo con voz apagada y monótona—. Deseo que se hagan todos los esfuerzos posibles.
—Tal vez pueda usted decirnos algo que arroje alguna luz sobre el asunto.
—Me temo que no, pero todo lo que sé está a su disposición.
—Nos ha dicho el señor Cecil Barker que usted no llegó a ver..., que usted no llegó a entrar en la habitación donde ocurrió la tragedia.
—No. Me hizo volver escalera arriba. Me rogó que regresara a mi habitación.
—Eso es. Usted oyó el disparo y bajó inmediatamente.
—Me puse una bata y entonces bajé.
—¿Cuánto tiempo transcurrió desde que oyó el disparo hasta que el señor Barker la detuvo en la escalera?
—Pudieron pasar un par de minutos. Es tan difícil calcular el tiempo en momentos así... Me suplicó que no siguiera adelante, asegurándome que yo no podía hacer nada. Entonces la señora Alien, el ama de llaves, me acompañó de regreso al piso de arriba. Fue todo como una horrible pesadilla.
—¿Puede darnos alguna idea del tiempo que estuvo su marido en la planta baja, antes de que usted oyera el disparo?
—No, no sabría decirles. Salió por su antecámara y no le oí salir. Todas las noches hacía la ronda por la casa, porque tenía miedo a los incendios. Es la única cosa que yo he visto que le pusiera nervioso.
—Ahí quería yo llegar, señora Douglas. Usted solo ha conocido a su marido en Inglaterra, ¿no es así?
—Sí. Llevamos casados cinco años.
—¿Le ha oído hablar de algo que ocurriera en América y que pudiera significar un peligro para él?
La señora Douglas se lo pensó a conciencia antes de contestar.
—Sí —dijo por fin—. Siempre he tenido la sensación de que un peligro le rondaba. Pero se negaba a hablar de ello conmigo. No era por falta de confianza en mí, ya que siempre ha habido entre nosotros el amor y la confianza más absolutos, sino porque deseaba mantenerme libre de toda inquietud. Creía que si yo me enteraba de todo, me obsesionaría con ello, y por eso callaba.
—Y entonces, ¿cómo se enteró usted?
El rostro de la señora Douglas se iluminó con una rápida sonrisa.
—¿Puede un marido cargar con un secreto toda su vida sin que la mujer que lo ama sospeche nada? Me enteré de muchas maneras. Lo supe por su negativa a hablar de ciertos episodios de su vida en América. Lo supe por ciertas precauciones que tomaba. Lo supe por algunas palabras que dejaba caer. Lo supe por su manera de mirar a los forasteros inesperados. Estaba completamente segura de que mi marido tenía enemigos poderosos, de que él pensaba que le seguían la pista, y de que estaba siempre en guardia contra ellos. Tan segura estaba de ello que, durante años, me moría de miedo si tardaba más de lo normal en regresar a casa.
—¿Puedo preguntar —dijo Holmes— cuáles fueron las palabras que le llamaron la atención?
—«El valle del terror» —respondió la señora—. Esa era la expresión que empleaba cuando yo le preguntaba. «He estado en el valle del terror y aún no he salido de él». «¿Es que nunca vamos a escapar del valle del terror?», le preguntaba yo, cuando le veía más serio de lo normal. «A veces creo que nunca escaparemos», me respondía él.
—Seguro que usted le preguntaría qué quería decir eso del valle del terror.
—Se lo pregunté, pero entonces se ponía muy serio y negaba con la cabeza. «Ya es bastante malo que uno de nosotros haya estado en sus sombras —decía—. Quiera Dios que nunca caigan sobre ti». Se trata de un valle de verdad, en el que él vivió y donde le ocurrió algo terrible, de eso estoy segura. Pero no puedo decirles más.
—¿Y nunca mencionó ningún nombre?
—Sí. Una vez, cuando tuvo el accidente de caza hace tres años, la fiebre le hizo delirar. Y recuerdo un nombre que le venía a la boca constantemente. Lo pronunciaba con rabia y como con horror. McGinty era el nombre..., gran maestro McGinty. Cuando se recobró, le pregunté quién era el gran maestro McGinty y de qué era maestro. «Mío no, gracias a Dios», respondió riendo, y eso fue todo lo que pude sacarle. Pero existe una relación entre el gran maestro McGinty y el valle del terror.
—Un detalle más —dijo el inspector MacDonald—. Usted conoció al señor Douglas en una casa de huéspedes de Londres, ¿no es así? Y allí se comprometió con él. ¿Hubo algo pintoresco, algo secreto o misterioso, en su noviazgo?
—Pintoresco sí. Siempre hay cosas pintorescas. Pero no hubo nada misterioso.
—¿No tuvo ningún rival?
—No, yo era completamente libre.
—Sabrá, sin duda, que le han quitado el anillo de boda. ¿Le sugiere algo eso? Suponiendo que algún enemigo de sus viejos tiempos le haya seguido la pista y cometido este crimen, ¿qué motivo podría tener para llevarse su anillo de boda?
Podría jurar que, por un instante, un levísimo amago de sonrisa brilló en los labios de la mujer.
—La verdad, no podría decirle —respondió—. Desde luego, es de lo más sorprendente.
—Bueno, no la entretendremos más, y lamentamos haberle causado esta molestia en un momento así —dijo el inspector—. Quedan algunos detalles, desde luego, pero podremos consultárselos a medida que vayan surgiendo.
La mujer se puso en pie, y de nuevo percibí aquella mirada rápida e inquisitiva con la que nos había examinado al entrar: «¿Qué impresión les ha causado mi declaración?». Era como si lo estuviera preguntando en voz alta. Después, con una inclinación de cabeza, salió de la habitación.
—Una mujer hermosa..., muy hermosa —dijo MacDonald, pensativo, cuando la puerta se hubo cerrado tras ella—. Es evidente que ese Barker ha estado aquí muchas veces. Y es un hombre que podría resultarle atractivo a una mujer. Admite que el difunto tenía celos, y puede que sepa mejor que nadie qué motivos tenía para estar celoso. Luego, está lo del anillo de boda. Un hombre que le quita un anillo de boda a un muerto... ¿Qué dice usted, señor Holmes?
Mi amigo había permanecido sentado, con la cabeza apoyada en las manos, sumido en profundas reflexiones. Entonces se levantó e hizo sonar la campanilla.
—Ames —dijo cuando entró el mayordomo—. ¿Dónde está ahora el señor Cecil Barker?
—Voy a ver, señor.
Regresó al cabo de un momento para decir que el señor Barker estaba en el jardín.
—¿Se acuerda usted, Ames, del calzado que llevaba anoche el señor Barker cuando estuvo con él en el despacho?
—Sí, señor Holmes. Llevaba zapatillas de andar por casa. Yo le traje sus botas cuando salió a avisar a la policía.
—¿Dónde están ahora esas zapatillas?
—Siguen debajo de la silla del vestíbulo.
—Muy bien, Ames. Como comprenderá, es importante que sepamos qué huellas corresponden al señor Barker y cuáles son de alguien de fuera.
—Sí, señor. Puedo decirle que me fijé en que las zapatillas estaban manchadas de sangre, lo mismo que las mías, por cierto.
—Eso es natural, teniendo en cuenta el estado de la habitación. Muy bien, Ames. Ya le llamaremos si le necesitamos.
Pocos minutos después nos encontrábamos en el despacho. Holmes llevaba las zapatillas que había recogido del vestíbulo. Tal como había dicho Ames, las suelas de ambas estaban manchadas de sangre.
—¡Qué extraño! —murmuró Holmes, examinándolas minuciosamente a la luz de la ventana—. ¡Verdaderamente extraño!
Inclinándose con uno de sus rápidos y felinos movimientos, colocó la zapatilla sobre la mancha de sangre del alféizar. Coincidía exactamente. Holmes sonrió en silencio a sus colegas.
El inspector estaba transfigurado por la emoción. Su acento escocés resonaba como un palo pasado por una reja.
—¡Caramba! —exclamó—. ¡No cabe duda! Fue Barker el que dejó la huella en la ventana. Es mucho más ancha que la de un zapato. Recuerdo que dijo usted que parecía de un pie deforme, y aquí está la explicación. Pero ¿a qué juega este hombre, señor Holmes? ¿A qué juega?
—Sí, ¿a qué juega? —repitió mi amigo, pensativo.
White Masón soltó una risita y se frotó las gruesas manos, lleno de satisfacción profesional.
—¡Ya les dije que era una bomba! —exclamó—. ¡Y vaya si es una bomba!
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