1: El Ruiseñor Canta

El impacto lo sacudió.

La piedra mordió su piel, su espalda crujió y su aliento escapó en un gruñido. El dolor lo atravesó, afilado y punzante, pero esta vez no cerró los ojos ni se quedó en el suelo, encogido, esperando que el sufrimiento se apagara por sí solo.

Se giró, apoyó una mano temblorosa en la piedra y se obligó a moverse. Sus músculos ardían, las muñecas escocían por las heridas, pero no se detuvo. No sollozó. No dejaría que el vacío lo tragara otra vez.

Se arrastró hasta quedar sobre sus rodillas. Apoyó una mano en la pared, clavando las uñas en las grietas, y se obligó a ponerse de pie. Sus piernas temblaron, pero lo sostuvieron.

No recordaba su primer día aquí. Ni siquiera si alguna vez tuvo uno. Solo sabía que acababa de regresar de la cámara. La Inquisidora no había tenido piedad. Tampoco la tendría la próxima vez.

La celda seguía allí. La oscuridad, el olor rancio a óxido y humedad. Siempre igual.

«Pero ahora soy diferente.»

Respiró hondo y alzó la cabeza.

La puerta seguía abierta.

El Prisionero lo notó con un latido de retraso, cuando el eco de su respiración llenó la celda, más fuerte de lo que debería. Sus músculos temblaban por el esfuerzo de levantarse, pero eso no era lo importante. El guardia no la había cerrado. Seguía allí, observándolo.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Nunca lo habían mirado tanto. No después de lanzarlo de vuelta como un saco de carne rota. Siempre cerraban la puerta de inmediato, como si solo tuviera valor en la cámara de la Inquisidora. Pero ahora, el guardia seguía quieto. Viéndolo.

«Esto me traerá problemas?»

El hombre de armadura opaca apenas ladeó la cabeza, el peso del casco inclinándose en un gesto casi dubitativo.

El Prisionero no se atrevió a levantar la vista del todo. Manteniendo la cabeza gacha, miró la piedra agrietada del suelo. Mirar demasiado podía ser peligroso. Mirar a los guardias, sobre todo después de levantarse, aún más.

Esperó el golpe. La reprimenda. Pero no llegó.

Con los músculos agarrotados por el dolor, respiró hondo y forzó su cuerpo a moverse. Lento, con cautela, alzó la cabeza. Sus ojos recorrieron la celda de enfrente.

Y se encontró con un par de ojos vacíos.

Otro prisionero.

Su estómago se tensó. Nunca había visto otra celda abierta... y mucho menos a otro como él. Pero ahí estaba. Un hombre. O algo que solía serlo.

Su piel era pálida, pegada a los huesos como pergamino reseco. La suciedad se acumulaba en sus mejillas hundidas, en su cuello huesudo, en los harapos que apenas cubrían su torso. La boca entreabierta dejaba ver labios agrietados y sin color. Sus ojos, dos pozos hundidos en su rostro sin vida, lo miraban. Sin fuerza, sin emoción...

«Oh, Deidad Inmortal, sigue vivo.»

El ruido de pasos interrumpió el momento.

El Prisionero no reaccionó. Apenas parpadeó cuando los guardias pasaron junto a su celda y se detuvieron frente a la otra.

—Todos estos tipos parecen muertos—soltó uno con desdén.

—Este no durará mucho más—respondió otro, encogiéndose de hombros.

El hombre no se movió ni se estremeció cuando lo levantaron del suelo. Su cuerpo colgó como un muñeco sin hilos, y por un instante, la luz temblorosa del pasillo dejó ver las marcas de su piel. Cicatrices, costras secas, heridas que nunca habían sanado del todo.

No gritó.

No intentó resistirse.

«¿Así será mi final?»

El Prisionero lo observó mientras se lo llevaban, inmóvil, sintiendo el peso de su propia respiración en el pecho.

Los pasos se alejaron. El tintineo de las cadenas se apagó.

Y entonces, con la misma indiferencia con la que lo habían dejado allí, la puerta de su celda se cerró con un golpe hueco al final.

El silencio regresó.

El Prisionero no dejó de moverse.

No podía. Sus pies se arrastraban sobre la piedra, su espalda rozaba la pared, la piel aún sensible. Buscaba cualquier sonido en el pasillo. Los pasos siempre regresaban. No importaba cuanto los arrastraran o torturaban; siempre volvían.

Pero esta vez, no.

Se quedó inmóvil un momento, los ojos clavados en la puerta cerrada, los dedos temblorosos recorriendo la rugosidad de la pared. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¡Lascas! No tenía forma de saberlo. Su celda no tenía ventanas, no había manera de medir las horas. Pero el otro prisionero ya debería haber vuelto.

«Algo está mal.»

Un ruiseñor cantó.

El sonido resonó en el aire estancado, una nota pura en medio de la podredumbre. Antes, ese canto le traía paz, un recordatorio de que el mundo seguía existiendo más allá de esas paredes. De que algo vivía.

Esta vez le heló la sangre.

Pasaron minutos. O tal vez horas. El vacío creció en su pecho. Nunca había sentido el tiempo así. Nunca lo contó con tanta desesperación. Pero ahora lo hacía. Cada segundo importaba.

El otro prisionero nunca regresó.

«Seguramente murió.»

El pensamiento lo golpeó más que cualquier tortura de la Inquisidora. Cerró los ojos con fuerza, intentando desterrarlo como tantos otros antes. Pero este no se marchó.

¿Era así como terminaba? ¿Se lo llevaban y simplemente dejaba de existir? ¿Sin ruido, sin lucha, sin memoria? ¿Se convertiría él también en un cuerpo sin nombre, en una piel marchita que nadie recordaría?

No.

No podía quedarse aquí.

Ese hombre... había sido alguien antes. Tuvo una vida, un propósito, recuerdos. Y ahora estaba muerto.

Pero el Prisionero todavía respiraba. Su corazón aún latía, sus músculos podían moverse. Podía seguir luchando.

«Puedo ser alguien.»

Si se quedaba, si aceptaba ese destino, no quedaría nada de él. Se desvanecería como el otro prisionero. Su historia se borraría antes de haber sido escrita.

Apretó los dientes. No.

Él fue alguien más.

«Tengo que haberlo sido.»

Afuera, en algún lugar, debía haber alguien esperándolo. Alguien que recordara quién era.

Si quería descubrirlo, debía salir. Si quería seguir siendo alguien... debía escapar.


TOTAL PALABRAS CAP 1: 986

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