9. El Manzano
Cuando Génesis despertó a la mañana siguiente sintió una punzada tan grande de decepción que le dolió físicamente en el pecho. Seguía en la casa ¿asignada? por el tropiezo de Támesis; no había regresado.
Se levantó huraña, sorprendida de que Támesis no estuviera a la vista.
Lo encontró rápido. Estaba en el sofá de la sala de estar, dormido. Se quedó mirándolo; era atractivo. Su piel era ligeramente morena y su cabello negro estaba plagado de rizos guesos y cortos; tenía varios lunares en lo que alcanzaba a ver de su cuello y una expresión dulce en su estado de reposo. Cualquiera que lo viera no pensaría que era un imbécil que la había hecho viajar al pasado; las apariencias engañan. Sacudió la cabeza y fue al baño.
El día anterior luego de regresar con Támesis, este le había informado del asunto de su aspecto físico durante el viaje en el tiempo y Génesis había tenido miedo de mirarse al espejo para saber cómo lucía. Pero si ya había enfrentado la pérdida de sus padres, podría con algo tan nimio como su apariencia. De modo que se miró fijamente en el espejo.
Lucía como ella... una versión modificada de ella. Eran pequeños rasgos: los ojos un poco más grandes, la nariz más angosta, las cejas un poco menos pobladas, sus labios más rellenos. Era ella, pero no era ella. Era como si fuera una hermana mayor de sí misma, similares, pero no iguales. Tenía la piel alrededor de los ojos hinchada de llorar, tanto, que le sorprendía poder abrir los ojos en absoluto.
De pronto, escuchó un grito afuera.
—¡Génesis! ¿Génesis?
El instinto la obligó a salir corriendo para saber qué había pasado. Támesis estaba cerca del sofá, sus ojos denotaban pereza, pero su mente estaba muy despierta, mirando aterrado.
—¿Qué? ¡Qué!
Támesis la miró y suspiró.
—Ay, que alivio, pensé que me había muerto y estaba en... ¿a dónde van los muertos?
—Dijiste que los atemporales no pueden morir.
—Sí, pero anoche mis ojos se apagaban contra mi voluntad, mi cuerpo me dolía, la mente se me nubló. Pensé que todo esto era solo una trampa de Cronalis y que me querían muerto, quizás me desaparecerían en este plano mortal y yo tenía tanto miedo e intenté tener los ojos abiertos pero entonces no pude más y no sé qué pasó y...
Génesis arrugó la frente.
—Suena a que simplemente estabas cansado y necesitabas dormir. ¿Los fenómenos de tu plano no se cansan?
Támesis pasó por alto el insulto.
—¡No a ese punto! ¡Mis ojos se apagaban, Génesis, no podía controlarlo!
Pasó lo inesperado: Génesis se rió. Fue una risa sincera y corta que la tomó especialmente a ella por sorpresa. No estaba de buen humor, pero ver al caminante enloquecer por algo tan simple como la necesidad de dormir, ameritaba reírse. Támesis la miró fijamente, fascinado, hasta que ella se sintió cohibida y aclaró la garganta.
—¿En tu plano no duermen?
—Sí, pero muy poco. Según tu tiempo humano, dormimos más o menos cada dos semanas...
—Acá es a diario, lo siento.
Támesis suspiró.
—Lo sé, lo he visto en películas, pero pensé que solo era el drama del cine.
—¿Ves películas? ¿Películas humanas o en tu planeta hay cine que retrata otras especies como nosotros tenemos películas de aliens?
—Películas humanas. Me gustan —susurró bajito, avergonzado. Su madre le había enseñado que su gusto por el entretenimiento humano era algo extraño que debía esconder—. Me gustan las comedias.
Génesis vio la forma en que él evitaba mirarla, como si estuviera confesando que en las noches iba a robar comida a niños en los albergues. Támesis apretó el bajo de su camisa, incómodo.
—Qué extraño eres —dijo ella. Sin embargo, no sonó con el retintín de vergüenza que Johha mostraba, sino que tenía un apunte divertido y sincero. En el silencio de la sala, un gruñido sonó desde el interior de Támesis. Él tocó su abdomen, el terror en sus ojos inconfundible, Génesis pensó que de no saber que él no era humano, habría razonado que iba a tener un ataque de pánico. Se apresuró a decir—: No estás muriendo, debe ser hambre. ¿En Croniquirá no comen tampoco?
—Cronópolis —corrigió—. Digo, Cronalis. Y pues... sí pero...
—Déjame adivinar, cada dos o tres semanas.
Támesis se encogió de hombros.
—Sí. Déjame adivinar, acá hay que hacerlo a diario.
—De tres a cinco veces al día.
—¡¿Al día?!
Génesis recordó que en su folleto decía que la casa asignada contaba con todo lo necesario para su supervivencia, incluyendo comida. Fue a la cocina que estaba solo a unos pasos y abrió la nevera: estaba llena, podría hacer un buen desayuno y evitar que Támesis sintiera que estaba en sus últimos momentos de vida.
No es que le importara lo que sintiera.
—Haré el desayuno y dejarás de sentirte mal del estómago. —Génesis pensó un segundo y miró fijamente a Támesis—. Dime que no tendré que explicarte también los horarios y mecanismos de usar un baño.
Esa parte no solía salir en las películas, pensó Támesis.
—¿Podrías?
Génesis hizo una mueca de asco, pero asintió. Ya había tocado fondo, ya la situación no podría ser peor.
Otro detalle de la casa que Génesis descubrió el día anterior y al que no le dio casi importancia fue al calendario que había en la sala de estar. Y ese día lo notó porque era evidente que había cambiado, no de año, pero sí de mes.
Había pensado que tendría que revivir la discusión con sus padres una y otra y otra vez hasta que los locos de Cronos estuvieran satisfechos, pero la fecha le decía que habían pasado tres meses desde entonces. Según sus recuerdos en ese momento estaba viviendo en la casa de su abuela, que solo quedaba a unas cuantas calles de la de sus padres.
Pensar en eso le dio una idea que se sentía demasiado grande para caber en su maleta de esperanzas. La verbalizó con voz débil ante Támesis:
—¿Puedo ver a mi abuela?
Támesis metió a su boca su octavo cubo de queso. Luego del primer bocado de los huevos revueltos que Génesis había preparado, se enloqueció con la comida. Al parecer la información que tenía respecto a la comida venía solo de películas y Támesis había asumido que la comida humana era como la comida de Cronalis: sin sabor, con la única finalidad de dar energía al cuerpo. Así que cuando probó una sola cucharada, se sorprendió tanto con la explosión de sabores que Génesis pensó que le iba a dar un infarto.
¿Podrían los caminantes sufrir infartos?
Desde ese momento, Támesis estaba asaltando la nevera sin piedad. Génesis no le vio importancia, si el folleto prometía suplir sus necesidades, incluso si Támesis acababa con todo, se repondría mágicamente para seguir alimentándola.
—¿Uhhh?
Había algo morbosamente atrayente de ver a alguien comiendo de esa manera. Génesis no sabía si eran los gestos de placer de Támesis o la felicidad que se le notaba, pero era hipnotizante verlo comer.
—Mi abuela. ¿Puedo verla? ¿Puedo... hablar con ella?
El corazón de Génesis dolía de saber que en su presente ella ya no estaba, que había muerto y que nada cambiaría eso. Pero si había visto a sus padres, su abuela también estaría por ahí...
Támesis se dio un respiro para responder:
—Si la ves en un momento en el que tu yo del pasado no esté, sí. No le puedes decir quién eres, por supuesto, pero puedes hablar con ella.
Génesis miró el reloj de la pared, otro bonito detalle de parte de la empresa de secuestros y viajes en el tiempo. Eran poco más de las once de la mañana en un día de semana y según eso, la Génesis adolescente estaría en el colegio, así que el momento perfecto era ahora.
Sin saber de qué parte de su cabeza salió la pregunta, Génesis dijo:
—¿Vienes conmigo, por favor?
A Támesis lo tomó por sorpresa la falta de rencor en sus palabras. Sonaba... expectante de que la acompañara. Eso logró que su ansia de comida se calmara un poco.
—Sí, claro que sí, para eso estoy.
Támesis entró en modo profesional y limpió el reguero que había dejado, para luego plantarse frente a la puerta esperando por Génesis. Cuando ella estuvo lista para salir, le dedicó media sonrisa al caminante. No llegaba a ser amabilidad, pero sí tenía menos ganas de matarlo.
Iban avanzando.
El corazón de Génesis se apachurró en su pecho cuando vio a su abuela a través del cristal de una ventana. Támesis y ella estaban al otro lado de la calle, pero gracias a la luz del día, podían ver a Ágatha moviéndose de acá a allá en la cocina con un delantal atado a su cintura y sus labios tarareando alguna canción que sonaba de fondo. Los ojos de Génesis se inundaron, pero sus labios tenían una sonrisa.
—Está tan joven.
La distancia entre esa mujer de la cocina y la de sus recuerdos recientes era tan solo de diez años, pero a Génesis le pareció una eternidad. Esta Ágatha tenía menos canas, menos arrugas y más movilidad en el cuerpo. Lucía vital y alegre, más de lo normal en su presente... bueno, cualquier estado es más vital que estar muerto.
A Génesis la asustó ir a hablar con ella. Primero, porque no sabía con qué excusa podía tocar a su puerta e iniciar una conversación, y segundo porque no tenía idea de cómo podría controlar sus lágrimas para mantener una charla normal.
Ágatha se perdió de vista unos segundos y luego salió al jardín con una regadera en sus manos. Génesis sonrió, su abuela amaba su jardín y las rosas que allí crecían; las había plantado la primera vez su abuelo cuando compraron la casa siendo jóvenes enamorados y desde entonces Ágatha las cuidaba como si fueran una representación de ese amor que tuvo por más de cincuenta años con su esposo. A la tumba de su abuelo solo llevaban rosas de esos rosales... y ahora Génesis llevaría esas rosas a la tumba de Ágatha.
—¡¿Es un manzano?!
La voz de Támesis no solo alertó a Génesis a su lado, sino a su abuela al otro lado de la calle, que los miró con curiosidad. Támesis, sin pensar en nada, se acercó a paso largo a Ágatha, señalando el árbol del lado sur de su jardín. La abuela rió y asintió.
—Sí, un manzano. Está dando frutos ahora.
Los pies de Támesis vibraron de emoción, como quien encuentra un milagro en mitad de la calle. Génesis fue hasta él, queriendo decirle que no molestara a su abuela —a Ágatha—, a pedir disculpas en su nombre, o a llorar por ver su pasado, no sabía, pero sí pensaba que tenía que alejarlo de ahí.
—¿Puedo tomar una, por favor, por favor, por favor?
—Claro, sírvete y...
Támesis salió corriendo al árbol y con una torpeza caricaturesca empezó a subirse en el árbol. Génesis apostaría lo que fuera a que jamás había subido a un árbol y a juzgar por su reacción, ni siquiera había visto un árbol antes. Al menos no un manzano.
—Mil disculpas, abu... señora.
Ágatha miró a los ojos a Génesis y por un segundo Génesis pensó que la reconocería, que la abrazaría y le diría que la amaba mucho, que todo iba a salir bien. Pero no pasó, la anciana solo sonrió, señalando a Támesis batallando con el tronco.
—¿Tu esposo?
Génesis lo consideró. Era obvio que debía mentir, pero eso sería una mentira demasiado grande.
—Ehhh, no, solo estamos... saliendo.
Génesis no dejaba de mirar a su abuela deseosa de darle un abrazo, de decirle que la extrañaba, de pedirle perdón por cualquier cosa que le haya hecho enojar en vida. Perder a alguien era dejar tantas cosas sin decir, tantas cosas sin hacer, que parecía absurdo perder esta oportunidad de verla en el pasado.
—Es... peculiar. ¿Son nuevos en el vecindario?
Génesis suspiró.
—Sí, nos mudamos... ayer.
—¿Juntos? Dijiste que solo estaban saliendo.
Por eso su abuela siempre le decía que no mintiera, que las mentiras eran redecillas frágiles y maliciosas. Génesis suspiró, esperando que el rubor de sus mejillas no fuera demasiado revelador.
—Es complicado.
Su abuela le guiñó un ojo y asintió, como si fuera un lenguaje femenino que ambas entendían.
—Bueno, ya que estamos, podríamos bajar todas esas manzanas. No puedo subir a un árbol y mi nieta le tiene miedo a las alturas.
Su nieta, ella misma. Ágatha caminó hacia el manzano para indicarle a Támesis que bajara todas las que pudiera y que se las podrían repartir. Génesis fue tras ella e hizo equipo con Támesis para recolectar las manzanas: él las soltaba, ella las recolectaba. Estaban maduras, perfectas.
—¿Vive con su nieta? —preguntó Génesis, solo queriendo escuchar la voz de su abuela.
—Sí. Es encantadora, y vieras cómo es de hermosa e inteligente. Se parece un poco a ti, ahora que lo pienso. —Génesis se tensó, pero su abuela siguió—. Está en el colegio en este momento. Está un poco triste estos días, su primer noviazgo acaba de terminar.
—Sí recuerdo cómo duelen esos primeros amores —dijo Génesis, recordando ya no con dolor sino con nostalgia su breve pero trascendental romance con Summer.
Ya habían llenado dos canastas de manzanas. Génesis recordaba que en cada temporada su abuela le pedía el favor a algún vecino de que las bajara, a veces era su padre, pero Ágatha se encargaba de que cuando era él, Génesis no estuviera en casa para evitar confrontación.
Luego de irse de la casa de sus padres, en el corazón de Génesis solo creció el rencor porque ni su madre ni su padre la buscaron ni una sola vez, simplemente se desentendieron de su existencia, como si hubiera muerto.
Por cada dos manzanas que Támesis mandaba abajo, se comía media para sí mismo. Ya había consumido más de cuatro, pero el rostro de felicidad no se lo quitaba nadie. A Génesis le divertía. De repente Támesis gritó:
—¡Génesis!
—¡Dime!
—¿Sabes hacer pastel de manzana? —gritó de vuelta.
—No, lo siento.
—¿Te llamas Génesis? —dijo Ágatha, sus ojos sorprendidos—. Mi nieta igual, qué rara coincidencia. No es un nombre muy común.
—¡¿Podríamos aprender?! —preguntó Támesis, distrayendo a Ágatha.
Génesis lo agradeció. Estaba a punto de decir que ella era su nieta, llorar y arruinar todo.
—Tengo una receta, se las puedo dar —ofreció Ágatha, dirigiéndose a lo alto del árbol.
—¡EXCELENTE! —gritó Támesis, eufórico.
Tanto, que su cuerpo se movió... y cayó del árbol.
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