Capítulo 49

- 2 días para el primer muerto -


ELENA

Usansolo, 16 de julio de 2022


Las paredes son de un blanco inmaculado, aunque las fluorescentes brindan a la habitación un tono azul. El ruido constante de las máquinas ocupa el espacio, junto a los pasos apresurados y murmullos del pasillo. El aroma a desinfectante, a producto químico de limpieza, impregna el aire. Y la cama en la que yace Luken parece tan áspera y fría como el propio hospital.

Nada más me enteré de lo sucedido, quise visitarlo. No es que sea su mejor amiga, pero tengo un papel en todo esto: creo que soy la responsable del accidente. Por lo tanto, mandé a Izan averiguar los detalles del ingreso a través de su contacto en la cafetería, para así hoy —algo más de veinticuatro horas después—, poder presentarme aquí. En esta habitación a la que he entrado acompañada por su madre.

—Es culpa mía.

Perfectamente podría tratarse de una frase formulada por mí, pero ha sido ella.

—No, no podrías haberlo evitado.

—Podría y debería haberlo hecho. No sabía que estuviera pasándolo tan mal. Desde que tuvo que dejar el fútbol y empezar la rehabilitación, lo noté distante, pero jamás creí que haría algo así... —Se quiebra.

La abrazo y rompe en llanto.

Luken no se suicidó, pero sí que cogió el coche bajo los efectos de las drogas. Terminó teniendo un accidente en la carretera que conduce a la presa, cuando sufría el principio de una sobredosis. La policía aún está investigándolo. Por ello la familia no quiso decir nada a la gente del pueblo. Simplemente, desaparecieron. Hasta que la noticia corrió por sí sola.

—No podrías haberlo evitado —insisto.

Ella se recompone y cuestiona:

—¿Tú lo sabías? ¿Que consumía? Lo conocías poco pero...

—No, no lo sabía.

La mujer se remueve, disgustada.

—Entonces tampoco sabes quién le pasaba la medicina.

El término me chirría. Supongo que se trata del sinónimo empleado por una madre horrorizada ante la idea de asociar la palabra «droga» a su hijo.

—No, pero hoy en día es fácil hacerse con ellas.

—En absoluto —niega—. No con esta. Luken tomó una gran cantidad de hidrocodona. Me han dicho que es un opioide que...

No escucho nada más. Mis oídos se sellan, es como si alguien hubiese muteado el mundo exterior, y siento cada latido retumbar en mi cabeza. Mis pensamientos son una marea de voces que me asfixian y permanezco al borde del abismo, mientras todo se desvanece. Hasta que mi presión arterial se regula y conecto débilmente con la realidad.

—Querida, ¿estás bien? ¿Quieres que te deje a solas con él? —ofrece la madre.

No espera mi afirmación, sonríe con un inmenso pesar y se va al corredor, dejando que el pequeño barullo del hospital se filtre durante los pocos segundos que la puerta queda abierta.

Una vez ha marchado, hago uso de una de las sillas para recuperar estabilidad.

Mis ojos se tornan vidriosos, los mocasines se convierten en dos manchas negras, y bajo los párpados antes de derramar la primera lágrima.

Por rabia. Impotencia. Culpa.

Luego observo a Luken y mido mis palabras hacia él. De nada servirían los lamentos. Además, tal vez no pueda oírme, y tampoco sabría de lo que hablo. Su mente habrá nublado la verdad, o los encargados de la tragedia habrán tenido precaución.

No obstante, uno nuestras manos y le juro:

—Pagarán por ello.

Me ocuparé de la venganza.

Sin implicar a nadie más, tan solo con la ayuda de mi abuelo.

Lo haré. Sea como sea.

—Y tú saldrás de esta.

Unos nudillos chocan en la puerta. Me seco las mejillas pese a apenas tenerlas húmedas y me vuelvo para recibir a la madre. Pero para mi sorpresa, no es ella.

—¡Hola! —Me topo con una enfermera—. Traigo un regalito para Luken.

Me tiende un ramo de flores.

—Alguien lo ha dejado en el mostrador de abajo.

Es enorme, rojo y viene sin firma.

No hace falta.

Es un ramo de amapolas.


***


Aparco el coche de Rosa de cualquier manera y no bajo de él hasta pasada toda una hora. Tiempo que he dedicado a pensar frente al volante.

Cuando llego a la entrada del palacio, ya son las ocho de la tarde. Izan hace amago de acercarse pero lo espanto con una firme seña. Y todos me dejan en paz.

No me presento en la cena y solo salgo del cuarto a la una y media de la madrugada. A esta hora la oscuridad predomina en la mansión. El silencio se ha apoderado de cada rincón y mis pisadas lo desafían, en especial cuando subo por las escaleras.

En el pasillo de la última planta hay alguna ventana abierta, por donde se cuela la luz de la luna y una fresca brisa nocturna, que pone a bailar las cortinas. El silencio tampoco es tan profundo aquí, ya que distingo la voz de Mikel. Está al teléfono, manteniendo una conversación indescifrable. Emplea su lengua materna, el euskera. Lo único que comprendo es la despedida:

—No lo alargues más, mesedez... —dice y cuelga.

Llamo a la puerta, este aparece asustado y se calma al descubrir que soy yo buscando refugio. Entonces me invita a pasar, la corriente pega un portazo a mis espaldas y voy tan agotada que ni me inmuto. No tengo fuerzas para nada, mucho menos para sonsacarle con quién hablaba o el porqué.

Desconfiar de él es un lujo que ya no me puedo permitir. Lo que necesito es sentarme en la cama, hacerme un ovillo y llorar, como llevo meses sin hacer.

Durante la noche no me separo de él y aunque apenas dormimos, no me interroga. O está dándome el espacio que requiero, o tiene una ligera idea de lo que ocurre. Me da igual. Lo importante es que apacigua mi ser y, por cómo me atrapa entre sus brazos, diría que yo también el suyo... 



*****

Desde este momento, queda un día... para el primer muerto.


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