Capítulo 37
*Advertencia: contenido spicy jeje*
IZAN
Al regresar a casa Elena ha decidido encerrarse a escribir, en lo que Rosa y yo nos dábamos un baño en la piscina. Los dos a solas. Sin ningún Ibarra de por medio. Sin el malote provocador al que tanto estoy echando de menos...
Ha pasado algo más de un día desde que Andoni me besó y desde entonces me evita. Como ya ha hecho otras tantas veces.
Cada vez que damos un paso hacia delante echamos dos hacia atrás.
Es desesperante.
Puedo entender que se sienta avergonzado por haberme pedido salir pitando de nuestra primera cita, pero quiero creer que el motivo que hay detrás lo justifica. Aunque por cómo pasa de mí, incluso cuando a la tarde nos hemos reunido para entrenar en su habitación, sospecho que él no está de acuerdo.
Es un tipo duro, también consigo mismo, y sabe que no me merece.
Algo así ha debido dictar su cerebro y por eso se reprime.
Se habrá jurado no volver a probar mis labios, ni estrujar mi trasero con sus fuertes manos, ni hacer que nuestras durezas se desafíen...
—Oh, y una mierda.
Yo no puedo distanciarme después de haberlo probado.
Bajo al salón y me topo con Mikel charlando con Max, el chico rubio que se encarga del mantenimiento.
—Eh, ¿dónde está tu hermano?
Max se hace el loco arreglando la manilla de una ventana y Mikel me escruta, como si quisiera cerciorarse de que no porto ningún arma. Luego suelta:
—En el invernadero. Cuando se agobia le da por fumar.
—Predecible.
Avanzo por el jardín, alejándome del edificio en dirección a una pequeña estructura de cristal perdida entre cipreses. Voy hacia la guarida de Andoni Ibarra, donde el único testigo de nuestro encuentro será el anaranjado cielo del atardecer.
—¿Se puede?
Me adentro y dejo que el humo se escape al exterior, el mismo humo que enturbia la figura del chico que me recibe:
—¿Qué haces aquí?
—Salvarte de una intoxicación, por lo que veo.
Niega con resignación.
—Deberías irte.
—No pienso dejarte solo aquí. Esto parece Mordor.
Empiezo a toser y Andoni abre algunas ventanas para limpiar el aire.
—Mucho mejor —agradezco.
—Ya. Si te vas a quedar, prefiero que no te coloques.
Sus ojos están rojos pero no diría que haya llorado.
—No es bueno fumar tanto, ¿sabes?
Lo acepta y remata:
—Hay tantas cosas que no me convienen y aún así hago...
Empiezan a llegar las indirectas y yo nunca he destacado por mi ingenio, así que voy al grano:
—¿Por qué huyes de mí?
—Porque me he portado como una mierda.
Lo que me temía.
—Vale, un poco mierdas sí que has sido pero hay un buen motivo para ello, ¿no?
—¿Para haberte ahuyentado así después de comerte la boca? No lo creo.
—Vamos, no es para tanto. Tendrías que ver las relaciones que he tenido anteriormente...
Frunce el ceño.
—No deberías dejar que te traten mal.
—Tranquilo, ya no lo hago.
Como intuyo que va para largo, me siento en un pequeño bidón vacío.
—Andoni, te curraste la cita y cuando llegó el momento más épico, algo o alguien nos lo jodió. No fue culpa tuya. Ambos sabíamos que corríamos ciertos riesgos. No soy imbécil. Accedí a verte siendo consciente de que en este lugar ocurre algo extraño. Tan solo quiero confiar en que tú no eres quien está detrás de ello. ¿Me equivoco?
Se sienta en un bidón contiguo y corrobora:
—Joder, claro que no.
—Y tampoco me harías daño.
—¡Tío, no!
—Pues eso.
Dubitativo, reflexiona pellizcándose la ceja cortada.
—Izan, no voy a dejar que te pase nada malo pero no sé cómo pedir disculpas ya, ni cómo explicar que no puedo dar más detalles...
—Te he dicho que no importa. Tú solo —Lo miro fijamente—, no me falles.
—No lo haré.
—Pues genial.
Sonríe, con cierta precaución.
—¿En serio? ¿Te vale?
—De momento sí. Piensa en mí antes de actuar y listo.
—Lo hago. Pienso en ti. A cada rato.
Dejaría aquí la conversación e iría a un estudio a que me tatuaran esta última frase. Pero Andoni se carga la fantasía al tenderme la mano y pretender que se la estreche cual colega suyo.
—No te fallaré.
—¡Lo acabas de hacer! —protesto—. ¿Me metiste la lengua hasta la campanilla y ahora vas de mi bro?
—¡No! —He conseguido que se ría—. ¿Eres imbécil?
—Lo soy. —Exagero—: Sobre todo si no me llega oxígeno a las neuronas por culpa del humo.
—Qué dramático, si ya apenas hay.
—Porque me lo he tragado todo yo. Menudo morón.
Suelta otra carcajada, se pone en pie y yo lo imito.
—Bueno, ¿qué? ¿Te gusta la choza? Acogedora, ¿no?
Se refiere a estos quince metros cuadrados entre láminas de cristal, donde las plantas verdes cercan un caminito de tablas de madera. El espacio más amplio se genera en la entrada, y ahí estamos nosotros, junto al material de jardinería.
—Es mi pequeño paraíso —comenta.
La luz de afuera vuelve naranjas las placas de vidrio opaco que nos protegen de cualquier mirada externa, y Andoni se asegura de refugiarnos cerrando las ventanas e incluso la entrada.
—Uy. ¿Acaso vamos a ver otra peli?
Se muerde el labio y se detiene a menos de un metro.
—Si es eso lo que quieres hacer...
—No lo es, no.
—¿Entonces?
Se remueve, redirige su peso de una pierna a la otra, pero no ataca.
Es a mí a quien le toca dar el paso y, como si fuese en el sentido literal, recorto la distancia de una zancada... Para besarlo. De golpe. Nuestros labios se unen y un cosquilleo tenue acompaña a su peculiar sabor, que debo comentar:
—Oye. —Tiene toques de marihuana—. ¿Así de ricos están los muffins en Amsterdam?
Se ríe, sus manos buscan la parte trasera de mi pantalón y la estrujan.
—Para muffin este que me voy a comer yo.
Ahora la carcajada viene de mi parte. Debe notar cómo retumba mi interior porque tiene su torso completamente pegado al mío, y aprovecho esta proximidad para retomar el beso.
Ahora es menos conciso, más ansioso y húmedo. Tanto que a sus labios no les cuesta deslizarse hasta alcanzar mi cuello, a través de una piel sensible, erizada. Absorben sobre ella y yo me estremezco. Joder sí lo hago. Hasta los dedos de los pies se me retuercen.
El calor es más que notable y no me extrañaría que el humo volviese a invadirnos; que se filtrase hasta mi mente y me nublara la razón, dando rienda suelta a esas pulsiones que empujan a arrancarle la camiseta negra que viste.
Siento cómo el pulso se me acelera; la erección se expande; la temperatura aumenta en cada punto donde me toca; y la respiración se vuelve irregular, liberando jadeos de lo más profundo de mi ser.
—¿Tan cachondo estás? —se enorgullece.
No me molesto en disimular:
—Mucho. Y tú también.
Entonces me guía hacia atrás, perdiéndonos por el caminito de madera. Tropezamos y caemos sobre las tablas. Lucho por quedar encima de él, este me lo permite, y ondeo mi cuerpo disfrutando de la fricción, del hormigueo que se propaga por mi espina dorsal. Abro las piernas, cubro su cintura y ahora soy yo quien le muerde el cuello.
Por fin le quito la camiseta y resbalo sobre el pectoral, los fuertes abdominales y la marcada «V», acercándome al centro de la misma. Entonces poso la barbilla en la montaña de su entrepierna con vida propia y esta palpita, anhelando ser libre, algo que ya hubiese pasado si Andoni no me hubiera arrastrado de vuelta.
—¿Es que no quieres?
—Lo que quiero es comprobar cómo de rojo puedes ponerte.
Mis rodillas se clavan a sus lados y, con un ágil movimiento, tira del elástico de mi pantalón. El botón sale disparado y la cremallera se abre.
—Mierda. —Tengo el bóxer húmedo.
Aunque por el gruñido de Andoni, diría que le excita aún más.
Cambiamos de postura, ahora él se cierne sobre mí y me pide permiso. Se lo doy y baja de un tirón la última prenda que tapaba mi parte íntima.
Esta sale disparada, rebotando sobre el abdomen.
Andoni la mira, pero más me observa a mí; mi gesto de estupor cuando la agarra, sus manos se deslizan y me provoca los primeros gemidos.
—¿Te gusta, eh?
—Sí. —Le ruego—: Sigue.
Eso hace, escupiendo sobre la palma para patinar de arriba abajo, parándose unos instantes en la punta, envolviéndola, haciendo que levante la pelvis rogando más. Él lo comprende y aviva la sacudida, mientras mis dedos se aferran a las tablas del suelo. En cuestión de unos minutos, estoy por arrancar estos pedazos de madera.
—¡Tú...! ¡Oh! —bufo—. Eres...
—La hostia, Piolín.
Lo sabe por cómo contraigo los músculos y porque enseguida, voy a correrme.
—Espera, espera.
Me incorporo y le hago parar.
—¿Ya?
—Sí, no creo que pueda aguantar mucho y...
Hace que mi espalda vuelva a caer y me mantiene en esta posición.
—Te está gustando, ¿no? —masculla—. Pues termina para mí.
Observa la erección y la atrapa dispuesto a darle el final que tanto ansía.
—Vale, Andoni, sí —alento.
Este agita su puño, cada vez más rápido. Regula la presión sobre el tronco, y lo humedece con su saliva a cada rato... Hasta que, de repente, mis músculos se contraen al máximo y una brusca bocanada de aire se me entrecorta:
—O-oh, joder, va, ¡Andoni!
Un espeso chorro mancha mi vientre, e incluso la camiseta que he enrollado a la altura del pecho.
—Bua, no, perdona —me avergüenzo.
—¿Por qué?
Mi entrepierna sigue bombeando, y me desplomo rendido.
—No lo sé...
—¿Por gozar? Eso no tiene nada de malo.
Andoni se tumba a mi lado en lo que recupero el aliento y espero a que mis mejillas dejen de parecer dos fogones.
—A mí también me ha gustado —confiesa.
Señala lo elevada que está cierta zona de su chándal y me ofrezco:
—Quieres que...
—Hoy no. Mejor me reservo para la próxima.
Me gustaría hablar de ese siguiente momento en el que nos veamos a solas, pero podría ser muy violento. Al fin y al cabo, aún nos «acechan» y debemos andar con cuidado.
—¿Tenemos que salir del invernadero por separado, no? —propongo—. Por eso de que no nos pillen juntos.
—Sí, sería lo mejor.
Lo entiendo, es a lo que he accedido.
Nos ponemos en pie, me visto haciendo un apaño con la bragueta y, cuando voy a marchar...
—Hey. —Me roba otro beso—. Gracias por todo.
—No. Gracias a ti. Aún me arde la entrepierna.
Nos reímos, juntos, y aunque el final de este encuentro será peculiar, nada que ver con el de la cita.
—Adiós, Andoni.
—Hasta pronto, Piolín.
Le doy la espalda y avanzo al umbral, donde me detengo al dar con dos pares de botas que no puedo pasar por alto. Andoni advierte mi curiosidad:
—Son mías y de mi hermano. Me echa un cable en esto de cuidar de las plantas.
—Ah, ya —finjo darlo por cierto—. Lo suponía.
Actúo con naturalidad y pongo rumbo hacia el palacio.
El pulso me va casi tan rápido como en el acto, y no dejo de echar vistazos a cada lado. Temo cruzarme con alguien más. Con alguien que suela calzar esas otras botas que, por la talla, es evidente que no pertenecen al grandullón.
Podrían ser de algún otro trabajador pero, ¿por qué engañarme diciéndome que son de Mikel? Y no es lo único que no encaja, gracias a este hecho mi memoria ha recuperado el paquete de lentillas que había en su cuarto de baño —los Ibarra no usan gafas—, y también el segundo cepillo de dientes del lavabo...
Pero bloqueo cada recuerdo porque he prometido confiar en Andoni.
En que sea lo que sea lo que está sucediendo, él hará lo correcto.
Sí, confianza ciega.
Joder. Excesivamente ciega.
*****
Pues como que ha subido la temperatura en el palacio, ¿no?
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top