1 de junio @ 06:55 P.M.: Evan

—¡Como mola, papá!— La sonrisa de Janice casi le llegaba a las orejas. Sólo sus hoyuelos impidieron que las esquinas de la boca le partieran el rostro.

Un rostro enmarcado por una melena de pelo verde trébol.

Depositó una botella de tinte vacía en el borde del lavabo que antes era blanco y se tiró de algunos de sus rizos. —Gracias por dejarme hacer esto, papá—.

Janice había querido teñirse el pelo desde que pudo hablar, pero Helen y yo siempre habíamos vetado el proyecto, hasta ahora, claro. Cuando ella había abordado el tema conmigo ayer, me di cuenta de que todo el mundo debería tener derecho a expresarse. Hacía del mundo un lugar más colorido y diverso.

Comprobé la hora. Los invitados a mi fiesta de cumpleaños llegarían en media hora, y aún tenía que preparar las bebidas.

Me puse a su espalda y coloqué mis manos sobre sus hombros. —Vamos a darnos prisa. Mamá te recogerá en unos minutos—.

Padre e hija nos sonrieron desde el espejo de mi baño.

Janice parecía un hada de pelo verde.

—Me encantan las mujeres con color en el pelo—, dije, recordando a una en particular.

Su sonrisa vaciló. —¿Conoces a otra mujer? ¿Con color en el pelo?—

—Umm...— Yo también detuve mi sonrisa. —¿Por qué lo preguntas?—

—Porque dijiste que te gustaban—. Se rascó la nariz con un dedo verdoso y dejó una mancha allí. —Y mamá dice que cree que estás viendo a alguien nuevo—. Sus ojos se encontraron con los míos en el espejo, curiosos e indagadores.

Negué con la cabeza. —No estoy viendo a nadie con el pelo teñido, Calabacita. No—.

¿Estaba viendo a Venus? ¿Tener una cena significaba estar viendo a alguien? Y Brackets no contaba. Sólo la veía de vez en cuando,  pero no estaba viéndome con ella de verdad.

Así que, técnicamente, no estaba mintiendo.

Y a Janice no le gustaría que viera a otra persona que no fuera Helen, estaba bastante seguro de ello.

Ella asintió con seriedad. —Bien—. Volvió a sonreír. —Porque, ¿sabes qué? Mamá ha dejado de ver a George—.

¿Dejó de ver a George? No sabía que su romance con el rector había llegado a su fin. —Oh—, dije, curioso. —¿Qué pasó?—

Se encogió de hombros. —No sé. ¿Porque es viejo? Y se comió todo el chocolate que teníamos. Te lo conté en el zoo—.

—¿Y cómo está mamá?—

Helen siempre había sido la más fuerte de los dos. Más segura de sí misma. Más decidida. Más centrada. La que podía enfrentarse a cualquier problema. La que ganaría.

La idea de que sus planes salieran mal me hizo sentir algo de pena por ella.

—Bien. Supongo—. Tiró del dobladillo de su camiseta y la miró. Lo que antes era un blanco básico se había convertido en un mosaico de manchas verdes. —Más o menos bien, quiero decir. Pero creo que necesita otro hombre—.

—¿Otro hombre?—

Ella asintió. —Sí. No es agradable estar sola para ella. Quiero decir, me tiene a mí, por supuesto, así que no está sola. Pero yo no soy un hombre, ya sabes—.

—Claro. Eres una calabacita—.

Ella dirigió su mirada al techo. —Papáaa. Sabes lo que quiero decir—.

—Lo que sea.— No estaba seguro de saber a qué se refería, ni iba a indagar sobre ese tema.

Comprobé la hora. Helen vendría a recoger a Janice en cualquier momento. —Ahora lávate las manos y luego ponte una camisa limpia. Mamá se pondrá furiosa si te ve así—.

Probablemente se pondría furiosa por el pelo de Janice.

—Estaré en la cocina si me necesitas—. Me giré para salir del baño, pero mi hija me agarró por la manga.

—¿Papá?— Su cara estaba muy seria ahora.

—¿Sí?—

—Si no estás saliendo con nadie... ¿No podrías volver con mamá?—.

—Yo...— Su mirada de hada de ojos grandes me hizo dudar. —Calabacita, nuestro matrimonio está...— Busqué la palabra adecuada. —Está roto—.

—¿No puedes arreglarlo?—

—Eso sería súper difícil—. Tragué saliva. —Pero hablemos de esto en otro momento. Mamá llegará en cualquier momento y tengo cosas que preparar para la fiesta. Tienes que cambiarte ahora, rápido—.

—De acuerdo—. Su cara se iluminó. —Me pondré otra camiseta y luego te daré tu regalo—.

—Genial—. Antes mi hija había pasado una hora en su habitación, envolviendo algo. No sabía qué era.

Contento de que la idea del regalo hubiera animado a Janice, me dirigí a la cocina. Entendía cómo se sentía, pero el ponche de champán no estaría listo para mis invitados de cumpleaños si me pasaba los próximos treinta minutos siendo asesorado por mi hija sobre el divorcio.

La receta seguía en mi tablet y los ingredientes estaban listos para ser mezclados.

Zumo de manzana, zumo de piña, zumo de limón, zumo de naranja y agua: los puse todos en un bol, uno por uno, añadí el azúcar y removí.

Mientras vertía el champán en el caldero, sus burbujas espumando el contenido, sonó el timbre.

7:15. Con suerte, se trataba de una Helen tardía y no de un invitado madrugador.

—¡Voy a abrir la puerta!— gritó Janice.

Antes de que pudiera detenerla, oí cómo se abría la cerradura.

—Hola, mamá—.

—¡Janice!— Exclamó Helen. —¿Qué es esto?— Siseó la última palabra.

—Papá me ha teñido el pelo—.

—¿Dónde está?—

—Um... ¿En la cocina?—

Unos tacones duros martillearon el suelo de madera, acercándose de forma escalonada.

Terminé de vaciar la botella en el cuenco, me armé de valor y me giré para hacer frente a la tormenta que se avecinaba y que era mi ex.

Se detuvo en el marco de la puerta: falda vaquera corta, blusa vaquera, las manos en la cadera y los labios dibujados en una línea pálida y fina. —¿De quién ha sido la idea?—

La miré fijamente. —Fue mía—.

—¡Tiene que ir al cole mañana! ¿En qué estabas pensando?—

Janice pasó junto a su madre, apretando contra su pecho un paquete envuelto en un regalo.

Me alivió ver que se había puesto otra camiseta como había prometido. Una naranja, que resaltaba perfectamente el verde exuberante de sus rizos.

Janice estaba a mi lado, mirando en silencio a Helen desde una distancia segura.

—¿Y qué?— Dije. —Puede ir así—.

—Está bien, mamá. De verdad—. Janice me agarró la mano. —Anne, en el colegio, ahora es pelirroja, y Juanita es rubia, aunque no lo es de verdad. A los profes no les importa—.

Helen dio un largo suspiro y aflojó su postura. —De acuerdo, entonces. No hay mucho que podamos hacer sobre... esto, de todos modos—. Señaló con un dedo a Janice. —Pero la próxima vez, jovencita, me vas a consultar primero—.

Nuestra hija se cruzó de brazos y luego asintió. —Sí, mamá—.

Me abstuve de añadir que yo también tenía algo que decir al respecto.

Helen escaneó la cocina. —Creía que cocinabas tú—. Su tono de voz era más suave ahora.

—Está todo listo. Tengo ponche...— Señalé el bol, —... y algo para picar—. Señalé la mesa, en la que había nacho sen una gran bolsa con salsa picante en un tarro esperando al lado.

—¿Y la comida?—

—Pizza y ensalada. A las ocho me la entregarán—.

—De acuerdo—. Helen sacó una cuchara del cajón, la sumergió en el bol y saboreó el ponche. —Oh, esto ... no está nada mal. El sabor podría mejorar con una pizca de jengibre. Y necesita hielo—.

—No tengo jengibre—, dije. —Y estaba a punto de añadir el hielo—.

Helen lamió la cuchara y me miró. —¿Seguro que no necesitas ayuda?—

—No, estoy bien. Pero gracias—. Ignorando el hecho de que su lengua seguía tanteando la cuchara, miré mi reloj. Los invitados podrían llegar en cualquier momento.

—¿Papá?— Janice extendió su paquete. —Esto es para tu cumpleaños—.

—Oh. Gracias, querida—. Cogí el regalo y le pasé los dedos por encima. Siempre hacía eso cuando recibía un regalo, tratando de adivinar qué era.

Este se sentía suave al tacto, como una prenda de vestir.

—¿Qué es?— Le di la vuelta al paquete en mis manos.

—Tienes que abrirlo—. Ella puso los ojos en blanco.

Hice lo que se me indicó y rompí el papel.

Era una prenda de vestir azul, con una impresión roja y amarilla. La levanté: Una camiseta con un logo S impreso en el pecho.

—¡Una camiseta de Superman para un superpapá!— Janice dio una palmada.

—Yo...— Conmovido, busqué a tientas algo que decir. —Gracias, Calabacita—. Me puse en cuclillas y la abracé.

Mientras lo hacía, me susurró al oído. —Eres Superman. Estoy segura de que puedes superarreglar las cosas con mamá—.

La solté y estudié su rostro de marcos verdes. Ella inclinó la cabeza, me miró y me guiñó un ojo.

El timbre de la puerta sonó.

—¡Ya voy!— Janice salió corriendo de nuevo, dejándome aún sin palabras.

—Es lo mejor que hemos hecho—, dijo Helen.

Me levanté y me apoyé en el fregadero. —Sí. No hay duda de ello—. Asentí con la cabeza, sincero.

Helen se puso de pie junto a la mesa, con piernas torneadas y todo. —¡Y felicidades por tu cumpleaños!—, dijo. —¡Cuarenta! Es un gran número. El final de los años salvajes—.

La sonrisa pensativa en sus labios era la que me había enamorado hace años.

—¡Oh, Helen!— Carl entró en la cocina. —No sabía que estarías aquí—. La sorpresa sonó en su voz.

Como de costumbre, había llegado temprano, ansioso por disfrutar del aperitivo antes que nadie.

—Oh, está recogiendo a Janice—, dije. Ya era hora de que mi ex se fuera. No quería que se encontrara con Venus, a quien había invitado a la fiesta.

—Sí—. Helen cogió la mano de Janice y me echó otra mirada. Otra sonrisa. —Claro, ya nos íbamos, Janice y yo—. Nos saludó con la mano. —Carl, te veré en el instituto. Que tengáis una buena fiesta—. Le guiñó un ojo a Carl y me señaló con el pulgar. —Y tened cuidado con el viejo de allí—.

Con eso, y una pequeña risa, se fue.

Carl enarcó las cejas mientras escuchaba los pasos de ella y de Janice que se alejaban. —Oh, Helen está muy dulce hoy—, susurró.

Sí, había sido dulce. Había hecho un esfuerzo aparente.

¿Debería hacer uno también? ¿Intentar superarreglar las cosas con ella para nuestra hija? ¿Podría hacer que esto funcionara? ¿Podríamos hacer que esto funcionara de nuevo si nos esforzamos lo suficiente?

Unas voces me sacaron de mis pensamientos de superhombre.

Voces de mujer.

Salí al pasillo, justo a tiempo para ver cómo Helen y Janice miraban con desprecio a una recién llegada, frente a la puerta abierta del piso.

Era Venus. 

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