06 | Dreams and farewells









⊰᯽⊱ CAPITULO SEIS.
━ ❝ Sueños y despedidas ❞ ━








           El viento frío golpeaba su rostro, pero no fue eso lo que hizo que los ojos de Elaena se abrieran. Un dolor intenso recorrió su cuerpo. Era como si estuviera en llamas. Todo a su alrededor estaba cubierto de nieve. Sería un hermoso paisaje, si no fuera, porque ella sabía que estaban al final del verano y que no había nevado en mucho tiempo. 
Estaba sentada, con la espalda apoyada contra un árbol. Con dificultad, intentó moverse, pero se sentía demasiado débil y cansada, y el dolor punzante que la recorría no ayudaba mucho.

Trató de recordar lo último que había hecho. 
Recordaba haber ido a la biblioteca, pero después de aquello todo era borroso. Intento hacer memoria... Lo último que recordaba... «¡Bran!». Se levantó de inmediato; soltó un gemido de dolor. Su cuerpo se estremeció y una punzada en la cabeza nubló su mente por un momento, haciendo que sus piernas temblaran. Elaena apoyó la mano contra el tronco del árbol, buscando apoyo en su solidez. Respiró hondo, cerrando los ojos, esperando sentirse mejor.

Cuando pensó que estaría bien, dejó de apoyarse y observó con detenimiento su alrededor. Estaba en un bosque, rodeada de árboles que habían perdido sus hojas hace mucho tiempo. Frente a ella se encontraba un estanque congelado, y junto a él, un arciano que aún conservaba sus hojas rojas. «El bosque de los dioses en Invernalia» se dijo, dándose cuenta de dónde estaba.

Su ceño se frunció al notar que el lugar parecía vacío. La belleza que lo caracterizaba se había desvanecido, incluso bajo la tenue luz que lo bañaba. Sin pasto ni animales merodeando; todo estaba cubierto por un manto blanco y un silencio inquietante. Al volver la mirada hacia el árbol de corazón, se dio cuenta de que su rostro estaba marcado por el sufrimiento, y lágrimas, como sangre, caían al suelo, tiñendo la nieve.

Con pasos lentos se acercó al estanque. A medida que caminaba, el bosque parecía desvanecerse detrás de ella. Al detenerse, se percató de que estaba congelado, pero podía observar, a través de la delgada capa de hielo, el agua arremolinándose con furia, como si intentara liberarse de su prisión helada. Con cierto temor, apoyó su pie sobre la superficie, esperando que se rompiera. El hielo parecía tan fino que temía que no soportara su peso. Al ver que no ocurrió nada, soltó un suspiro de alivio y apoyó el otro pie.

Caminó con cautela para acercarse al árbol, sintiendo el frío cortante del aire que le acariciaba la piel. De repente escuchó un crujido ominoso debajo de ella. Alarmada, agachó la mirada, sus ojos se abrieron cuando vio como manos emergían, surgiendo desde las profundidades, atravesando el hielo resquebrajado. Los dedos pálidos y huesudos, se cerraron alrededor de sus tobillos, tirando de ella con una fuerza inesperada, hundiéndola en el agua oscura del estanque. Elaena sintió la desesperación recorrer su cuerpo, el frío la envolvía, robándole el aliento mientras luchaba contra el agarre inquebrantable.

Mientras se sumergía, las burbujas de aire escapaban de sus labios flotando hacia la superficie.
Elaena observó a su alrededor, buscando una salida, pero el mundo se distorsionaba en un caos de sombras y colores. Un cuerpo pasó frente a sus ojos, su rostro cubierto por su largo cabello atravesado por una lanza, y la sangre que salía de la herida teñía las aguas de rojo. La imagen la llenó de terror, y, en un instante de pánico, luchó aún más por soltarse de aquel agarre; más cuerpos la rodearon, personas, cuyos rostros estaban vacíos y apagados, flotando sin vida en la corriente. Era un río de cuerpos, un sinfín de destinos entrelazados en la oscuridad.

No queriendo mirar más. Cerró los ojos, y en su mente, imágenes fugaces comenzaron a surgir: Un ciervo majestuoso coronado con oro se enfrentaba a un jabalí, lobos aullando en la distancia, su sonido lacerante como una advertencia; peces deslizándose sin rumbo en las aguas teñidas de rojo; rosas que, a pesar de su belleza, parecían marchitas rodeadas por un fuego devastador; pájaros atrapados en un vuelo desesperado, leones que parecían vigilar desde la distancia con miradas implacables. Todo brillaba dentro de su mente hasta que se oscureció.



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           Pieles cálidas la abrigaban, haciéndola desear envolverse aún más en su suavidad y caer de nuevo en la inconsciencia. Sin embargo, se obligó a no hacerlo; necesitaba saber qué había sucedido con Bran, si estaba bien, si seguía vivo.

El crepitar del fuego en la chimenea llenaba el aire con un suave murmullo, un sonido reconfortante que contrastaba con la angustia que sentía en su pecho. A su lado, otro cuerpo reposaba, y la cercanía le otorgaba un destello de esperanza. Con un gesto lento, acercó la mano, intentando identificar quién era. El contacto fue ligero al principio, pero al tocarlo, su corazón dio un vuelco: era Bran.

«¡Está vivo!»
Un torrente de alivio la inundó. Había estado temiendo lo peor, imaginando diferentes escenarios oscuros en su mente. La sensación de su presencia junto a ella disipó parte de su ansiedad. No obstante, una sombra de preocupación aún persistía: ¿Cuáles serían las consecuencias de la caída? No una caída, se recordó, sino un empujón.

Pudo oír pasos acercándose, un sonido que resonaba en la habitación. Los pasos eran firmes y deliberados, llenando el aire con una tensión palpable. Se detuvieron abruptamente, coincidiendo con el chirrido de una silla al levantarse la persona que estaba sentada.

— Por favor — escuchó la voz de la reina Cersei, resonando en la habitación.

— Ahhh... Me habría vestido, majestad — comentó lady Catelyn.

— Es su hogar; yo la invitada — negó la reina, acercándose hasta detenerse a los pies de la cama. Podía sentir su mirada, intensa y calculadora, como si estuviera analizando cada leve movimiento que hacían. —. Apuesto... ¿No es así? Yo perdí a mi primer niño, hermoso, con cabello negro, también un luchador. Luchó contra la fiebre que se lo llevó — se lamentó, aunque su voz carecía de emoción, como si recordara un mero hecho, no una pérdida.

Lady Catelyn sintió un escalofrío al escuchar la confesión de la reina. Cersei, a pesar de su aparente vulnerabilidad, proyectaba una frialdad inquietante.

—. Perdón; es lo último que necesita oír ahora — continuó Cersei, con un suspiro que parecía arrastrar el peso de sus recuerdos.

— No lo sabía — comentó Lady Stark, su voz llena de empatía.

— Fue hace años — respondió la reina, sintiéndose obligada a recordar, aunque en su interior una chispa de ansiedad ardía. Fingiendo compasión, buscó en su memoria las palabras adecuadas —. Robert enloqueció, golpeó las paredes hasta sangrar; lo que hacen para demostrar que les importa. El niño era igual a él — soltó un suspiro, una sonrisa triste dibujándose en sus labios.

     »—... Era tan pequeño, un ave sin plumas. Llegaron para llevarse el cadáver, y Robert me abrazó. Yo gritaba y luchaba, pero él me abrazaba. Ese pequeño cuerpo se lo llevaron y no lo volví a ver. Nunca visité la cripta... Nunca — la habitación quedó en silencio, el peso de sus palabras colgando en el aire. Cersei intentaba recomponerse. Sus ojos recorrieron una vez más los rostros de los niños. —. Rezo a los dioses cada día y noche para que le regresen a su hijo y a la pequeña — su voz temblando apenas lo suficiente para que pareciera genuina.

— Se lo agradezco — dijo Catelyn. Sin sospechar la verdad que se escondía tras la fachada de Cersei. En ese momento de vulnerabilidad, ambas mujeres compartieron un dolor que trascendía sus diferencias, aunque en el fondo de Cersei, una fría determinación se aferraba a su secreto.

— Tal vez esta vez sí escuchen.

Elaena oyó el golpeteo de los zapatos de la reina contra el suelo, cada paso resonando en la habitación mientras se alejaba, dejándolos una vez más solos con Lady Stark, quien no se había separado de ellos desde que cayeron inconscientes. Elaena sintió una mano acariciar su cabello, un gesto que le hizo mover la cabeza ligeramente en respuesta.

— Elaena — la llamó, su voz suave y maternal.

— Lady Stark — murmuró la niña, sintiendo que su garganta ardía debido a la sequedad. Se preguntó cuánto tiempo había estado inconsciente para sentirse así.

— No te esfuerces, mi pequeña — le habló con dulzura, su tono lleno de preocupación —. Aún debes de sentirte muy cansada.

Elaena cerró los ojos por un momento, disfrutando de la calidez del toque de la mujer. En medio de la confusión y el dolor, la voz de lady Stark era un faro de calma que la anclaba a la realidad.

— Bran.

— Está bien, él está bien — respondió lady Stark, su voz llena de calma y sinceridad, , como un bálsamo que aliviaba las inquietudes de Elaena.

Elaena asintió, una pequeña sonrisa iluminando su rostro. Una oleada de alivio la envolvió, ahuyentando las sombras de preocupación que la habían atormentado. La idea de que Bran estaba bien le daba fuerza, y su corazón, que había estado latiendo con ansiedad, se serenó.

Mientras sentía el calor de la mano de lady Stark acariciando su cabello, Elaena se permitió un momento de paz. Cerró los ojos y respiró profundamente, dejando que la tranquilidad la envolviera. Era como si el mundo que la rodeaba se desvaneciera.
Sin embargo, el cansancio era aun abrumador. Sus músculos, aún pesados y débiles, se rendían al letargo. En un instante, la lucha contra el sueño se hizo insostenible, y ella volvió a caer en la inconsciencia.






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           La siguiente vez que volvió a despertarse, se sentía mucho mejor. Logró abrir los ojos y la tensión que antes la recorría ahora solo era un dolor sordo. Lady Stark aún se encontraba sentada junto a Bran; sus manos se movían con agilidad mientras tejía un círculo de oración por la Fe de los Siete, hecho de ramas secas que colgaría en la pared. Elaena se movió, intentando sentarse, lo que llamó la atención de la mujer, quien la miró con un atisbo de sonrisa.

— Lady Stark — la saludó con voz ronca. Elaena se acomodó, apoyando la espalda contra la cabecera de la cama. — ¿Cuánto tiempo estuve inconsciente? ¿Qué me ha pasado?

La mujer se levantó y se dirigió a una mesa. Llenó un vaso con agua de una jarra y se acercó a Elaena, ofreciéndoselo. Con manos temblorosas, la niña lo aceptó y, al instante, llevó el vaso a sus labios, bebiendo con avidez.

— Despacio, Elaena, pequeños sorbos — le indicó; la niña asintió, obedeciéndole —. Han transcurrido varios días; el maestre Luwin mencionó que fue por el pánico, que te sentiste abrumada por todo lo sucedido. Fue demasiado para ti — explicó.

— ¿Él se pondrá bien, verdad? — preguntó, dirigiendo su mirada hacia su mejor amigo con preocupación al ver su estado.

Aquel no era el Bran que ella conocía. Había perdido mucho peso, tenía la piel tensa sobre unos huesos como palillos, y bajo la manta, sus piernas estaban dobladas en ángulos extraños que le revolvían el estómago. La caída parecía haberlo encogido. Parecía una hoja, como si un simple soplo de viento pudiera llevárselo a la tumba. Sin embargo, bajo la frágil caja de costillas destrozadas, su pecho subía y bajaba débilmente con cada respiración, confirmándole que todavía estaba allí.

— Temo que aún no es seguro; está vivo, pero quedará inválido si llega a despertar — suspiró Lady Catelyn —. Solo los dioses lo saben.

Elaena nunca había visto a Catelyn Stark en un estado tan lamentable. Siempre la había considerado una dama estricta, que cuidaba a sus hijos y mantenía bajo control todo lo que significaba ser la señora de Invernalia. Sin embargo, ahora la encontraba sentada en esa habitación, con los ojos hinchados de llorar y profundas ojeras que delataban noches de desvelo. Su larga cabellera caoba estaba sucia y enredada. Parecía haber envejecido veinte años.

— Él no estará feliz cuando despierte — comentó la niña con tristeza —. No podrá volver a escalar los muros, ni correr. Lo odiará.

— Lo sé — asintió la mujer —. ¿Cómo te sientes, Elaena?

— Estoy bien — le sonrió —. Al menos lo suficiente como para levantarme, ir a mi cuarto, darme un baño, y luego buscar algo de comer en las cocinas.

— ¿Estás segura? — la cuestionó lady Stark —. No quiero que te esfuerces; acabas de despertar.

— Estaré bien.

Elaena se levantó lentamente de la cálida cama, sintiendo el frío del suelo bajo sus pies. Con pasos temblorosos, salió de la habitación, bajo la atenta mirada de Lady Stark. Los pasillos estaban nuevamente llenos de actividad, como el día en que llegó la realeza; los sirvientes se apresuraban, llevando cosas de un lado a otro.

«Posiblemente, el rey y su corte se van; debe estar impaciente por regresar a Desembarco del Rey», pensó. En su preocupación por Bran, se había olvidado de preguntarle a Lady Catelyn qué pasaría con ella, si tendría que ir con ellos o no. Esperaba, en el fondo, no tener que hacerlo y poder quedarse en Invernalia.

Al entrar en su habitación, se dio cuenta de que todo estaba tal como lo había dejado hacía unos días; la cama perfectamente hecha y las piedras guardadas en su cofre al lado de su cama. Se dirigió al ropero donde guardaba sus vestidos y eligió uno que podría ponerse sola, sin necesidad de ayuda. Era de un suave color azul claro, manga larga y delicados detalles plateados. Decidió dejarse el cabello suelto y colocarse su collar con el rubí que colgaba al final de una cadena plateada. Mientras se organizaba, sus pensamientos regresaron a Bran y a su difícil situación.

«Él me necesita ahora más que nunca, de eso estoy segura», se dijo con tristeza. Elaena se preguntaba quién podría haber sido tan cruel como para empujarlo desde la torre. ¿Por qué lo haría? ¿Acaso Bran vio algo que no debía? Hasta el momento, nadie se había acercado para preguntarle sobre lo sucedido, pero suponía que solo estaban esperando que se mejorara un poco más.

Una vez que terminó de vestirse con el sencillo vestido, se miró en el espejo por un momento, asegurándose de que todo estuviera en su lugar. Soltando un suspiro, salió de la habitación. Al abrir la puerta, se encontró frente a Eddard Stark, quien la recibió con una sonrisa cálida que iluminó su rostro serio.

— Catelyn me dijo que podría encontrarte aquí — dijo el hombre, su voz suave y reconfortante —. ¿Te gustaría dar un paseo conmigo, Elaena? Pasaremos por las cocinas para que comas.

La niña asintió; lo único que quería en ese momento era comer para luego regresar a la habitación de Bran. Allí podría hacerle compañía a Lady Stark, quien, con su habitual serenidad, estaba esperando a que su hijo despertara. Esa imagen se había vuelto un anhelo constante en su corazón, el deseo de ver a su amigo recuperarse.

— Me encantaría — respondió, tratando de sonreír.

Mientras caminaban hacia las cocinas, Elaena no podía evitar pensar en cómo habían cambiado las cosas. El castillo, que solía ser un lugar lleno de risas y juegos, ahora se sentía pesado con la sombra de la preocupación. Al llegar, el olor a pan recién horneado y a guisos hirviendo llenó el aire, y su estómago rugió en respuesta; se dirigió a la mesa donde había una variedad de pastelillos y otros manjares. La mezcla de sabores dulces y esponjosos era un regalo después de días alimentándose solo de agua y miel; era natural que anhelara algo más sustancioso.

Una vez que terminó, se limpió las migajas de los labios y se dirigieron en completo silencio hacia el bosque de los dioses. Al salir del castillo, el aire fresco y fragante la envolvió, llenándola de una sensación de tranquilidad. Ese lugar se veía completamente diferente al de su sueño: vibrante, lleno de vida y sin la pesada sensación de soledad que había experimentado antes.

Elaena amaba el bosque; siempre había sentido una conexión especial con él. Los árboles se alzaban majestuosos a su alrededor, sus troncos robustos y sus copas verdes, formando un hermoso dosel sobre su cabeza. A medida que avanzaban, se detuvo un momento para admirar el arciano, el árbol sagrado que parecía observarla con sabiduría ancestral.
Lo que más le intrigaba, además del arciano, era el estanque que siempre parecía estar caliente, como si tuviera un secreto oculto en sus aguas. A menudo se preguntaba qué misterios albergaba en su profundidad.

— ¿Elaena, qué ocurrió durante la caída de Bran? —preguntó Lord Stark, rompiendo el silencio mientras caminaban. Su voz era suave, pero el peso de la pregunta se sentía en el aire entre ellos.

Las hojas y las ramas crujían al ser pisadas por ellos, creando un suave murmullo que acompañaba el silencio reflexivo de su caminata.

— Él estaba subiendo la torre rota — comenzó, su voz un susurro casi inaudible —. Yo iba un poco detrás; todo sucedió tan rápido. — Negó con la cabeza, sintiendo cómo sus ojos se llenaban de lágrimas al recordar lo sucedido —. Cuando Bran llegó a la ventana, por una extraña razón se detuvo. No sabía qué pasaba, qué vio para detenerse; pero lo que sí sé es que justamente antes de caerse, vi una mano que lo empujaba.

Eddard la escuchó atentamente, su expresión seria. Elaena continuó, sintiendo cómo las palabras se agolpaban en su garganta.

—. Debería haberlo convencido de que jugáramos en otra parte. Podríamos haber venido aquí o ir al patio, incluso haber ido a jugar con los otros niños. Desearía no haber aceptado escalar esa torre —se culpó, un sollozo escapándose de sus labios.

— Lo que pasó no fue culpa tuya, no podrías haberlo sabido — dijo Eddard Stark, colocando una de sus grandes manos sobre su hombro de forma reconfortante. Elaena se sintió un poco más tranquila al recibir esa muestra de afecto. Al levantar la mirada, se encontró con el señor de Invernalia, sonriéndole cálidamente —. Y de haberlo hecho, hubieras impedido que pasara. Sé cuánto te preocupas por Bran.

Elaena respiró hondo, intentando absorber las palabras del hombre. Se secó una lágrima con el dorso de la mano; sin embargo, a pesar de la calidez, la culpa seguía latente en su corazón.

— Es mi mejor amigo — afirmó con firmeza.

— Eso es bueno, porque se van a necesitar el uno al otro ahora más que nunca — comentó Eddard, haciendo que la niña frunciera el ceño, sin comprender del todo el significado detrás de sus palabras. Sabía que su mejor amigo la necesitaría una vez que se despertara, si es que lo hacía, pero sentía que esas palabras ocultaban un peso adicional — Dime, Elaena, ¿alguna vez te has preguntado quién es tu familia? —preguntó Eddard, su mirada seria.

— A veces me lo pregunto; ¿de dónde vengo, porque soy tan diferente a los demás? ¿Qué pasó con ellos? — dijo, su voz apenas un susurro... Había una incertidumbre que la atormentaba, un vacío que siempre había sentido.

Eddard Stark la miró con una mezcla de compasión y preocupación.

— No puedo decirte quiénes son tus padres, Elaena, pero te diré a qué familia perteneces. No solo mereces saberlo, sino que lo necesitas especialmente porque, ahora estás bajo la mira del rey — se agachó hasta estar a su altura —. Eres un Targaryen; la sangre de dragón corre por tus venas.

Si bien Elaena había escuchado la conversación entre el rey y Lord Stark el día en que llegaron los invitados, aún albergaba la esperanza de que no fuera verdad, que todo fuera solo un mal sueño. Pero ahora tenía la confirmación de la verdad: era un Targaryen y posiblemente tenía más derecho al trono de hierro que el mismo rey y sus hijos juntos. En ese momento, todo encajó: las miradas furtivas que los gobernantes le enviaban, llenas de desconfianza y temor, cobraban sentido.

— Es por eso que el rey parece odiarme — más que una pregunta, era una afirmación que le quemaba en la garganta —. He visto cómo me miran, como si fuera una amenaza, un insecto molesto del que desean deshacerse, pero que no pueden. Soy un peligro para su corona, por eso quería llevarme con ustedes al sur.

— Así es — asintió Lord Stark —. Todavía quedan muchos partidarios de los Targaryen; no lo dicen abiertamente, pero todos lo saben. Si se enteran de tu existencia o vislumbran el más mínimo indicio de rebelión, aprovecharán para iniciar una guerra y sentarte en el trono. Por ello, Robert busca ejercer control sobre ti —hizo una pausa, enfatizando la gravedad de sus palabras—. Así que escúchame bien, Elaena: deberás tener mucho cuidado con lo que hagas de ahora en adelante, porque aunque no lo percibas, estarás bajo su vigilancia constante.

Elaena sintió un escalofrío recorrer su espalda. La idea de ser una pieza en un juego tan peligroso la llenaba de ansiedad.

— Entiendo — soltó un suspiro —. Lord Stark, ¿puedo preguntarle...? ¿Es cierto que hay más Targaryen aparte de mí?

Eddard frunció el ceño, intrigado por la repentina pregunta.

— ¿Por qué la pregunta? — inquirió.

Elaena se sintió nerviosa, las palabras luchando por salir. Se mordió el labio, su rostro enrojeciendo por la vergüenza.

— Yo... Bueno... es que... — tartamudeó, buscando la forma correcta de expresarse —. Verá, es que el día que llegó el rey y su corte, los seguí hasta la cripta; escuché su conversación. No toda — se apresuró a añadir, notando cómo Lord Stark la observaba con una de sus cejas levantadas.

— Sé que no debí hacerlo, pero me fue imposible evitarlo, especialmente después de cómo me trató el rey — confesó, sintiendo que la vulnerabilidad se apoderaba de ella —. Supongo que no debería dejar que Arya y Bran influyan tanto en mí —admitió.

— No deberías escuchar conversaciones de las que no eres parte, Elaena — la reprendió Lord Stark, poniéndose de pie, su figura imponente proyectando autoridad. Sin embargo, su voz carecía de la dureza que podría haber tenido en otra circunstancia, como si comprendiera la curiosidad innata de la niña.

Elaena bajó la mirada, sintiendo el peso de su mirada sobre ella.

— Lo lamento, no volveré a hacerlo —se disculpó, aunque ambos sabían que estaba mintiendo. La curiosidad la guiaba, y las sombras de secretos eran demasiado tentadoras para ignorarlas.

—. Pero sí, aún tienes familia. Se encuentran al otro lado del mar, en los países libres — le confirmó Eddard, su tono ahora más suave, casi paternal.

Elaena sintió una mezcla de esperanza y temor. La idea de que había otros como ella, que compartían su sangre, era reconfortante, pero también la inquietaba.

— ¿Qué pasará conmigo, entonces? —preguntó, su voz, apenas un susurro—. ¿Aún debo de ir a Desembarco del Rey?

Lord Stark suspiró, su mirada fija en un punto distante como si buscara las palabras adecuadas.

— Ese es otro tema del que debemos hablar — le dijo —. Después de lo sucedido, he logrado convencer al rey de que te permita permanecer en Invernalia. Pero bajo una condición: de que permanecerás aquí, y una vez que tengas la edad suficiente, te desposarás con Bran. Así no estarás en peligro, y él no pensará que eres una amenaza.

Elaena sintió un alivio momentáneo, pero no pudo evitar preguntarse qué implicaría esa decisión.

— ¿Y si el rey cambia de opinión? — inquirió, la inquietud surgiendo de nuevo en su pecho—. ¿No seré un riesgo para ustedes al quedarme aquí?

— Siempre hay riesgos, Elaena — respondió Eddard, su tono firme pero comprensivo —. Pero al permanecer en Invernalia, tendrás un refugio, y podrás crecer lejos de las intrigas de Desembarco del Rey. Estarás bajo nuestra protección.

Ella asintió, pero la preocupación seguía pesando en su mente.

— ¿Entonces estoy comprometida con Bran? — preguntó Elaena. Sus ojos se agrandaron con incredulidad. La idea de estar comprometida con su mejor amigo le parecía surrealista.

— Sí, así es. Fue su condición —confirmó Eddard, sin titubear.

— Dioses, Arya se va a reír presumiendo que tenía razón — se quejó, cubriéndose el rostro con las manos. Recordó cómo su amiga suele molestarla constantemente, diciendo que sus padres pensaban casarla con su hermano al ver lo unidos que eran. La idea de que esas bromas se volvieran realidad la llenaba de una mezcla de risa y vergüenza.

Lord Stark se rió al escucharla, su risa resonando en el aire fresco del bosque. Elaena no pudo evitar sonreír también.

Ambos salieron del bosque de los dioses en completo silencio. A medida que caminaban, Elaena se sentía cada vez más aliviada. Estaba prometida a un Stark y eso la mantendría en el Norte; sin embargo, sabía que el rey tenía una razón escondida para poner aquella condición. Bran, según el maestre, quedaría paralizado de la cintura para abajo, lo que significa que posiblemente no podría engendrar hijos. Era una jugada inteligente de Robert Baratheon, pero era una que a ella poco o nada le importaba.

— Si Bran llega a despertar, quiero que lo cuides bien — Lord Stark le dijo. Antes de que entraran al castillo, se detuvo un momento, mirándola a los ojos —. Ambos ahora se necesitarán más que nunca.

Elaena asintió, sintiendo la seriedad de sus palabras.

— No se preocupe, Lord Stark, me mantendré a su lado, lo protegeré — prometió, su voz firme, resonando con una determinación que la sorprendía a sí misma.

— Lo sé — estuvo de acuerdo, una leve sonrisa asomando en sus labios —. Sé que lo harás, como sé que él hará lo mismo contigo.

Caminaron por los ajetreados pasillos en dirección a la habitación de su mejor amigo. Lord Stark tenía la intención de despedirse de su esposa e hijo, y Elaena planeaba hacerle compañía a la dama.

El murmullo de las voces y el bullicio de los sirvientes llenaban el aire, creando un ambiente vibrante a pesar del pesar que se cernía sobre ellos. A medida que avanzaban, Elaena podía sentir el peso de la incertidumbre, como una sombra que se alargaba en cada esquina. Sabía que la situación con Bran había afectado a todos en Invernalia, y que cada miembro de la familia Stark estaba lidiando con su propio dolor.

Cuando finalmente llegaron, la puerta estaba abierta; se podía escuchar la inconfundible voz de Jon Snow.

—...Podremos caminar más allá de la muralla si no tienes miedo...

Elaena entró detrás de Eddard Stark y observó la escena que se desplegaba ante sus ojos. Lady Catelyn miraba a Jon con lágrimas en los ojos, una mezcla de dolor y furia contenida reflejada en su rostro. Al lado de Bran, Jon se encontraba de rodillas, su expresión llena de tristeza. El aire en la habitación era denso y pesado, cargado de una tristeza palpable, un peso que se sentía en cada rincón.

— Quiero que tú... te vayas —dijo Catelyn, su voz dura como el acero, cortando el silencio como un cuchillo afilado. Las palabras resonaron con una frialdad que hizo temblar a Elaena, quien sintió que el ambiente se tornaba aún más tenso.

Jon la miró, su sorpresa transformándose rápidamente en incredulidad.
Elaena sintió las lágrimas formarse en sus ojos al comprender el significado de la última frase que le dijo a su medio hermano. «Se va al muro, a tomar el negro». Esa realidad la golpeó con fuerza, y su corazón se encogió al ver cómo Jon se ponía de pie, inclinándose para besar la frente de Bran en un gesto cargado de amor y despedida.

La niña lo observó acercarse, y al detenerse frente a ella, sus miradas se encontraron, llenas de tristeza y un entendimiento profundo. Era un momento que no necesitaba palabras; la conexión que compartían era más fuerte que cualquier explicación.

— Jon... — sollozó, su voz temblando.

Elaena dio un paso adelante, sin pensarlo, y se lanzó a sus brazos, abrazándolo con toda la fuerza que pudo reunir. Jon le devolvió el abrazo con igual intensidad, envolviéndola en su calor. Podrían no tener la misma sangre, pero para ella, Jon Snow era su hermano. Ambos tenían una conexión diferente a la que compartía con los demás niños Stark, un lazo que no podía explicar. Mientras se aferraba a él, el dolor de su partida la inundó. No le importaron las miradas del matrimonio Stark; estaba despidiéndose de alguien que significaba el mundo para ella. 

— Deje algo en tu habitación —le murmuró al oído, asegurándose de que solo ella pudiera escucharlo—. Espero que te guste. Sigue siendo igual de valiente, Elaena.

La niña asintió, apretando aún más su agarre. Su corazón latía con fuerza mientras sentía la calidez de su abrazo, grabando en su memoria cada momento que compartieron.

— Cuida de Bran por mí — dijo Jon, separándose un poco para mirarla a los ojos, su expresión seria pero llena de ternura.

— Lo prometo — respondió Elaena, sintiéndose más fuerte al hacer la promesa.

Con un suave beso en la frente, Jon se separó de ella, y en ese instante, Elaena sintió una mezcla de calidez y tristeza que la envolvía. Las palabras de aliento resonaron en su mente, y su corazón latía con fuerza mientras lo veía alejarse.

Jon Snow abandonó la habitación sin mirar atrás, dejando tras de sí un vacío palpable. La niña se quedó ahí, sintiendo la soledad inundarla mientras la puerta se cerraba tras él. La despedida era un peso que llevaba en su pecho, una carga que le recordaba que el mundo estaba cambiando y las personas que amaba se alejaban de ella.








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