3: La Sangre y la Jaula
El frío fue lo primero que sintió.
No el dolor. No el ardor de las marcas en sus muñecas ni la punzada de las agujas perforando su piel. El frío. Se filtraba desde la piedra bajo su espalda, arrastrándose por su carne como raíces de escarcha, hundiéndose en su interior hasta alcanzarle los huesos.
Lo conocía.
El frío de la Cámara de la Inquisidora.
Respiró, despacio, profundo, sin permitir que el aire se volviera un jadeo. No era la primera vez que estaba allí. No sería la última. Sus ojos, apenas entrecerrados, no miraban, pero contaban. El número de respiraciones en la sala. El sonido de las botas del inquisidor Velkon cuando se movía. La cadencia en que Ithreia Vhaal acomodaba su peso.
Había aprendido a escuchar y contar.
Había fingido debilidad al ser arrastrado fuera de su celda, dejándose caer en los momentos adecuados, forzando su aliento a quebrarse antes de cada giro en los pasillos. Memorizó el eco de sus pasos en el suelo, la distancia entre cada cruce. La prisión era un patrón, un ritmo. Y él necesitaba conocerlo si quería escapar.
Pero ahora, no debía revelar nada.
Permaneció inmóvil mientras las agujas perforaban su piel con precisión mecánica. Velkon trabajaba con la frialdad de un maestro artesano. No dudaba. No se demoraba más de lo necesario. No disfrutaba del sufrimiento, pero tampoco se contenía. Como un carnicero cortando carne, como un cirujano separando tejido.
Y ella observaba.
Ithreia Vhaal.
Siempre de pie. Siempre en calma. Siempre con esa expresión serena que no mostraba esfuerzo ni cansancio. La odiaba por ello. No con furia. No con rabia. La odiaba con la certeza de quien carga un peso sobre los hombros, con el amargo reconocimiento de que ella sabía algo que él aún no entendía.
El sonido del metal contra la mesa rompió el silencio, un eco hueco en la sala cerrada. Velkon ajustó la última aguja y retrocedió. No lo miró. Ithreia esperó.
Y entonces habló.
—Dilo.
Su pulso se aceleró.
No respondió.
Ithreia inclinó la cabeza, apenas un gesto. Esperando.
—¿Qué has soñado?
La aguja en su antebrazo tembló cuando apretó los puños.
No.
No iba a hablar.
Ithreia Vhaal no se movió de inmediato. No lo necesitaba. Se mantenía en calma, como si ya conociera el final de la historia y solo estuviera esperando a que él se diera cuenta. Sus pasos resonaron con una cadencia medida, la tela de su túnica susurrando con cada movimiento. La luz de las lámparas de Oriluz proyectaba sombras irregulares contra las paredes, pero la suya era nítida, definida.
Su sombra lo envolvió un instante antes de que sus dedos tomaran su mentón, forzándolo a mirarla.
—Sabes lo que quiero oír.
Persona no respondió. Hablar nunca había servido de nada.
A su izquierda, la Escriba de la Inquisición mojó la punta de su pluma en el tintero. Esperaba. Siempre esperaba.
Ithreia suspiro. Se apartó con la misma calma con la que se había acercado, su sombra se deslizó sobre la piedra como una grieta oscura. No había impaciencia en su postura, ni frustración en su tono cuando volvió a hablar.
—¿Qué viste esta vez? ¿Algún cambio?
Persona cerró los ojos, pero la imagen seguía ahí, fija en su mente como un hierro al rojo vivo.
Velkarys en ruinas. Torres colapsando en un mar de escombros. Lugares que aparecían y desaparecían, fragmentándose en espiral. Siempre las mismas visiones. Con variaciones. Con ajustes. Pero siempre las mismas.
Ithreia notó la tensión en su rostro.
—No es más que una fantasía —dijo, sin emoción.
Persona la miró con mandíbula apretada.
Si era solo una fantasía, no estaría allí. No habría inquisidores. No habría agujas. No habría sangre.
—Entonces, ¿por qué estoy aquí?
Ithreia sonrió.
—Tu mente es un nudo —dijo—. Y yo lo desharé.
Persona se tensó.
—Tienes sueños, pero no recuerdos —continuó la Inquisidora—. Una historia, pero no un pasado.
Ithreia se inclinó apenas, lo suficiente para que su sombra lo cubriera por completo.
—No puedes recordarte a ti mismo —susurró—. Porque no hay nada que recordar.
El dolor llegó sin advertencia.
Las agujas se activaron. Un bisturí perforó su piel y la sangre manchó las manos de Ithreia, ahora desenguantadas.
Y la oscuridad lo reclamó.
Persona despertó en el suelo de su celda.
El frío de la piedra lo atravesó, hundiéndose en su carne como agujas de hielo. Pero el dolor no llegó de inmediato. Solo el cansancio. Solo el temblor de sus extremidades, el peso insoportable de su propio cuerpo.
Pero lo recordaba.
El dolor.
Su corazón desbocado, su sangre ardiendo como metal fundido. Luego el frío, helándolo hasta quebrarlo. Fuego y escarcha, un ciclo sin sentido, un tormento sin lógica. El dolor ya había terminado, pero su cuerpo aun gimoteaba.
No supo cómo lo sabía—un eco en su mente, un instinto hundido en su carne—, pero Ithreia había hecho algo más esta vez. Algo más allá de bisturís y agujas. Lo había sentido en su sangre.
Cuando ella lo tocó, cuando sus dedos rozaron su piel y algo más profundo que su piel, pensó que moriría.
«Hacedora de Sangre», pensó.
La palabra surgió de un rincón olvidado de su mente. No simples inquisidores. Figuras de leyenda. Aquellos que podían doblegar la sangre misma a su voluntad. Ithreia... ella no solo lo estaba torturando. Lo estaba deshaciendo.
Desde dentro.
Se obligó a moverse.
Los músculos temblaron, la piel ardió y se congeló en el mismo instante. Cuando su espalda golpeó la pared, el impacto fue como si se hubiera estrellado contra sílex. El mundo giró a su alrededor, desdibujado por el mareo.
Pero lo peor no era el cuerpo. Era la mente.
«No puedes recordarte a ti mismo. Porque no hay nada que recordar», había dicho la Inquisidora.
No.
Se obligó a respirar. A aferrarse a lo poco que quedaba de sí mismo. Ithreia podía quemarlo, podía enfriarlo hasta quebrarlo, pero no le arrebataría sus recuerdos.
Cuando abrió los ojos, se tensó.
Había algo en la piedra.
Una inscripción, grabada con trazos irregulares.
«La verdad es una jaula.»
No lo había escrito él.
El escalofrío lo recorrió como una garra invisible. Lo conocía. De algún modo, la frase ya existía en su mente. Como un eco. Como un pensamiento olvidado.
«La verdad no encierra. La verdad libera», pensó.
El rechazo fue instintivo. Pero la duda se hundió en su mente, gélida. ¿Y si no?
No tenía recuerdos. Ni un nombre. Ni un pasado. Solo sueños. Solo visiones. Si eso era todo lo que tenía...
¿Y si su verdad era precisamente lo que lo mantenía atrapado?
Un roce en la celda contigua lo hizo girar el rostro. Un sonido suave, como un aliento contenido.
—Ya empiezas a verla —dijo.
Persona no respondió. No sabía que responder. Pero quería entender.
Si la verdad era una jaula, entonces debía haber una llave.
Iba a entender sus sueños. Iba a entender porque Ithreia quería hacerlos desaparecer. Era lo último que le quedaba que sabía que era suyo, que aun mantenía en su memoria. No le arrebatarían ni un pensamiento más.
Ni un recuerdo. Ni un sueño.
Por más irreal que fuera.
Todo lo que había en su mente perduraría.
Palabras del capitulo 3: 1202
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