4: El Peso de Ser

—¿Sabes qué es lo peor de esta prisión? —dijo Kaelor desde la celda contigua.

Persona no respondió de inmediato. Kaelor nunca le daba especio para hundirse demasiado en sus pensamientos. El tiempo en la prisión fluía sin forma, sin días ni noches verdaderas. Siempre igual. Siempre cíclico. Pero últimamente... algo había cambiado.

Las fisuras en la piedra de su celda parecían más anchas unas veces, más delgadas otras. Sombras en la roca que parecían moverse cuando no miraba directamente. Algunas noches, juraría que escuchaba un goteo lejano, un sonido que nunca había estado allí antes.

Los guardias seguían arrastrándolo sin palabras, pero ya no se movían con la misma indiferencia. No era solo vigilancia. Era expectativa.

Y luego estaba el Guardián Sin Nombre.

Siempre había sido una presencia mecánica, un autómata sin rostro ni voz. Pero ahora se quedaba un instante más frente a la puerta antes de cerrarla. Como si esperara algo.

Pero lo único que no cambiaba era Kaelor.

—¿Algo aparte de que la Inquisidora nos torture con sus poderes de sangre? —murmuró Persona.

Kaelor rio, bajo y ronco.

—Bueno, aparte de eso —concedió—. Detesto que quieran hacernos creer que no tenemos pasado. Pero sí que lo tenemos.

Se quedó en silencio, esperando. Kaelor siempre esperaba.

—¿Qué te imaginas de tu vida?

Persona no respondió. Era una pregunta que no tenía respuesta. O quizás sí, y simplemente no quería encontrarla.

—Yo me imagino que tuve una granja, ¿sabes? —dijo Kaelor, con esa ligereza que no encajaba en una celda—. Una vida tranquila, cuidando ovejas. Levantarme con el sol, ver las colinas doradas, sentir el viento fresco en la cara. —se detuvo un instante—. Yo tuve una vida afuera. Tú también.

Persona exhaló lentamente.

—¿Estás seguro?

Kaelor no dudo.

—Claro, porque lo siento en el corazón.

Hubo un breve silencio antes de que Kaelor continuara, más serio esta vez.

—Allá afuera hay alguien esperando por mí. Creo que tuve una esposa. Un hijo. Quiero volver a verlos—Hizo una pausa, como si dudara en decir lo siguiente—¿No quieres volver a ver a tu familia?

La Persona se permitió sonreír. Solo un poco.

—No sé si tengo una madre —admitió—. Pero quiero que me regañe.

Kaelor soltó una carcajada. Fue un sonido extraño, un sonido que no pertenecía a la celda. Persona se sorprendió al escucharse reír también.

Por un instante, solo por un instante, la prisión pareció menos oscura.

—¿Realmente crees que habríamos aparecido aquí sin más? —continuó Kaelor, su tono era inquebrantable—. ¿Que nunca tuvimos nombres, familia, amigos? ¿Que fuimos creados solo para ser torturados?

«Esto es lo que quieren que piense.»

Pero no es verdad.

Respiró hondo.

—Vamos a salir, Kaelor.

—Por nuestra familia—terminó el otro hombre.



El peso de los grilletes en sus muñecas se había vuelto parte de él. Un recordatorio constante. Áspero y frío, mordiendo su piel con la misma paciencia implacable con la que el tiempo desgasta la piedra. La carne rota en torno al metal, la punzada de heridas mal cerradas, el agotamiento que drenaba su cuerpo con cada paso forzado.

Pero más allá del dolor, más allá del cuerpo que se rendía lentamente, su mente se aferraba a una verdad simple. Una verdad que no necesitaba pruebas.

«Yo tuve una vida afuera. Tú también.»

Más fuerte que la prisión. Más fuerte que la Inquisidora. Más fuerte que cualquier castigo que intentara despojarlo de sí mismo.

Los guardias lo arrastraron por los pasillos. Sin prisa. No la necesitaban. La voluntad no se doblegaba con un golpe. Se erosionaba con cada paso, con cada golpe, con cada instante en que la esperanza se volvía un recuerdo lejano.

La sala de interrogatorios lo esperaba. Ithreia lo esperaba.

Esta vez, la Inquisidora hizo algo distinto.

Deslizó una mano en su túnica y sacó un objeto.

Un pedazo de tela desgastado. Sin color, sin emblema, sin un rasgo que revelara su origen. Podría haber pertenecido a cualquiera.

Ithreia lo sostuvo con delicadeza, como si fuera valioso.

—Era tuyo.

Dos palabras.

Su respiración se volvió pesada.

Observó la tela, esperando. Esperando sentir algo. Un destello de reconocimiento, una chispa de memoria, un eco de lo que alguna vez fue.

Nada.

Solo vacío. Un vacío más grande, más profundo, más implacable que cualquier tormento físico.

«Ella miente.»

Tal vez su memoria estaba rota. Tal vez ya no quedaba nada que recordar. Pero él existía. Existió.

Ithreia no apartó la mirada. No presionó. Solo esperó. Como quien sabe que el tiempo está de su lado. Pero Persona también podía esperar.

No habló. No cedió.

La Inquisidora inclinó apenas la cabeza. Luego, con la lentitud de quien ha repetido el mismo ritual demasiadas veces, se quitó un guante. El cuero susurró al deslizarse.

Tomó un bisturí de la mesa. Lo hizo girar entre los dedos con la facilidad.

—Vamos a ver cuánto dura esa convicción.

El primer corte fue limpio. Preciso.

La sangre brotó al instante, escurriéndose en un hilo oscuro sobre su piel.

No era solo dolor. Era algo más profundo.

Algo que se enredaba en su carne, en sus huesos, que ardía en su interior como raíces negras extendiéndose a lo largo de su cuerpo. No fue un golpe ni una herida común. Fue algo más. Algo que vibraba en su interior, en su misma esencia, como si la sangre que perdía intentara aferrarse a él y se derramara de todas formas.

Se arqueó contra los grilletes, la respiración rota en un jadeo.

Dolor.

Tanto dolor.

Trató de mantener los labios cerrados, de resistir, pero la voz se le escapó en un jadeo entrecortado. Y la Escriba de la Inquisición deslizó la pluma sobre el pergamino.

Las palabras salieron involuntariamente de su boca.

Oscuridad.

Su mente cayó en ella antes de que pudiera luchar.

Cuando abrió los ojos, el letargo aún lo dominaba. Sensaciones dispersas: el frío de la piedra bajo su piel, el ardor sordo en la herida, el peso del cansancio aferrándose a sus músculos como cadenas invisibles.

Algo estaba mal.

No estaba en su celda.

Seguía en la Cámara de la Inquisidora.

El presentimiento lo atravesó como una ráfaga helada. No recordaba haber sido arrastrado de regreso. No recordaba los pasos de los guardias en los pasillos ni el sonido de los cerrojos cerrándose tras él. Parpadeó, forzando su vista a enfocarse. Y entonces la vio.

Ithreia estaba sentada frente a él.

El mismo aire imperturbable. La misma mirada que nunca titubeaba. La misma serenidad estudiada de siempre. Pero algo había cambiado.

Porque Ithreia nunca se había sentado en su presencia.

Siempre había estado de pie. Siempre había mirado desde arriba, con la indiferencia de quien observa un insecto atrapado en la palma de su mano. Siempre había dictado su destino desde la altura, con la certeza de que su victoria era inevitable.

Y, sin embargo, ahora estaba allí, a su nivel.

No era el único cambio. La Escriba de la Inquisición seguía en su sitio, su pluma estaba suspendida sobre el pergamino, como si no hubiera habido interrupción entre el momento en que cayó en la inconsciencia y este instante. Como si el tiempo se hubiera detenido, sosteniendo la escena en un equilibrio precario, a la espera de la próxima palabra, del próximo movimiento.

Algo se había quebrado en el orden inalterable de la prisión.

Algo había cambiado.

Ithreia cruzó las manos sobre la mesa, con la misma calma meticulosa con la que lo torturaba. Cuando habló, su voz fue apenas un murmullo.

—¿Qué eres?

Todo parecía inclinado sobre él, presionándolo, exigiéndole vacilar.

Pero no iba a romperse.

No ahora.

—Soy una persona.

Ithreia lo observó con la paciencia de un verdugo afilando su hoja. Luego, con la lentitud de quien no tiene prisa, cruzó las manos sobre la mesa.

—¿Estás seguro?

Persona sintió la furia arder en su interior, pequeña pero firme, como una brasa en la oscuridad.

—Sí.

Ithreia inclinó la cabeza, sopesando su respuesta. Y entonces sonrió.

—Demuéstralo.

—Tuve amigos. Familia. Fui alguien.

La Inquisidora lo escuchó en silencio. Y entonces, con una elegancia medida, dejó escapar una risa baja.

—No. Tú no fuiste nadie.

Persona se enderezó con dificultad, sintiendo el tirón de las cadenas en sus muñecas, el leve tintineo del metal al moverse.

—Mientes.

Ithreia lo miró con la misma calma de siempre.

—Eres nada. Ni siquiera tienes un nombre. Todo en ti es un error.

Las palabras cayeron sobre él como una losa, pesadas, inamovibles, empujándolo hacia un abismo que se abría bajo sus pies. La desesperación era un peso tangible, hundiéndose en su pecho, arrancándole el aire.

Pero en algún rincón de su mente, la voz de Kaelor aún ardía.

«El nombre es tuyo porque tú lo haces tuyo.»

La piel de Persona ardía. Su cuerpo oscilaba al borde del colapso.

Luchó contra el dolor, contra el cansancio, contra la prisión que Ithreia intentaba construir en su mente. Se obligó a moverse, a incorporarse. Sus piernas protestaron, cada músculo un incendio latente, su respiración reducida a un gruñido entrecortado. Pero se mantuvo en pie.

Y la miró directo a los ojos.

—No soy nada —susurró, su aliento entrecortado por el esfuerzo. Tanto dolor. Tanta rabia—. Soy...

El temblor en su voz no importaba.

¡Soy Riven!

El mundo cambió.

No fue la luz de las lámparas de Oriluz, ni el titilar de las velas. Fue algo más. Algo latente en el aire, vibrando en el instante en que pronunció su nombre, como si el mundo hubiera dejado escapar un sollozo.

Y entonces, la luz.

No el resplandor cálido del fuego ni la frialdad cortante de las lámparas inquisitoriales. Algo puro. Imposible.

Un estallido de blancura absoluta que devoró la oscuridad.

Por un instante, no hubo sombras ni dolor. Solo luz etérea. Radiante.

La Escriba soltó un grito ahogado, su pluma cayó sobre el pergamino mientras cubría sus ojos con manos temblorosas. Ithreia entrecerró los suyos. Su expresión aún era controlada, pero la tensión en su mandíbula y los dedos crispados sobre la mesa la traicionaban.

Riven sintió la calidez recorriéndolo, infiltrándose en su carne maltratada, en sus huesos adoloridos. No lo sanó. Pero alivió la carga.

El dolor seguía allí. Menor, pero presente.

Ithreia se levantó.

No hubo calma meticulosa esta vez.

Había furia.

Las llamas de las velas se inclinaron a su paso, como si el aire mismo vibrara con su ira. Sus ojos, siempre fríos, impenetrables, ardían. Brasas encendidas bajo la piel, una tormenta contenida en un cuerpo demasiado frágil para contenerla.

Por primera vez, Ithreia estaba enojada.

Y la máscara perfecta se había roto.

Riven contuvo la respiración. No por miedo. No esta vez.

Era por lo que veía.

La Inquisidora avanzó hacia él. Su cuerpo emanaba un vapor oscuro, espeso, una neblina rojiza filtrándose por los pliegues de su túnica. No, no era neblina.

«Sangre.»

Evaporándose de su piel, desprendiéndose en hilos finos, como si su propia esencia hirviera con la rabia que la consumía.

Su boca se tensó un instante, un resquicio de vacilación tan breve que casi pasó desapercibido. Su mirada lo perforó con un ardor abrasador, pero detrás del fulgor, había algo más. Un parpadeo demasiado rápido. Un leve fruncimiento en sus labios. Su pecho subía y bajaba con respiraciones apenas contenidas.

Ithreia alzó la mano y las llamas de las velas se estremecieron, creciendo, alargándose como si quisieran devorarlo todo. Pero no sostenía el gesto con su habitual precisión. La luz tembló, vaciló, y por un instante pareció parpadear con la misma duda que se escondía en el fondo de sus pupilas.

—Parece que he sido demasiado permisiva —su voz era baja, afilada, pero con una nota apenas perceptible de descontrol. Una pizca de urgencia, de alguien que lucha por convencerse a sí misma tanto como al enemigo.

Se acercó más. El aire alrededor de ella ardía, sofocante.

—Vas a olvidar.

Las palabras eran una condena.

—Todo.

La presión en el aire creció. Pesada. Opresiva. Una losa invisible que se cerraba sobre él.

El dolor llegó antes de que pudiera prepararse.

Algo se quebró dentro de él.

Un alarido silencioso recorrió su cuerpo, una corriente de agonía ardiente, como si su misma sangre fuera arrancada, desgarrada y moldeada a la voluntad de Ithreia.

—Esa luz, esas visiones... vas a cambiar lo que sueñas, aunque tenga que destruirte y rehacerte.

Riven apretó los dientes, aferrándose a los últimos resquicios de su identidad. Aferrándose a su nombre.

—Morirás y renacerás.

Las palabras apenas se filtraron en su mente. El dolor era un océano en el que se hundía sin resistencia.

Pero no importaba, porque Ithreia había perdido el control.

Y más importante aún.

Porque él ahora tenía un nombre.

Riven. Y eso no se lo arrebatarían, no importaba cuánto lo intentaran.

Por ahora, era suficiente.

El mundo se sumió en oscuridad y el frío lo reclamó.


FIN DE LA PRIMERA PARTE

2139 palabras.

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