Capítulo 1. La jaula de las bestias
Detrás del edificio de la escuela secundaria, donde nadie más que el portero solía ir, para botar la basura, cuatro fornidos adolescentes sometían a cinco desgarbados chicos por la fuerza. Tres de los agresores mantenían, cada uno, a un escuálido contra la pared, mientras otro era lo suficientemente fuerte como para dominar a dos, uno con cada brazo.
A Bruno le causaba satisfacción ver que su entrenamiento en el gimnasio le había dado una gran fuerza muscular; ahora con una sola mano podía dominar a un solo chico. Al ver los ojos acuosos de sus víctimas y percibir el frío de la piel de sus cuellos al presionarlos, desde su estómago emergió un cosquilleo que subió hacia su boca y brotó de ella como una larga carcajada.
Harold, el chico de anteojos, tenía sus diminutas y esqueléticas manos sobre la muñeca de la mano derecha de Bruno; el antebrazo de su atacante era el doble del grueso que el suyo. Sobre la manga de aquella chaqueta negra de cuero palpaba músculo macizo. Trataba en vano de quitar la enorme mano de su agresor de su cuello; pero solo lograba que el muchacho se burlara más. Tenía ya dificultades para respirar, era como si una burbuja de aire se le acumulara dentro de su cabeza. Deseaba maldecirlo y escupirle a la cara; pero, si se atrevía a hacerlo, lo que Bruno le haría después de seguro sería peor. Ansiaba tanto que su padre lo escuchara cuando le pedía ayuda y lo apoyara para salir de esa situación, que accediera a cambiarlo de escuela; pero, en lugar de eso, el señor Robert le decía que un hombre de verdad debía buscar la forma de defenderse, no podía acudir a papá y a mamá como niño llorón cada vez que un brabucón lo molestaba.
—Si te dejas golpear, yo te golpearé más fuerte —le dijo el señor Robert una vez.
Eso mismo le dijo el señor Charles a su hijastro, Peter, el chico pelirrojo y pecoso cuyo cuello estaba en la mano izquierda de Bruno. Por eso, el muchacho le pidió a Bruno y a sus amigos que cuando lo golpearan, lo hicieran en cualquier parte del cuerpo del cuello para abajo, donde pudiera cubrir los moretones con su ropa, así no habría problemas con su padrastro. Bruno y su banda accedieron gustosos. Peter estaba resignado a soportar la situación por unos meses más hasta su graduación, pero aquella tarde, cuando rompieron su proyecto de ciencias, la rabia rebasó el límite de su cobardía.
A sus pies estaban esparcidos los pedazos de un pequeño generador de energía solar; ahora tendría que decirle a su profesor que se tropezó y se le cayó. Había pasado muchas noches en desvelo para terminar a tiempo el aparato, con la esperanza de ganar el primer premio de la feria de ciencias. Con ello lograría obtener más credenciales a objeto de solicitar una beca universitaria.
Pero, ¿por qué Jeff no había dicho a sus padres lo que ocurría? Eran personas sensatas. El muchacho no lo hizo porque Richard, el brabucón que lo sostenía en ese momento por el cuello contra la pared, una vez lo escuchó decirles a sus amigos que le estaba enviando mensajes anónimos románticos a Emilia, una de las más hermosas y populares chicas del colegio. Una vez Jeff le había insinuado que le gustaba, pero ella se burló y lo rechazó frente a todos. Se le ocurrió enamorarla poco a poco enviándole mensajes de amor a su celular, que supo, ella los había recibido con gusto. Poco a poco la enamoraría y luego revelaría su identidad; pero, Richard lo amenazó con decirle todo a la chica si él revelaba que era víctima de abuso escolar. Si Richard y sus amigos hablaban, todo el plan se vendría abajo. Emilia lo rechazaría de nuevo con otra lluvia de burlas y ofensas. Era más soportables los golpes físicos que los golpes a su ya gastada autoestima.
Jaime, el brabucón rubio, le quitó de nuevo el teléfono celular a Alex para transferir el saldo a su Smartphone. La primera vez que lo había hecho, descubrió una conversación de chat de éste con Andrew, que ninguno de los dos quería que se revelara; por tanto, el grupo de Bruno tenía otro secreto para que sus víctimas no denunciaran las agresiones a que eran objeto.
Max sacó un lápiz labial de su chaqueta, que le había robado a su madre, y con él le pintó la boca a Andrew, mientras le pedía que le agradeciera porque lo estaba ayudando a ser mujer como supuestamente era su deseo.
—¿Qué tal si tú y Alex se besan en la boca? —se burló Max—. ¿No es eso lo que quieren? ¿Quién de los dos es la mujer? ¿Tú o Andrew?
Las crueles carcajadas iban y venían.
Bruno volvió a patear la bobina del generador de energía en el suelo, y la mente de Peter se nubló. Un largo grito antecedió a una patada que, con todas las fuerzas de sus entrañas, Peter propinó al muslo de Bruno.
La sonrisa de Bruno cambió a un gesto de rabia. Le desconcertó que por fin se atreviera. Le dio un puñetazo en el estómago que lo dejó sin aire en los pulmones. Cuando aún lanzaba bocanas para intentar respirar, Bruno lo arrojó por el cuello contra el suelo, y lo pateó repetidas veces en el estómago.
Max, Jaime y Richard lo detuvieron cuando notaron que la ira lo había sacado de control.
—¡Hey, no te pases! —le advirtió Richard tomándole de la manga de la chaqueta. Los otros abusadores lo alejaron de Peter que se revolcaba en el suelo. Ni siquiera podía gritar del dolor, la falta de oxígeno se lo impedía, solo podía gimotear.
—Por favor, ya —suplicó Harold, sacándose su dinero de los bolsillos para luego ofrecerlo a Bruno y los demás. Alex, Andrew y Jeff lo imitaron.
Bruno los miró. Respiraba agitado luego de esforzarse en patear al muchacho. Movió su cabeza mirando a sus compañeros de banda y ellos entendieron la orden, en seguida recogieron el dinero.
—Mañana quiero el doble de dinero —sentenció Bruno, limpiándose el sudor de la cara. El grupo de brabucones se retiró. Caminaron entre los temblorosos chicos que se mantuvieron parados e inmóviles, como estacas clavadas en el suelo.
Una corriente de aire frío bajó por la espalda de Harold en el momento en que Bruno pasó a su lado y la rozó el brazo. Se mareó y la visión se le oscureció. Por fin se dejó caer de rodillas cuando el equipo de maleantes se alejó. Luego, junto con los demás, corrió a socorrer a Peter. Al muchacho lo único que le importaba era que la ropa no se le hubiese ensuciado; porque, de ser así, tendría que inventar una mentira para explicar a su padrastro, a quien ya le había dicho que había enfrentado a los brabucones y estos lo habían dejado en paz.
—Esta vez se le pasó la mano —dijo Alex—. Nunca había golpeado tan fuerte.
—Nunca había pateado a ninguno de nosotros, tirado en el suelo —añadió Andrew.
—Ya... no... so... porto —jadeó Peter, mientras se sentaba ayudado por Harold y Jeff.
Andrew y Alex juntaban los pedazos del generador de energía.
—¿Qué hacemos? —preguntó Alex resoplando.
—Lo... que... les... di... je —respondió Peter—. Les advertí... que esto... empeorará cada... día más. Le damos... dinero todos los días y... aun así... nos agrede por diversión.
Peter se alzó su camiseta y se quitó una faja de tela rellena de esponja y plumas de ganso.
—¿Funcionó? —le preguntó Jeff.
—No lo... suficiente, pero... de algo... sirvió. Creo que... de no ser... por la faja, esas... patadas me habrían... reventado por dentro.
—Me sorprende que no notara que llevaras esa faja cuando te golpeó —comentó Andrew.
—Estaba drogado —comentó Harold—. Lo vi en su mirada, en sus ojos rojos.
—Va a terminar por matarnos, y nadie puede... —Harold bajó la cabeza y resopló—... o quiere ayudarnos.
—Debemos acabar con ellos, antes que... ellos acaben con nosotros —continuó Peter, con la mirada perdida, sosteniendo el aliento.
—Yo estoy contigo Peter —apoyó Jeff—. ¿Cómo lo hacemos?
Peter miró a los demás.
—Yo también estoy contigo —añadió Andrew.
—Y yo —dijo Alex luego de mirar a Andrew.
—Pero, debemos hacer todo, de manera que nadie sospeche de nosotros —dijo Harold—. Quiero ser libre. No quiero liberarme de Bruno, para luego ir a parar a la cárcel.
Minutos después, Bruno cruzó la entrada del colegio y se encontró de frente con Chun, un chico de rasgos asiáticos. Era de baja estatura, muy delgado. Usaba ropa una talla por encima de la apropiada para él, le quedaba muy holgada dándole un aspecto nada estético. Bruno puso su mirada en el vaso de refresco que el chico llevaba en su mano.
—¿Te atreviste a comprar un refresco con el dinero que se supone me darías hoy? —preguntó indignado.
—Lo siento, tenía hamble... lo olvide... —tartamudeó—. Ten, te lo puedes acabal.
—No quiero ese refresco al que ya has tocado con tu boca y saliva de chino. Ustedes comen gatos y ratas. Quién sabe qué parásitos y bacterias de chino tenga ese refresco. Mejor báñate con él.
Bruno tomó la muñeca de la mano de Chun que llevaba el vaso de jugo, e hizo que se echara el líquido sobre su rostro. El resto de estudiantes que circulaban en las inmediaciones detuvo su rutina diaria para observar: algunos con curiosidad; unos con indiferencia; otros con lástima e indignación, pero sin ninguna intención de ayudar al chico; y otros, la gran mayoría, para burlarse, y sentirse bien de no estar en el lugar del desafortunado muchacho, gracias a lo que cual, sus autoestimas subían al ver una desgracia ajena.
Bruno y su grupo siguió su marcha, y todo el mundo se habría paso en los pasillos para no toparse en su camino.
Al final de un corredor, estaba Samanta, una trigueña esbelta, cuya ropa holgada no era impedimento para apreciar su cintura extremadamente angosta. Sacaba los libros de su casillero mientras era acompañada de sus dos mejores amigas, y conversaban sobre la cercanía de los exámenes finales.
Bruno se arremangó las mangas de su chaqueta y caminó con mucha confianza hacia Samanta. Sus amigos se quedaron parados a observar la actuación de su líder.
Bruno no había terminado de llegar hasta la joven, cuando ya ella había puesto gesto de tedio al verlo. El abusador advirtió como la chica movió sus ojos hasta que sus iris quedaron cubiertos por sus párpados superiores abiertos, sus ojos quedaron en blanco y bufó. Luego echó su cara hacia un lado, con la nariz arrugada, como si algo apestara. Sus amigas imitaron su actitud al verlo llegar hasta ellas.
—¿A qué hora te busco esta noche? —preguntó parado firme, con sus brazos cruzados, mirándole hacia abajo, mostrando una media sonrisa de seguridad.
—Hoy no puedo —respondió sin mirarlo, como si no valiera la pena tomarse la molestia de verlo a los ojos, entonces, continuó hablando con sus amigas, las cuales se rieron.
—Entonces, ¿cuándo? —insistió, ya sin esa media sonrisa tan molesta para Samanta—. Tus actividades como presidenta del centro de estudiantes no te dejan mucho tiempo libre, ¿eh?
—¿Qué tal el 32 del mes de octiembre, a las 25 horas —sentenció con tono firme.
Una de sus amigas escondió su rostro detrás de los libros que llevaba en sus manos, mientras las otras dos rieron más fuerte, con chillidos que provocaron burbujas hirvientes en el estómago de Bruno, que subieron por su pecho.
Samanta y sus amigas se dieron la vuelta con mucha energía, y sus largos cabellos se batieron. Bruno, con un gran arrebato, se abalanzó sobre la chica, la tomó del hombro, como si su mano fuera la garra de un buitre, y con gran fuerza le hizo dar la vuelta. La arrojó contra el casillero y la acorraló. Su espalda recibió un fuerte golpe que la dejó adolorida.
—Escúchame, pequeña perra, no eres la gran cosa para darte el lujo de rechazarme. Sencillamente te me antojas. Te lo pedí por las buenas muchas veces, pero entonces será por las malas.
Samanta lo abofeteó. Todos en el pasillo detuvieron su caminar y se pararon frente al espectáculo.
—Suéltala, bestia —exclamó su amiga Hilda, la morena de ojos verdes.
—Tendré algo contigo cuando el sol se congele, o cuando aprendas a ser gente, y no una bestia que golpea débiles. Las dos cosas son imposibles para ti, entonces... creo que nunca.
—Bruno, por favor, arriba hay un Dios que ve todo lo que haces —suplicó Susan, la rubia amiga de Samanta—. Estás a tiempo de regenerarte, busca ayuda en Dios...
—Ya cállate remedo de monja —le espetó con fastidio el muchacho.
Bruno trató de besar a Samanta a la fuerza. Martina e Hilda intentaron quitárselo de encima. Otros estudiantes en el pasillo se mostraron indignados, pero temieron intervenir.
—Si hago algo... Bruno es un delincuente, conoce gente de los bajos fondos, podría tomar represalias, sabe dónde vivo —le dijo Daniel a su novia Vicky, cuando ésta le pidió que ayudara a Samanta—. Mejor no nos metamos.
Vicky se sintió algo decepcionada de la cobardía de su novio. "Si alguna vez yo necesitara de su protección, tal vez actuaría igual", pensó.
—¡Si la tocas te volveré polvo, como la basura que eres! —Ken, un chico casi tan fornido como Bruno, emergió con furia de entre la multitud y se fue con toda su humanidad contra el maleante. Bruno estrelló su hombro y brazo izquierdo contra el casillero, con tal fuerza, que le hizo una leve abolladura a la puerta.
A Bruno le ardió toda la extremidad izquierda superior de su cuerpo. Su primer pensamiento fue saltarle encima a su atacante, destrozarlo con sus manos y dientes.
—Ahora sí te vas a morir —amenazó.
—No toques a mi novia de nuevo —dijo Ken sin pensarlo, pero de inmediato temió que Samanta lo desmintiera, pues él aún no le había pedido que fuera su novia.
A Bruno se le movió el piso con estrépito.
—¿Tu novia? —resopló Bruno con desdén—. ¿Desde cuándo?
—Desde ahora —Y Samanta dio un paso para tomar de la mano a Ken. Éste se sorprendió, no esperaba que ella lo hiciera, pero su corazón se sacudió de gozo cuando ambas pieles se tocaron.
—Alguien va a morir hoy; pero, serás tú, ¡desgraciado maldito! ¡Pedazo de mierda! —Bruno levantó su puño, y Ken soltó la mano de su ahora novia, y también se puso en guardia.
—¡¿Qué sucede aquí?! —retumbó una voz que lo paralizó todo—. Esta vez te oí, te agarré con las manos en la masa, delincuente sin futuro.
El temible profesor Jack Morton hizo acto de presencia, como un buitre acechante esperando que un ser viviente se volviera cadáver para devorarlo. A muchos estudiantes, les parecía que el maestro tenía un olor peculiar a tierra negra, a humedad, como si hubiese pasado mucho tiempo encerrado en un espacio sin ventilación. Medía casi dos metros de altura. Su rostro era muy blanco y alargado, con grandes pómulos, mentón prolongado, frente muy ancha y pronunciada que parecía caer sobre sus ojos, lo cual le daba un aspecto de enojo perenne. Decían algunos alumnos que su mirada causaba incomodidad cuando lo tenían cerca, era amenazadora, como la de un buitre, pues se clavaba sin parpadear en los ojos de quien miraba, casi como queriendo matar con su vista. Otros aseguraban en tono de burla que nunca lo habían visto parpadear, ni mover sus ojos.
—¡Ven conmigo! —dijo el profesor, con una tensa voz. Tomó a Bruno por el cuello de su chaqueta y se lo llevó casi arrastrando, pero cuando dieron tres pasos, Bruno se le zafó con un enérgico manotón.
Jack le golpeó la parte de atrás de la cabeza con la mano abierta, sin dudarlo.
—Tienes 18 años de edad, puedo ser más violento si quiero —amenazó Jack, quien era más alto que Bruno, entonces, el muchacho accedió a ir con él.
—Solo, no me toque —susurró, y el chico caminó delante de él por el pasillo, en medio de los demás estudiantes susurrantes y burlones.
Peter y Harold estaban allí, y deseaban con todas su fuerzas que ahora sí lo expulsaran.
*******
—Hoy es mi último día como director interino; pero, es suficiente tiempo para expulsarlo y hacer que no lo acepten en ninguna escuela.
—Me haría un gran favor.
—Usted es una basura. Cree que por reunir los atributos físicos que la sociedad occidental considera atractivos tiene un cheque en blanco para hacer miserable a la gente que lo rodea...
—Es la gente que me rodea quien me hace miserable...
—Usted es un desperdicio de oxígeno para la atmosfera, un desperdicio de espacio físico en este planeta ya sobrepoblado. Hay estudiantes que agradecerían ocupar su asiento para estudiar. Por gente como usted, que somete a chicos débiles físicamente, pero muy inteligentes, éstos crecen sin autoestima, creyéndose incapaces de triunfar. Por culpa de gente como usted, muchos terminamo... terminan encerrados con trabajos mediocres, sin confianza en sí mismos...
Bruno bostezó con la boca muy abierta, mientras replegaba todos los dedos de su mano derecha, excepto el dedo medio, que mantuvo erguido y se lo ofreció el director.
Algunos estudiantes se habían concentrado en las puertas de la oficina del director para enterarse de lo que ocurría. La mayoría deseaba la expulsión de Bruno. Allí estaban Jeff, Harold, Alex, Andrew y Peter. Samanta y Ken también estaban ahí, aguardando para hablar con el señor Morton, a objeto de acusar a Bruno de agresión.
—¿Estás bien, Samanta? —preguntó Roberto, un fornido chico que traía un balón de fútbol bajo el brazo.
—Sí, estoy bien, gracias.
—Qué lástima que estaba yo en las prácticas, si hubiese estado cuando Bruno te agredió, le hubiese dado otra paliza como la otra vez —continuó, y le sobó el hombro a la chica.
—Sí, es una lástima —dijo Ken, poniendo en el medio de ambos cuando vio aquel gesto de afecto.
—Oye, tranquilo —advirtió Roberto con su mano izquierda arriba—. Samanta es como una hermana para mí, es otra la que me interesa. —Roberto se giró para ver a lo lejos a Emilia conversando con Lucy.
—¿Tú le diste una paliza a Bruno? ¿Cuándo? —preguntó Ken, incrédulo.
—Aquella vez que vino con moretones en la cara y le dijo a todos que fue una accidente en su auto. Fui yo cuando lo sorprendí en los vestidores hurgando en mi casillero.
Ken lo miró con suspicacia.
—Es cierto, yo estuve ahí —dijo Drake—, y ayudé.
—Solo me echaste porras, igual que los demás —replicó.
—¿Pero acaso las porras no te dieron ánimo? —añadió rápido Drake arqueando las cejas
—Llevo en mi bolsillo el diente que le saqué ¿quieren verlo? —preguntó haciendo una ademán de meterse la mano en el bolsillo de su pantalón de mezclilla.
—Ya, te creemos —dijo Ken, arrugando la cara.
—Espero que ahora que el señor Morton lo sorprendió, sea expulsado —comentó Samanta, golpeando repetidas veces, con ansiedad, la suela de su zapato contra el piso, como un tic nervioso.
—Si lo expulsa... ya no tendremos que hacer... aquello —le susurró Harold a Peter al oído, al haber estado escuchando lo que Samanta, Ken, Roberto y Drake habían estado hablando.
—Nos buscará de todas formas —respondió—. Me hubiese gustado tanto ver cuando Roberto le dio su merecido.
Jeff no escuchó de lo que hablaban, pues estaba imbuido viendo a Emilia a lo lejos. Ella lo vio observándola y le dio la espalda al sentirse incómoda.
La puerta de la oficina del director se abrió de golpe. Bruno salió por ella dando pasos muy largos y rápidos. Iba cabeza gacha, con la mirada puesta en el piso. A algunos les pareció que iba con los ojos acuosos, con una mueca de estar llorando. Jack se detuvo en la puerta, con los brazos cruzados, y una sonrisa de triunfo.
—Señor Morton, ¿lo ha expulsado usted? —preguntó Ken.
—No —respondió, cambiando su semblante a enojo, con ceño contraído—. Eso no le incumbe alumno. Pero, para que su curiosidad lo deje dormir hoy, le diré que la expulsión no es castigo. Sería como decir que la muerte es un castigo para un criminal; pues no lo es, la muerte sería un escape, como lo sería una expulsión. Bruno seguirá aquí, con nosotros. Aquí pagará sus culpas, en este infierno. Vayan a clase sino quieren una nota por indisciplina.
Jack entró de nuevo a su despacho, luego de dar un portazo. La muchedumbre se miró unos a otros y poco a poco se fue diseminando.
******
—Ave Satani, ora pronobis, Ave Satani, ora pronobis —recitaba el hombre de la túnica blanca, con la capucha del mismo color que cubría toda su cabeza. Su aspecto era la de un verdugo pero de un color opuesto al que tradicionalmente se les conoce. A través de los dos agujeros en la capucha sea apreciaban sus ojos cerrados mientras hablaba, como si estuviese en éxtasis. Estaba de pie allí, en el altar de madera de aquella improvisada capilla que recordaba a una iglesia católica, pero de menores dimensiones. Había unas cinco bancas sin respaldo a ambos extremos de un pequeño pasillo central. El tamaño de aquel recinto rectangular no sobrepasaba los seis metros de ancho por diez de largo.
Unas doce personas también vestidas de túnica y capucha blanca se mantenían sentadas con sus manos sobre sus piernas, recitando al unísono las oraciones del hombre en el altar, casi sin mover sus cuerpos. Estaban dispersos por las bancas, sentados separados por alguna distancia.
Una de los presentes tenía una actitud distinta, movía su cabeza con disimulo, hacia sus lados y hacia atrás, y vio que los demás tenían los ojos cerrados mientras repetían las letanías.
—Leviatan, ora pronobis
—Leviatan, ora pronobis —repetían
—Lucifer, ora pronobis
—Lucifer, ora pronobis
—Lucifago, ora pronobis
—Lucifago, ora pronobis
—Belcebú, ora pronobis
—Belcebú, ora pronobis
De fondo, el gruñido de cerdos y el balido de cabras, en algún lugar cercano, inundaban el ambiente. El olor a basura y a excremento de animal era penetrante.
El sacerdote de aquella especie de misa abrió sobre el altar un libro que contenía un cántico. Lo entonó con un estilo gregoriano y aire muy solemne. El resto de los presentes sacaron unas hojas de sus bolsillos, fijaron su vista en ellas y siguieron el canto.
El feligrés inquieto no entendía lo que cantaba, pues se trataba de un idioma que no conocía. Alguna vez en su niñez fue a una misa católica y escuchó a un sacerdote entonar el ángelus en canto gregoriano, pero esto que oía esa noche le causaba un pavoroso estremecimiento, y no la tranquilidad de un himno católico. Se tuvo que llevar la mano a la nunca al sentir un sacudida de repulsión.
El sacerdote pasó al frente de altar con una pequeña taza de plata en su mano.
—Este es el canal que nos conecta con Luz Bella, el verdadero señor de todo lo que existe. Así nos comunicamos con él hasta el momento en que vuelva a ascender al cielo para reclamar su trono, y vivamos en libertad en sus jardines. Despójense de sus capuchas y pasen adelante, a recibir la conexión con el señor.
Se quitaron las cubiertas de su cabeza, excepto el sacerdote. Bruno miró alrededor a sus compañeros de culto, el muchacho, a diferencia de los demás que se mostraban serenos, estaba inquieto. Había dos mujeres, el resto eran hombres, y todos, aparentemente no pasaban de los treinta años. Bruno lucía el más joven de todos. Uno a uno fue pasando, se ponían una pajilla en la nariz y por ella aspiraban un polvo blanco de la taza que el sacerdote sostenía en sus manos.
Cuando Bruno pasó y caminó por el pasillo hacia el altar, se cuestionó si debía estar allí, en aquella situación.
—Es la primera vez que entrarás en comunión con al maestro —le dijo el sacerdote cuando llegó frente a él—, nuestro más joven discípulo, que has llegado aquí buscando refugio del mundo cruel que te persigue y no te entiende. No temas, el maestro es bueno y te acogerá y protegerá en su seno.
Bruno agachó la cabeza, sacó una pajilla de debajo de su túnica, colocó un extremo dentro de su fosa nasal y el otro sobre el polvo en la taza. Dudó por unos segundos, y sopesó la opción de salir corriendo; pero, al recordar que nadie lo esperaría en algún lugar con los brazos abiertos para reconfortarlo, aspiró hondo, y se dejó ir.
Algo caliente inundó su tracto respiratorio de inmediato y bajó ardiente por su garganta. Tosió fuerte. El interior de su nariz se congestionó y se llenó de mucosa. Sus ojos lagrimaron. Su lengua percibió una sensación amarga pero tolerable, y luego un hormigueo la envolvió, el cual se disipó en pocos segundos en una total insensibilidad. El sacerdote puso su mano sobre la cabeza del chico y lo acarició, como tratando de calmarlo.
Bruno regresó a la banca. Todo en su entorno empezó a darle vueltas y se volvió un remolino de colores y formas alargadas. Se miró sus manos, unas manos de niño de unos siete años de edad que trataban de unir los trozos de un espejo roto sobre el piso de una casa. Una mujer entró, se detuvo en el umbral de la puerta, lo miró conmocionada, como si el pequeño estuviese junto al cadáver de una persona que acababa de matar.
—¡Eres un niño estúpido! —gritó la mujer, halándose el cabello con su manos, con lo cual se desarmó el moño que tenía —Nos has condenado a siete años de mala suerte. ¡Niño maldito!
La mujer se fue contra él y empezó a darle de bofetadas. Los primeros momentos fueron como si cientos de hormigas ardiendo corrieran por sus cachetes, pero luego ya no hubo nada. Percibía el impacto de las enormes palmas de las manos, pero ningún dolor ni ardor. El niño lloró y suplicó que parara, pero de nada sirvió.
—Maldito el día en que me convertí en tu madrastra—. La mujer salió de la sala y regresó en pocos momentos con una escoba y una pala recogedora de basura. Tiró los utensilios a los pies del niño—. ¡Recógelo de inmediato!
El chico recogió los pedazos y sobre ellos caían sus lágrimas. La mujer tomó un pequeño balón de futbol del piso y le clavó un cuchillo, a pesar de las súplicas del pequeño para que no lo hiciera. Luego, de un cajón de la cómoda, sobre la que había estado el espejo, sacó un pequeño frasco con un líquido dentro. Estaba temblorosa, muy pálida. Casi no podía coordinar sus dedos al intentar abrir la botella. Por fin lo logró, la tapa se le fue entre los dedos y cayó el piso junto al pequeño Bruno.
Con su respiración agitada se detuvo frente a los vidrios rotos.
—Dios mío, por favor, protégenos del mal —rogó mientras rociaba toda la habitación con agua bendita—. No permitas que la desgracia llegue a nuestras vidas. Cuidados, bendícenos...
El pequeño Bruno cerró los ojos y cuando los abrió, se le estrujó el corazón ante la imagen de su madrastra sobre el ataúd de su papá.
—Es tu culpa —le gritó—. Tú maldición mató a tu padre, y nos dejó en la ruina.
Varias personas en el funeral intentaban aplacarla
—No es culpa del niño, ¡por Dios! —le dijo alguien.
La mujer se le acercó al niño. Ella tenía los ojos casi saliendo de su órbita. Lo tomó por los hombros y la habló muy cerca de su cara, cargada de ira.
—Desde que rompiste ese espejo nos han pasado mil y unas desgracias, maldita sabandija —le susurró—. Ese incendio de la fábrica de tu padre, donde él murió quemado, fue tu culpa. Ahora estamos sin él, en la ruina. Esa fábrica era nuestro sustento. La aseguradora decidió que el seguro no cubrirá el incendio. Estamos en la miseria por tu culpa. Pero ahora haré de tu vida un infierno.
Luego de la muerte de su padre, nunca más tuvo momentos felices, ni sonrío por emociones positivas. La tristeza solapaba el hambre, y el hambre a veces solapa el dolor físico cuando pasaba horas encerrado en el ático, luego que su madrastra se cansaba de golpearlo con el cinturón que había pertenecido a su padre. Lo hacía en los lugares correctos de su cuerpo, lo golpeaba en los muslos o en la espalda para que nadie viera las marcas cuando iba a la escuela.
La mujer tuvo que volver a trabajar como maestra en la misma escuela donde Bruno asistía; un trabajo que odiaba y que había dejado cuando se casó con el padre de Bruno, dueño de una pequeña fábrica de zapatos que tenía poco tiempo de haber sido abierta, y en los primeros años iba en crecimiento. Su marido la mantenía, le daba una vida cómoda. Ahora, había tenido que volver a trabajar para ganarse la vida, ya no tenía una vida plácida, y la supersticiosa mujer odió a Bruno por ello.
Los gritos de una mujer hicieron a Bruno volver al presente. Al abrir los ojos observó a una de las chicas convulsionando en el centro del recinto eclesiástico. Ella tenía sus ojos hacia atrás, lo que le daba un aspecto que atemorizó al muchacho, porque sus globos oculares no miraban a ningún lado. Sus alaridos se mezclaban con los balidos de las cabras y los gruñidos de los cerdos que se habían intensificado ante algún foco de perturbación y los atormentaba en gran manera. Estaban enloquecidos.
Ella se contorsionaba en el piso como sufriendo un ataque de epilepsia. De sus labios brotó una voz masculina muy grave, que daba la sensación de un padecimiento en la garganta. Con ella profería con desespero frases en un idioma desconocido para Bruno, pero que definitivamente no era inglés. Las palabras cesaron en el momento en que una baba barrón burbujeante le empezó a escurrir a borbotones por la boca.
—Está en comunión con el maestro —exclamó el sacerdote, extasiado con las manos arriba.
Una manada de cabras y cerdos se adentraron al salón luego de que empujaran una vieja puerta al fondo del recinto, que, al quedar abierta, le permitió a Bruno ver por el resquicio una especie de establo, con el suelo lleno de heno. El sacerdote se arrodilló ante los animales, y casi todos los demás asistentes, algunos sin entender, solo se limitaron a hacer lo mismo, por creer que era lo correcto. Bruno, vacilante, fue el último en hacerlo. Entonces, una euforia poderosa inundó su cuerpo. La depresión cesó de forma súbita, ahora se creía capaz de cualquier cosa: de volar, de dominar el mundo, de someter a sus enemigos; ahora era invencible.
Fue el único que mantuvo la conciencia durante toda la noche. Cuando el amanecer se asomaba, él aún seguía despierto, mientras el resto del grupo yacía dormido esparcido por todo el piso. No sé dio cuenta en qué momento el sacerdote se había ido de la iglesia, no lo vio por ningún lado cuando miró a su alrededor. Todo el ambiente giraba con él en el centro de todo, pero la omnipotencia que lo envolvía hacía que poco le importara.
Se mente de pronto se llenó de muchas imágenes, de muchos rostros que quería ver para mostrarles su poder, un mar de caras, y en el centro, el rostro de Samanta.
*******
—¡Ya llegó! —dijo Harold alertando a sus amigos que revisaban de nuevo los resultados de la tarea de matemáticas, allí sentados en una de las bancas del jardín frontal de la escuela.
A lo lejos vieron que Bruno estacionó su viejo vehículo en la calle frente a la escuela; aquel que todos decían que lo había robado a alguien, con su banda de maleantes.
Andrew, Peter, Jeff y Alex se pusieron de pie de un salto. El momento que habían querido evitar había llegado por fin, y la sensación de peligro les invadió el pecho en forma de palpitaciones incontrolables.
—Distráiganlo, y yo hago el resto —ordenó Peter.
Harold, Andrew, Jeff y Alex respiraron profundo y corrieron a la entrada.
Bruno salió del vehículo con sus ojos puestos en el pavimento. Caminó hacia la entrada. La vista la ardía, escuchaba ruidos ininteligibles en el ambiente a los que ignoró. Todo en su entorno se estiraba, se encogía, se agigantaba y se empequeñecía, todo acompañado con pequeñas chispas moradas, verdes y rojas. No entendía porque tenía tantas ganas de reír, pero le gustaba.
Los miembros de su banda lo saludaron cuando cruzó la entrada de la cerca, pero él siguió caminando como si no los hubiera visto. Uno de ellos se tuvo que hacer a un lado para no chocar. Supusieron que de nuevo había consumido una de sus dosis, y prefirieron dejarlo en paz.
La campana sonó y todos se apresuraron a entrar, excepto Harold y los demás, que seguían parados en la puerta. Harold aspiró profundo como tratando de insuflarse fuerzas, y cuando Bruno venía cerca de él, le gritó una serie de frases que en otra ocasión hubiesen significado su sentencia de muerte.
—¡Oye, estúpido, me tienes harto! ¡Hoy te vamos a partir la cara! Asquerosa sabandi...
Bruno lo hizo a un lado con su poderoso brazo derecho y fue a dar contra el borde de la puerta. Los chicos quedaron estupefactos al ver que el brabucón seguía de largo, sin reparar en los chicos.
—¿Nos tuvo miedo? —les preguntó Harold, sin él mismo creérselo.
—¿Miedo a lastimarnos? ¿O miedo a que le hiciéramos perder el tiempo? —replicó Andrew.
—¿A dónde irá con tanta prisa? —se preguntó Alex echando una ojeada al pasillo, y vio que Bruno cruzó una esquina y se perdió de vista.
Lucy no entró a clases esa mañana, se fue al baño, y justó al cruzar la puerta, Bruno la vio, más no fue capaz de diferenciar su cabello rojizo, del cabello negro de Samanta. Ambas chicas eran esbeltas. Para el muchacho, eran la misma persona; después de todo, lo que había aspirado por la nariz decidía lo que su mente debía entender.
Lucy usaba blusa ceñida y falda por encima de la rodilla, mientras que Samanta había ido ese día con ropa holgada y recatada. Ni siquiera esa manera tan diferente de vestir pudo aclarar la realidad para el muchacho.
Cuando Lucy entró al baño, Bruno se fue directo a la puerta, como un torpedo, y con un volcán a punto de erupción en sus entrañas, maldiciendo el nombre de Samanta.
El baño estaba solo. Todos los alumnos estaban en clase. Solo ella se había atrevido a no entrar a clases, por una inseguridad en su rostro que ahora trataba de ocultar frente al gran espejo sobre los lavamanos.
Se tallaba con fuerza la mopa de su polvo compacto, sobre el inoportuno barro que le había brotado de un momento a otro en su mejilla izquierda de porcelana.
—¡Dios, no funciona! —Se estrujó con más fuerza y la protuberancia seguía allí.
El sonido de la puerta que se cerró de golpe la hizo arrojar su mirada a su izquierda. Allí estaba Bruno, con su mano en el picaporte, dentro del baño de chicas.
—¿Eh? ¿Qué diablos haces en el baño de mujeres? —preguntó con asco.
—Samanta...
—Dios, otra vez drogado, ¡¿Cómo te atreves a hacerme lo mismo?! ¿Olvidas que por esto mismo rompí contigo? ¿Cómo te atreves a llamarme con el nombre de otra? ¡Cretino! ¡Sal de aquí!
Lucy se abalanzó sobre él y le dio de manotazos en sus brazos, cara y torso. El muchacho se protegió con sus brazos sobre su cara. Lucy sentía que lo tenía dominado. Pese a ser un brabucón, estaba segura que no se atrevería a responder su agresión; pero, una bofetada en su mejilla, la del barro, la hizo ver la realidad.
La chica cayó contra el piso. Se frotó en la mejilla y de pronto fue como si mil abejas le clavaran sus ardientes aguijones en el cachete. Su vista se turbó por unos instantes.
—Samanta, vas a hacer mía —susurró, y caminó hacia ella, mientras se bajaba la cremallera.
La chica estuvo por gritar luego de volver en sí y ver las intenciones del agresor, pero Bruno fue más rápido y le puso la mano en la boca. Le rasgó la blusa.
Él empezó a presionar el delgado cuello de la muchacha, y su cabeza se llenó de aire como un globo. Sus ganglios estaban a reventar de tanta sangre acumulada. Por un lave mareo, él levantó su cabeza para intentar estabilizarse, y se vio reflejado en el espejo. Se puso de pie, y se alejó de él como si se tratara de una serpiente venenosa a punto de atacarlo.
La chica estaba libre, y a pesar del dolor en el cuello y los problemas para respirar, aprovechó la ocasión y, aún tirada en el piso, extendió su pierna y pateó la zona genital del muchacho. Bruno cayó de rodillas, fue tal el dolor, que ni siquiera pudo gritar.
Lucy gateó hasta la salida. Con la mano en el picaporte se impulsó, se puso de pie y caminó a paso tembloroso. Ya en medio del pasillo solitario, sus piernas ya no respondieron y se dejó caer de rodillas. Empezó a gritar, y en menos de veinte segundos, el corredor se llenó de gente, como hormigas rodeando un cubo de azúcar. Vieron a Lucy llorando, con su rímel corriendo por sus lágrimas, su mejilla enrojecida, ya casi morada, y su blusa rota. Seguidamente, Bruno salió por la puerta del baño de mujeres, con su vista perdida, tambaleándose de un lado a otro, caminando encorvado, y gimiendo, con sus manos sobre su ingle.
—Quiso violarme. —Lucy gimoteó mientras la sangre que emanaba de su nariz rota se le metía por la boca.
—Maldito, tocaste a mi novia —Drake se lanzó sobre Bruno y le propinó dos golpes en la cara, uno en su nariz y otro en su boca. Éste respondió y lo empujó contra la pared. Roberto también se fue sobre Bruno y le asestó un puñetazo en el estómago que lo hizo doblarse. Las gotas de sangre de su nariz caían una a una sobre el piso.
Drake lo pateó por la espalda ahora que estaba a gatas sobre el piso. Aquello se había convertido en un linchamiento. Incluso Daniel lo pateó fuerte en el hombro, y luego miró hacia Vicky para cerciorarse de que lo veía y hacerse el valiente; pero ella lo consideró otro acto de cobardía. Aunque Bruno mereciera lo que le estaban haciendo, hubiese tenido más mérito haber defendido a Samanta el día a antes, enfrentados en igualdad de condiciones.
Los profesores trataron de intervenir; pero, no podían con la enardecida turba de estudiantes que se le iban encima a Bruno para tomar la justicia por sus manos.
—Llamaremos a la policía —gritó la maestra Méndez mientras corría a la oficina del director —¡¿Dónde está el señor Jack?!
La multitud detuvo su ensañamiento, no tanto por la advertencia de la mujer, sino porque Bruno ya estaba lo suficientemente golpeado. La indignación del grupo social había sido satisfecha. El victimario, y ahora víctima, se puso de pie, dando tumbos.
La sangre por heridas en su cabeza corrió por su frente y se metió por sus ojos. Quedó en medio del círculo de atacantes que lo miraban como si fuera una serpiente venenosa herida. Se giró sobre sí mismo. Miró a Peter y sus amigos; a Lucy abrazada a sus amigas, llorando; a Drake siendo sujetado de los brazos por sus amigos, para evitar que se le fuera encima; a Max, Jaime y Richard muy por detrás de la gente, para no ser involucrados con el intento de violación.
Bruno sacó una navaja de su chaqueta. Los chicos rompieron el círculo, atemorizados por el arma blanca y le abrieron camino. Él avanzó deprisa por la abertura.
Harold sacó su teléfono móvil de su pantalón e hizo una llamada.
En las afueras de la escuela, Peter se hallaba debajo del carro de Bruno, con su cara sudada, enrojecida. Su respiración era muy agitada. Sus manos cubiertas con guantes, que sujetaban unas tenazas, le temblaban. Salió de debajo del vehículo. Cuando se puso de pie y se dispuso a alejarse del auto, notó que los espejos retrovisores estaban tapados con unos parches negros de cinta adhesiva. Justo cuando empezó a caminar, su celular en el bolsillo sonó. Respondió mientras se alejaba del lugar a paso rápido.
—Sí, justo acabo de hacerlo. Estoy seguro que no podrá frenar. Seremos libres. ¿Qué Bruno hizo qué? ¿A Lucy? Ahora sí se pasó de la raya.
Peter se escondió detrás de un árbol al ver salir a Bruno con navaja en mano. Si por un momento había dudado en hacerlo, ahora estaba seguro de haber hecho lo correcto.
Las personas con las que el maleante se encontraba a su paso se retiraban de su camino al observar el cuchillo empuñado en su mano. La multitud salió hasta la entrada del colegio y desde allá le gritaban mil maldiciones.
—¿Por qué no te estrellas en tu auto, te mueres y la haces un favor al mundo? —le gritó Drake.
Bruno entró al vehículo, y desde el asiento del conductor los miró a todos mientras su bilis se revolvía. Hundió con todas sus fuerzas el pie en el acelerador, el carro arrancó he iba dejando una estela de humo a su paso.
Con las manos en el volante, Bruno no pudo evitar que a su mente viniera la imagen del rostro de Samanta besando a Ken; a Lucy despreciándolo en la cama, porque se equivocó al llamarla con el nombre de Samanta; a Drake y Roberto enfrentándolo a golpes; a Max, Jaime y Richard que se reusaron a ayudarlo a defenderse en el linchamiento; a Hilda, la chismosa de la escuela, que una vez lo delató al encontrarlo fumando marihuana en el estacionamiento de la escuela, y por eso pasó unos días en la cárcel; al profesor Jack humillándolo delante de todos, llamándolo basura; y las decenas de pies y puños anónimos que lo patearon esa mañana mientras estaba en el piso.
—Malditos todos, maldita escuela —gruñó entre dientes, apretando el volante hasta que las palmas de sus lastimadas manos le dolieron más.
El dolor en todo su cuerpo también le hizo recordar las torturas de su madrastra.
—Necesito más —musitó en desespero, con sus párpados cerrados como si tuviera mucha hambre, pero no por alimentos.
El muchacho condujo alrededor de media hora hasta que salió de la ciudad y se internó en un espeso bosque, luego de sacar el auto fuera de la carretera. Los baches lo sacudían y le hacían doler más los golpes recibidos.
Llegó hasta las inmediaciones de una casa campestre de madera, rodeada de un amplio terreno, el cual estaba bordeado por una larga cerca también de madera, cuya reja estaba cerrada. El chico pisó el freno; pero, este no hacía detener el auto. Un saco de piedras se atoró en su garganta. El carro se llevó por el medio parte de la cerca. En menos de un segundo pensó en lanzarse del carro, pero apenas colocó su mano en la manilla de la puerta, el vehículo impactó contra el ala este de la casa.
El metal del vehículo quedó retorcido. El tablero de control se comprimió contra el piso del carro y atrapó las piernas de Bruno. Por unos instantes perdió la consciencia. Despertó aturdido. El golpe resquebrajó parte de la pared de madera de la casa, y el vehículo quedó incrustado en ella. Vio dentro, en el recinto de aquella iglesia a la que asistía, a varios de sus compañeros de culto tirados en el piso, dos de ellos estaban sangrando por la cabeza debido al impacto del automóvil. Los otros aún dormían por efecto de la droga, ni el choque los hizo despertar.
Bruno intentó liberar sus piernas; pero, no pudo. Estaba atrapado en aquella especie de trampa de oso que le oprimía con fuerzas sus muslos. Gritó por ayuda y nadie vino en su auxilio. Un penetrante olor a gasolina lo alertó, y su vista se encandiló por una gran bola de fuego que salió de todas partes y lo envolvió.
Los alaridos volaron por el aire. Era como si la arrancaran la carne y la arrojaran brasas ardientes en su heridas. El muchacho se retorcía en su prisión, de un lado a otro. Por fin sus piernas respondieron y logró zafarse. La dolorosa sensación de miles de fierros al rojo vivo que atravesaban su piel y músculos lo abrazó. Con las pocas fuerzas que le quedaron, la antorcha humana salió del vehículo, corrió hasta un chiquero de cerdos al lado de la casa y se lanzó sobre el lodazal. Dio vueltas en él. Un último y fuerte bramido que pareció desgarrar su garganta, y aquella masa de carne quemada quedó tirada inerte sobre el barro. Los cerdos gruñeron y huyeron despavoridos.
La casa siguió ardiendo. El fuego alcanzó el calentador de agua a gas, y una segunda explosión, más fuerte aún, terminó de convertir el inmueble en una montaña de fuego.
*******
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top