Capítulo 41
- 5 días para el primer muerto -
ELENA
Usansolo, 13 de julio de 2022
Desde que Mikel hizo la crítica de la novela, he estado aislada. En teoría, retocándola. En verdad, obsesionada con el caso de las amapolas. Tengo decenas de documentos de los Ubel, del robo del cuadro y de los antecedentes de Sonia.
Sobre la familia que vivió en este palacio no he reunido nada interesante. Hay numerosas noticias ligadas a los cuerpos que se hallaron en la zona, aunque ningún periodista se atrevió a vincular estos cadáveres con el sospechoso principal: el hijo problemático de los Ubel. Lo que sí consta es su participación en varios robos, como es el de una joyería, y otro en una pinacoteca. Sin embargo, estos incidentes no trascendieron ni causaron demasiado revuelo, imagino que por la influencia de los abogados de la familia.
Respecto al cuadro, nada destacable; todo son especulaciones. Mi teoría más sólida es que Ubel podría estar implicado en este delito, dados sus antecedentes no me extrañaría. Pero entonces, si fue él quien trajo la pintura original al palacio, ¿por qué no se la habría llevado consigo?
En cuanto a Sonia, no hay ninguna novedad. De todo lo leído en internet y en los archivos proporcionados por el padre de Rosa, lo más relevante es que la intentaron culpar del fallecimiento de un paciente, sin éxito, y que estaba involucrada en el tráfico de hidrocodona. En resumen, nada nuevo.
Tengo miles de apuntes flotando a mi alrededor, sin tener la menor idea de dónde encajarlos. Y en el epicentro de todo el meollo están la desaparición de Luken y la amenazante dedicatoria.
Hay muchas piezas, pero parecen pertenecer a diferentes puzzles...
Es desesperante.
Me recojo el pelo, pego un soplido y mordisqueo el boli.
Estoy completamente atascada.
Necesito seguir dando pasos, el problema es que ni siquiera sé en qué dirección.
Por ello, cuando exasperada me levanto para deambular por la habitación, le suplico al libro que me regaló mi abuelo:
—Eres la única persona que puede ayudarme, abu. Por favor.
Es patente que no solo estoy desesperada, también un tanto ida, más que por el hecho de hablar con mi abuelo, por la esperanza en que me atienda. Una parte de mí todavía lo siente presente. Habrá muerto, pero aún me guía. A través de las lecciones de mi infancia, de los objetos que me regaló, de este palacio en el que quería que estuviésemos juntos...
—El palacio —repito en voz alta.
Si soy honesta, sé que no lo he explorado en profundidad.
Mi abuelo lo preparó para mí y no lo he inspeccionado como es debido. No he querido hacerlo, pero tal vez esta sea la única manera de aclararme.
Por ello, cuando Mikel llama a la puerta temiendo que vuelva a rechazar acompañarlo al jardín, le sorprendo con una condición:
—Voy, si luego me enseñas la biblioteca secreta.
Tan desconcertado como entusiasmado, acepta:
—Hecho.
***
Como el primer día de las vacaciones, Mikel y yo nos adentramos en el salón, él se coloca junto a la sofisticada librería y señala el ejemplar del lomo rojo. Sus brazos están remangados lo que invoca mi mirada, la cual se distrae recorriendo sus antebrazos, gruesas venas, tatuajes...
—Elena —dice—, me alegra que quieras hacer esto.
No se alegraría tanto si supiese que el motivo principal es la búsqueda de pistas para resolver un enigma en el que él también está implicado.
—Sí, ya era hora de que lo hiciera.
Sin más demora, acciono la camuflada palanca, el mueble se arrastra hacia un lado y aparece la puerta secreta. Es simple, pintada de rojo, del mismo tono que la cubierta del libro. En vez de un pomo tiene una ranura, así que coloco las yemas en ella y la desplazo.
Al otro lado, se encienden las luces de un pequeño corredor. El techo, marcado por agujeros con bombillas, es de madera clara y muestra una curva que le otorga un elegante aspecto arqueado. La altura supera la mía pero no por mucho, así que Mikel tendrá que pasar encorvado.
—¿Puedes?
Hace un gesto afirmativo y avanzamos. Estamos a dos pasos de la sala del final del pasillo cuando esta también se ilumina, para que nada nos impida maravillarnos...
Es una biblioteca de unos veinte metros cuadrados con una inusual forma de hexágono. Las seis paredes están repletas de libros, ordenados por apellido de autor, en estanterías que llegan hasta el tejado pasando por los tres niveles del edificio. Se puede trepar por ellas mediante diversas escaleras domésticas que han sido situadas estratégicamente.
En el centro del polígono hay un ostentoso escritorio digno de ocupar el despacho de un catedrático, un alto cargo, un juez... Luce equipado con varios cajones, una lámpara y un cofre, que no tardo en abrir. Está vacío.
—Gabriel guardó ahí la novela que te entregué —resuelve Mikel.
Me siento en el enorme sillón rojo adyacente a la mesa y en los cajones encuentro una carpeta, con papeles que narran la historia del palacio. Desde que se construyó a finales del siglo diecisiete, hasta que lo adquirió Lourdes.
—¿Y esto?
Se encoge de hombros.
—Querría que conocieras el origen de la mansión.
También hay varias fotografías del entorno e incluso de los anteriores inquilinos. En una de ellas, tomada en 2011, aparece la última generación de la familia Ubel. Juntos disfrutan de un día soleado en la piscina. Es de antes de la tragedia en la que la hija perdió la vida, la hija que saluda a cámara desde el bordillo. Inclinada, sobre su bañador oscila un colgante dorado, repleto de figuras florales. Junto a ella está su hermano, al que acusaron del asesinato. El pie de texto reza sus nombres y, como ya me dijo Luken en el bar, el suyo es Alberto. Alberto Ubel.
Sufro un escalofrío al reparar en el oscuro cabello del chico y en la palidez de su rostro, tan pulcro y joven. Tendría mi edad. En la actualidad, con unos diez años más, estimo que se le habrán formado las primeras arrugas y lucirá algunas canas.
—¿Los conociste? —pregunto.
Mikel lo niega.
—Tan solo Lourdes. Le compró el terreno a uno de ellos. —Se refiere a Alberto.
—Entiendo.
Paso las páginas y me fijo en unos planos del palacio. Son previos a la reforma, lo sé por las fechas. Ninguna pasa del año 2018 que es cuando Lourdes y Gabriel se casaron. En todos ellos se delínea el terreno y el esqueleto del edificio primordial antes de las obras. Incluso hay una pequeña habitación destinada al servicio en el interior. Lourdes debió tirarla para ampliar el garaje. Lo que no aparecen son los invernaderos, ni la cabaña. Y por más que lo intente ubicar, tampoco hay rastro de este despacho secreto, claro está.
Cierro la carpeta de color azul celeste, la dejo a un lado y me levanto para dirigirme a Mikel. Se ha mantenido a una distancia prudente, permitiéndome indagar a mi antojo, sin dejar de ofrecer apoyo.
—Gracias por todo.
—No es nada.
Entrecierro los párpados y me entretengo al apreciar la pared que tiene detrás, donde un hueco entre tanto libro presenta un curioso rincón, cuyo protagonista es un retrato de mi abuelo y mío.
En una calle empedrada, él me aupa en brazos y me coloca un sombrero de paja, ocultando el principio de dos coletas, el característico peinado que usé hasta que cumplí los ocho años. Ambos nos reímos, tanto que sus gafas de color ámbar penden de la punta de su nariz. He tratado de ser sumamente objetiva desde que hemos entrado, para no desconcentrarme, pero esto puede conmigo:
—Ojalá volver a aquel instante.
Como cada verano, éramos felices, y la persona que hizo la fotografía supo captarlo.
—Es preciosa —alaba Mikel.
—Sí que lo es.
Aunque todo ello no me reconforta, sino que acentúa el nudo de mi pecho, el que me asfixia cada vez más.
—¿Te encuentras bien? —empatiza Mikel.
Dejo que mi coraza se abra un poco. Solo un poco.
—Me apena no poder aprovechar todo esto con mi abuelo.
—Entiendo. Pero él querría que le sacaras partido. No debes sentirte mal por ello.
—Ya. Eso lo sé.
Suspiro, y continúo barriendo el lugar.
Me topo con una novela que me resulta familiar. El título es Las Horas, de Michael Cunningham. A mí abuelo le apasionaba esta obra y su adaptación audiovisual, de ahí sacó la frase que grabó en el bolígrafo plateado: «Tu tía es una mujer afortunada porque tiene dos vidas: su vida y la del libro que escribe».
—¿Lo has leído? —Se lo muestro a Mikel—. ¿O has visto la película?
—No. ¿Debería?
—Por supuesto. Si te gusta Virginia Wolf, te encantará.
Me sonríe y guarda silencio, así que le explico:
—A veces pienso que mi abuelo me sobrestimaba, ¿sabes? Que creía tener una pequeña Virginia a su lado, que me animaba a escribir tanto porque creía que alcanzaría su maestría. Nada más lejos de la realidad.
Mikel hace un gesto de desacuerdo.
—Para mí que a tu abuelo todo ello le daba igual. Tan solo quería que hicieras lo que te gusta.
Es otra opción:
—Quizás.
—Seguro. —Retrocede para apoyarse en el escritorio y me reserva el sillón.
Una vez estoy a su lado prosigue:
—Y hablando de escritura, he encontrado a un agente literario que podría estar interesado en representarte.
Frunzo el ceño.
—¿Cómo dices?
—Se llama Rubén, es un amigo de la familia y lleva a grandes autores españoles. Podría echar un vistazo a tu obra y...
—Eh, eh, eh —interrumpo—. Te dije que no está terminada.
—Nunca lo estará. Solo tienes que atreverte.
—Pues no me atrevo.
—Elena... —Se revuelve los cortos mechones del cabello—. Sé que te da miedo, pero de nada sirve abrir las entrañas del señor Connor, si luego no abres las tuyas.
—¿Acaso quieres que me haga el harakiri?
—Sabes a lo que me refiero. —Por si acaso agrega—: Deja de crear las historias de otros y atrévete con la tuya, empezando por luchar por tus propias metas, esas que por muy adentro que las escondas no se extinguirán.
—Vaya... —Chasco la lengua.
Nos retamos mediante miradas, me pongo en pie y ni así quedo a su altura. Aun con el trasero apoyado en la mesa me supera.
—Tómate el tiempo que necesites, sin dormirte. —Me tiende un papel—. Aquí tienes el contacto del agente. Cuando quieras, escríbele. Dile que vas de mi parte.
Lo doblo antes de meterlo en el bolsillo y advierto:
—No prometo nada.
Finge indiferencia:
—No es por mí. Es por ti.
—Perfecto.
Nos volvemos a mirar, callados, hasta que sus labios se doblan de manera simpática y, en cierta medida, se me contagia la expresión. Recupero la carpeta y le atizo con ella.
—Bueno, supongo que gracias de nuevo...
—Menos palabrería y más incluirme en los agradecimientos del libro.
Me echo a reír, este no aparta sus ojos de mí, y ni siquiera lo hace cuando pretende partir y dejarme a solas.
—Me voy, ¿vale? Así te dejo tranquila.
Asiento, aunque no pienso quedarme mucho tiempo aquí encerrada.
No por miedo al lugar, sino a lo que pueda sentir.
—Eh, Mikel.
—¿Sí?
Antes de que huya, quiero indagar en un asunto del que no me ha puesto al tanto:
—Las galletas de almendras. ¿Ya han abierto la pastelería?
Se ríe, no tiene ni idea de todo lo que hay detrás de esta inocente cuestión.
—Qué va, pero nada más lo hagan, Naroa traerá un saco.
Como si con ello me conformara, disimulo mis muecas, mientras evalúo la situación y busco con urgencia la manera de progresar.
—¿Y podríamos repetir el plan de la presa?
Seguido, desarmo:
—Ya sabes. Desayunar en el pueblo y pasar el día en el monte.
Alza las manos haciendo que, involuntariamente, se le ensanche la espalda. Luego se suma al plan:
—Obvio. Sería genial.
Así podré preguntar por la panadería y sus dueños en el bar de enfrente. Tal vez los camareros sepan algo.
—¿Mañana mismo? —pongo fecha.
—Bien. Enseguida lo organizo.
—Te debo una. —Amplío—: Bueno, varias en realidad.
Hace un simpático aspaviento, da media vuelta y su enorme cuerpo se encoge para entrar en el pasillo. Se ha ido. Y el vacío que deja hace más amplia la sala, y mucho menos acogedora; es como si requiriera de su compañía, en esta espectacular biblioteca, digna de cuento...
—Vaya. —Al final Rosa no estaba tan equivocada.
Esto sí que se da un aire a los retellings de La bella y la bestia.
*****
Continuará...
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