PRÓLOGO


La puerta chirrió al abrirse, y el Prisionero se estremeció. No de miedo. No de sorpresa. Su cuerpo reaccionó por costumbre, como un animal golpeado demasiadas veces para recordar otra cosa. El aire hedía a óxido y humedad, pegándose a su lengua. Abrió los ojos. Parpadeó. La celda seguía ahí. La piedra fría contra su piel. Las cadenas incrustadas en su carne. La sensación de que algo faltaba, de que algo dentro de él se había quebrado sin posibilidad de arreglo.

Intentó pensar. Cualquier cosa. Un nombre. Un rostro. Algo que lo hiciera humano. Pero la nada lo devoró. Y cuando trató de recordar quién era, cuando arañó los bordes de su propia mente en busca de identidad, el dolor lo partió en dos.

Solo dolor. Solo vacío.

Y la puerta siguió abriéndose.

El canto de un ruiseñor llegó como un susurro en la oscuridad, ligero, trémulo. El Prisionero parpadeó. No había ventanas, solo piedra, solo hierro, solo él. Creía haberlo oído antes, algunas noches, algunos días, pero nunca siempre. No tenía sentido. Y, aun así, ahí estaba.

La puerta se abrió por completo. La luz de la antorcha titiló en el umbral, iluminando la silueta de un guardia. Alto. Sólido. Sin rostro. O quizás con demasiados. Todos se parecían.

El guardia no habló. No era necesario.

El Prisionero sabía qué debía hacer.

El hierro gimió cuando se puso de pie. Sus piernas temblaron al principio, pero el cuerpo recordaba. Siempre recordaba. ¿Su mente podría hacer lo mismo? Dio un paso. Luego otro. Las cadenas tintinearon con un eco hueco.

Fuera de la celda, el pasillo se extendía como un túnel de sombra y piedra húmeda. Avanzó en silencio, guiado por el sonido de sus propios pasos.

No estaba solo.

Nunca había visto a los otros Prisioneros, pero los sentía. En las paredes. En el aire. En el vacío entre las piedras. No hacían ruido. No respiraban, o tal vez sí, pero su presencia se filtraba en la prisión como un recuerdo a medio borrar.

El pasillo se estrechaba. Se ahogaba.

Al final, una puerta.

Y luz.

Su corazón golpeó contra su pecho. Un tambor de pánico. Instinto. Algo dentro de él gritó.

No.

No la cruzaría.

Pero la puerta ya se abría. Y el guardia tras de él lo empujó al interior para luego cerrar la puerta tras él.

La inquisidora Ithreia Vhaal lo esperaba.

De pie, junto a la camilla de piedra. Inamovible. Inquebrantable.

El rojo la envolvía, profundo y devorador de luz. Su abrigo largo, ceñido con hebillas de acero negro, caía sobre un jubón oscuro reforzado con placas de cuero. Guantes de piel cubrían sus manos, impecables. En su cintura colgaba una espada de sangre cristalizada, su hoja pulsaba con un resplandor interno, como si respirara.

La sala apestaba a hierro y muerte.

El suelo estaba pulido, de piedra oscura, con un canal delgado en el centro, un surco apenas perceptible donde la sangre podía fluir sin interrupción. Las paredes estaban desnudas, salvo por los símbolos extraños grabados.

Junto a Ithreia, sentada frente a una mesa de piedra, la Escriba de la Inquisición esperaba. vestía un atuendo rojo modesto, sin adornos, sin insignias. No levantó la vista. No reconoció su existencia. Solo tenía la pluma lista junto al pergamino limpio.

El Prisionero avanzó hasta la camilla y se sentó con la cabeza gacha, evitando mirar las agujas que sobresalían de los lados o la mesa de instrumentos quirúrgicos.

No tembló. No porque no sintiera miedo, sino porque su cuerpo ya había aprendido que el miedo no servía de nada.

Ithreia inclinó apenas la cabeza. Ojos oscuros. Labios finos. Ni ira ni placer, solo certeza.

—Dímelo —ordenó, como tantas veces antes.

Quizá debería gritar que era inocente, que ni siquiera sabía por qué estaba allí. Pero eso no importaba. Solo importaba su respuesta.

El sueño.

—El reino Velkarys arde. El tiempo se desmorona. La guerra consume todo.

La pluma de la escriba se deslizó sobre el pergamino, registrando cada sílaba. Ithreia no reaccionó. No parpadeó. Ya lo había escuchado antes.

El Prisionero también sabía lo que venía ahora.

El dolor lo golpeó sin advertencia. Sus cadenas tintinearon cuando su cuerpo se sacudió. Agujas perforaron su piel, frías, afiladas, abriéndose paso como raíces hambrientas. Un escalofrío le recorrió la espalda al sentir la sangre deslizarse por los tubos conectados a su cuerpo, recolectada, purificada, drenada.

Ithreia empapó sus dedos en el líquido carmesí, evaluándola con atención. Entonces, el cuerpo del Prisionero pareció arder, como si se quemara por dentro. Fue leve al comienzo. Luego, su sangre hirvió.

Pero aquello no fue lo único.

Algo más perforó su mente. Un filo sin forma. Un cuchillo sin hoja.

Sintió cómo lo hurgaban desde dentro, cómo arrancaban capas de su conciencia, rasgando su identidad, pieza por pieza. Algo dentro de él gritó, no con voz, sino con el eco de recuerdos olvidados.

Ithreia inclinó la cabeza apenas un milímetro. Sus labios se curvaron en un gesto minúsculo, insignificante, apenas una sombra de satisfacción.

El Prisionero no supo si era por su resistencia o por su fracaso.

Pero el dolor continuó. Más profundo. Más despiadado.

Algo se quebró en su mente, se astilló en fragmentos irreconocibles. Su conciencia se deslizó más allá del presente, más allá del dolor, y vio de nuevo aquel espantoso sueño.

El reino de Velkarys ardía, devorado por llamas que consumían sus torres y sus calles, hundiéndolas en un abismo sin fondo. Entre las ruinas, sombras reptaban en la oscuridad, deformes, hambrientas. El tiempo colapsaba sobre sí mismo, desmoronándose en un torbellino de caos. Y, en medio de todo, flotando como un eco imposible, el canto de un ruiseñor.

Regresó con un gemido ahogado, su cuerpo aun convulsionando. Pero Ithreia no se inmutó.

—Otra vez —ordenó.

El dolor lo desgarró desde adentro, y las palabras brotaron de sus labios, inmutables, idénticas a las anteriores. Velkarys ardía. Las torres y las calles se hundían en un abismo sin fondo. Las sombras reptaban entre ruinas. El tiempo se desmoronaba. Una y otra vez, repitió lo mismo, sin cambios, sin descanso, como un engranaje atrapado en su propio mecanismo. Cada sílaba grabada en su mente, fija, inalterable. La escriba continuaba su labor, la pluma rasgando el pergamino con precisión mecánica. Pero Ithreia no se movió. Solo esperó.

El dolor se intensificó. Algo más se rompió dentro de él, un quiebre más hondo, más definitivo. Las paredes parecieron cerrarse. Su cuerpo se sacudió, su mente tambaleó. Pero ya no quedaba nada que decir. Solo el eco de las mismas palabras. Solo la repetición sin fin. Hasta que, al final, su mente colapsó. No por voluntad. No por cobardía. Sino por supervivencia.

«No queda nada... ¿Por qué sigue? ¿Por qué quiere romperme más?»

La inquisidora exhaló suavemente.

—Llévenselo.

La puerta se abrió sin esfuerzo, un movimiento fluido, perfectamente sincronizado con la orden. El guardia entró y tomó al Prisionero por los brazos, tirando de él sin resistencia mientras desconectaba las agujas. El Prisionero no lucho. No tenía sentido. No tenía fuerzas.

El mundo se desdibujó mientras lo arrastraban. La luz de la sala de interrogatorios se desvaneció tras él, devorada por la penumbra del pasillo. Pasaron celdas silenciosas, muros cubiertos de humedad, piedra gastada por incontables pasos. Todo era un eco distante.

Su mente reaccionó solo cuando su cuerpo golpeó el suelo de la celda.

El frío se deslizó por su piel como garras de hierro, clavándose en sus huesos. No se movió, le dolía demasiado el cuerpo para ello. Apenas si podía respirar y su mente estaba reducida a escombros. No quedaba nada en ella.

No un nombre. No un rostro. No un fragmento de lo que alguna vez fue.

Pero algo se aferró a él. Débil. Casi inexistente.

—Debe haber algo más... —susurró con lágrimas en los ojos.

Una razón. Un por qué.

¿Por qué lo condenaban? ¿Por qué este sufrimiento? ¿Qué fue lo que hizo? ¿Qué fue lo que vio?

El pensamiento se instaló en su pecho como una brasa aún viva en un mar de cenizas. No podía dejar que se apagara.

Se obligó a respirar. Su cuerpo dolía. Su mente temblaba al borde de la nada. Y entonces, un ruiseñor cantó.

Un sonido frágil. Lejano. Imposible.

Pero real.

Su labio inferior tembló. Un hilo de sangre escapó de su garganta.

—Necesito recordar...

Sus ojos, apenas abiertos, se clavaron en la piedra, en la nada. Su cuerpo no podía moverse, su piel ardía con el tormento de la inquisición.

Pero su mente se aferró a esa única verdad.

—Necesito recordar quién soy.


Total de palabras de CITA + PRÓLOGO: 1424. 

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