Capítulo 2 Parte 4/7
Escuché el estremecer, el silbido de aquella criatura resonar entre la atmósfera, como si tratase del sonido interno del alma del mundo o incluso el latido del corazón de la madre naturaleza.
Entretanto surgían manifestaciones extrañas, voces y disparos, pero se disminuían poco a poco. Por lo tanto, inevitable e inminente fueron sus desapariciones llevadas por el viento del invierno.
Sentía unos movimientos bruscos en los labios, como si fuese de varias plumas espinadas rozar la boca. Sin líneas repentinas de pensamientos, instintivamente pasé la palma de mi mano derecha sobre los labios, quitando aquella inquietante sensación.
Es indescriptible expresar con sentimientos e inclusive palabras esa sensibilidad que me invadió.
Observo a una pequeña cucaracha destrozada con sus huevecillos llenos de pus como se estremecía de dolor, mientras que eso me satisfacía. Detrás de aquel repugnante bicho se encontraba aquella repulsiva montaña de miles de órganos humanos. Contuve lo máximo posible de minutos la respiración, intentando que su hedor no hirviera mis vellos nasales. Todo esto sucedió en la casa abandonada, estando acostado sobre un colchón desgastado.
Estando cubierto sobre finas frazadas usadas, resguardándome del intenso frío de la noche, observando con cautela la manifestación repentina de dos enigmáticos increíbles ojos violetas en donde su sombría figura se encubría entre esa cortina de niebla sobresaliendo como perlas verdes en la noche vigilando cada articulación repentina de mi cuerpo. Seguía enfriándome en este leve concurso de miradas en donde emitían los orígenes principales de la maldad, y las suposiciones de un riesgo, real o supuesto, presente o inclusive futuro, se mantenían como protagonistas en esta tensa atmósfera de muerte. Esos ojos observaron las profundidades más oscuras de mi alma. Sabiendo mis pesares, mis angustias, hasta mis sueños más íntimos. Pero sobre todo el odio acumulado en mi interior, aquel que envenenó la sangre helada de las venas. Esa escalofriante cosa sabía las confusiones que tenía recepto al pueblo. Enredadas confusiones por no comprender la exótica complejidad de esta maldita dimensión. Por entender este patológico trastorno hacia estos fantasiosos mundos imaginarios encantados. Aquel tenía las respuestas. Aquel era el que se hacía pasar por un amigo de la infancia. Sentía esa puta inquietud como un trauma rencoroso; jamás entendería el maldito objetivo de esa prostituta sombra sobrenatural. Solamente absorbía mi armonía como si tratase de ese primordial comestible para esa miserable existencia inhumana.
El silencio seguía siendo interrumpido por el leve susurro de las hojas de los árboles en el frío viento del invierno, y sobre esta chocante atmosfera intensa sobresalían rasgos claves de carismas, encantando esta atención, llegando a persuadir el centro de mi alma, en mi ojo lágrimas de sangre derramándose por mi mejilla encarnándose en una pequeña cicatriz, y sobre este forzoso concurso de miradas esa criatura infernal consiguió dividir el iris de su ojo en dos convirtiéndose en una anomalía aberrante.
Comunicándome telepáticamente: amabilidad, sabiduría y clemencia, en ese insignificante susurro persuasivo cautivo, mi esencia viviente, cayendo fácilmente en su juego diabólico. Creía en ellas por la simple razón de ser "sinceras", y aquella voz era dulce, como la de un ángel confiable. Tenía respuestas a mis preguntas. Sabía lo que sucedía en el pueblo, y dónde se encontraba mi mujer. Aunque algo dentro de mí me advertía que solo mentía.
En un periodo de tiempo resistí sufriendo lágrimas de sangre chorreando por mis ojos verdes en una serie de varias respiraciones agitadas por culpa del miedo, las respiraciones entrecortadas se detuvieron al igual que las brisas de invierno en este pequeño pueblo pintoresco, solo se comenzó a oír el hueco firme de mí talones al dar comienzo a caminar en dirección hacia la escalofriante sombra, pero sobre mí la gravedad jugaba una mala pasada absorbiéndome en ansiedad escuchando entre los pasos ligeros un grito trastornado suplicando socorro, viniendo del segundo piso de la casa advirtiéndome aquella deformidad inhumana tratarse de los apuros de mi damisela.
Escalón por escalón, seguían las manifestaciones sobrenaturales, gritos malévolos y sensaciones melancólicas, pero aquellas expresiones se disminuían de a poco, en simples palabras. inevitable e inminentes fueron sus ausencias.
Esta lúgubre travesía comenzó un colapso traumático, sufriendo una sensación degradante sobre mí, y es ahí cuando eche una última ojeada hacia atrás, observando identidades incógnitas, adorando la perversa ideología maquiavélica de esa bestia, esas sombrías sombras trataron de un adulto, y dos pequeñas gemelas idolatrándolo como un padre superior e inclusive tratándolo como dios misericordioso, pero en ese inmortal sobresalían enfermizos deseos eróticos hacia aquellas inocentes crías. Obstante me ocuparía únicamente en socorrer a mi esposa, fortaleciéndome únicamente de profundas agallas, llegando rápidamente enfrente de la puerta.
Es ahí, cuando el entorno exterior del dormitorio jamás superó lo turbio del interior. La génesis de mi principal melancolía comenzó a renacer como un trauma infantil, reviviendo un desastroso instante fatídico para mi existencia, al presenciar el desgarrador fusilamiento de mi mujer en manos de una psicópata patológica sin corazón. Arrodillada como un mendigo reo, esa sonrisa tan identificadora de ella disminuía sustituyéndola por simples valiosos sollozos, y unos ojos centelleantes de angustia.
Una desnuda mujer, sin compasión sobre su corazón inválido, colocó el cañón de su pistola sobre el cráneo de mi mujer, continuando una escena deprimente, llena de disgustos, y rencor en su máximo esplendor. Seguiría esa pesadilla perdurando en el centro de mis recuerdos, desgarrando a este arrastrado hombre hacia un vacío íntimo depresivo. Ocurrió lo esperado. Sangre, y muerte cogieron protagonismo. Estalló su garganta como si fuese una maldita bomba de hielo, y salieron miles de viscosos gusanos sumergidos en una sustancia igual al esperma de un caballo lleno de un repugnante pus. Sin detenerse, aquellos bichos comenzaron a comer el putrefacto jodido cadáver, que parecía como si el cuerpo desapareciese por arte de magia, dejando solo migas de piel.
Se dio vuelta aquella misteriosa mujer. Veía como en esos ojos, las espinillas componían sus pupilas en donde estallaron en una interminable cascada de pus. Tenía una piel igual a la de los reptiles, escamosa, donde su oscura carne escondía pequeños forúnculos. Se exhibía ante los ojos del mundo desnudo, en donde cuyos senos parecían la ubre de los mamíferos, y sus pezones, los dientes podridos de una jodida cabra. Se trató de ella, aquella apenada alma del instituto. La mujer del suicidio.
Observé perplejo como se había manifestado, en como mis labios se secaron, y mi rostro se humedeció por el sudor, en cómo ni siquiera los suspiros aliviaron el temor. La decepción brilló por su ausencia en su rostro, expresando en tan solo una mirada aquel odio mundano que era su principal y único sentimiento. No esperé nada de nadie y de todas formas terminé decepcionada. Su error fue hincar las uñas en mí y confiar completamente en mi incompetencia, en ser su última esperanza sin fe. En ser el único que la podría salvar.
-Siento tener que hacer esto. Ojalá hubiera otra forma. Pero has tomado una decisión. Irte sin antes ayudarme... Te dije que quería ayuda-. En las últimas palabras, reposó el cañón del revólver sobre el cuello, y sin pensarlo sucedió lo inevitable.
Mientras me adentro observé aquellos envoltorios jeroglíficos del instituto, uniéndose a un rastro de sangre proveniente del relieve lleno de miles de órganos humanos, componiéndose únicamente de hígados, corazones, y, por último, riñones. En esta exploración, la pavura detuvo a este penoso corajudo cuando se escuchó el resonar de una tediosa acústica sirena policial proveniente del podrido corazón del hogar. Era fascinante la maldita sensación malévola que envolvió esta habitación como si fuese una manifestación del diablo. Revuelto en una acumulación espontánea de aversión, se presenció dentro del dormitorio la antipatía en todo su esplendor. Observándome con animadversión, apuntándome con un bendito revólver calibre treinta y ocho, reflejando una gran cantidad de insolencia y potestad. En aquellos ojos, cafés, destello, en su máximo fulgor, patología, y en eso, angustia. Se trató de una oficial, aquella de aquel despreciable instituto. Observo el putrefacto cadáver de la mujer, una impresión de descaro sobresalió en sus ojos, y en eso retrocedí apartándome de ella, pero allí inició una inquietante conversación casi imposible para articular con claridad las palabras.
-Cálmese, oficial, jamás le haría daño... no he cometido ningún delito —exclamé mientras más me apartaba de ella.
-¡Escúchame jodido, psicópata de mierda! ¡Vendrás conmigo a la jefatura!
-¡Por Dios, oficial! Le suplico que me escuché, jamás le hice daño... Tienes que creerme... ¡Entiéndalo!– No podía persuadirla, deseaba que aquella perra entienda mis putas palabras.
En los ojos observabas la apenada alma de aquella triste persona, siendo atormenta día y noche, siglo por siglo, por toda la maldita eternidad. Como si fuese la tortura más silenciosa y cautelosa en no dejar rastro de desesperación en el cuerpo. Temía en absoluto, si dispararía su imagen sería manchada de negro e incluso condenaría su alma, pero ese disparo liberaría y cesaría su sed de sangre. Dependía de su podrida cordura muerta, pero sabía que salvo no estaría. Entonces tiró la moneda al aire y salió cara... disparó. Al verme desangrar, aullando de rabia y dolor, experimentó una cierta satisfacción sexual como si estuviese una enferma parafilia. Y con mi último suspiro logré escuchar como decían las siguientes palabras:
–Encuéntralo y mátalo. Que no se salga con la suya-.
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