Capítulo 32
IZAN
Cuando bajo el último escalón, la luz tenue del salón alcanza mis pies y los guía hasta la pequeña y arrinconada lámpara de la entrada. Un tono anaranjado alumbra el lugar y, cómo no, al protagonista: Andoni. Este se levanta del sofá esbozando una sonrisa tan real que impone.
—Hey, has venido —celebra.
—¿Lo dudabas?
Exhala y se despreocupa:
—La verdad es que no quería pensar en la posibilidad de que me dieras plantón.
—Porque sabías que no lo haría.
Corrige:
—Porque me acojonaba que lo hicieras.
Ahora él ilusionado soy yo y por más que quiera camuflar mis sentimientos, es inútil. Avanzo sonriente en su dirección.
Lleva unas bermudas negras y una camiseta gris, colores tan neutros como el beige del sofá en el que me invita a acomodarme. Frente a nosotros hay una mesa baja de madera maciza y en ella ha colocado tres boles repletos de palomitas y dos kalimotxos, la mezcla perfecta de vino y Coca-Cola.
—¿A qué viene todo esto?
Andoni queda a mi derecha, se recuesta entre cojines y, en un provocador gesto, arquea la ceja de la cicatriz. Pero no dice absolutamente nada. Se limita a observarme, con un brillo en los ojos que me hace imposible sostenerle la mirada.
—¿Qué? —insisto.
Y él, aún sin pronunciarse, se vuelve para encender la enorme televisión.
Los créditos de apertura no tardan en salir y aunque creo saber la película que se está reproduciendo, no me contengo al leer el título: E.T. THE EXTRA-TERRESTRIAL.
—¡Eh...! ¿Vamos a verla?
Me chista, con delicadeza, la misma delicadeza con la que se mete una palomita en la boca y susurra:
—Silencio, Piolín. Que empieza.
***
Los minutos siguientes a la primera escena, esa en la que la familia del alienígena se esfuma dejándolo perdido en la tierra, hemos guardado silencio. Pero para cuando llega la parte en la que E.T. se emborracha, nosotros también vamos algo perjudicados por los kalimotxos que ya hemos recargado varias veces.
—¿Tío, por qué su familia no ha bajado a buscarlo? —se pregunta Andoni.
Reparo en él. Tiene el ceño fruncido y la boca levemente abierta.
—No sabrán dónde está.
—¿No tienen poderes? —sigue—. Para mí que se han olvidado. Espero que se quede con el niño. A él sí que le importa.
No quiero adelantar de más, pero el desenlace no le va a gustar:
—Andoni, son de diferentes planetas...
—¿Y? —Me desafía, pega otro sorbo al vaso y se le quedan los labios morados del vino—. Tú... ¿Me estás preparando para una despedida entre el marciano y el niño?
—Tan solo barajaba diferentes escenarios.
Me tira una palomita.
—Como eso haya sido un spoiler lo pagarás caro.
—Tranquilo, no lo era —miento.
—Ya, es una peli de críos. —Deduce—: No puede tener ese final.
—Claro. —Me cubro la sonrisa con el vaso e indico que atendamos.
Andoni obedece.
Mi atención no tanto.
Los ojos se me van cada dos por tres. Estos se pierden en él, en cómo la tele ilumina su adorable nariz, sus suaves carrillos, sus pequeñas orejas marcadas por los pendientes plateados...
En serio, ¿en qué momento logró que unos rasgos tan tiernos le otorgaran la apariencia de un auténtico capullo? Y lo más relevante, ¿en qué momento he conseguido destaparlos? ¿Cuándo me ha dejado ver más allá de la chulería con la que se enfrenta al mundo?
***
La nave despega dejando tras de sí un arcoiris de estela y, previo a los créditos, Steven Spielberg nos conmueve con un primer plano del niño despidiéndose. Es bestial. Nadie podría mantenerse impasible.
Bueno, rectifico. La roca que tengo al lado sí.
Aunque cuando se dirige a mí, su voz desprende cierta decepción:
—Tío... Que se ha ido.
—Así es.
Espero que me riña por lo hablado antes pero, como siempre, me sorprende:
—¿Hay segunda parte?
—¿De E.T.? No, claro que no.
—¿Y cuándo la sacan? —no pierde la esperanza.
—Andoni, se rodó en 1982. Creo que no va a haber secuela.
—Tú, ¿y la gente no ha reunido firmas o algo?
Me cuesta no reír.
—¿Te hace gracia?
—Un poco —admito—. Me alegra que te haya gustado tanto.
Lo considera y acepta:
—Vale. Tienes buen gusto.
Entonces me arriesgo a proponer:
—Sí, pero la próxima la eliges tú.
Lo envuelve la seguridad que tanto le caracteriza y suelta:
—Así que quieres repetir...
La rojez revive en mi rostro y antes de que recule, se inclina a darme un codazo.
—Hey, yo también quiero. —Pone una condición—: Pero no dejes la cartelera a mi cargo o será un desastre.
Esforzándome por ignorar lo cerca que estamos, que su brazo aún está en contacto con el mío, y que la electricidad estática generada en el roce de nuestras pieles podría chamuscar el lujoso sofá, continúo con la conversación:
—¿Por qué? ¿Qué sueles ver?
Alza los hombros, evasivo.
—Nada. No me gusta el cine.
—Mmm. Algo tiene que haber.
Lo medita:
—Mi madre solía ponerme la cinta de Casper. La veíamos juntos.
Ahora el toque se lo pego yo.
—Tu madre ya sabía que serías un auténtico fantasma de mayor.
Le provoco una carcajada y se lanza a hablarme de ella.
—Era muy simpática. Como tú. Os llevaríais bien.
Me ha gustado oírle decir algo así.
Pliego mi pierna derecha para sentarme sobre ella, mirándolo.
La única luz que nos acompaña es la de la entrada y es como si en la penumbra, los sentidos se hubiesen intensificado. Al igual que las emociones.
—Así que, ¿para ti soy majo? —cuestiono, en un patético intento por saber de su percepción.
—¿Majo? —Posa su mano en mi rodilla y trepa hasta mi muslo.
Los dedos índice y corazón se deslizan, poco a poco.
—Tú eres mucho más que eso...
Lo detengo agarrándolo del antebrazo y nuestros ojos se vuelven a encontrar.
—Majo es —describe—, como llamaría a alguien con quien no tengo la más mínima atracción.
Trago saliva y él declara:
—No es el caso, Piolín. Ni de lejos.
Los latidos me sacuden el tórax, la respiración se me acelera y la conexión se siente cada vez más vibrante. Hay demasiada energía.
Es como si una terrible tormenta azotase un pequeño embalse, dejándolo a rebosar y formando un remolino —el jodido remolino—, capaz de destruir la estructura y liberar el agua cargada eléctricamente. Pero hasta que eso ocurra las paredes de la presa ceden provocando un sonido sordo, que infunde cierto pavor, pero que también excita. Por ello los bañistas no huyen, sino que se lanzan de cabeza.
—Podemos acabar muy mal. ¿Lo sabes, no? —advierte de nuevo Andoni.
Como las anteriores veces, el supuesto peligro no me suscita miedo, sino intriga y exaltación.
—Bueno, ¿no me dijiste que eso te ponía?
Se le dibuja una sonrisa y se remueve en el sitio, haciendo hincapié en recolocarse la entrepierna.
—Vale, ya veo que sí.
Él ríe y afirma:
—Sí y apostaría a que a ti también.
El martilleo de mi pecho se aviva, más cuando este se acerca hasta quedar a centímetros de mí y mascullar:
—Muy pronto lo comprobaré...
La boca se me seca mientras la suya se entreabre, nuestras cohibidas respiraciones se entremezclan y la idea del beso se cierne sobre nosotros.
Él está decidido.
Al fin va a pasar.
Aunque puede que yo no esté preparado; puede que haya ido de gallo, cuando en realidad tengo el instinto de supervivencia de Piolín.
—Yo... —Pongo distancia—. Me ha encantado la peli. Todo un detalle.
Me levanto dejándolo pasmado.
—¿Qué?
—Que otro día repetimos, ¿vale?
Pero hoy no, porque ahora mismo voy a huir.
O eso habría hecho de no haberme retenido:
—Espera, ¿esto es por venganza?
«Es por miedo, inseguridad... Vértigo» le podría confesar, mientras él sigue:
—Sé que he sido un capullo. Un cobarde. Pero no volverá a ocurrir. —Resalta—: En serio. Rosa me ayudó a aclararme.
—¿Rosa?
Eso sí que me pilla desprevenido.
—¿Has hablado con ella de esto?
—Sí. Vino a buscarme porque Elena y tú le dijisteis que estaba jugando contigo o algo así.
No me lo puedo creer.
—Joder. ¿Por eso cambiaste de actitud? ¿Porque Rosa te plantó cara? Dios, eres un quedabién. ¡Y yo un imbécil!
—¿Qué? No. No fue por...
Doy media vuelta y marcho al recibidor, donde me dispongo a subir por las escaleras con pisadas exageradamente fuertes, hasta que Andoni me alcanza y sujeta del brazo.
—Hey. —Mi piel arde bajo sus yemas—. Escúchame. Si he cambiado de actitud, ha sido porque me gustas. Y mucho. No por los demás. Quien me importa eres tú.
Lo cerca que estamos me complica formular una respuesta. Las palabras se me agolpan en la garganta porque de liberarlas se las escupiría directamente en la cara.
—Eres especial, Izan —continúa. Su cálido aliento aún huele a vino, dulce—. Lo supe desde que te escondiste conmigo en la parte trasera del chalet de mi abuela. En serio.
Con el aroma debe de ir una inmensa cantidad de alcohol porque consigue que me arme de valor:
—¿Cómo sé que es cierto?
—Confía.
—No, demuéstralo. —Exijo una prueba.
Y esta llega.
Andoni me atrapa de la nuca, nuestras miradas se retan, y me besa.
En el centro del recibidor, en la entrada del palacio.
Ha posado sus labios en los míos y yo apenas he tardado en reaccionar, creo. Porque la noción del tiempo se vuelve borrosa en cuanto Andoni tira de mi cintura para devorarme como si no hubiese un mañana.
Mis párpados caen al percibir su adictivo sabor, su esencia, y pronto no me contengo ni lo más mínimo. Lo agarro del cuello, él me envuelve abrazando mi cintura y curvo la espalda para tenerlo contra mí.
Estoy enrollándome con Andoni Ibarra, el primo de Elena, el niño pijo que se coló en mi mente y que, enseguida, también se colará en mi ropa interior. O eso anhela mi erección, la cual se ha estado expandiendo con la fricción de los cuerpos, las agitadas respiraciones, el ansia cada vez menos contenida...
Joder, no aguantamos más. Nuestros torsos se pegan con fuerza y nuestras durezas compiten, presionan. Entonces empujo en un jadeo, él recoge mi gemido y me lo regresa gruñendo.
Una abrasadora sensación se propaga por mi cuerpo, anula cualquier movimiento voluntario y hace que surjan mis instintos más primitivos, los que al cabo de un rato me incitan a agacharme, desnudarlo y probar más allá de su saliva, de su sudor... Lo necesito.
Tal vez sea por el efecto de los kalimotxos o por la poca sangre que me llega al cerebro pero, sin vacilar, me coloco de rodillas.
Lo único que me para es el pulgar de Andoni sobre mi mentón.
—Hostia, Izan... —Tiene los labios hinchados—. ¿Estás seguro?
Sonrío, no del mismo modo que antes, y mi lengua patina por el dedo, el mismo dedo que humedeció la noche que nos conocimos, con cuya aspereza frotó mi dermatitis tratando de combatirla.
Cómo ha cambiado la situación.
Ahora atrapo el pulgar contra mi paladar, dejando su huella impresa en mi lengua, y con un chasquido se lo devuelvo empapado.
Listo. Así lo he acallado, así he sentenciado su faceta refrenada:
—Tú... —Sus aletas nasales se dilatan y se echa hacia atrás—. Dale.
Forcejeo con el pantalón y justo cuando se la voy a sacar, escuchamos la puerta del garaje.
—Mierda —mascullo.
Me pongo a su altura, debatiéndome entre marchar o quedarme ahí, a su lado. Irme sería un final muy frío para la cita.
—Izan... —Ordena—: Tienes que pirarte.
Su aspecto alarmado me lo ruega y me decanto cuando farfulla:
—Tengo que encargarme de ello.
—¿De qué?
—Pronto lo entenderéis. Te lo prometo.
No me pueden nacer más dudas, dudas que sé que no me resolverá. Hoy no.
Sea por el motivo que sea, debo escapar.
—Te lo compensaré.
—Da igual. —Me despido—: Supongo que adiós.
Voy escaleras arriba y me encierro en el dormitorio, tras haber tenido la cita más surrealista de toda mi puta vida.
*****
Continuará...
Y quien les haya interrumpido lo pagará muy caro :I
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