Capítulo 6. Payasada
Aunque el oficial Johnson sabía que su hijo era maduro y serio, no lo tomó mucho en cuenta cuando le dijo que un fantasma le había aparecido en la sala de cine, mientras veía una película de terror. Pero cuando Samanta le dijo que también lo había visto, pensó que ambos podrían estar consumiendo drogas. Ken se ofendió cuando ante tal aseveración, y no volvió a tocar más el tema. Lo mismo pensaron los padres de Samanta, con mucho pesar, a sabiendas que la chica tenía una conducta intachable, como persona y como estudiantes.
Peter, Jeff, Andrew, Alex y Harold no contaron nada a sus padres, sobre todo, porque tuvieron la sospecha de que podía tratarse del alma en pena de Bruno, buscando venganza por haber provocado su muerte. No había otra explicación para lo que vieron ese día. Era demasiado para ellos; en vida les había hecho la vida imposible, y aún luego de su muerte seguiría martirizándolos. Harold cayó en una crisis nerviosa y Peter tuvo que abofetearlo.
Alex no paraba de decir que con lo que habían visto, se comprobaba que el infierno sí existe, y que todos irían a parar allí por haber provocado la muerte de alguien. Jeff se adelantó a decir que él no había hecho nada, que Peter fue el único que saboteó los frenos. Andrew le replicó que si todos lo sabían y ninguno hizo algo para evitarlo, entonces todos contribuyeron, pues, como dice su madre psicóloga, las personas promueven todo aquello que permiten
Peter se enfureció, y dijo que si Bruno venía por más, se encargaría también de acabar con su alma, así como acabó con su cuerpo.
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Martina supo que se trataba de Bruno. Sus poderes paranormales le advertían que se trataba de él, a pesar de su cara quemada, visible a través de la transparencia de la túnica, que había perdido sus principales rasgos por el fuego. Ella y Martina llamaron a Samanta y a Susan para contarles lo que ocurría. Samanta les dijo que ella y Ken vivieron lo mismo en el cine; pero, Susan no había visto nada. Martina comentó que tal vez se debía a que ella nunca le hizo nada a Bruno, siempre se mostró compasiva con él, pero fueron muchos los que lo golpearon estando en el piso. Max, Richard y Jaime, fueron los primeros en morir por haberlo dejado solo en aquel ataque masivo y no lo ayudaron a defenderse; quizá le dolió más que sus amigos cercanos lo hubiesen abandonado. Martina comentó lo extraño que resultaba que el alma en pena hubiese aparecido en lugares diferentes en el mismo momento. Nunca había sabido que un alma tuviese la capacidad de ser omnipresente.
La madre de Martina, una mujer con fama de poderosa bruja, estaría fuera de la ciudad por unos días, para ayudar a una amiga que tenía problemas paranormales. La chica, mientras, se estaba quedando con su abuela. Cuando la llamó por teléfono para contarle lo ocurrido, la mujer le dijo que no podía dejar a su amiga, pues tenía un problema de vida o muerte, además, ella también tiene grandes poderes, podría ejecutar un conjuro de protección mientras ella regresaba.
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Lucy le contó a su novio, Drake, lo que ella, Emilia y Amanda habían visto. Ella pensó que él no les creería, y se sorprendió mucho cuando él les dijo que vio lo mismo junto a Roberto, el mismo día y exactamente a la misma hora. Llamaron a Daniel para preguntarles si había visto algo, pero ese jueves en la noche no respondió el celular. Creyeron que tal vez estaba con Vicky haciendo las pases. Pero, pasada las 10 de la noche, los padres de Daniel llamaron a Drake y a Roberto para preguntar por su hijo, y éstos le dijeron exactamente donde fue la última vez que lo vieron.
Los padres de Daniel informaron a la policía de la desaparición del muchacho; pero los oficiales les respondieron que apenas tenía cuatro horas sin saberse su paradero, no era suficiente tiempo para considerarse como extraviado a fin de emprender una búsqueda policial. Al día siguiente, a eso de las siete de la mañana, la estación de policía recibió la llamada telefónica de un chico que trotaba en las inmediaciones del parque donde Daniel fue visto por última vez. Él tenía el celular en su mano derecha pegada a su oreja, y su novia, abrazada con su brazo izquierdo. Ambos veían a Daniel colgado en el árbol, por el cuello, con su cabeza inserta en un rama en forma de horqueta, a siete cuatro metros del suelo. La novia del muchacho tenía las piernas frías y temblorosas, y sacó fuerzas para inducir a su chico a alejarse del lugar, mientras él seguía notificando a la policía del macabro hallazgo, a través del celular.
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Desperté con el pecho palpitando por mi corazón acelerado. Mis ojos ardían, apenas había dormido dos horas según constaté en el reloj despertador, sobre mi mesita de noche. De inmediato recordé el sueño que tuve con mi pequeño hijo. Reviví el amargo momento en que lo hallé muerto en su habitación, tirado en el piso junto a su juguete favorito: el payaso que le di en su cumpleaños. El examen forense dictaminó que murió de un infarto por un ataque de miedo. "¿Qué podía asustar tanto a un niño de seis años de edad?". Pero el gesto de ojos muy abiertos y boca explayada con el que lo encontramos sin vida evidenciaba que así fue, murió de pánico. Mi esposa insistió en que sería una buena idea sepultarlo con el juguete en su ataúd, y así lo hicimos.
Giré la vista hacia una silla en un rincón de la habitación donde siempre tiro por descuido cualquier cosa, camisas, toallas, etc. Entre la penumbra que generaba los exiguos rayos de luz del amanecer, que se filtraban a través de la cortina, vi con estupor que sobre el mueble estaba el payaso. No era más grande que mi brazo, estaba allí sentado con su cabeza ladeada. Tenía sus ojos verdes fijos en mí, una sonrisa sardónica aún más abierta de lo que recordaba, y su torso cubierto de tierra negra. Me senté sobresaltado en la cama, "¿cómo era posible que estuviese ahí?". Yo mismo puse el payaso en la urna junto al cuerpecito de mi niño. Si dejar de mirarlo extendí mi brazo a mi izquierda para despertar a mi esposa, y mi mano tocó algo húmedo, un charco de un líquido viscoso y rojo. La sábana blanca que la cubría estaba empapada con aquello que de inmediato asocié con sangre.
Grité su nombre una y otra vez mientras la sostenía en mis brazos, pero sus ojos nunca se abrieron. Le quité la sábana y vi el origen del drenaje rojo: un largo tajo por arma blanca sobre su piel, desde su pecho a su abdomen. Lo único que se movía en ella era su sangre que emanaba con más rapidez, luego de haberla sacudido con desespero sobre la cama.
Miré hacia el teléfono que estaba sobre una mesa junto a la silla de la ropa amontonada, con intención de llamar a una ambulancia. El payaso no estaba en la silla, ni en ningún lugar a la vista. Al poner el auricular en mi oído advertí la ausencia de tono de llamada, la línea estaba muerta.
Busqué con desespero mi teléfono celular y lo hallé tirado en el piso, frente al gran espejo rectangular empotrado en la pared, que tenía el tamaño de una puerta promedio. Me incliné y lo recogí. Vi entonces en su pantalla que hacía apenas diez minutos alguien había marcado al número de emergencias.
De inmediato me percaté que algo andaba mal con mi reflejo en el espejo. Vi unos zapatos rojos enormes en el lugar donde deberían estar mis pies descalzos; subí mi vista y observé un pantalón amarillo de tela muy brillante con motas violetas, en lugar de mi pantalón de piyama; lo siguió un suéter naranja con motas azules, y un corbatín de moño en el cuello. El reflejo tenía el celular en sus manos, en mis manos, y me miraba a mí mismo con un grotesco rostro blanco, la boca pintada de rojo, mejillas rosadas, ojos bordeados de azul, una peluca verde en vez de mi cabello, y una enorme nariz roja. Moví mi mano derecha, y el reflejo hizo lo mismo con su mano izquierda en la que usaba un enorme guante blanco.
"Estoy soñando" eso era, me dije, o al menos eso quería creer. O tal vez se me subieron las copas de los tragos que bebí antes de irme a la cama.
Pero entonces, la cruda realidad me golpeó cuando se lanzó sobre mí a través del espejo. Los vidrios salieron volando por al aire, algunos se clavaron en la piel de mi cara. El payaso de mi reflejo estaba sobre mi cuerpo tirado en el piso, con sus manos alrededor de mi cuello apretando con fuerza. Apenas si podía pensar en lo inaudito de aquel suceso extraño, inaceptable desde el punto de vista lógico, no era una pesadilla, no era una alucinación.
Lo tomé de las muñecas para retirar sus manos d mí, pero no se movió. Lo tomé del cuello para asfixiarlo pero parecía inmune a la presión. Lo golpee en la cara con mi puño, y luego en su estómago, pero fue inútil. Lancé patadas, di brazadas, y mi mano tocó algo en el piso: un largo trozo de espejo en forma de triángulo de punta muy afilada. En el desespero lo tomé, el payaso mostró temor al ver mi arma improvisada y se retiró de encima de mi cuerpo. Entonces clave el trozo de espejo en su pecho y lo desgarré hasta su estómago. Un agudo grito de mujer resonó hasta retumbar en mis tímpanos.
La puerta se abrió de golpe.
"¡Suelte ese espejo, ponga las manos en alto, tiene derecho a guardar silencio!". Esas fueron las palabras que tres policías me gritaron. Estaban en la puerta de mi habitación apuntándome con sus armas, y mi esposa ya no estaba en la cama, estaba sobre el piso, a mis pies, muerta un tajo desde su pecho a su abdomen, como el que yo le hice al payaso en defensa propia.
Bajamos las escaleras con mis manos esposadas detrás de mi espalda. Los policías no creyeron nada de lo que les dije acerca del payaso, creyeron que estaba bajo efecto de un droga. Me preguntaron quién era el niño que había llamado desde mi celular para notificar que supuestamente yo había matado a mi esposa. Comencé a creer que sí estaba drogado y no lo recordaba, solo así todo aquello podía tener algún sentido.
Antes de salir de mi casa, los policías y yo pasamos frente al espejo de la sala, y mi reflejo era el del payaso que me atacó. En ese momento, un recuerdo llegó a mi mente como si me hubiese clavado el trozo de espejo en mi cabeza. Veinte años atrás, en la casa de las risas del circo ambulante, en el gran laberinto de espejos trucados, un payaso fue encontrado ahorcado, se había suicidado. Mis amigos y yo, unos adolescentes apenas, fuimos responsables de ese suicidio.
—Señor Thompson, no tiene caso que insista con la historia del payaso para hacer creer que está loco y lograr indulgencia de este tribunal —dijo el abogado del Ministerio Público con su cara muy contraída por una mueca de rabia, parado frente a Frank Thompson, quien estaba tembloroso sentado en el estrado—. Ya los psicólogos y psiquiatras dieron su dictamen, su mente está sana, actuó con voluntad e intención, con su libre albedrío para asesinar a su esposa, y tal vez a su hijo. El jurado y el juez están claros en eso. Lo último que menciona sí que nos sorprende. ¿A qué se refiere con qué usted y sus amigos fueron responsables del suicidio de un payaso?
El tribunal estaba repleto de personas. Los once miembros del jurado se hablaban en susurros. Los comentarios en voz baja de todos los presentes al mismo tiempo, generaban un ruido único e ininteligible.
—¡Objeción señor juez! Lo que pregunta el abogado del Ministerio Público no tiene nada que ver con el objeto del cual se le acusa a mi defendido —reclamó un hombre muy alto de anteojos, sentando a la izquierda del tribunal.
—¡Orden en la sala! —gritó el obeso juez, a la vez que golpeaba con su maso la superficie de su escritorio en el estrado—. No ha lugar la objeción de la defensa. Responda señor Thompson. —El juez se giró hacia el acusado, cruzó los brazos y lo observó como un buitre que mira a la carroña antes de devorarlo.
Frank tenía la garganta seca, sin una pisca de saliva en su boca. Quería salir corriendo, gritar. Ya no podía con la presión. Quería golpear a todos para obligarlos a creerle. Lamentó que por un descuido de su mente descontrolada hubiese traído al presente aquel hecho del pasado que le abochornaba. Ahora tendría que explicar su responsabilidad en la muerte de un payaso, pero realmente le daba igual hacerlo, pensó que ya no tenía motivo alguno por el cual defenderse.
Todo ocurrió hace casi veinte años. Yo tenía entonces diecisiete años de edad, y era todo un líder durante mi último año de preparatoria, con un grupo de amigos que me seguían, y la novia más bella y codiciada por todos. Yo era un ganador. El sentido de mi vida era ser el centro de atención de todos, y eso me hacía sentir superior a muchos. No podía tolerar por ello, que un chico de un metro y veinte centímetros de estatura se atreviera a regalarle globos a mi novia, con intenciones románticas. Él creyó que tenía alguna oportunidad con ella, pues Cindy sintió lástima de él y le recibió el regalo con una amable sonrisa. En aquel momento, para mí no era más que un tarado, "¿regalar globos redondos?". Si por lo menos hubiesen tenido algún diseño romántico en forma de corazones, eso habría tenido sentido. Al final me causó tanta gracia que no le hice reclamo alguno, sino que me mofé de él frente a toda la clase por su falta de tacto para conquistar a una chica. "Se usan flores, los globos son para los payasos, ve al circo y seduce a un payaso", le dije. Mis amigos y yo le hicimos la vida miserable desde entonces, lo echábamos dentro del contenedor de basura de la escuela, por lo menos una vez al día; le robábamos su almuerzo en el comedor; le quitábamos su dinero, lo golpeábamos sin dejarle moretones; en fin, lo típico en esos casos. Le expuse muchas veces mi punto de vista que yo tenía a esa edad acerca de las relaciones de pareja: el amor es para la gente normal, la gente como él debe conformarse y buscarse una pareja de su tamaño, las personas se juntas con sus iguales; es decir, guapos con guapos, negros con negros, delgados con delgados. Los feos anormales, enanos, como él, se juntan también con anormales, por conformismo, porque nunca podrán enamorar a alguien guapo. Mientras más rápido lo acepten y se conformen, menos sufrirán.
La gota que derramó el vaso de mi ira fue el montón de cartas románticas anónimas que comenzaron a llegarle a mi novia. Era evidente que se trataba del enano George, George Carrington. Y ella parecía muy emocionada por ellas. Yo nunca tuve la sensibilidad de escribir cartas así. Entonces, tuve una idea, le pedí ayuda a mi padre y me la dio. Le compré una sortija de compromiso a Cindy y le pedí matrimonio a mi novia en el patio del colegio. Nos casaríamos al terminar la universidad. Ella fue la envidia de sus amigas y de todas las chicas del colegio ese día. Pero le exigí que ese mismo día hiciera que el enano pusiera los pies sobre la tierra o no habría boda. Me cuesta admitirlo, pero para el momento, Cindy era tan básica y superficial como yo, para nosotros, el "qué dirán" era tan importante como el oxígeno para vivir. Para ella, ser la chica ganadora comprometida con un chico guapo, el objeto de envidia y admiración de todas, era más importante que los sentimientos de un enano. Le rompió el corazón en el patio de la escuela, delante de todos, fue diplomática y amable, pero el efecto fue el mismo en el enano. Le grité en su cara que una chica como Cindy solo podría tener hijos sanos con un hombre como yo, y no con la mitad de un hombre como él. Aquel día fue la última vez que se le vio en la escuela. Nadie sabe qué ocurrió le ocurrió. No se graduó de la preparatoria con nosotros.
En el verano llegó un circo ambulante a la ciudad. Cindy tuvo muchas ganas de ir, así que fuimos, ella, nuestro grupo de amigos y yo. Entramos a la casa de los espejos, nos divertimos viendo nuestros reflejos distorsionados en ellos. Hubo uno que nos hacía parecer de una estatura de un metro, como enanos. No pudimos creer a quien nos encontramos entre los pasillos de espejos animando el recorrido de los visitantes: A George vestido de payaso, trabajando allí, en el circo. Literalmente se nos cayeron las mandíbulas de tanto reírnos en su cara. "¿Y tú pretendías ser el novio de Cindy?", le pregunté a carcajadas.
Entonces, George hizo algo que nunca había hecho, por lo menos no delante de nosotros, comenzó a llorar como un niño, gimoteando. Yo tuve una sensación que no pude describir, y que me quitó las ganas de seguirme burlando. Pero el enano saltó, me brincó encima, se me guindó del cuello y comenzó ahorcarme. Estaba enloquecido de ira. Mis amigos me lo quitaron de encima y comenzaron a golpearlo, y yo hice lo mismo. Allí, tirado en el suelo, le preguntó a Cindy si se casaría conmigo, ella, llena de rabia le gritó que sí, y que mejor no tratara de volar tan alto enamorándose chicas como ella, pues sufriría menos si se conformaba con enanas como él.
"Los voy a encontrar". "Los golpearé donde más les duele". Literalmente esas fueron sus últimas palabras. A los dos días, vi la noticia en el periódico: lo encontraron ahorcado del techo de la casa de los espejos, vestido de payaso. El diario hizo un reportaje del caso, entrevistaron a la madre de George. Ella dijo que el muchacho tenía muchos meses en un fuerte estado depresivo por bullying escolar, y dejó la escuela. En el verano intentó conseguir empleo, pero lo rechazaban por su estatura. El chico se había sentido mal al ver que en el único lugar donde encajaba por su condición física, era en un circo. ¡Él es el payaso que me persigue! ¡Ha regresado para vengarse, lo prometió y lo cumplió! El mató a Cindy y a mi hijo. —Frank tenía las mejillas llenas de lágrimas, jadeaba como si hubiese corrido una larga distancia. Se había halado del cabello con desespero. Mostraba un aspecto patético.
Todos en la sala de juicio permanecían en silencio, conmocionados con sus oídos y ojos puestos sobre Frank, el tembloroso hombre que se frotaba las manos como si se estuviese congelando.
—Pido no sea tomada en cuenta la declaración de mi defendido. Nada tiene que ver lo que dijo con el delito que se le acusa —solicitó el abogado de Frank.
—Petición denegada licenciado Smith —respondió el juez quitándose los anteojos y frotándose con fuerza la cara—. Yo pienso que sí tiene que ver con el caso, y mucho. Damos por concluida la audiencia de hoy. Pueden llevarse al acusado de nuevo a la penitenciara. La próxima audiencia queda fijada para el día veinte del corriente mes. Es todo.
Un oficial de policía colocó las esposas en las muñecas de Frank. El hombre tenía la sensación de un bloque de hielo que abarcaba su estómago y su pecho, desde que su hijo había sido encontrado muerto, y se había vuelto más frío cuando fue acusado del asesinato de su esposa. Caminó a la salida del tribunal sin dejar de mirar al piso, a tiempo una vez más al cielo que la tierra se abriera y se lo tragara. Un escupitajo le cayó en su mejilla, de nuevo el padre de Cindy intentaba agredirlo a la salida del edificio del juzgado, al llamarlo asesino. La policía lo contuvo mientras subían a Frank a la patrulla policial.
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Era las doce horas de otra noche de insomnio para Frank. Se mantenía en cuclillas sobre el colchón inferior de la litera, con su cabeza apoyada sobre sus rodillas. Su compañero de celda roncaba en el colchón superior como si se le desgarrara la garganta. Analizaba una y otra vez el momento de la muerte de su esposa. Por momentos todo parecía claro: vivió una experiencia paranormal, no había otra explicación. Fue víctima del ataque de un alma en pena. Él era de las personas que solo creería en ese tipo de fenómenos cuando viera alguno; y bien, le llegó el momento de creerlo. No obstante, en otros momentos creía que había sufrido una perturbación mental, pero fue examinado por varios psicólogos y psiquiatra, y no hallaron en él alguna perturbación mental.
—¿Qué diablos pasó? —se dijo a sí mismo con la voz quebrada—. No puede tratarse de ti... George. Tú estás muerto. Una muerte injusta, sí, pero estás muerto.
—Frank, ayúdame —susurró una voz femenina apenas audible en la celda. Frank aguzó el oído para intentar oír mejor—. Frank, Frank —la voz aumentó su tono y ahora expresaba un dejo de preocupación.
Frank se levantó, miró a todos lados. La voz seguía pronunciando su nombre para pedir ayuda. Caminó por la pequeña celda tratando de seguir el origen del llamado. El rastro le pareció que venía del muro donde había un pequeño espejo sobre el sucio lavamanos. Pegó su oreja en la pared, y con una nueva llamada de auxilio supo entonces que la voz venía del espejo.
Por un momento le pareció imposible, pero de inmediato recordó que estaba allí por causa de un imposible. Acercó su cara al espejo. Vio su demacrado rostro en él, era lo que esperaba encontrar; pero, había algo más. Detrás de su reflejó vio las sábanas de su cama tiradas en el piso, sobre un bulto de poco más de un metro de altura que se mecía de un lado a otro, como si algo vivo estuviese bajo ellas.
El hombre se giró de inmediato. Vio sus sábanas echadas en el piso, pero podría jurar haberlas dejado sobre la cama al momento de levantarse; sin embargo, no había ningún bulto bajo las telas. Tomó las mantas por un extremo y las levantó sin que nada bajo ellas se revelara, solo el piso. Volvió su mirada al espejo y ya no vio nada en él. Estaba seguro de no estar enloqueciendo, ni de haber estado soñando. De nuevo frente al espejo, miró el reflejo de su compañero durmiendo en la cama, y lo envidió con todas sus fuerzas. Cuando aún tenía la vista en el otro reo, sintió que una mano se posó sobre su hombro, alguien lo había tocado por la espalda. Se dio la vuelta sobresaltado al darse cuenta, en una fracción de segundo, que no podía tratarse de su compañero en la celda, pues él seguía dormido. Ya de espaldas al espejo, no vio a nadie frente a su cara, pero sí vio algo a unos centímetros bajo ella, en el rincón más alejado de la celda.
Entre la penumbra había algo de aspecto infrahumano, de piernas y brazos muy cortos, de poco más de un metro de altura. "¿Cómo pudo haberlo tocado en el hombro, si él medía un metro ochenta de altura?", "¿y cómo lo hizo desde aquel rincón, a esa distancia?". La silueta negra avanzó dando pasos con torpeza, casi cojeando, y la luz de las lámparas del pasillo aclararon sus rasgos. Aquello tenía el rostro pintado de blanco, con el contorno de los ojos pintado de azul, su boca era roja con una sonrisa sardónica, más abierta de lo que humanamente era posible. Usaba un traje amarillo con motas violeta y unos zapatos muy grandes de color verde. Sus ojos estaban muy abiertos, casi desorbitados. Llevaba en su mano derecha un manojo de cuerdas que desembocaban en un montón de globos de diferentes colores que flotaban. A primera vista, no tenía un aspecto siniestro, pero a Frank se le erizaron los vellos de sus brazos como si se hubiese parado frente a un gran televisor al momento de encenderlo. Percibió a aquella presencia tan pesada que le oprimía el pecho al respirar, parecía que aquel ser inhalaba todo el oxígeno del lugar.
Frank no se percató en qué momento comenzó, pero de repente estaba tiritando por una inexplicable disminución de la temperatura. Su cabeza tembló por un fuerte estremecimiento debido a la sensación de un chorro de agua helada que le bajaba por la espalda.
—No sabes cuánto odiaba mirarme al espejo... cuando estaba vivo. Odiaba ver el despojo de hombre que era —dijo con un tono muy grave y seco que revelaba rencor. Su voz era muy nasal, parecida a la de alguien con un resfriado común—, la mitad de un hombre, como tú me decías. Ahora los espejos son mis mejores amigos, mis herramientas, como mis manos.
Frank no podía hablar, quería preguntarle algo, aunque ya sabía la respuesta. Su aparato fonador y quijada estaban paralizados por un intenso frío, aunque para ese momento estaba bañado en sudor.
—¿No quieres un globo? —le preguntó el payaso, pero Frank solo negó moviendo la cabeza de lado a lado, frustrado ante los temblores que invadían su cuerpo y que no podía detener.
—¿De verdad no quieres un globo? Son muy especiales —. Él sonreía de una manera muy jocosa, como si se estuviera divirtiendo a lo grande—. Te regalo dos globos como recuerdos. Tienes que tomarlos, tu esposa y tu hijo están ellos.
George lanzó una larga carcajada ronca y resonante, como si su diafragma vibrara al mismo son que sus risas. Entonces, extendió dos globos, una rojo y otro verde, hacía Frank. El aterrado hombre los vio acercarse a su cara. Sus piernas perdieron equilibrio, y por un momento estuvo a punto de que se le doblaran las rodillas cuando vio, a través del látex de los globos, algo que había dentro de ellos. En el globo rojo había una cabeza de mujer, y en el verde, una cabeza de niño. Ambas tenían los ojos cerrados, y sus pieles mostraban leves señales de putrefacción con algunas marcas de rasguños profundos.
Frank por fin alcanzó a gritar hasta desgañitarse cuando reconoció las cabezas de su esposa e hijo, al tiempo que el George seguía lanzado escandalosas risas. El otro hombre en la celda despertó por los gritos de su compañero y lo vio de pie, con su rostro de mirada aterrada, pero no vio al payaso, ni los globos. Era como si todo aquello fuese visible solo para los ojos de Frank. Desde que compartían celda hacía tres semanas, éste había gritado todas las noches de cada día, al sufrir pesadillas en las pocas horas que dormía, así que el reo, bostezando, creyó que se trataba de otro caso similar, y volvió a cerrar los ojos. Lo mismo pensaron los policías de guardia, por lo que ni siquiera se tomaron la molestia de ir a ver lo que ocurría.
El payaso soltó los globos que contenían las cabezas y éstos flotaron en dirección a Frank. Éste retrocedió gimoteando cuando tuvo muy cerca de él a las cabezas decapitadas de los dos seres que en vida había amado tanto. Su esposa lucía con sus párpados muy hinchados, y por debajo de ellos le escurría un líquido viscoso anaranjado. Sus labios estaban tan resecos y partidos que se asemejan a un par de pétalos marchitos. Parte de la piel estaba ennegrecida, podrida. La cabeza del niño estaba en condiciones parecidas: su nariz estaba hundida, como si se le hubiesen golpeado con fuerza, sus mejillas, antes rosadas e hinchadas, ahora eran vacías y pálidas con algunas laceraciones sangrantes. Ambas cabezas se tambaleaban dentro de los globos según los movimientos de éstos al flotar. Aquella visión trastocó la razón del pobre hombre.
La espalda baja de Frank tocó el borde del lavamanos. Una corriente de aire helado lo impactó en la nunca, como si el viento hubiese entrado por una ventana abierta, pero detrás de él solo tenía el espejo. Los globos subieron al techo, y se percató que el payaso ya no estaba en la celda. Miró en todas direcciones, parado de espaldas al lavamos con sus manos aferradas a su borde.
—No me sirve que estés encerrado —dijo George desde algún lugar, pero su presencia no era visible—. ¡Vámonos!
Frank vio como unas enormes manos, provistas de grandes guantes de hule de color amarillo, emergieron desde algún sitio detrás de él. Una de ellas tapó sus ojos, y todo quedó en negro. La otra mano lo tomó del cuello. Ambas empezaron a halarlo con fuerza hacia atrás. El hombre se resistió, se giró, y logró zafarse de la mano que le tapaba la visión, entonces observó con desconcierto que las manos salían del interior del espejo, como si de una ventana abierta se tratara. Allí estaba el payaso al otro lado del espejo, mirándolo con ansias, con sus ojos casi desbordados de sus párpados. El vidrio seguía allí, Frank lograba ver las manchas de sucio en el cristal, pero, a la vez, su superficie podía ser traspasada. Aquello era algo que sobrepasaba la capacidad de entendimiento de cualquier persona.
—No te resistas, ahora, soy yo quien manda en tu vida —sentenció George con una jadeante voz.
Las manos continuaban presionando fuerte el cuello de Frank y lo obligaban a aproximarse al espejo. Pudo retroceder y alejarse un poco, pero las manos seguían aferradas a su cuello. De pronto los brazos de su atacante le parecían muy largos, más que los suyos. Los golpeó repetidas veces con sus puños cuando la rabia comenzaba a superar al pánico, y por fin lograba reaccionar, pero no consiguió que lo soltaran. Sobre los brazos del atacante, a través de la tela del traje de payaso, pudo palmar grandes bultos que parecían tumoraciones.
Un olor a excremento humano inundó el lugar y le hizo tener arcadas de náuseas. Cientos de moscas zumbaron por el recinto y se posaron sobre la cara de George. Mientras víctima y victimario forcejeaban, una baba verdosa y hedionda brotó de la gran boca abierta y sonriente del payaso, y caía a borbotones sobre su traje amarillo.
Las energías abandonaban a Frank. Sus muslos ya no tenían la fuerza suficiente para que sus pies descalzos opusieran resistencia y se aferraran al piso frío. El suelo de baldosa rechinó cuando las plantas de sus pies fueran arrastradas por la fuerza. Pronto la cabeza del hombre estaba dentro del espejo, y fue como si la metiera en una hielera.
El pequeño espejo no era lo suficientemente grande para que sus hombros cruzaran de forma frontal, eso lo pudo constatar cuando éstos golpearon el marco de forma violenta, y sus clavículas resintieron el impacto. Se aferró a la montura del espejo como si sus manos fueron garras, pero George la haló sin contemplación.
Para evitar lesiones en sus hombros, Frank decidió colaborar sin esperanza para que el payaso lograra su objetivo, y entonces, ladeó su torso. Ahora que se hallaba de perfil, su hombro derecho atravesó el espejo, luego lo hizo su hombro izquierdo. Su cuerpo, aun presentando un mínimo de inútil oposición, fue levantado por encima del lavamanos, y su torso hasta la cintura cruzó el cristal. Por último, lo hicieron sus pies descalzos que lanzaban desesperadas patadas en el aire.
A los dos segundos, Frank logró asomarse a través del espejo y volvió a gritar por ayuda, pero unas manos grises arrugadas y cubiertas de llagas pustulentas lo tomaron por su cara y cuello, y lo sumergieron de nuevo al interior. Las manos del hombre, asidas al marco de madera del espejo, eran las únicas partes de su anatomía que permanecían fuera. De forma lenta, las marcas de las uñas de Frank, iban quedando marcadas sobre la madera de la montura mientras era arrastrado hacia dentro; por fin, todo su cuerpo fue absorbido, y ya no salió más.
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En el momento en que el último de los dedos de la mano de Frank estuvo del otro lado del espejo, una lluvia de desperdicios lo envolvió, la parecía que venía de todas direcciones, desde arriba y por sus costados. Entonces, se percató que la basura en realidad no caía sobre él, era el mismo Frank quien se hundía dentro de la basura, cual arena movediza. Por sus ojos pasaban cáscaras de huevo, plátanos, papeles, vidrios rotos. Mientras más pataleaba y daba brazadas en un intento por salir a la superficie, más se adentraba al fondo de un abismo de inmundicia y porquerías. El hedor era tan intenso que le penetró en sus fosas nasales como algo pesado. Su mano tocó una masa marrón que enseguida la identificó como excremento humano por su olor. Cuando quiso gritar los restos del corazón de una manzana envueltos en moscas se metieron a su boca. El polvo le entraba por los ojos, por lo que tuvo que cerrar los párpados y resignarse a caer a ciegas. Los desperdicios de botellas rotas laceraban la piel de su cara y brazos.
Por fin sus pies tocaron algo firme, ya no caía más. Dio brazadas y salió de la trampa de desperdicios. Se encontró dentro de un contenedor de basura, localizado en un callejón en medio de dos viejos edificios. Miró a todos lados, y luego se miró a él mismo con su uniforme a rayas de presidiario sucio y roto. Para él, había caído lo más bajo que podía, sin familia, en la basura, acusado de asesinato, perseguido por la policía y por un alma en pena. Fue demasiado para él, todo el estrés le apretaba el cuello y era como si cargara todo el peso del mundo en su espalda. Rompió en llanto, aun sabiendo que no serviría de nada, ni siquiera para hacerlo sentir mejor. Gimoteaba pero ya pocas lágrimas le salían, las había gastado todas llorando en su celda.
Tomó una botella rota que estaba cerca de él, y apuntó el filo del vidrio a la arteria verde que palpitaba en su muñeca. Solo pensaba en que quería que todo eso acabara, pero muy dentro de sí anhelaba que alguien viniera a salvarlo.
—Los que se suicidan no van al cielo —le dijo alguien con una voz ronca y cansada. Se trataba de un hombre de unos sesenta años de edad, vestido en harapos, que estaba acostado en el suelo sobre unos cartones y cubierto con periódicos.
Frank se sobresaltó y se giró con desconcierto a verlo, sin quitar el vidrio de su muñeca.
—Mírame a mí —prosiguió el pordiosero—, llevo años viviendo en la calle, y no me he suicidado, no quiero ir al infierno luego de mi muerte, ya vivo el infierno en vida, pero es pasajero. Tengo gente que me espera en el cielo, si logro soportar todo esto. —El pordiosero se puso de pie, su tono de voz ahora era fuerte y vigoroso.
—Yo envidio la esperanza que usted tiene, yo perdí a mi esposa e hijo...
—Seguramente están en el cielo, tú no podrás verlos si te cortas las muñecas. No pareces enfermo mental, así que si te suicidas lo harás de manera consciente, no podrás alegar demencia ante el creador. Vamos sal de ahí.
El mendigo le extendió las manos. Frank las tomó y logró bajar del depósito de basura.
—Me regalaron esta ropa en la iglesia. El padre Marcos es un gran hombre, póntela, esa está muy sucia. —El mendigo abrió una bolsa negra y extrajo varias franelas, camisas y unos pantalones que se apreciaban en un buen estado.
—¿Dijo... el padre Marcos? ¿Marcos Thompson? —le preguntó Frank al tiempo que se ponía una camisa vinotinto.
—No recuerdo su apellido, pero es un pelirrojo. —El hombre le extendió un pantalón azul marino y unos zapatos deportivos—. Me dio todo esto hace poco en la casa parroquial de aquí cerca.
La mirada de Frank, antes apagada, pareció iluminarse de pronto, y una sensación de bienestar lo inundó. Tiró su traje de rayas al contenedor, y agradeció al hombre por el auxilio prestado.
—No se imagina la ayuda que me ha dado en solos unos minutos. Evitó que hiciera una locura, me dio ropa limpia, y me ha dado una buena noticia. —Frank lo abrazó, y el mendigo le deseó suerte.
Frank se fue a paso rápido con cabeza gacha, para tratar en vano de ocultar su rostro y su identidad, por las calles vacías a plena media noche.
***********
Dentro de una habitación, con estantes repletos de libros, un joven pelirrojo, de unos treinta años de edad, subrayaba con mucha atención un pasaje de una biblia de gran tamaño sobre un escritorio. Mientras lo hacía, lo leía en voz alta, se trataba de un salmo:
—Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en todos los problemas —dijo con voz solemne—. Por eso no tenemos ningún temor. Aunque la tierra se estremezca, y los montes se hundan en el fondo del mar; aunque sus aguas bramen y se agiten, y los montes tiemblen ante su furia.
Respiró profundo y se reclinó sobre la silla. Miró de forma fija un crucifijo colgado a la pared. Se frotó su larga barbilla. En su reloj de pulso observó que las manecillas marcaban las doce y cuarenta y cinco de la noche. Ya tenía enrojecidos sus ojos verdes por el cansancio. Luego de frotarse los párpados cerró la biblia, y se puso de pie. Estuvo a punto de quitarse su alzacuello de su camisa clerical cuando resonó el timbre de la puerta.
Salió de la habitación y caminó a la puerta de la entrada, pensó que podría ser algún mendigo pidiendo comida o ropa. Observó por el ojo mágico empotrado en la madera y reconoció la ropa que hacía unas horas había regalado a un pordiosero, pues las vestimentas habían sido suyas. Pero no reconoció al hombre despeinado, de cara sucia y cabizbajo; estaba a contra luz de los faroles de la calle.
—¿Quién es y qué desea? —preguntó detrás de la puerta.
—Busco al padre Marcos.
Al sacerdote le pareció la voz muy familiar
—¿Qué quiere con él?
—Mark, ¿eres tú?
El padre Marcos abrió la puerta con estrépito al reconocer la voz.
—¡Franko! ¡Franko!
Ambos hombres se abrazaron con desespero. Marcos lo indujo a pasar aún abrazado llevándolo con su cuerpo. Solo separó el brazo de la espalda de Frank para cerrar la puerta.
*********
—Hermano, no me había enterado de lo sucedido porque en el monasterio todos permanecemos enclaustrados, aislados del mundo exterior. Precisamente, hace cuatro días, cuando te ocurrió esta tragedia, entré al claustro —le dijo Marcos mientras le extendía una taza de té caliente—. Tu amigo Roger hizo lo posible por contactarme a través de la embajada en Italia. Apenas me enteré anoche de lo que había ocurrido, tomé un avión y llegué hace unas horas al aeropuerto. Apenas llegué, fui a la penitenciaría, pero no me dejaron verte, porque era ya muy tarde. Iría mañana a primera hora.
El Párroco me permite quedarme aquí mientras fumigan la casa de nuestros padres, está repleta de termitas. Iba a ir a verte a primera hora de la mañana.
—¿El Párroco, vendrá aquí? —preguntó luego darle un sorbo al té.
—No, esta casa se usa solo para obras de caridad, guardar ropa y comida que son donadas para los indigentes.
Frank se frotó las manos y agachó la cabeza.
—¿Fue un payaso verdad? —le preguntó Marcos—. Roger me contó tu versión de los hechos. Él no lo cree. Es decir, no cree que tú seas un asesino, pero le cuesta creer lo que dices. ¿Ahora si me crees? ¿Ya sabes lo que se siente que no te crean?
—Lamento no haberte creído en su momento.
—Esa cosa se me apareció recién que George se suicidó. Me atormentaba en las noches, como mil veces se los dije a ti y a nuestros padres que en paz descansen. Entraba en mi habitación, me golpeaba, trataba de asfixiarme. Hizo todo lo posible porque todos creyeran que yo estaba loco. Lo único que se me ocurrió fue escapar, rodearme de un ambiente sacro que me diera protección, y funcionó. He dormido desde entonces con un crucifijo al que baño con agua bendita todas la noches y dejo bajo la almohada. En Italia nunca se me apareció. Yo también soy culpable, también fui participe en las humillaciones que le hicimos a George.
—Otra vez lo lamento, pero... ¿qué vamos a hacer? Necesito probar que yo no lo hice. Y eso es imposible.
—Nada es imposible. He estudiado demonología. En Italia he visto cosas que pondría los pelos de punta a cualquiera, he asistido a sacerdotes en exorcismos. Sé que George murió en pecado, el suicidio es un pecado. Quienes lo hacen estando conscientes van al infierno. Un suicidio es un asesinato de la propia vida que no nos pertenece, pero es asesinato al fin.
—¡Qué bueno que me crees! —dijo Frank resoplando de alivio.
—Tengo un postgrado en psiquiatría y puedo reconocer a un loco, tú no lo estás. Como tú dices, hay que encontrar una prueba que te libere de toda culpa. Conozco a un parapsicólogo aquí en Bosque Esmeralda, con quien estuve en contacto para mis estudios en demonología. Hay que contactar a todos los que humillamos a George. Debemos evitar que nos mate, pero también quiero intentar hacer algo por su alma. Me hice sacerdote en principio por salvarme de un alma en pena, pero... creo que en realidad he recibido un llamado. Quiero salvar el alma de George, y nuestras almas.
—Todos estamos en peligro, todos aquellos que humillaron a George, sus hijos. Se quiere vengar de nosotros a través de nuestros hijos. Ya su venganza me alcanzó, pero debemos prevenir a Roger y a los demás.
— Yo los convocaré a una reunión. Tengo que pensar donde esconderte.
—La casa de la abuela, que en paz descanse, lleva desocupada varios meses, sin inquilinos. Aún no se ha hecho el traspaso de su propiedad, sigue estando a nombre de ella...
—La abuela murió hace tiempo, ¿nunca arreglaron los documentos?
—Hay que pagar un impuesto muy alto por herencia, pero nos servirá; si me escondo ahí, será difícil que nos conecten con esa casa y que me busquen allí —comentó Frank—. Hay copia de la llave escondida en su jardín.
Frank y Marcos se pusieron en marcha de inmediato. En la calle tomaron un taxi y llegaron a un vecindario modesto en el centro de la ciudad. Sacaron la llave de un frasco de plástico oculto entre unos arbustos en el jardín de rosas. La casa era de dos plantas, en color blanco con su pintura algo manchada por el paso del tiempo.
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