Capítulo 2. El infierno de Bruno


La enfermera morena revisó el monitor cardiaco del paciente envuelto totalmente en vendas, de los pies a la cabeza. Hizo unas anotaciones en su carpeta y se dispuso a salir de la habitación, cuando otra enfermera, una delgada rubia, se asomó a la puerta.

—¿ya? —le susurró desde el umbral.

La enfermera asintió y salió de la habitación.

Ambas caminaron por el pasillo atestado de médicos, enfermeras y pacientes yendo de un lado a otro, a los cuales debían esquivar.

La enfermera morena caminó cabizbaja, muy callada, algo poco común en ella.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó su compañera.

—Ese joven... —respondió luego de morderse los labios—. Me impresiona como la vida de alguien se puede arruinar en solo un momento. Tiene la edad de mi hijo... no deja de impresionarme. Tiene quemaduras de tercer grado en el 80% de su cuerpo. Perdió los párpados y el ojo derecho. Perdió los dedos de las manos, su nariz, sus labios, su cabello. Cuando lo vi por primera vez no estaba aún vendado. Fue aterrador, nunca había visto algo así. No puedo sacar esa imagen de mi mente. He visto pacientes heridos en accidentes, pero nunca algo así. Es un milagro... o una desgracia que esté vivo aún.

—¿Y su familia dónde está?

—La policía localizó solo a su abuela con quien vive. Ambos viven de la pensión de vejez de la mujer. Pero es una anciana ya senil, ni siquiera entendió lo que le ocurrió a su nieto cuando la policía la contactó.

—¿No tiene más familia?

—La policía fue a su escuela. Ni los profesores ni sus compañeros conocen otros familiares.

—Eso es horrible...

—Al parecer, no tuvo padres que lo orientaran, es adicto a las drogas según dijeron sus compañeros. Tengo unas ganas tremendas de ir a casa a abrazar a mí hijo.

Por fin entraron al cafetín

*******

—Tienes qué calmarte —le dijo Peter a Harold en la habitación de éste—. De haber sabido que se pondrían tan nerviosos, hubiese actuado solo, sin decirles. Al cabo que ustedes no fueron necesarios para distraerlo.

—Nos van a descubrir —dijo Harold, echando sobre su cama, con la almohada sobre su cara—. ¿Acaso no sienten miedo de ir a la cárcel?

—A decir verdad... yo lo que siento es algo de remordimiento —dijo Alex—. ¿Qué tal si de verdad existe el infierno, y vamos a ir directo a él con esto que hicimos?

—El infierno ya lo vivimos gracias a Bruno —dijo Peter—. ¿Crees que me agrada lo que hice? Compartí con mi fallecido padre, alegres momentos aprendiendo mecánica. Ahora todos esos recuerdos quedaron manchados por esto. Él no me enseñó mecánica para esto. Si él hubiese estado vivo, me hubiese ayudado a salir de esta situación, no me hubiese amenazado como lo hizo mi padrastro, y mi madre, una tonta sumisa que hace lo que él dice. Yo solo quería poder vivir en paz en esa escuela. Solo eso, y nadie nos ayudó.

—Teníamos derecho a vengarnos. Nos hicieron demasiado daño. Propongo que vayamos ahora tras los amigos de Bruno —sentenció Jeff—. Ellos también deben pagar. Somos inteligentes, usemos la inteligencia para limpiar nuestra dignidad.

—Vamos a calmarnos. Vamos a distraernos un poco —propuso Andrew—. Veamos un poco de televisión.

Andrew encendió la televisión con el control remoto. El canal que sintonizaron no pudo ser más inoportuno.

—Según las estadísticas del país, solo 5% de los asesinatos quedan sin resolver, no hay crimen perfecto —dijo un criminólogo que era entrevistado por un periodista en un programa de televisión—. El país tiene un buen cuerpo de policía en el área de investigación. Tarde o temprano los asesinos son capturados. Todos cometemos errores, ¡todos! Y los asesinos también.

—Mejor no. —Andrew apagó la televisión.

—En primer lugar, nadie sabe que Bruno sufrió ese accidente por un sabotaje de sus frenos —añadió Peter—. Lo hice de tal forma que sus frenos no fallarían al frenar ante un semáforo, sino cuando alcanzara cierta velocidad. De esa manera, el accidente sería fatal. Todo fue perfecto. No hay huellas. Usé guantes. Todos piensan que su accidente fue por estar bajo efectos de las drogas.

—Si nos descubren... yo me mato —dijo Harold —. No voy a ir a la cárcel.

—Ustedes me ponen de pésimo humor —bufó Peter.

******

Un hombre alto, de unos cuarenta años de edad, se abrió pasó entre la multitud de policías, y pasó por debajo de la cinta amarilla de seguridad que bloqueaba el paso a las ruinas carbonizadas de la casa que aún humeaba. Era seguido por un par de policías que parecían escoltarlo. El hombre tenía ceño fruncido, un par de entradas en su cabello en ambas sienes que revelaba una calvicie en proceso, nariz aguileña y un mentón con hoyuelo. Llevaba puesta una chaqueta de gamuza beige con sus mangas arremangadas. Ninguno de los policías en la escena del crimen lo detuvo, en vez de eso, le abrieron paso en actitud de mucho respeto.

Un oficial de la policía, que llevaba una mascarilla industrial en su cara, le entregó una bolsa plástica al Teniente Johnson. Éste mantenía un pañuelo sobre su nariz para menguar los efectos del humo en sus vías respiratorias. Dentro de la bolsa había un cráneo humano, en cuya frente estaba estampada la figura de la estrella de cinco puntas dentro de un círculo.

—Hay otros cuatros cráneos en ese sótano, jefe. Ese subterráneo fue todo lo que quedó de la casa —dijo el policía—. Además, hay cráneos de animales.

—Este cráneo aún muestra rastros de sangre recientes —comentó el Teniente acercando la cara a la bolsa.

—La casa pertenecía a un hombre llamado Harry Tanner, posiblemente es uno de los cuerpos quemados que hallamos. La autopsia lo dirá.

—¡Qué desgracia! —dijo Johnson viendo las ruinas humeantes de la casa. Casi todo era ceniza y carbón—. De no haber sido por ese incendio que se veía desde la carretera, nunca nos hubiésemos enterado de lo que aquí ocurría. Estos locos probablemente secuestraron a mucha gente inocente, y los trajeron aquí, a matarlos y a hacer sus aberraciones.

—La máscara, teniente —dijo otro oficial luego de llegar y darle una mascarilla a su superior.

Ya con la máscara en su rostro, Johnson fue guiado entre los escombros por el oficial, hasta detenerse frente a una puerta con el marco carbonizado. El policía y el teniendo encendieron sendas linternas. Bajaron las escaleras al obscuro sótano. Allí varios expertos levantaban evidencias, entre escombros y restos de una parte del techo que se había venido abajo por ser a su vez el piso de la casa.

Los médicos forenses revisaban tres cadáveres colocados cada uno sobre largas mesas. Cada cuerpo estaba cubierto con una especie de mortaja blanca semitransparente que dejaba apreciar sus facciones.

Johnson observó que los rostros se estaban descomponiendo, parte de la carne estaba podrida y las moscas verdes revoloteaban en el ambiente, con aquel zumbido que le erizaba los vellos de los brazos al oficial que acompañaba al Teniente.

—Deben tener no más de cuarenta y ocho horas de haber muerto —dijo uno de los forenses, volviendo a tapar el rostro de uno de los cuerpos con el sudario.

*******

Era ya el atardecer. Predominaban las sombras alargadas. El viento frío soplaba. El cielo se manchaba de rayas rojas, naranjas y púrpuras. El pequeño Bruno estaba asomado por la ventana del ático. La campana de la iglesia cercana sonó seis veces. A través de la puerta escuchó a alguien subir la escalera de madera. El sonido de pasos fue acompañado por una voz femenina familiar que cantaba una canción que le crispó la piel:

A la medianoche

Acecha tu casa

Y con muy mala intención

Él cruza la puerta

Corre ya

Huye ya

O muere

Él entró a tu casa

Te busca con ansias

En cualquier lugar que vayas

Él te encontrará

Corre ya

Huye ya

O muere

Grazna el cuervo negro

Él se está acercando

Y el buitre paciente espera por

tus restos humanos

Viene ya

Cerca ya

muere

A medida que avanzaba la melodía, él escuchaba la voz más cerca y el corazón se le subía por la garganta con latidos desbocados. Una llave dio la vuelta en la cerradura. Alguien abrió la puerta, y allí estaba su madrastra, parada en el umbral, con el cinturón de cuero en su mano. Continuó cantando la canción ya en su última estrofa:

Escucha sus pasos

Has sido encontrado

Míralo observarte con

ansias de matarte

Ruégale

Suplícale

Muere

—¿Te asusta la canción, verdad? —preguntó la mujer con sarcasmo.

Bruno corrió hacía la mujer, le pasó por un lado. Ella alargó su brazo pero no pudo atraparlo. El chico salió por la puerta. La madrastra corrió tras él y lo alcanzó en el rellano de la escalera. Lo tomó del cuello con ambas manos, presionó fuerte.

El niño vio su vista oscurecerse luego de que la presión en su cuello le impidiera respirar. Era en vano el intento de separar las garras de la mujer de su cuello, con sus diminutas manos, como si quisiera mover una montaña. La rabia y la indignación superaron al miedo, y sus manos se cargaron de una fuerza de la que no fue consciente en el momento, pero le hizo atreverse a algo que nunca pensó hacer.

La madrastra tenía los ojos tan abiertos y sus pupilas tan contraídas, que al niño le parecía aterrador, pero a la vez le provocaba ira. Ya no quiso ver más aquella mirada y entonces, de forma súbita y sin vacilar, clavó los dedos índices de sus manos en cada ojo de la mujer, y los hundió hasta lo profundo. Cuando la madrastra lanzó el desgarrador grito, el chico ya le había extirpado ambos ojos, y en solo un segundo el chico percibió la sensación de meter el dedo en un tomate crudo.

Ella soltó al muchacho. Lanzó alaridos mientras posaba sus manos en las cuencas oculares vacías que se drenaban. El niño era atormentado por los gritos que le taladraban la cabeza, y ya no lo soportó más. El niño gritó para insuflarse más fuerza, se lanzó sobre la mujer, y, con el peso de su cuerpo, la empujó. La madrastra rodó por las escaleras, e impactó su cabeza contra el piso. Perdió el conocimiento. Desde lo alto de la escalera el niño contempló como una gran cantidad de sangre emanaba de la herida abierta en la frente de la mujer.

Él, al principio, se asustó, pero luego un placer inundó su ser, y lo hizo sonreír. Nunca la había visto tan indefensa. Fue consciente de que allí podía hacerle lo que él quisiera, y ella no podría hacerle nada. Buscó unos fósforos de la cocina y una botella de alcohol del cajetín de primeros auxilios, luego regresó a su lecho.

Vertió todo el alcohol de la botella sobre el torso de la mujer. En el momento en que encendió un cerillo, ella empezó a moverse de forma leve mientras emitía gemidos. Acercó el fósforo al vestido de su madrastra, y con mucho regocijo lo dejó caer. Ella se convirtió en una masa de carne quemándose. Gritó con debilidad, apenas podía moverse. El fuego alcanzó la alfombra, luego un sofá, después las cortinas.

Mientras la madrastra ya inmóvil se quemaba y el fuego se esparcía por la casa, Bruno rompió cada uno de los espejos de la vivienda; los del baño, el de la habitación de la señora, el nuevo espejo de la sala.

La pupila del ojo izquierdo de Bruno estaba inmóvil, en su ojo desprovisto de párpado. En donde estar su ojo derecho había solo una cuenca vacía y quemada. A través de la abertura de sus vendas, a nivel de sus ojos, era posible ver alrededor de ellos restos de piel carbonizada. De pronto, su ojo izquierdo se movió de un lado a otro. Las pulsaciones del monitor cardiaco se hicieron cada vez menos continuas; en la pantalla, se apreciaban como picos de montañas que se repetían uno detrás de otro cada vez más distanciados.

Le enfermera entró, y se sobresaltó al ver que movía su ojo. Estuvo a punto de ir a llamar al médico del caso, cuando Bruno dejó escapar un gemido a través del vendaje que cubría su boca.

Un viento fuerte sopló desde algún lugar detrás de la enfermera hasta llegar a Bruno. El joven se contorsionó de forma leve en el momento en que el gélido viento atravesó su vendaje y penetró por su piel hasta sus huesos. La mujer se estremeció. Quedó envuelta en el repentino frío. Se giró y vio la ventana cerrada. Muy desconcertada observó a través del cristal un cuervo negro parado en alfeizar, que miraba inmóvil hacia el interior de la habitación.

Ella no le dio importancia. Volvió su atención al paciente, y vio la sombra de la silueta de un hombre reflejada en la pared del espaldar de la cama de Bruno. Podía ver sus hombros, cabeza y torso claramente definidos. El emisor de la sombra debía provenir de la ventana detrás de ella; pero, se dio la vuelta y allí solo estaba el cuervo; pero la sombra era proyectada desde el ave, y seguía en la pared cuando ella volvió su vista a Bruno.

La mujer salió con paso vacilante de la habitación, mientras se frotaba las manos porque aún percibía el frío de aquella corriente de aire helada.

La canción volvió a la cabeza de Bruno con la voz de su madrastra. A medida que la letra avanzaba, el espacio entre los tonos del monitor cardíaco se iban dilatando, y la visión de Bruno, puesta en el cuervo, se oscurecía. Ya en la estrofa final, el último tono se volvió una larga línea de agudo sonido, que en la pantalla era un largo trazo horizontal, y el ojo de Bruno ya no se movió más. El cuervo emprendió el vuelo, y con él, se replegó la negra silueta humana sobre la pared.

El reloj de pared en la habitación de Bruno marcó las seis de la tarde, y la campana en la torre de la iglesia cercana sonó seis veces.

*******

Susan estaba en la oficina del periódico de la escuela, dando los últimos teclados a su artículo en la computadora, con una gran sonrisa que revelaba su disfrute.

—He terminado mi artículo para la edición de esta semana, sobre el descuido de las áreas verdes de la escuela —dijo.

—¡¿Qué?! —exclamó Hilda con sorpresa, dejando de teclear su ordenador—. ¡Yo todavía no termino el mío sobre la muerte de Bruno!

—Por respeto a... su condición de ser humano, aún creo que no se debería escribir sobre él, por lo menos no del modo en que tú quieres hacerlo. Debería hablarse de él desde un punto de vista reflexivo y aleccionador, no para hablar mal de él. Los médicos dicen que se está muriendo, que en cualquier momento fallecerá.

—Samanta me dijo que no habría problema. Además, digo la verdad, era un drogadicto, maleante, etc. —Hilda alargó su cuello cuando vio que Susan abrió una página Web con la foto de un hombre que le pareció muy guapo —. ¡Wuao! ¿Quién es ese bombón? ¿Qué no se supone que serás monja? ¿Qué haces viendo hombres guapos en Internet? —Hilda rió, se levantó y de un largo paso llegó hasta el puesto de su amiga.

—No seas mal pensada. Ese hombre es un sacerdote.

—¿Eso es un sacerdote? Un padre, un papasito —comentó relamiéndose los labios.

—Este es un blog de él, siempre publica reflexiones religiosas que me gusta leer. Me hace pensar en mi decisión de servir a Dios. Escucha esto —Susan leyó en voz alta el contenido del texto:

"Nadie es una víctima de su pasado, a menos que decida serlo. Ni los peores horrores pueden ser excusa del mal. El Individuo debe ascender su propia cumbre y coronar sus miedos con valor. Quizás el horror explique, pero nunca excusa. El mal termina siendo la derrota de quien no venció sus propios demonios. En nuestra alma, Dios nos da la fortaleza para vencer a los demonios de nuestro propio infierno".

—Eso es muy profundo —dijo Samanta detrás de ellas, haciendo que se sobresaltaran al sorprenderlas—. Eso va dirigido a los deseos de venganza, si entendí bien.

—Así es —respondió Susan.

—¿Fui la única que no prestó atención al texto por estar viendo el hoyuelo la quijada del padrecito? —preguntó Hilda.

—¿Ya terminaron sus artículos de esta semana? —preguntó Samanta con sus brazos cruzados.

—Yo sí —respondió Susan.

Hilda no respondió, ni siquiera le dio la cara a Samanta y regresó a sentarse en su puesto frente a la computadora.

Chun entró a la oficina, saludó mirando solo a Samanta. Ella respondió al saludo de forma seca sin mirarlo a los ojos.

—¿Y lo qué te plegunté la otla vé? —le preguntó el muchacho.

Hilda puso mucho atención a lo que hablaban, aunque seguía tecleando, pero sin atender mucho a lo que escribía. En realidad le estaba dedicando 5% de su atención a su trabajo y 95% a los asuntos de Samanta y Chun.

Samanta respiró profundo.

—Aún no tengo una respuesta, sigo pensando en tu propuesta —respondió, se metió en su oficina, y en seguida cerró la puerta.

Chun se sentó en su puesto de trabajo junto a Hilda, cabizbajo. La chica lo miraba de reojo, se moría por saber de qué se trataba.

—¿Te pasa algo, Chun?¿Te puedo ayudar? —le preguntó, tratando de sacarle información de una forma sutil.

—No glacia, no quielo que mis asuntos sean difundidos por los pasillos más lápido que la velocidad del sonido glacias a ti —respondió con su mirada puesta en la pantalla de su computadora.

—Perdón —bufó Hilda. Se giró para ver a Susan y se dio cuenta que ella seguía ensimismada leyendo el blog del sacerdote, sin haberse percatado de lo que pasó entre Chun y Samanta—. ¿Oye y como se llama ese sacerdote?

Susan no respondió, estaba leyendo el blog moviendo los labios en silencio.

—¡Susan! —exclamó Hilda. Por fin la chica volvió a la realidad—. ¿Te pregunté cómo se llama ese padrecito?

—Es el padre Marcos, es de nuestro país, pero hace años se fue a ordenar como sacerdote en Italia según explica en su biografía en el blog —respondió con una sonrisa de oreja a oreja.

*******

En el cafetín de la escuela, los jóvenes estudiantes abarrotaban el lugar, copando todas las mesas del recinto. Casi el único tema de conversación era lo que le había ocurrido a Bruno.

—¡No me acerques eso a la cara! —exclamó Emilia, apartando con su mano el Smartphone que Drake le acercó a su rostro, mientras este se carcajeaba, sentados todos en una de las mesas.

—Basta Drake —reclamó Amanda—. Es de muy mal gusto. Quien haya tomado esa foto de Bruno con la cara quemada, tiene ganado el infierno.

—Emilia, ¿vas a estudiar medicina y te da miedo ver gente quemada? —se burló Drake.

—Viejo, no te pases, no hagas más viral esa foto —reprochó Daniel—. Sí, Bruno se merecía que le cayéramos a golpes por lo que casi le hace a Lucy; pero, respetemos a los moribundos.

—¡¿Qué?! ¿Acaso no somos nosotros los mismos que lo pateamos cuando estaba indefenso en el piso? —preguntó Drake indignado.

—Fue un momento de rabia —dijo Emilia—, bueno, yo no lo golpeé, solo lo rasguñé; pero, sí fue un momento de rabia de todos.

—Creo que aquí nadie quiere su muerte —señaló Roberto—. En el hospital dijeron que podrían quedarle pocas horas...

—No hables por todos —dijo Lucy con una mueca de rabia contenida—. Yo sí quiero que se muera. Por Dios, casi me viola. El mundo está mejor sin gente como él, sobre todo, las mujeres estamos más seguras.

—Y yo estoy de acuerdo contigo, nena. —Drake le dio un breve y fugaz beso en los labios y ella apenas si respondió, y lo recibió con desgano.

—¿Qué mente retorcida habrá tomado esa foto para regarla por Internet? —se preguntó Amanda.

—Miren, en aquella mesa están los secuaces de Bruno. —Roberto señaló hacia un rincón—. Ahora que no tienen a su líder, no se sienten tan fuertes.

En otra mesa, Richard, Max y Jaime conversaban.

—Siento que todo el mundo nos observa —comentó Max, viendo por encima del hombro de Richard, sentado frente a él. Efectivamente, mucha gente los observaba, y luego giraban su mirada cuando veían que el grupo de Bruno se sabía observado.

—Mejor vámonos—propuso Jaime—. Fue mala idea venir.

—Claro que no —dijo Richard—. Vinimos aquí para que la gente vea que no nos sentimos débiles sin Bruno. No le tenemos miedo a nada.

—Quiero ir a visitar de nuevo a Bruno, se lo debemos —repuso Jaime—. Somos sus amigos, y no lo defendimos cuando le cayeron a golpes.

—No hubiésemos podido hacer nada, ¿sí? —replicó Richard—. Eran más que nosotros, nos hubiesen golpeado.

—Como sea, yo también quiero ir, vamos —añadió Jaime.

—Está bien —respondió Richard, de mala gana.

Richard, Jaime y Max se levantaron de la mesa en el momento en que el reloj de pared del cafetín dio las 6 de la tarde y la campana de la iglesia cercana sonó seis veces. Un viento fuerte se filtró por el gran ventanal del cafetín que daba al patio trasero del colegio. Grandes cantidades de hojas de árboles y polvo penetraron al lugar. El ventarrón se llevó por delante gran cantidad de cuadernos que estaban puestos sobre las mesas.

A varios de los presentes le entró polvo en los ojos y hasta por la boca. Un viento en extremo helado los envolvió y tocó hasta sus huesos.

*******

Bruno se levantó de la cama. Ya no sentía dolor. Tenía una extraña sensación de levedad y ligereza, como si recién despertara sano luego de haber tenido una fiebre muy alta. Por un momento pensó que podía flotar. Las paredes extremadamente blancas de la habitación de la clínica le desagradaban. El escandaloso tono largo del monitor cardiaco lo perturbaba y le hizo darse la vuelta con el fin de desconectarlo. En ese instante se estremeció porque vio algo que, en un primer momento, le hizo creer que estaba soñando: Bruno estaba acostado en la cama, vendando de pies a cabeza, con solo una abertura a nivel de su cara que permitía ver sus ojos abiertos carentes de párpados. De inmediato entendió lo que ocurría, y una resignación lo llenó de calma al instante.

Pensó en la ventaja que ahora tenía, pues ya no tendría que vivir en un cuerpo quemado. Levantó los brazos para verlos, pero en su lugar había dos masas de niebla muy densa con la forma de sus extremidades superiores, incluyendo sus dedos. Podía atravesar su brazo con el otro como las materias gaseosas que eran. Se movió hasta la ventana, cuya superficie de cristal reflejaba con claridad su entorno, gracias a que el cielo comenzaba a oscurecerse afuera. Allí observó su reflejo, una figura humana de densa niebla perfectamente definida, pero sin rostro. Un maniquí de niebla. De alguna manera entendió que es el alma la que le da forma al cuerpo humano, su molde. Algunas de sus funciones sensoriales estaban intactas: podía ver, oír, sentir el frío en la habitación y el piso a sus pies, y oler la pulcritud del lugar, aun sin tener ojos, oídos, piel, ni nariz. No tenía boca, pero advirtió en él la capacidad de comunicarse con otros de una manera diferente.

Mientras se veía al espejo, algo aún más inaudito comenzó a ocurrirle; a su espalda, en medio de la nada, se abrió un pequeño orificio, tal vez de un centímetro de diámetro, como una rasgadura en la tela del espacio tiempo, por donde una fuerza de succión aspiró su cuerpo gaseoso. Experimentó la compresión de su materia, pero no hubo dolor, solo un leve apretón y luego tuvo la sensación de dar vueltas en al aire sobre su mismo eje. Su vista, por unos segundos, solo apreció un remolino de colores a su alrededor. Luego percibió un efecto contrario, una fuerza lo expelía también por una diminuta abertura. Su vista se fue aclarando hasta revelarse ante él una especie de valle estrecho, en medio del cual estaba parado, sobre un camino de tierra amarilla.

Pero no estaba solo. Por sobre el sendero caminaban cientos de seres de blanca niebla con forma humana. Todos iban a una misma dirección. Pasaban cabizbajos junto a él, algunos caminaban a través de él, y cuando lo hacían, generaban en él una cálida sensación. Justo a unos metros detrás de Bruno, no había nada, solo un abismo negro, y sobre el abismo, más oscuridad en el cielo. Eso le resultaba muy curioso, pues justo donde empezaba el camino y el valle, el cielo era azul marino por las incontables estrellas que alumbraban el firmamento nocturno. Además, exactamente donde comenzaba el camino, iban apareciendo, en intervalos de tiempo irregulares. Bruno se dio cuenta cómo aparecían, como, desde una diminuta abertura en la nada, eran expulsados con rapidez en forma de humo, y luego se configuraban en su forma humana. Por unos segundos miraban a su alrededor, confundidos, para ubicarse en el espacio; pero luego, como si rápidamente lo entendieran todo, iniciaban su marcha en silencio. Había seres de diferentes alturas y contexturas.

A Bruno no se le ocurrió tratar de comunicarse con aquellos seres. Todos iba cabeza gacha, y no quiso interrumpir sus aparentes momentos de reflexión o tal vez vio innecesario preguntarles lo que ocurría, si ya lo sabía. Aunque en el fondo temía preguntar a dónde llevaba ese camino, se dispuso a averiguarlo por él mismo y se puso en marcha, a paso lento y cabizbajo. A su mente vino una lluvia de recuerdos, con lo que evaluó su vida desde que tuvo memoria a edad infantil: al llegar a los maltratos de su madrastra, unas ganas de llorar se acumulaban en su pecho. También recordó cuando alguien le envió un mensaje anónimo a su celular, con el que lo invitaban a unirse a una secta de adoración a Luz Bella, donde encontraría amigos que sufrían igual que él, y donde podría sentirse apreciado, con la familia que el usurpador del trono celestial le había negado. La primera vez que fue a ese culto, le impresionó que el sacerdote llevara su cara cubierta. El canal de comunicación con Luz Bella, aquel polvo blanco, le dio fortaleza y felicidad.

Era una noche muy iluminada gracias al cielo más estrellado que jamás hubiese visto, según pudo constatar en el momento en que levantó la cabeza. El valle estaba en medio de dos laderas que formaban una perfecta letra V, y estaban cubiertas de un hermoso pasto de intenso verde, con agradable olor a tierra mojada. Avanzó por unos instantes y empezó a escuchar un coro de voces a lo lejos, que cantaban algo, con un tono sublime que le pareció hermoso y le daba paz. A medida que avanzaba, escuchaba el coro con más fuerza; eran cientos de voces de mujeres, niños y hombres. Identificó la melodía del Ave María, como canto gregoriano, en un idioma que Bruno no entendió, pero algunas letras eran parecidas a la canción que alguna vez cantaba en su anterior culto, pero el Ave María le daba sosiego y no perturbación:

Ave María

Mater dei

Ora pro nobis peccatoribus

Ora pro nobis

Ora, ora pro nobis peccatoribus

Nunc et in hora mortis

Et in hora mortis nostrae

Et in hora mortis nostrae

Et in hora mortis nostrae

Ave María.

Tuvo ganas de llorar, pero no de tristeza. No estaba seguro de la causa; pero, un nudo de lágrimas se agolpó en su pecho. Tenía tantas ganas de abrazar a algún ser querido, y pensó que muy pronto se reencontraría con su padre y madre, y ello aumentó sus ganas de seguir caminando, mientras dejaba salir sus lágrimas. Pero, cómo reconocería a sus progenitores sin rostro; dónde los encontraría.

Siguió avanzando y, al observar por encima de las cabezas de los otros seres que caminaban frente a él, se percató que más adelante el camino llegaba a un punto en el que se trifurcaba, y cada uno de los tres nuevos caminos parecía llevar a sitios diferentes. Bruno, a la distancia, vio a una joven sentada sobre una enorme piedra. La gran roca estaba situada en un alto montículo de tierra junto a la intercepción de dos de los tres senderos. En dicho punto se unía el camino que seguía hacia el frente, y el camino que conducía a la derecha. Ella vestía de túnica blanca y un manto azul celeste que le cubría la cabeza, y que una suave brisa le hacía ondear sus bordes. Ella tenía las manos en posición de plegaría, y veía con compasión a todas las almas que se trasladaban por el valle. Su mirada evocó en Bruno la necesidad de ser protegido por una madre.

Bruno oyó la voz de la mujer, sin que ella moviera los labios:

—Cualquiera sea el camino al que deban ir, elijan bien, porque siempre pueden tener más oportunidades en la hora del juicio final.

Bruno se preguntó si los demás oyeron lo que dijo aquella voz, tan dulce y sutil, como la voz de una madre que aconsejaba a sus hijos.

A unos diez metros del punto donde el camino se dividía en tres, vio que algunos seres, que caminaban delante de él, ahora mostraban una conducta inquieta, como si algo invisible los halara hacia su izquierda y ellos intentaran mantenerse en la derecha del camino principal. Lo mismo le ocurrió a otro grupo que era obligado a ir a la derecha y mantenerse allí, y un tercer grupo experimentaba la misma fuerza invisible que los forzaba a seguir el camino recto. A partir de ese tramo del camino único, todos pasaban por lo mismo, como si una mano invisible los clasificara por alguna categoría en tres grupos, contra su voluntad.

Cuando Bruno estuvo a diez metros, fue halado hacia la izquierda con mucha fuerza por algo que no vio, pero sí percibió. Se dejó llevar. Por fin caminó hasta llegar a la intercepción. Allí vio más de cerca a la joven y se sorprendió por la piel de porcelana de su rostro. Entró al camino que conducía a la izquierda. Miró a su derecha, vio que el camino del centro continuaba y se perdía en la línea de un oscuro horizonte, y el caminó de la derecha seguía hasta subir por la ladera de 30 grados de inclinación. A unos 20 metros de altura había nubes que tapaban la visibilidad del resto del camino, y ya no pudo seguir con la vista el trayecto de los seres que subían y se perdían entre las nubes.

Entonces, Bruno se dio cuenta que el camino por donde él se trasladaba comenzaba a declinarse, y a cada paso, el grado de inclinación era mayor, como de cuarenta y cinco grados. Eso, tanto a él como a los otros seres, les hizo apurar más el paso aunque trataran de oponer resistencia. Por sobre las cabezas de los seres que iban delante de él, vio que el camino continuaba hasta entrar por la boca de una cueva en un muro rocoso de la ladera que carecía del verde pasto que había dejado metros atrás.

Escuchó gritos de los seres que iban más adelante en la cola, como si estuvieran siendo sometidos a sufrimiento físico. Un calor en la planta de sus pies gaseosos era apenas perceptible, pero a cada paso aumentaba en intensidad. Sin que nadie se lo dijera, lo entendió todo, entendió a donde iba: aquel sitio del que siempre había oído que era el lugar de castigo eterno.

Los gimoteos y sollozos de los seres a su alrededor resultó contagioso, y no se dio cuenta en qué momento él también empezó un llanto contenido. Sus padres, los únicos seres que lo habían amado, seguramente, en su oportunidad habían tomado el camino de la derecha, y habían subido la ladera. Ya no los vería nunca más.

Entraron por un túnel en la tierra, en cuyas paredes y techos sobresalían raíces de árboles; como si fuera la entrada a la madriguera de un topo. Por el túnel angosto cabían tres seres uno al lado del otro, y era alumbrado por una luz intensa al final del corredor. En un tramo del túnel, de entre las raíces en los muros y techo emergían brazos que se extendían hacían ellos; brazos hechos de la misma sustancia de los demás seres, e iban acompañados por gritos de dolor y desespero que pedían ayuda. Las manos mostraban una gran angustia por aferrarse a ellos. Aunque eran seres de niebla, no podían atravesar las raíces que fungían como barrotes de celdas.

A medida que caminaban, el suelo del túnel se fue inclinando aún más, por lo cual su marcha se vio acelerada. Bruno vio que el corredor se iba aclarando, estaban llegando a la salida. Cuando salió del túnel se encontró en la entrada de una enorme recámara con forma cilíndrica, casi del diámetro de un gran estadio olímpico. El camino seguía bajando asido a los muros bordeándolo en forma de escalera de caracol, pero sin peldaños. A Bruno le recordó la torre de un castillo, pero con paredes de tierra negra, y en vez de una larga escalera de caracol, un camino de tierra en forma de caracol. Debía haber treinta metros hacia abajo. Hacía arriba no había nada más que solo un techo de tierra con estalagmitas colgando como largos colmillos. En las paredes y techo sobresalían algunas lenguas de fuego por lugares distribuidos al azar, y que servían como antorchas.

En el centro de la recámara cilíndrica, bordeada por el camino de caracol, había una gigantesca y larga construcción de piedra, similar a un monolito, que iba desde el suelo hasta casi llegar al techo. La construcción de piedras tenía recamaras de tamaño irregular, que a Bruno le hizo recordar una colmena de abejas. Allí descansaban seres monstruosos que parecían puercos negros con colmillos, pero a la vez con rasgos antropomorfos. Se revolcaban en chiqueros y hundían sus caras en lodazales. Por todos lados gritos de sufrimiento y sollozos se proyectaban.

De algunas de las recamaras del gigantesco monolito emergieron unos seres con cuerpos humanoides, pero de piel gris, desprovistos de ropa. Eran delgados. Tenían caras muy cadavéricas, con ojos hundidos, que les hacían marcar los pómulos. Del rostro despuntaba una larga mandíbula. Estaban desprovistos de una nariz humana, y en su lugar destacaban dos fosas nasales alargadas. Sus ojos de iris de serpientes brillaban en la oscuridad. Tenían alas de murciélagos, que les permitió emprender el vuelo hacia los seres gaseosos.

Con sus largas garras de buitre los arrojaron y cayeron hasta un lago de lava ardiente, del cual brotaban fogonazos. Bruno fue uno de los cientos de almas que cayeron. Se empezaron a quemar, pero no se consumían. Bruno revivió su accidente, como si la carne que ahora no tenía se le desprendiera con rudeza, pero el dolor de su accidente aquella vez duró pocos instantes, cuando perdió el conocimiento. El dolor de ahora era permanente, no veía el momento en que todo acabara; pero, no terminaba, seguía. Sus gritos se confundían con los chillidos de los otros. Sus cuerpos etéreos se entremezclaban, se superponían al retorcerse entre la lava en la que flotaban. El sufrimiento no tenía fin, seguía quemándose sin que el fuego extinguiera su existencia.

*******

Bruno perdió la noción del tiempo; no tenía oportunidad de pensar en cosa alguna, más que en el dolor perpetúo y constante de su piel y carne ardiendo y desgarrándose. El dolor le hacía tener espasmos. Entonces, en cada hombro algo semejante a un garfio se le clavó. Algo lo haló, lo levantó, y lo sacó de la lava. El ser con alas de murciélagos se lo llevó encajado en sus zarpas como si fuera un conejo recién cazado por un águila. Lo llevó hasta una de las cientos de cuevas que rodeaban al lago de fuego, en sus orillas. Lo arrojó con violencia sobre la tierra y luego se fue volando.

Bruno tenía su cara hundida en la tierra negra. Luego se incorporó llorando, y se encontró de frente a una enorme serpiente negra, con medio cuerpo enrollado sobre ella misma, y el resto levantado. Su cabeza y la de Bruno estaban a la misma altura.

—Tu madrastra ayudó a convertirte en un ser violento. Fuiste víctima, nunca fuiste un victimario —dijo una voz en la mente de Bruno, quien sabía de algún modo que venía de la serpiente. El tono era grave, pero suave y dulce, como la de un joven risueño —. Así creciste. La gente en lugar de ayudarte, te condenó. ¿Cuántas veces en el ático le pediste a Dios que enviara un ángel a ayudarte? ¿Muchas, verdad? Y nunca te ayudó. Pero yo sí te escuché.

Bruno se dejó caer de rodillas, y siguió escuchando en silencio, con desolación y desesperanza.

—Ella te quitó la oportunidad de ir a reunirte con tus padres en el cielo con el usurpador, donde están ellos ahora. Allá nunca podrás entrar, porque tu madrastra te obligó a matarla para defenderte; pero, eso no lo entiende el usurpador del cielo; para él, lo correcto era que tu madrastra te siquiera golpeando hasta morir; a ti, a un niño inocente, que sufrieras en la vida a cambio de una recompensa en el cielo. ¿Es eso justo para un niño que nade entiende de eso? Fue capaz de dejar morir a su hijo, por eso es mucho pedirle piedad por un niño que no es su hijo. Para él, es tan merecedor el infierno quien mata por crueldad, a quien mata en defensa propia.

Si hubieses vivido por más tiempo, tal vez hubieses tenido la oportunidad de arrepentirte y ganar su gracia para irte con él; pero, te asesinaron, y también te negaron esa oportunidad. ¿Ves cómo tú eres la gran víctima? Ahora esa ramera te pide que elijas bien; para ella, elegir bien es seguir sufriendo en el lago del fuego eterno, a cambio de tener indulgencia en un juicio final que nunca llegará.

A la mente de Bruno vino la visión de quiénes habían sido los culpables de su muerte; la persona que había saboteado los frenos de su auto, sus cómplices, y aquellos que lo habían golpeado y dejado mal herido, minutos antes de subir al vehículo.

—¿Ves esos de ahí? —continuó, ahora con una voz seca y cansada, como la de una anciano, y apuntó con su cabeza a lago de lava; Bruno se giró—. Eligieron no trabajar para mí, esperar por el usurpador. Aquel que se retuerce más fuerte lleva aquí 1316 años gregorianos. Yo te pido elegir: trabaja para mí, trayendo almas hacia mí, y te exoneraré de estar en el lago del fuego de forma continua, te daré lapsos de descanso. Tampoco puedo darte exoneración total. Solo tienes una oportunidad de elegir, no podrás arrepentirte luego.

—¿Dónde está mi madrastra? ¿Dónde está ella? ¡Quiero verla!

Una fuerza invisible arrastró por el fuego a un ser que también se retorcía, y lo colocó en la orilla del lago justo a los pies de Bruno.

—Ella es —dijo la serpiente.

Bruno se inclinó, la vio retorcerse en el fuego, oyó sus gritos, y los disfrutó.

—Sí, es ella, percibo su hedor a basura.

—Es inolvidable, ¿verdad? —rió la serpiente

—¿No le diste a elegir a ella?

—Ella cree mucho en el usurpador, tiene una fe patológica, una obsesión que es lo mismo. Se cree una elegida. Cuando te golpeaba, creía que hacía la voluntad de él. Ese fue su gran error.

Bruno se giró para verla de nuevo.

—Te noto indeciso, ¿qué tal si te dejo que traigas primero a aquellos que fueron tus victimarios, y que tienen el descaro de creerse tus víctimas?

Bruno se giró de golpe hacia la serpiente.

—¡Acepto! —exclamó con firmeza.

Bruno quedó sorprendido con la historia que la serpiente le contó, acerca de que Dios le usurpó su trono. Sonaba tan convincente que no sabía si creerlo o no.

—¿A todas las personas que vienen le haces la misma propuesta? Mueren millones de personas malvadas todos los días. ¿Cómo puedes?

—Tengo el poder la omnipresencia aquí en mi reino. En este momento, estoy aquí contigo, y estoy en otros muchos lugares a la vez, celebrando millones de pactos como este, con otras muchas víctimas que como tú, llegaron aquí. Ahora arrodíllate ante mí.

La serpiente puso la mano sobre la cabeza de Bruno una vez que éste estuvo de rodillas sobre el suelo.

—Te otorgo el poder ilimitado sobre la materia de todos los objetos hechos por la mano del hombre, y sobre todo aquello que no haya hecho el hombre, tendrás el poder que no limite la voluntad del usurpador. Tendrás poder sobre los animales inmundos y sobre los machos cabríos. Te otorgo poder sobre los espejos; aquello que fue tu perdición, será tu arma. Levántate.

—¿Qué poder me has dado? —preguntó desconcertado.

—Puedes hacer todo lo que quieras con toda materia alterada por el hombre. Puedes hacer lo quieras con una mesa, pero con un árbol, eso dependerá...

—... ¿de la voluntad del usurpador? ¿Y qué hay de los cuatro elementos?

—Puedes usar de forma ilimitada al agua destilada, pero no el agua del mar; el fuego de un fósforo, pero no el de una centella; el viento del calentamiento global, pero no el viento puro del este, la tierra explotada, pero no la tierra virgen.

—Odio los espejos...

—Ahora los amarás. Los espejos son portales a mundos que puedes crear con el poder que te he dado. Mundos donde tú puedes ser el Dios que lo domine todo.

—Será suficiente para mí. Quiero empezar ahora.

Bruno se dio la vuelta y vio en una de las costas del lago de fuego, sobre la tierra, a una especie de animal desconocido. Era gris, con su piel satinada como el de una serpiente. Su aspecto no era parecido a nada que haya visto, parecía una masa de arcilla amorfa, como un montículo de barro. Tenía el tamaño de un automóvil. Sus ojos estaban cerrados. Era muy ancho, como un enorme muñeco de nieve derritiéndose. Abrió su gran boca y mostró cientos de afilados dientes. Lanzaba rugidos como los de un perro. Varias almas llevaban carretillas sobre los que cargaban otras almas encadenadas que gritaban. A las almas que llevaban las carretas, eran latigueadas por los demonios con alas. Los látigos no traspasaban sus cuerpos, sino que golpeaban en ellos. Lanzaron a las almas encadenas a la boca abierta del ser, volteando para ello las carretas. Ya dentro de su boca, el colosal monstruo las masticó, y las almas gritaban de dolor. Luego las expulsó de su boca al vomitarlas.

—Viene a mí, el recuerdo de... una vida pasada —dijo Bruno, estremecido, con su mano en su cabeza.

—¿Qué ves? Dime.

—No lo creo —respondió, y luego se carcajeó—. Esta misma alma, estoy que soy, estuvo antes en el cuerpo de un enano. Un enano que fue maltratado y humillado por su tamaño. Lo recuerdo todo. Trabajé en un circo como payaso. Nadie más me daba trabajo, solo allí encajé, allí donde la gente veía normal que se burlaran de mí. Estudié en la misma escuela que ahora estudio. El chico popular se quedó con la mujer que amaba y que me despreció. Me suicidé y a nadie le importó. Mi memoria es borrosa, no recuerdo bien a donde fui luego.

—Fuiste al purgatorio, donde van los hijos del usurpador que no cometen pecados mortales, donde deben reencarnar para cumplir una prueba. Si la prueba es aprobada, tu pecado es limpiado, y van al cielo. Si reprueban, llegan aquí. Aunque el suicidio es técnicamente un homicidio porque te matas a ti mismo, el usurpador fue indulgente contigo porque el cerebro que te otorgó para vivir trajo un defecto, una leve incapacidad para segregar suficiente serotonina para evitar crisis depresivas. Tu suicidio técnicamente no fue del todo voluntario, pero fue pecado al fin. El usurpador tiene una macabra forma de entretenerse con las vidas de los demás. Verás, al usurpador la pareció divertido reencarnarte como un chico guapo y popular, fuerte en lo físico y en personalidad, todo lo contrario al despojo humano que fuiste como payaso. Quería ver si en esa posición serías capaz de ayudar a otras personas que pasaron por lo mismo que tú pasaste como payaso. Era tu supuesta prueba para redimirte y expiar ese pecado de suicidio e ir al cielo; además del pecado de la ira. ¿Recuerdas que juraste venganza?

—¿Cómo iba a pasar esa prueba, si no sabía que estaba siendo sometido a una prueba? Un alma no puede recordar una vida pasada cuando esta reencarnada. No ayude a nadie, porque igual fui maltratado, aislado, humillado. Pero ahora tenía la fuerza de desquitarme, de desahogarme. Ahora todos me temían, inspiraba miedo, no lástima. Era el león, no el ratón.

—Exactamente. El usurpador te tendió una trampa. No permite tener memoria de las vidas pasadas para saber que son sometidos a una prueba; es como presentar un examen sin haber estudiado, sin saber los temas que van en el examen. No pasaste la prueba, y por eso estás aquí.

Bruno se dejó caer de rodillas, recogió un puñado de tierra en sus manos y lo apretó.

—Iré por mis enemigos, por todos; los de mi vida pasada y presente.

—Eso es bueno. Los enemigos son como los enemigos, siempre hay espacio para más —respondió complacido.

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