Capítulo 21
ELENA
Por más aplicaciones que abra en el iPhone, no dejo de sentir la mirada de Mikel clavada en mí. Tal vez pretenda entablar conversación, una posibilidad que cobra fuerza cuando se apoya en la mesa haciendo que los anillos y el pesado reloj dorado choquen contra el metal. Después carraspea, yo me yergo y, me escabullo:
—He visto que hay una pastelería aquí al lado. Voy a ver si tienen algún dulce para llevar a la excursión.
—El servicio se ha asegurado de que nuestras mochilas estén completas.
—Pero no han tenido en cuenta mi pasión por el chocolate.
—Se te va a derretir.
Esbozo una sonrisa, expresando lo poco que me importa, y marcho.
Apenas tengo que cruzar la calle para llegar a la pastelería, donde me topo con un chico de aproximadamente mi edad, transportando una bandeja cargada de barras de pan.
—Vienes en el mejor momento —exclama—. Las acabo de sacar del horno.
Su piel negra brilla de sudor, lo que respalda que viene de hornear.
—Quería pasteles.
—Ah, para eso siempre es buena hora. —Se libra y me atiende—. ¿Qué te pongo?
Recorro el mostrador varias veces aunque tengo claro qué es lo que quiero: las galletas de almendras. Estas no mancharán mi mochila por mucho calor que haga.
—Pues...
Observo desde la cristalera la terraza del bar, no hay ni rastro de mis amigos.
Así que me entretengo:
—¿Qué me recomiendas tú?
En lo que barajea las diferentes opciones, se sacude el delantal para desprenderse de los restos de harina, y señala los bollos de mantequilla.
—Están buenísimos.
—Pero son muy grandes. Voy a hacer deporte.
—¿Con pasteles?
Le explico:
—Necesito algo para recargar energía.
—Entonces llévate unas pastas de almendras.
—Guay, no se me había ocurrido.
—Pues se te han salido los ojos al verlas.
Me ha pillado.
Reparo en él y se echa a reír. Hace una mueca de desesperación, se recoloca una gorra sobre su corto cabello y me sirve:
—¿Cuántas te pongo?
—Diez.
Me juzga alzando una ceja.
—¿Qué? Es para todo un grupo. Y necesito que la comida me alegre la mañana...
Se arremanga, descubriendo sus fuertes antebrazos, y reúne una decena de galletas mientras comenta:
—No se te ve con muchas ganas de ir.
—Las tenía, pero puede que las haya perdido.
—¿Te da pereza? ¿Adónde vais?
—Vamos a un sitio turístico de aquí cerca. A los pinos más antiguos de Bizkaia.
Contiene la risa, me cruzo de brazos y se disculpa:
—Perdón. Es que turístico, turístico... no es. Son tres árboles gordos.
—Y que tienen más de cien años —puntualizo—. Son historia.
—Vale... —Deduce—: Así que no eres de por aquí.
Niego con la cabeza.
—Estoy pasando el verano en el Palacio Ubel.
Coge una bocanada de aire.
—Oh, ¡tú eres la nieta de Gabriel!
¿Me conoce? ¿Cómo es que aquí tampoco puedo pasar desapercibida?
El chico me ve incómoda y aclara:
—Lourdes es una de nuestras mejores clientas, Naroa hace muchos pedidos para la mansión, ella es...
—Sé quién es: la encargada de las compras.
Lo que no me puedo creer es que Lourdes tenga ojos hasta fuera del maldito palacio.
—Eres una chica afortunada —me envidia.
—¿Yo?
—Lourdes es una gran persona.
«Mi abuelo lo era más. La suerte juega a favor de su familia por haberlo tenido» rebatiría, pero me conviene sacar información:
—No sé mucho de ella en realidad.
—En el pueblo todos la aman —prosigue—. Es nuestra salvadora.
—Ah, ¿sí?
—Nos libró de los Ubel. —Es el apellido de los antiguos dueños del palacio.
Pone las galletas sobre el mostrador pero aún no quiero finalizar la charla:
—¿No os gustaban?
—El problema no era la familia en sí, sino uno de sus hijos.
Se crea una pausa tensa, ansío que me cuente más, y puede que le haga falta un empujón:
—¿Qué pasa con él?
Ya no hay ni rastro de simpatía en su semblante.
—Entre otras cosas, era un asesino. Ahorcó a una de sus hermanas. Han pasado diez años desde la noticia y el pueblo aún sigue consternado.
—Dios...
Me horroriza el hecho de que haya gente capaz de hacer algo así.
—¿Lo metieron en la cárcel?
—Lo soltaron por falta de pruebas. Y porque pertenece a una de las familias más ricas del país. Su padre contrató a los mejores abogados. Pero su madre nunca lo perdonó. Es lógico, ¿no? La señora se mudó tratando de cambiar de vida y se llevó a toda la familia consigo, excepto al hijo, a quien le regaló el palacio con la condición de que se mantuviera lejos.
Se me revuelve el estómago al pensar que estoy viviendo en la casa que algún día fue su particular prisión.
—¿Cumplió la promesa? ¿Se quedó en Usansolo?
—Sí y, sin sus familiares, la cosa no hizo más que empeorar. Sucedieron muchas tragedias y estoy convencido de que estuvo relacionado con ellas.
—¿Qué tipo de tragedias?
—Se hallaron varios cadáveres cerca del terreno del palacio.
Retrocedo ante el deseo de salir corriendo, no solo del establecimiento, sino del pueblo.
—Y pese a todo ello, ¿Lourdes lo compró?
—Con una condición.
—¿Cuál?
—La misma que le puso su madre. Mantenerse lejos. Se lo pidió por el bien de todos nosotros.
O porque quería limpiar la reputación de su nueva vivienda y ganarse a sus vecinos, simplemente. A mí Lourdes no me engaña, es más astuta que bondadosa.
—¿Ubel cumplió su parte? —me intereso.
—Supongo que sí. Nadie sabe nada de él desde entonces. Y han pasado más de dos años ya.
Me asusta plantearme que tal vez algún día quiera volver a su antiguo hogar, al lugar que Lourdes en 2020 convirtió en un paraíso vacacional...
Me intento recomponer del mal cuerpo que se me ha quedado, le pago el pedido y comprendo que es hora de despedirme:
—Gracias por todo y encantada de conocerte.
—Igualmente, Elena.
Camino hacia el exterior y, justo antes de poner un pie fuera, freno en seco. No puedo pasar por alto cierto detalle de la bolsa que me ha dado.
—¿Y esto?
—Un adorno. —Las comisuras de sus labios se elevan gradualmente—. Me has caído bien.
El nudo de la bolsa es un lazo rojo hecho con cinta de papel.
Barro el establecimiento y doy con una estantería repleta de revistas y periódicos. A su lado hay un expositor giratorio que muestra una ámplia colección de novelas, novelas de:
—Agatha Christie.
—¿Quieres una? Podrías llevártela a la excursión.
—No, gracias, pero...
Le pregunto:
—¿Vendes muchas?
—No he vendido ni una. Nunca. Aunque puede que mi madre sí, ella tiene el turno de tarde.
—Entiendo. —Giro sobre mis talones—. Pues nada. Un verdadero placer.
—¡Igualmente! Espero verte pronto.
Desde la puerta, afirmo:
—Ten por seguro que volveré.
*****
Mmm. ¿Qué opináis? Teorías, teorías...
Este capítulo ha sido mi regalito de Navidad. Espero que disfrutéis mucho de las fiestas y que os regalen muchos libros. Abrazote fuerte de parte de Elena, Rosa, Izan y los Ibarra ;)
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