La víctima
Una niebla espesa engullía todo lo que encontraba a su paso. Una madrugada que congelaba el aire en mi garganta. Un terror que se había hecho con mi alma. Había descubierto la maldad humana y aquello tenía un precio que pagar.
No había podido cerrar los ojos aquella noche y me escocían como si hubiera utilizado etanol como colirio improvisado. Me habían descubierto y no existía lugar en la faz de la tierra que pudiera librarme de mi destino. Pero aquel amanecer sería la clave final.
Subí de dos en dos las escaleras de emergencia y abrí la puerta trasera con mi tarjeta de identificación. No había visto a nadie siguiéndome pero todas las precauciones se quedaban cortas si quería pasar desapercibida. Tenía que destruir todas las pruebas, todo en lo había trabajado durante ocho años. En la completa oscuridad, evitando mostrar cualquier indicio de movimiento dentro del edificio, eliminé ficheros enteros dejando lo importante para el final.
Bajé a la sala de ultracongelación y saqué las muestras de uno de los múltiples tanques de nitrógeno líquido que atestaban la sala. Bastaría darles un shock térmico para acabar con aquellas cepas que, sin pretenderlo, se habían hecho extremadamente virulentas.
Me había dejado el baño de agua conectado para que fuera adquiriendo los 135°C necesarios. Solo tenía que volver de nuevo al laboratorio, calentar los viales un par de minutos y la pesadilla podría llegar a su fin.
Fue en ese momento cuando, aún con el bidón de nitrógeno abierto, escuché cómo se cerraba la puerta de la cámara. Mi corazón se paró en seco. Y todas mis esperanzas se esfumaron al instante.
Cómo podía haber sido tan ingenua. Grité y golpeé la entrada con todas mis fuerzas pero fue inútil. La alarma de la habitación comenzó a sonar pues la concentración de oxígeno estaba disminuyendo por debajo de los límites de seguridad. Ni siquiera en aquel momento me extrañé de que hubieran provocado una fuga de nitrógeno en alguna de las tuberías.
En cuestión de minutos el contador marcó un 10% de oxígeno, número que me desató una horrible sensación de impotencia y ansiedad. Mi pulso se aceleró hasta alcanzar niveles insospechados, lo sentía incluso retumbar en cada una de las partes de mi cuerpo.
Apenas podía moverme pero hice un último esfuerzo para llamar la atención del que se había convertido en mi verdugo.
Con lágrimas en los ojos y aún con los crioviales congelándome las manos pude distinguir a través del cristal de la puerta esa figura que me había manipulado durante tantos años, impasible, observando cómo su marioneta se asfixiaba poco a poco.
La rabia que me invadió en aquel momento fue el motor de esos pasos que me llevaron de nuevo hacia los tanques de almacenamiento. Ya que no podía hacer nada más por mi vida, al menos retrasaría los planes destructivos de aquella gente sin escrúpulos. Abrí todos y cada uno de los bidones y fui dejando caer las distintas muestras aleatoriamente en el fondo de aquella nube blanquecina de nitrógeno. Sin duda tendrían que evacuar el contenido de todos los tanques para conseguirlas de nuevo y para eso sí que deberían inventarse una excusa más que convincente si no querían levantar sospechas.
La visión se me nublaba, y mis pasos se volvieron lentos y torpes. Me agarraba como podía a los bordes de los tanques para poder seguir en pie y terminar mi propósito. Se me hacía imposible quitarme de encima aquel sentimiento de culpabilidad. Al fin y al cabo yo era también en gran parte responsable de todo lo que estaba sucediendo aunque solo entonces podía apreciar los verdaderos motivos que había detrás de todo aquel estudio.
La frustación y la rabia fueron mis compañeras en esas últimas horas de vida. Mi muerte acabaría catalogada como accidente laboral y el centro no tardaría en recuperar la normalidad. Les había hecho un gran favor. Al fin y al cabo iba desaparecer del mapa sin tener que realizar con sus propias manos un homicidio que hubiera atraído a más de un medio de comunicación. Pero desgraciadamente ya no había marcha atrás.
Pude ver cómo aquel humo blanco que había agotado el oxígeno de mis pulmones, engullía también al último de los crioviales. Fue entonces cuando le devolví mi última mirada hacia la puerta de la cámara. Solo alcancé a distinguir una difusa silueta a través del cristal, pero supe que él también se acabaría arrepintiendo de todo aquello.
Un intenso mareo fue lo último que sentí antes de que una espesa negrura se apoderara de mi mente.
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