Capítulo 2

 El gran maestre

McMurdo era un hombre que se hacía notar rápidamente. Fuera donde fuera, la gente no tardaba en fijarse en él. Al cabo de una semana, se había convertido, con gran diferencia, en la persona más importante de la pensión Shafter. Había otros diez o doce huéspedes, pero eran honrados capataces o vulgares dependientes de las tiendas, de una casta muy distinta de la del joven irlandés. Cuando se reunían todos por las tardes, era siempre él el más dispuesto a bromear, el de conversación más amena y el que mejor cantaba. Era un compañero de juergas nato, con un magnetismo que ponía de buen humor a todos los que le rodeaban.

Y sin embargo, una y otra vez daba muestras, como las había dado en el vagón del tren, de que podía sufrir repentinos y feroces ataques de cólera, que imponían respeto e incluso miedo a los que se cruzaban con él. Manifestaba, además, un profundo desprecio por la ley y por todos los relacionados con ella, que encantaba a algunos de sus compañeros de pensión y alarmaba a otros.

Desde el principio dejó claro, con su admiración sin disimulos, que la hija de la casa había conquistado su corazón desde el instante mismo en que sus ojos se fijaron en su belleza y elegancia. No era un pretendiente tímido. Al segundo día le dijo que la amaba, y a partir de entonces siguió repitiéndoselo sin preocuparle en absoluto lo que ella pudiera decir para desanimarle.

—¿Que hay otro? —exclamaba—. ¡Pues mala suerte para el otro! Que se las apañe como pueda. ¿Voy a perder la oportunidad de mi vida y lo que más desea mi corazón por algún otro? Puedes seguir diciendo que no, Ettie. Ya llegará el día en que digas que sí, y soy lo bastante joven para esperar.

La verdad es que, con su labia irlandesa y sus modales simpáticos y engatusadores, era un pretendiente peligroso. Poseía, además, ese halo de experiencia y misterio que atrae el interés de las mujeres y acaba despertando su amor. Podía hablar de los encantadores valles del condado de Monaghan, de donde procedía, de la bella y lejana isla, de sus colinas bajas y sus verdes praderas, que parecían aún más hermosas cuando la imaginación las contemplaba desde este país de mugre y nieve. Además, conocía bien la vida de las ciudades del Norte, de Detroit y de los campamentos madereros de Michigan, de Buffalo y, por último, de Chicago, donde había trabajado en un aserradero. Y por añadidura, estaba aquel toque novelesco, la sensación de que le habían ocurrido cosas extrañas en aquella gran ciudad, tan extrañas y tan íntimas que no se podía hablar de ellas. Hablaba melancólicamente de una marcha apresurada, de la ruptura de viejos lazos, de una huida hacia lo desconocido que había acabado en este tenebroso valle, y Ettie escuchaba con sus oscuros ojos brillando de compasión y simpatía, dos sentimientos que se pueden convertir con gran facilidad y rapidez en amor.

McMurdo había conseguido un trabajo temporal como contable, porque era un hombre instruido. El trabajo lo mantenía ocupado casi todo el día, y aún no había tenido ocasión de presentarse al director de la logia de la Antigua Orden de los Hombres Libres. Pero una noche, una visita de Mike Scanlan, el cofrade que había conocido en el tren, vino a recordarle esta omisión. Scanlan, un hombre menudo y nervioso, de rasgos afilados y ojos negros, parecía alegrarse de verlo de nuevo. Después de un par de vasos de whisky, abordó el objeto de su visita.

—Mire, McMurdo —dijo—. Me acordaba de su dirección y me he tomado la libertad de venir a visitarle. Me extraña que aún no se haya presentado al gran maestre. ¿Cómo es que aún no ha ido a ver al Jefe McGinty?

—Es que tenía que encontrar trabajo. He estado muy ocupado.

—Aunque no tenga tiempo para nada más, tiene que encontrar tiempo para él. Pero hombre, por Dios, fue una locura no pasarse por el sindicato para darse de alta a la mañana siguiente de llegar. Si llegara a caerle mal..., bueno, eso no debe ocurrir, y no digo más.

McMurdo se mostró ligeramente sorprendido.

—He sido miembro de una logia durante más de dos años, Scanlan, pero nunca he visto que las obligaciones fueran tan estrictas como usted las pone.

—Tal vez no lo sean en Chicago.

—Bueno, esta de aquí es la misma orden.

—¿Usted cree? —Scanlan le dirigió una mirada larga y penetrante. Había algo siniestro en sus ojos.

—¿No lo es?

—Ya me lo dirá dentro de un mes. Me enteré de que tuvo unas palabras con los policías después de que yo me bajara del tren.

—¿Cómo se ha enterado?

—Corrió la voz. En este distrito se acaba sabiendo todo, para bien y para mal.

—Pues sí. Les dije a esos perros lo que pensaba de ellos.

—¡Por Dios, qué bien le va a caer usted a McGinty!

—Ah, ¿también él odia a la policía?

Scanlan estalló en carcajadas.

—Vaya a verlo, muchacho —dijo al despedirse—. Si no va, no será a la policía, sino a usted al que va a odiar. Acepte el consejo de un amigo y vaya inmediatamente.

Dio la casualidad de que aquella misma noche McMurdo mantuvo otra conversación más apremiante que le empujó en la misma dirección. Es posible que sus atenciones para con Ettie se hubieran hecho más evidentes cada vez, o que poco a poco hubieran penetrado en la lenta mente del buen posadero sueco; pero, por la causa que fuera, el dueño de la casa de huéspedes invitó al joven a su habitación privada y abordó el tema sin ningún circunloquio.

—Me parece, señor —dijo— que le está usted haciendo la corte a mi Ettie. ¿Es así, o me equivoco?

—Sí, señor, así es —respondió el joven.

—Bien, pues quiero decirle, desde ahora mismo, que es tiempo perdido. Alguien se le ha adelantado. —Ya me lo ha dicho ella.

—Pues tenga la seguridad de que le dijo la verdad. Pero ¿le dijo quién era?

—No. Se lo pregunté, pero no quiso decírmelo.

—Seguro que no, la muy picara. Tal vez no quería asustarle y espantarle.

—¡Asustarme! —McMurdo montó en cólera en un instante.

—Ah, sí, amigo mío. No tiene por qué avergonzarse de tenerle miedo a él. Es Teddy Baldwin.

—¿Y quién demonios es ese?

—Es uno de los jefes de los Batidores.

—¡Los Batidores! Ya he oído hablar de ellos. Batidores por aquí, Batidores por allá, y siempre en susurros. ¿De qué tienen miedo? ¿Quiénes son los Batidores?

El dueño de la casa de huéspedes bajó instintivamente la voz, como hacían todos al hablar de aquella terrible sociedad.

—Los Batidores —dijo— son la Antigua Orden de los Hombres Libres.

El joven dio un respingo.

—¡Pero si yo también soy miembro de esa orden!

—¡Usted! De haberlo sabido, jamás le habría dejado quedarse en mi casa. Ni aunque me pagara cien dólares por semana.

—¿Qué tiene de malo la Orden? Sus fines son la caridad y el compañerismo. Lo dicen las reglas.

—Eso será en otros sitios. Aquí no.

—¿Y aquí qué es?

—Una sociedad de asesinos; eso es lo que es. McMurdo se echó a reír con incredulidad.

—¿Puede demostrar eso? —preguntó.

—¡Demostrarlo! ¿No bastan cincuenta asesinatos para demostrarlo? ¿Qué me dice de Milman y Van Shorst, de la familia Nicholson, del viejo señor Hyam, del pequeño Billy James, y de todos los demás? ¡Demostrarlo! ¿Hay en este valle un hombre o una mujer que no lo sepa?

—¡Mire! —dijo McMurdo muy serio—. Quiero que retire lo que ha dicho o que lo demuestre. Y tiene que hacer una de las dos cosas antes de que yo salga de esta habitación. Póngase en mi lugar. Soy forastero en esta ciudad. Pertenezco a una sociedad que, por lo que yo sé, es honrada. Está establecida a todo lo largo y lo ancho de los Estados Unidos, y en todas partes es una asociación honrada. Y ahora, cuando estoy pensando en unirme a la logia de aquí, viene usted y me dice que es lo mismo que una banda de asesinos llamados «Los Batidores». Creo que me debe una disculpa o una explicación, señor Shafter.

—Solo puedo decirle lo que todo el mundo sabe, señor. Los jefes de la una son los jefes de la otra. Si ofende a una, la otra le castigará. Lo hemos comprobado con demasiada frecuencia.

—¡Eso son solo habladurías! ¡Quiero pruebas! —dijo McMurdo.

—Si vive aquí el suficiente tiempo, tendrá sus pruebas. Pero olvidaba que es usted uno de ellos. Pronto será tan malo como los demás. Tendrá que buscarse otro alojamiento, señor. No puedo tenerle aquí. Por si no fuera bastante malo que uno de ellos venga a cortejar a mi Ettie, sin que yo me atreva a echarlo, ¿voy a tener que aguantar a otro como huésped? Sí, ya lo creo, a partir de esta noche ya no volverá a dormir aquí.

Y así, McMurdo se vio condenado al destierro, tanto de su confortable alojamiento como de la muchacha que amaba. Aquella misma noche la encontró sola en la sala de estar y le confió sus problemas.

—Pues sí, tu padre acaba de decirme que me vaya —dijo—. No me importaría mucho si solo se tratara de mi habitación; pero te aseguro, Ettie, que, aunque solo hace una semana que te conozco, eres para mí como el aire que respiro, y no puedo vivir sin ti.

—¡Ay, calle, señor McMurdo! ¡No hable así! —dijo la chica—. ¿No le dije yo que había llegado tarde? Hay otro, y aunque de momento no le he prometido casarme con él, tampoco se lo puedo prometer a ningún otro.

—Supongamos que yo hubiera sido el primero, Ettie. ¿Habría tenido alguna posibilidad?

La muchacha ocultó el rostro entre las manos.

—¡Ojalá hubiera querido el cielo que llegara usted primero! —sollozó.

Al instante, McMurdo cayó de rodillas ante ella.

—¡Por amor de Dios, Ettie, no sigas! —exclamó—. ¿Vas a arruinar tu vida y la mía por una promesa así? ¡Haz caso a tu corazón, acushla! Es un guía más seguro que cualquier promesa hecha sin saber lo que decías —había tomado la blanca mano de Ettie entre las suyas, fuertes y morenas—. Di que serás mía, y afrontaremos juntos lo que sea.

—Pero aquí no.

—Sí, aquí.

—¡No, no, Jack! —él ya la rodeaba con sus brazos—. Aquí no puede ser. ¿No podrías llevarme lejos de aquí?

Por un instante, el rostro de McMurdo reflejó una lucha interior, pero luego se endureció como el granito.

—No. Aquí —dijo—. Por ti me enfrentaré al mundo entero, Ettie, aquí mismo, donde estamos.

—¿Por qué no podemos marcharnos juntos?

—No, Ettie. No puedo marcharme de aquí.

—Pero ¿por qué?

—No podría volver a andar con la cabeza alta si sintiera que me han hecho huir. Además, ¿de qué hemos de tener miedo? ¿No somos personas libres en un país libre? Si tú me quieres y yo te quiero, ¿quién se va a atrever a interponerse?

—No lo entiendes, Jack. Llevas aquí demasiado poco tiempo. No conoces a ese Baldwin. No conoces a McGinty y sus Batidores.

—¡No, ni los conozco, ni les tengo miedo, ni creo en ellos! —dijo McMurdo—. He vivido entre hombres duros, querida, y en lugar de tenerles miedo, siempre han acabado teniéndome miedo ellos a mí. Siempre, Ettie. ¡Esto me parece una locura! Si estos hombres han cometido un crimen tras otro en el valle, como dice tu padre, y si todo el mundo conoce sus nombres, ¿cómo es posible que no hayan llevado a ninguno ante la justicia? Respóndeme a eso, Ettie.

—Porque ningún testigo se atreve a declarar contra ellos. El que lo hiciera no viviría ni un mes. Y también porque siempre tienen hombres dispuestos a jurar que el acusado estaba lejos de la escena del crimen. Pero, Jack, sin duda tienes que haber leído todo eso. Estaba convencida de que había salido en todos los periódicos de los Estados Unidos.

—Bueno, es verdad que he leído algo, pero pensé que sería una invención. Puede que estos hombres tengan buenas razones para hacer lo que hacen. A lo mejor se les ha tratado injustamente y no tienen otra manera de defenderse.

—¡Ay, Jack, no quiero oírte hablar así! Así es como habla él..., el otro.

—¿Baldwin? ¿Baldwin habla así?

—Y por eso le odio. Oh, Jack, ahora puedo decirte la verdad. Le odio con toda mi alma; pero también le tengo miedo. Tengo miedo por mí, pero, sobre todo, tengo miedo por mi padre. Sé que alguna gran desgracia caería sobre nosotros si yo me atreviera a decir lo que de verdad siento. Por eso le he ido dando largas con medias promesas. A decir verdad, esa era nuestra única esperanza. Pero si te fugaras conmigo, Jack, podríamos llevarnos a mi padre y vivir para siempre lejos del poder de estos malvados.

De nuevo se reflejó el conflicto en el rostro de McMurdo, y de nuevo se endureció como el granito.

—No te ocurrirá nada malo, Ettie, ni tampoco a tu padre. Y en lo referente a malvados, es posible que antes de que esto termine hayas descubierto que yo soy tan malo como el peor de todos ellos.

—¡No, Jack, no! Yo confiaría en ti en cualquier lugar.

McMurdo soltó una risa amarga.

—¡Por Dios, qué poco sabes de mí! Querida, tu alma inocente ni siquiera puede imaginar lo que pasa por la mía. Pero..., vaya, ¿quién viene aquí?

La puerta se había abierto de pronto y por ella entró un joven jactancioso, con aires de ser el amo. Era un joven atractivo y arrogante, aproximadamente de la misma edad y constitución que McMurdo. Bajo las anchas alas de su sombrero negro de fieltro, que no se había molestado en quitarse, un rostro atractivo, con ojos fieros y autoritarios y una nariz ganchuda como el pico de un halcón, miraba ferozmente a la pareja sentada junto a la estufa.

Ettie se había puesto en pie de un salto, llena de confusión y alarma.

—Me alegro de verle, señor Baldwin —dijo—. Llega antes de lo que esperaba. Pase y siéntese.

Baldwin siguió de pie, con las manos en las caderas, mirando a McMurdo.

—¿Quién es este? —preguntó en tono áspero.

—Es un amigo mío, señor Baldwin... un nuevo huésped de la casa. Señor McMurdo, le presento al señor Baldwin.

Los dos jóvenes se saludaron con una seca inclinación de cabeza.

—Supongo que la señorita Ettie le habrá explicado lo que hay entre nosotros —dijo Baldwin.

—No entendí que hubiera ninguna relación entre ustedes.

—¿Ah, no? Pues ya lo puede ir entendiendo. Hágame caso si le digo que esta muchacha es mía y que hace una noche espléndida para que dé usted un paseo.

—Gracias, pero no tengo ganas de pasear.

—Conque no, ¿eh? —los feroces ojos de Baldwin echaban llamas de ira—. A lo mejor es que tiene ganas de pelea, señor huésped.

—Ya lo creo —exclamó McMurdo, poniéndose en pie de un salto—. No podría haber dicho una palabra más de mi agrado.

—¡Por amor de Dios, Jack! ¡Ay, por amor de Dios! —chilló la pobre Ettie, fuera de sí—. ¡Ay, Jack, Jack, que te va a hacer algo malo!

—Ah. Conque «Jack», ¿eh? —dijo Baldwin, añadiendo un juramento—. Hasta ese punto hemos llegado, ¿eh?

—¡Oh, Ted, sé razonable, por favor! Hazlo por mí, Ted, si es que alguna vez me has querido, sé generoso y perdona.

—Creo, Ettie, que si nos dejaras solos podríamos dejar esto arreglado —dijo McMurdo muy tranquilo—. O si lo prefiere, señor Baldwin, podría salir conmigo a dar una vuelta por la calle. Hace una noche espléndida y hay un solar vacío detrás de la siguiente manzana.

—Ya le ajustaré las cuentas sin necesidad de ensuciarme las manos —dijo su adversario—. Antes de que acabe con usted, va a desear no haber puesto los pies en esta casa.

—Mejor ahora que en otro momento —exclamó McMurdo.

—Yo elegiré mi momento, señor mío. Déjeme a mí lo del momento. ¡Mire! —se arremangó bruscamente y mostró un curioso signo que parecía marcado a fuego en su antebrazo. Era un círculo con un triángulo inscrito—. ¿Sabe lo que significa esto?

—Ni lo sé ni me importa.

—Bueno, pues ya se enterará. Eso se lo prometo. Y no tendrá que esperar a hacerse viejo. A lo mejor, la señorita Ettie puede explicarle algo al respecto. Y tú, Ettie, vendrás a mí de rodillas. ¿Me oyes, chica? ¡De rodillas! Y entonces te diré cuál será tu castigo. Has sembrado... y por Dios que me encargaré de que coseches.

Les dirigió a ambos una mirada llena de furia, y luego dio media vuelta. Un instante después, la puerta de la calle se cerraba de golpe tras él.

McMurdo y la muchacha permanecieron en silencio unos momentos. Luego, ella le rodeó con sus brazos.

—¡Ay, Jack, qué valiente has sido! Pero no servirá de nada. Tienes que huir. ¡Esta noche, Jack, esta noche! Es tu única esperanza. Te hará matar. Lo leí en sus horribles ojos. ¿Qué posibilidades tendrías contra una docena de ellos, con el Jefe McGinty y todo el poder de la logia respaldándolos?

McMurdo se soltó de sus manos, la besó y la empujó con suavidad hacia una silla.

—Vamos, acushla, vamos. No te preocupes ni temas por mí. Yo también soy un Hombre Libre. Acabo de decírselo a tu padre. Tal vez no sea mejor que los otros, así que no me mires como si fuera un santo. Puede que me odies a mí también, ahora que te lo he dicho.

—¡Odiarte a ti, Jack! No podría hacerlo en toda mi vida. Me han dicho que los Hombres Libres no hacen nada malo en ninguna parte más que aquí. ¿Por qué iba a pensar mal de ti por eso? Pero, Jack, si eres un Hombre Libre, ¿por qué no vas a hacerte amigo del Jefe McGinty? ¡Date prisa, Jack, date prisa! Adelántate a hablar, o echarán a los perros tras tu pista.

—Eso mismo estaba pensando yo —dijo McMurdo—. Voy a ir ahora mismo a arreglarlo. Puedes decirle a tu padre que dormiré aquí esta noche y mañana por la mañana me buscaré otro alojamiento.

El bar del establecimiento de McGinty estaba tan concurrido como de costumbre, ya que era el lugar de reunión favorito de los elementos más rudos de la población. McGinty era un hombre popular porque tenía un carácter tosco y jovial que le servía de máscara para ocultar en gran parte lo que había debajo. Pero, aparte de su popularidad, el miedo que infundía en toda la ciudad —y, más aún, en los cincuenta kilómetros de longitud del valle y más allá de las montañas que se alzaban a ambos lados del mismo— bastaba por sí solo para llenar el bar, ya que nadie se atrevía a incurrir en su antipatía.

Además de los poderes secretos que todo el mundo creía que ejercía de manera tan despiadada, era un alto funcionario público, concejal municipal y comisario de carreteras, elegido para el cargo con los votos de rufianes que, a su vez, esperaban recibir favores de sus manos. Los impuestos y tasas eran elevadísimos, las obras públicas estaban descaradamente paradas, las cuentas amañadas eran aprobadas por auditores sobornados, y los ciudadanos decentes eran aterrorizados para que pagaran el chantaje oficial y mantuvieran callada la boca si no querían que les ocurriera algo peor. Y de este modo, año tras año, los alfileres de brillantes del Jefe McGinty se iban haciendo más aparatosos, cada vez eran más gruesas las cadenas de oro que cruzaban sus cada vez más suntuosos chalecos, y su local se iba ampliando más y más, hasta amenazar con absorber todo un lado de la plaza del Mercado.

McMurdo abrió de un empujón la puerta de batientes de la taberna y se abrió paso entre la multitud de hombres que lo llenaban, a través de una atmósfera nublada por el humo de tabaco y cargada de olor a bebidas alcohólicas. El local estaba brillantemente iluminado, y los enormes espejos con gruesos marcos dorados que colgaban de todas las paredes reflejaban y multiplicaban la deslumbrante iluminación. Había varios camareros en mangas de camisa que trabajaban sin descanso, mezclando bebidas para los clientes que se alineaban en la amplia barra con abundantes adornos metálicos. En el extremo más alejado, con el cuerpo apoyado en la barra y un cigarro insertado en ángulo oblicuo en la comisura de los labios, se encontraba un hombre alto, fuerte y corpulento, que solo podía ser el famoso McGinty. Era un gigante de melena negra, con una barba que le subía hasta los pómulos y una cabellera negra como un cuervo que le llegaba al cuello de la chaqueta. Tenía la piel tan morena como un italiano, y sus ojos eran de un extraño negro apagado, que, combinado con una ligera bizquera, le daba un aspecto particularmente siniestro. Todo lo demás en aquel hombre —sus nobles proporciones, sus finas facciones y sus modales francos— encajaban con aquel carácter jovial y campechano que fingía tener. Cualquiera podría tomarle por un tipo brusco pero honrado, de buen corazón, por muy rudos y descarados que pudieran parecer sus comentarios. Pero cuando aquellos ojos oscuros, profundos e implacables se clavaban en un hombre, este se encogía, sintiendo que se enfrentaba cara a cara con un mal latente de infinitas posibilidades, respaldado por una fuerza, un valor y una astucia que lo hacían mil veces más mortífero.

Después de echarle una buena mirada al hombre, McMurdo se abrió paso a codazos con su habitual audacia despreocupada, y atravesó a empujones el grupito de cortesanos que hacían la pelota al poderoso Jefe, riéndole a carcajadas sus más insignificantes gracias. Los atrevidos ojos grises del joven forastero mantuvieron sin ningún temor, a través de sus gafas, la mirada de aquellos mortíferos ojos negros que se habían vuelto bruscamente hacia él.

—Vaya, joven, no consigo recordar su cara.

—Soy nuevo aquí, señor McGinty.

—No tan nuevo que no pueda dirigirse a un caballero con el tratamiento que le corresponde.

—Llámele concejal McGinty, joven —dijo una voz procedente del grupo.

—Perdone, concejal. No conozco las costumbres de aquí. Pero me recomendaron que viniera a verle.

—Pues ya me está viendo. Aquí me tiene, de cuerpo entero. ¿Qué le parezco?

—Bueno, todavía es pronto. Si tiene el corazón tan grande como el cuerpo, y el alma tan noble como la cara, yo no pediría nada más —dijo McMurdo.

—¡Válgame Dios! ¡Tiene una lengua irlandesa dentro de esa cabeza! —dijo el dueño del establecimiento, no muy seguro de si seguirle la corriente al atrevido visitante o insistir en mantener la dignidad—. ¿O sea, que se digna dar el visto bueno a mi aspecto?

—Sí, claro —dijo McMurdo.

—¿De modo que le han dicho que viniera a verme?

—Así es.

—¿Y quién se lo dijo?

—El hermano Scanlan, de la logia 341 de Vermissa. A su salud, concejal, y por que lleguemos a conocernos mejor —se llevó a la boca un vaso que le habían servido y estiró el dedo meñique al beber.

McGinty, que lo miraba sin perderse detalle, levantó sus tupidas cejas negras.

—¡Ah! ¿Conque era eso? —dijo—. Tendré que considerar esto con más atención, señor... —McMurdo.

—Con más atención, señor McMurdo, porque por aquí no nos fiamos mucho de la gente ni creemos todo lo que nos dicen. Venga aquí un momento, detrás de la barra.

Había un cuarto pequeño, con barriles a todo lo largo de las paredes. McGinty cerró cuidadosamente la puerta y después se sentó en uno de ellos, mordiendo pensativo su cigarro y examinando a su visitante con aquellos ojos inquietantes. Permaneció en completo silencio durante un par de minutos.

McMurdo aguantó la inspección con buen humor, con una mano metida en el bolsillo de la chaqueta y retorciéndose con la otra el bigote castaño. De pronto, McGinty se echó hacia delante y sacó un revólver de aspecto siniestro.

—Mira, payaso —dijo—. Como descubra que estás jugando con nosotros, no vas a tener tiempo de arrepentirte.

—Bonito recibimiento —respondió McMurdo con cierta dignidad—. ¿Así da la bienvenida un gran maestre de la Orden de los Hombres Libres a un hermano forastero?

—Ya, pero eso tienes que demostrarlo —dijo McGinty—. Y que Dios te ayude si no lo consigues. ¿Dónde te iniciaron?

—En la logia 29, de Chicago.

—¿Cuándo?

—El 24 de junio de 1872.

—¿Qué maestre?

—James H. Scott.

—¿Quién es el superior de tu distrito?

—Bartholomew Wilson.

—¡Hum! Respondes con mucha seguridad a las preguntas. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Trabajar, lo mismo que usted, aunque en un empleo menos remunerado.

—Tienes siempre la respuesta a punto.

—Sí, siempre fui rápido de palabra.

—¿Y para la acción, eres rápido?

—Tengo esa fama entre los que me conocen bien.

—Puede que te pongamos a prueba antes de lo que piensas. ¿Has oído algo de la logia por estos alrededores?

—He oído que hay que ser un hombre para ser un hermano.

—Te han dicho la verdad, señor McMurdo. ¿Por qué te marchaste de Chicago?

—Que me ahorquen si se lo digo.

McGinty abrió mucho los ojos. No estaba acostumbrado a que le respondieran de aquella manera, y aquello le hizo gracia.

—¿Por qué no me lo quieres decir?

—Porque un hermano no debe mentirle a otro.

—¿O sea, que la verdad es demasiado mala para contarla?

—Puede expresarlo así si quiere.

—Mira, amigo. No puedes esperar que yo, como gran maestre, permita ingresar en la logia a un hombre de cuyo pasado no puedo responder.

McMurdo parecía indeciso. Por fin, sacó de un bolsillo interior un recorte de periódico.

—¿No delatará usted a un compañero? —dijo.

—Te voy a cruzar la cara a bofetones como vuelvas a decir eso —exclamó McGinty, irritado.

—Tiene usted razón, concejal —dijo McMurdo, humildemente—. Le pido perdón. Hablé sin pensar. Ya sé que estoy seguro en sus manos. Mire este recorte.

McGinty miró, y leyó un reportaje sobre la muerte a tiros de un tal Jonas Pinto en el Salón Lake de Market Street, Chicago, la semana de Año Nuevo de 1874.

—¿Fuiste tú? —preguntó, devolviendo el recorte.

McMurdo asintió.

—¿Por qué lo mataste?

—Yo me dedicaba a ayudar al Tío Sam a fabricar dólares. Puede que los míos no fueran de un oro tan bueno como los suyos, pero eran igual de bonitos y más baratos de hacer. Este hombre, Pinto, me ayudaba a colocar la morralla...

—¿Te ayudaba a qué?

—Quiero decir, a poner los dólares en circulación. Un día dijo que lo iba a dejar. Puede que lo hubiera dejado ya. No me quedé a comprobarlo. Lo maté y salí pitando hacia la cuenca carbonera.

—¿Por qué a la cuenca carbonera?

—Porque había leído en los periódicos que en esta región no eran demasiado escrupulosos. McGinty se echó a reír.

—Primero has sido falsificador de moneda y después asesino... ¿y vienes a esta región pensando que te van a dar la bienvenida?

—Pues sí, más o menos —respondió McMurdo.

—Oye, creo que tú llegarás lejos. Dime: ¿todavía puedes fabricar dólares de aquellos?

McMurdo sacó media docena del bolsillo.

—Estos nunca han pasado por la Casa de la Moneda de Washington —dijo.

—¡No me digas! —McGinty los acercó a la luz con su enorme mano, tan peluda como la de un gorila—. No noto ninguna diferencia. ¡Caramba, me parece que vas a ser un hermano de lo más útil! Amigo McMurdo, entre nosotros siempre hay sitio para uno o dos hombres malos, porque hay ocasiones en las que tenemos que defendemos. Si no devolviéramos los empujones a quienes nos empujan, pronto estaríamos contra la pared.

—Bueno, estoy dispuesto a empujar lo que tenga que empujar, como el resto de los muchachos.

—Pareces un tipo con agallas. No te has acobardado cuando te apunté con este revólver.

—No era yo el que corría peligro.

—¿Quién, entonces?

—Usted, concejal —McMurdo sacó un revólver amartillado del bolsillo lateral de su chaquetón marinero—. Le estuve apuntando todo el tiempo. Y creo que habría podido disparar tan rápido como usted.

McGinty enrojeció de ira, y a continuación estalló en estrepitosas carcajadas.

—¡Por todos los...! —exclamó—. Te aseguro que hace muchos años que no teníamos a mano un elemento como tú. Creo que la logia llegará a sentirse orgullosa de ti. ¿Y tú, qué demonios quieres? ¿No puedo hablar cinco minutos a solas con un caballero sin que vengas a importunarnos?

El camarero se quedó azorado.

—Perdone, concejal, pero es el señor Ted Baldwin. Dice que tiene que hablar con usted inmediatamente.

El mensaje era innecesario, porque el rostro duro y cruel del propio Baldwin miraba por encima del nombro del camarero. Empujó a este fuera de la habitación y cerró la puerta.

—Vaya —dijo, lanzándole una feroz mirada a McMurdo—. De modo que has llegado el primero, ¿eh? Concejal, tengo que decirle unas palabras acerca de este hombre.

—Pues dilas aquí y ahora, delante de mí —gritó McMurdo.

—Lo diré cuando a mí me parezca, y a mi manera.

—Vamos, vamos —dijo McGinty, levantándose del barril—. Esto no puede ser. Tenemos aquí a un nuevo hermano, Baldwin, y no está bien que lo recibamos de esta manera. Dale la mano, hombre, y haced las paces.

—¡Nunca! —gritó Baldwin, furioso.

—Me he ofrecido a pelear con él si es que piensa que le he faltado —dijo McMurdo—. Pelearé con él a puñetazos o, si eso no le satisface, de cualquier otra manera que elija. Ahora apelo a usted, concejal, para que juzgue nuestro caso como gran maestre que es.

—¿De qué se trata?

—De una chica. Y ella es libre de elegir.

—¿Cómo que es libre? —exclamó Baldwin.

—Tratándose de dos hermanos de la logia, yo diría que sí que es libre —dijo el Jefe.

—Ah. ¿Porque usted lo manda?

—Pues sí, Ted Baldwin —dijo McGinty con una mirada siniestra—. ¿O me lo vas a discutir tú?

—O sea, que desaira a un hombre que lleva cinco años a su lado en favor de un tipo al que no había visto en su vida. El cargo de gran maestre no es vitalicio, Jack McGinty, y por Dios que cuando llegue la próxima elección...

El concejal saltó sobre él como un tigre. Su mano se cerró en torno al cuello del otro y lo empujó hacia atrás, contra uno de los barriles. Estaba tan loco de furia que habría apretado hasta matarlo, de no haber intervenido McMurdo.

—¡Tranquilo, concejal! ¡Por amor de Dios, cálmese! —gritó, tirando de él hacia atrás.

McGinty aflojó su presa y Baldwin, acobardado y maltrecho, respirando con dificultad y con temblores en todo el cuerpo, como quien ha visto la muerte muy cerca, se sentó en el barril contra el que le habían lanzado.

—Te estabas buscando esto desde hace mucho tiempo, Ted Baldwin. Y lo has recibido —dijo McGinty, mientras su voluminoso pecho se hinchaba y deshinchaba—. A lo mejor te crees que si no me reeligen gran maestre, vas a ocupar tú mi puesto. Eso lo tiene que decidir la logia. Pero mientras yo sea el jefe, no consentiré que nadie diga una palabra contra mí o contra mis órdenes.

—No tengo nada contra usted —masculló Baldwin, palpándose la garganta.

—Pues entonces —exclamó el otro, recuperando en un instante su brusca jovialidad—, todos amigos otra vez, y asunto concluido.

Sacó una botella de champaña de un estante y la descorchó de un tirón.

—Y ahora —dijo, mientras llenaba tres copas—, vamos a hacer el brindis de paz de la logia. Y después de eso, como sabéis, ya no puede haber mala sangre entre nosotros. Vamos, pues. Con la mano izquierda en la nuez de mi cuello, yo te pregunto, Ted Baldwin: ¿Por qué estás ofendido?

—Las nubes están muy cargadas.

—Pero se despejarán para siempre.

—Lo juro.

Los hombres bebieron, y a continuación se repitió la misma ceremonia entre Baldwin y McMurdo.

—Ya está —exclamó McGinty, frotándose las manos—. Se acabaron los rencores. Si esto fuera más lejos, tendréis que someteros a la disciplina de la logia, que en esta región tiene la mano muy dura, como bien sabe el hermano Baldwin y como no tardarás en comprobar tú también, hermano McMurdo, si andas buscando problemas.

—De veras que me lo pensaré muy bien antes de hacerlo —dijo McMurdo, tendiéndole la mano a Baldwin—. Soy rápido para pelear, pero también para perdonar. Dicen que es por mi ardiente sangre irlandesa. Pero, por mi parte, es asunto concluido y no guardo rencor.

Baldwin tuvo que estrechar la mano que se le ofrecía, porque los funestos ojos del terrible jefe no le perdían de vista. Pero su expresión resentida dejaba claro que las palabras del otro le habían conmovido bien poco.

McGinty palmeó los hombros de ambos.

—¡Ay, esas chicas, esas chicas! —exclamó—. Pensar que unas faldas han tenido que interponerse entre dos de mis muchachos... Es obra del diablo. Bueno, es la moza misma la que tendrá que zanjar la cuestión, porque eso se sale de la jurisdicción de un gran maestre, y demos gracias a Dios por ello. Ya tenemos bastantes problemas, sin necesidad de mujeres. Hermano McMurdo, tendrás que afiliarte a la logia 341. Tenemos métodos y costumbres propios, diferentes de los de Chicago. Nos reunimos los sábados por la noche, y si vienes te haremos libre para siempre en el valle de Vermissa.

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